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Authors: Cornelia Funke

Tags: #Fantásia, #Aventuras

Corazón de Tinta (24 page)

BOOK: Corazón de Tinta
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En el puente no había centinelas, ni tampoco junto a la verja herrumbrosa que cerraba la carretera que conducía hasta el pueblo. Meggie volvió la vista atrás hasta que se perdió en la noche. «Ya ha terminado —pensaba—. Ya ha terminado todo, de verdad.»

La noche era clara. Meggie nunca había visto tantas estrellas. El cielo se tensaba sobre las negras colinas igual que un paño bordado con diminutas perlas. El mundo parecía componerse exclusivamente de colinas, lomos de gato delante de la faz de la noche, sin personas, sin casas. Sin miedo.

Mo se volvió y apartó el pelo de la frente de su hija.

—¿Va todo bien? —le preguntó.

Ella asintió y cerró los ojos. De repente sólo deseaba dormir… siempre que su corazón desbocado se lo permitiera.

—¡Esto es un sueño! —murmuró alguien a su lado con voz cansina—. Nada más que un sueño. ¿Qué si no?

Meggie se volvió. El chico no la miraba.

—¡Tiene que ser un sueño! —insistió mientras asentía fuerte con la cabeza intentando infundirse valor a sí mismo—. Todo parece falso, adulterado, una locura, como en los sueños precisamente, y ahora —señaló el exterior con un movimiento de cabeza—, ahora encima volamos. O la noche vuela pasando a nuestro lado. Cualquiera sabe.

Meggie estuvo a punto de sonreír.

«Esto no es un sueño», quiso decirle, pero estaba demasiado cansada para explicar aquella historia tan complicada. Contempló a Dedo Polvoriento, que acariciaba la tela de su mochila, seguramente con la intención de tranquilizar a su enfurecida marta.

—No me mires así —dijo al reparar en la mirada de la niña—. No seré yo quien se lo explique. Esa tarea le corresponde a tu padre. Al fin y al cabo es el responsable de su pesadilla.

Mo llevaba escrito en la frente el remordimiento cuando se giró hacia el chico.

—¿Cómo te llamas? —preguntó—. Tu nombre no figuraba en… —se interrumpió.

El chico lo contempló con desconfianza, después agachó la cabeza.

—Farid —respondió con voz apagada—. Me llamo Farid, pero creo que hablar en sueños trae la desgracia. Uno nunca encuentra el camino de vuelta. —Apretaba con fuerza sus labios, mientras fijaba los ojos en el infinito como si no quisiera centrarlos en nadie.

Enmudeció. ¿Tendría padres en su historia? Meggie no lo recordaba. Allí sólo se hablaba de un chico, de un chico sin nombre que servía a una banda de ladrones.

—¡Es un sueño! —susurró él de nuevo—. Sólo un sueño. Saldrá el sol y todo se desvanecerá. Eso es.

Mo lo miraba apenado y sin saber qué hacer, como alguien que ha tocado una cría de pájaro y presencia cómo los padres la expulsan del nido por eso. «Pobre Mo —pensó Meggie—. Pobre Farid.» Sin embargo, otro pensamiento la avergonzaba. La asaltaba desde que el lagarto había aparecido en la iglesia de Capricornio en medio de las monedas de oro. «A mí también me gustaría ser capaz de hacerlo», musitaba desde entonces, muy bajito, pero sin parar. Ese deseo había anidado en su corazón como un cuclillo, se acomodaba y se esponjaba, por mucho que ella se esforzase por desterrarlo. «A mí también me gustaría poder hacerlo —susurraba—. Me gustaría poder tocar todas esas figuras. Quiero que todas esas figuras maravillosas se proyecten fuera de las páginas y se sienten a mi lado, quiero que me sonrían, quiero, quiero, quiero…»

Fuera seguía tan oscuro como si la mañana no existiese.

—¡No pienso parar! —exclamó Elinor—. Conduciré de un tirón hasta llegar a la puerta de mi casa.

De repente, muy por detrás de ellos aparecieron unos faros como si fueran dedos que tanteaban el camino en medio de la noche.

SERPIENTES Y ESPINAS

Los Borribles se volvieron y allí, justo al comienzo del puente, vieron un círculo chillón de luz blanca que se abría en la zona inferior del cielo oscuro. Eran los faros de un coche que se situaba en posición al norte del puente, en la zona que los fugitivos habían abandonado apenas unos minutos antes.

Michael de Larrabeiti
,
Los Borribles,
tomo 2:
«En el laberinto de los Wendel»

Los faros se aproximaban por mucho que Elinor pisase el acelerador.

—A lo mejor es un coche cualquiera —opinó Meggie, aunque sabía que era muy improbable.

Sólo había un pueblo junto a la carretera accidentada y llena de baches por la que transitaban desde hacía casi una hora, y era el pueblo de Capricornio. Sus perseguidores únicamente podían proceder de allí.

—Y ahora, ¿qué? —gritó Elinor; conducía haciendo eses de puro nerviosismo—. No volveré a dejarme encerrar en ese agujero. No, no y mil veces no —y a cada negación golpeaba el volante con la palma de la mano—. ¿No dijo usted que les había pinchado las ruedas? —reprochó, iracunda, a Dedo Polvoriento.

—¡Por supuesto! —replicó el aludido furioso—. Es evidente que habían previsto semejante eventualidad, ¿o acaso no ha oído hablar usted de las ruedas de repuesto? ¡Pise el acelerador! Pronto deberíamos llegar a una población. Ya no puede estar muy lejos. Si logramos alcanzarla…

—¡Si lo logramos…! —exclamó Elinor golpeando con el dedo el indicador del nivel de combustible—. La gasolina se agotará dentro de diez, veinte kilómetros a lo sumo.

No llegaron tan lejos. Una de las ruedas delanteras reventó en una curva cerrada. Elinor tuvo el tiempo justo de dar un volantazo antes de que el coche derrapase y se saliera de la carretera. Meggie gritó y se cubrió el rostro con las manos. Durante un instante atroz pensó que se despeñarían por la empinada pendiente que se perdía en la oscuridad a la izquierda de la carretera. Pero la furgoneta derrapó hacia la derecha y rozó con la aleta el muro de piedras que apenas alcanzaba la altura de la rodilla y bordeaba el campo del lado contrario de la carretera. Luego exhaló el último suspiro y se detuvo bajo las ramas inferiores de una encina que se inclinaban sobre la carretera deseando tocar el asfalto.

—¡Oh, maldición! ¡Maldita sea! —masculló Elinor mientras se soltaba el cinturón de seguridad—. ¿Estáis todos bien?

—Ya sé por qué nunca he confiado en los coches —murmuró Dedo Polvoriento abriendo su puerta de un empujón.

Meggie permanecía sentada, temblando de los pies a la cabeza.

Su padre la sacó del coche y la miró de hito en hito, preocupado.

—¿Estás bien?

Ella asintió.

Farid salió por el lado de Dedo Polvoriento. ¿Seguiría creyendo que era un sueño?

Dedo Polvoriento, de pie en la carretera y con la mochila al hombro, aguzaba los oídos. En la lejanía, en medio de la noche, se oía el ronroneo de un motor.

—Hay que retirar el coche de la carretera —advirtió.

—¿Qué? —Elinor le miró estupefacta.

—Tenemos que empujarlo ladera abajo.

—¿Mi coche? —repuso Elinor casi a gritos.

—Tiene razón, Elinor —reconoció Mo—. A lo mejor así logramos quitárnoslos de encima. Empujaremos el vehículo por la pendiente. Seguramente, en la oscuridad ni siquiera lo verán. Y en caso de que lo vean, pensarán que nos hemos salido de la carretera. Mientras tanto, nosotros seguiremos ascendiendo por la ladera y de momento nos ocultaremos entre los árboles.

Elinor lanzó una mirada vacilante hacia arriba.

—¡Pero está demasiado empinado! ¿Y qué me decís de las serpientes?

—Basta seguro que ha conseguido otra navaja —dijo Dedo Polvoriento.

Elinor le dedicó una mirada sombría. Después, sin decir palabra, se situó detrás de su coche y echó un vistazo al maletero.

—¿Dónde está nuestro equipaje? —preguntó.

Dedo Polvoriento la miró divertido.

—Basta debió de repartirlo entre las criadas de Capricornio. Le gusta ganarse sus simpatías.

Elinor lo miró como si no creyera una palabra. Acto seguido cerró el maletero, apoyó los brazos en el coche y empezó a empujar.

No lo consiguieron.

Por mucho que lo movieron y empujaron, el coche de Elinor rodó fuera de la carretera, pero apenas resbaló más de dos metros terraplén abajo antes de que el morro se atascase entre los matorrales y se quedara inmóvil. El ruido de otro motor, sin embargo, sonaba en esa región despoblada, dejada de la mano de Dios, extraño, amenazador y cercano. Empapados en sudor, subieron de nuevo a la carretera —tras propinar Dedo Polvoriento una última patada al testarudo vehículo—, escalaron el muro, cuyas piedras parecían tener más de mil años de antigüedad, y emprendieron la esforzada ascensión cuesta arriba. Ante todo había que alejarse de la carretera. Mo tiraba de Meggie y Dedo Polvoriento ayudaba a Farid. Elinor bastante tenía consigo misma. La ladera estaba cubierta de muros, denodados intentos de arrancar a la escasa tierra campos y huertos diminutos, para unos olivos, unas vides, cualquier planta que diese fruto en ese suelo. Los árboles, sin embargo, se habían asilvestrado hacía tiempo y la tierra estaba cubierta de frutos que nadie había recogido, pues la gente se había marchado para encontrar en otra parte una vida menos dura.

—¡Agachad la cabeza! —exclamó jadeando Dedo Polvoriento mientras se acurrucaba con Farid detrás de uno de los muros derrumbados—. ¡Ya vienen!

Mo tiró de Meggie hasta situarse debajo del árbol más cercano. Los bardales que crecían entre las raíces nudosas tenían la altura justa para ocultarlos.

—¿Y las serpientes? —susurró Elinor mientras los seguía dando traspiés.

—¡Ahora hace demasiado frío para ellas! —musitó Dedo Polvoriento desde su escondite—. ¿Es que no ha aprendido nada de todos sus inteligentes libros?

Elinor tenía la respuesta en la punta de la lengua, pero Mo le tapó la boca con la mano. El coche apareció debajo de ellos. Era la camioneta de la que había salido el centinela adormilado. El vehículo pasó junto al lugar desde el que habían empujado la furgoneta de Elinor cuesta abajo sin aminorar la marcha, y desapareció tras la siguiente curva de la carretera. Meggie, aliviada, quiso asomar la cabeza por encima de las espinas, pero Mo volvió a apretársela hacia abajo.

—¡Todavía no! —susurró, aguzando el oído.

Era la noche más silenciosa que Meggie había conocido en su vida. Parecía como si se escuchara la respiración de los árboles, de la hierba y de la misma noche.

Vieron aparecer los faros de la camioneta de reparto al otro lado, en la pendiente de la siguiente colina: dos dedos de luz que tanteaban la oscuridad a lo largo de una carretera invisible. Pero de repente se quedaron inmóviles.

—¡Dan la vuelta! —musitó Elinor—. Ay, Dios mío. ¿Y ahora, qué?

Intentó incorporarse, pero Mo se lo impidió.

—¿Te has vuelto loca? —le susurró—. Es demasiado tarde para continuar la ascensión. Nos verían.

Mo tenía razón. La camioneta regresaba a gran velocidad. Meggie vio cómo se detenía a escasos metros del lugar por el que habían empujado el coche de Elinor fuera de la carretera. Oyó abrirse de golpe las puertas del vehículo y vio bajar a dos hombres. Les daban la espalda, pero cuando uno de ellos se volvió, Meggie creyó reconocer el rostro de Basta, a pesar de que apenas era una mancha clara en la oscuridad de la noche.

—¡Ahí está el coche! —exclamó el otro.

¿Era Nariz Chata? Al menos tenía su altura y su corpulencia.

—Comprueba si están dentro.

Sí, era Basta. Meggie habría distinguido su voz entre mil.

Nariz Chata descendió por la ladera con la pesadez de un oso. Meggie lo oía mascullar maldiciones, a las espinas, a los pinchos, a la oscuridad y a la maldita gentuza que lo obligaba a vagar dando trompicones en plena noche. Basta continuaba en la carretera. Cuando encendió el mechero para prender un cigarrillo, su rostro se ensombreció. El humo ascendió hasta ellos como un bailarín blanquecino y Meggie incluso creyó olerlo.

—¡No están aquí! —gritó Nariz Chata—. Tienen que haber seguido a pie. Maldita sea, ¿crees que debemos seguirlos?

Basta se acercó al borde de la carretera y miró hacia abajo. Después se giró y observó la pendiente en la que Meggie, con el corazón palpitante, se acurrucaba al lado de su padre.

—No pueden andar muy lejos —comentó—. Pero en la oscuridad será difícil encontrar su rastro.

—¡Tú lo has dicho! —Nariz Chata jadeaba cuando apareció de nuevo en la carretera—. A fin de cuentas no somos unos malditos indios, ¿no es cierto?

Basta no contestó. Se limitaba a permanecer inmóvil, al acecho, dando caladas a su cigarrillo. Acto seguido, susurró algo a Nariz Chata. Meggie contuvo el aliento.

Nariz Chata miró, preocupado, a su alrededor.

—¡No, es mejor que regresemos por los perros! —le oyó decir Meggie—. Aunque se hayan escondido por estos parajes, ¿cómo vamos a saber si han ido cuesta arriba o cuesta abajo?

Basta echó una ojeada a los árboles, miró carretera abajo y apagó su pitillo de un pisotón. A continuación regresó a la camioneta y sacó dos escopetas.

—Primero probaremos a bajar —dijo lanzando una de las armas a Nariz Chata—. Seguro que la gorda prefiere ir cuesta abajo.

Y sin añadir más desapareció en la negrura. Nariz Chata lanzó una mirada nostálgica a la camioneta y, refunfuñando, echó a andar detrás de Basta.

En cuanto ambos quedaron fuera del alcance de la vista, Dedo Polvoriento, sigiloso como una sombra, se incorporó y señaló pendiente arriba. Meggie notaba los latidos desbocados de su corazón mientras lo seguían. Se deslizaban ligeros de un árbol a otro, de un arbusto a otro, acechando siempre a sus espaldas. Meggie se sobresaltaba con cada rama que se partía bajo sus pies, pero por suerte también Basta y Nariz Chata hacían ruido mientras avanzaban monte abajo por entre la espesura.

En cierto momento dejaron de divisar la carretera. A pesar de todo, el miedo a que Basta hubiera dado media vuelta y los persiguiera monte arriba no los abandonaba. Sin embargo, en cuanto se detenían y escuchaban con atención sólo oían su propia respiración.

—No tardarán mucho en darse cuenta de que han elegido la ruta equivocada —susurró Dedo Polvoriento—. Y entonces volverán a por los perros. Tenemos suerte de que no los hayan traído. Basta no los estima demasiado, y desde luego tiene razón: los he alimentado muchas veces con queso. Eso embota el olfato de los canes. A pesar de todo, tarde o temprano regresará con ellos, porque ni siquiera Basta se atreve a presentarse ante Capricornio con malas noticias.

—Entonces, ¡apretemos el paso! —aconsejó Mo.

—¿Adónde vamos? —inquirió Elinor jadeando.

Dedo Polvoriento miró en torno suyo. Meggie se preguntó para qué. Sus ojos apenas lograban percibir algo en medio de aquellas tinieblas.

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