Congo (20 page)

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Authors: Michael Crichton

Tags: #Aventuras

BOOK: Congo
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Elliot contó doce hombres musculosos armados con arcos y flechas y con largas
pangas
en las manos. Tenían las piernas y el pecho rayado de blanco, y las caras totalmente blancas, lo que les daba una apariencia amenazadora, de calaveras. Mientras avanzaban por la plantación de mandioca, sólo alcanzaban a verse las cabezas blancas, que escudriñaban los alrededores.

Incluso después de que se hubieron marchado, Munro permaneció observando el claro silencioso por espacio de otros diez minutos. Finalmente se puso de pie, y suspiró. Cuando habló, su voz pareció increíblemente fuerte.

—Eran Kiganis —dijo.

—¿Qué estaban haciendo? —preguntó Ross.

—Estaban comiendo —dijo Munro—. Mataron a la familia de esa casa, y luego se la comieron. La mayoría de los agricultores se han marchado, porque los Kiganis están al acecho.

Indicó a Kahega que ordenara a sus hombres que reemprendiesen la marcha, y partieron bordeando el claro. Elliot no dejaba de mirar la casa, pensando qué vería si entrara. Las palabras de Munro habían sonado tan casuales:
«Mataron a la familia… y luego se la comieron»
.

—Supongo —dijo Ross, mirando sobre el hombro— que podemos considerarnos afortunados. Probablemente seamos los últimos en el mundo en ver cosas como éstas.

—Lo dudo —dijo Munro sacudiendo la cabeza—. Las viejas costumbres no mueren fácilmente.

Durante la guerra civil congoleña de los años sesenta, noticias de canibalismo generalizado y otras atrocidades escandalizaron el mundo occidental, pero en realidad el canibalismo siempre había sido practicado abiertamente en África Central.

En 1897, Sidney Hinde escribió que «casi todas las tribus de la cuenca del Congo son, o han sido, caníbales, y entre ellos la práctica tiende a aumentar». Hinde se impresionó por la naturaleza no disimulada del canibalismo congoleño: «Los capitanes de los barcos me han asegurado que cuando tratan de comprar cabras a los nativos, les piden esclavos a cambio; los nativos suben a bordo a menudo con colmillos de marfil con la intención de comprar un esclavo, quejándose de que la
carne escasea en su vecindario
».

En el Congo, el canibalismo no se relacionaba con el ritual ni con la religión o la guerra: era, simplemente, una preferencia dietética. El reverendo Holman Bentley, que pasó veinte años en la región, citaba a menudo a un nativo que había dicho: «Vosotros los blancos consideráis que la carne de cerdo es la más sabrosa, pero no puede compararse con la carne humana». Bentley sentía que los nativos no podían comprender por qué se objetaba esa práctica. «Vosotros coméis aves y cabras, y nosotros comemos personas: ¿por qué no? ¿Qué diferencia hay?».

Esta actitud franca dejaba alelados a los observadores y llevó a extrañas costumbres. En 1910, Herbert Ward escribió acerca de unos mercados donde los esclavos eran vendidos por trozos mientras todavía estaban con vida: «Aunque parezca increíble, los cautivos son llevados de lugar en lugar para que los compradores puedan tener la oportunidad de indicar, haciendo marcas externas sobre el cuerpo, la porción que desean adquirir. Las marcas distintivas se hacen generalmente mediante arcilla coloreada o hierba atada de una manera peculiar. El sorprendente estoicismo de las víctimas, que de esta forma presencian las ofertas y regateos por sus pedazos y extremidades, sólo es igualado por la insensibilidad en medio de la cual avanzan al encuentro de su destino».

Estos informes no pueden dejarse de lado con el argumento de que son productos de la histeria de finales de la era victoriana, pues todos los observadores hallaron a los caníbales simpáticos y agradables. Ward escribió que «los caníbales no son maquinadores, ni tampoco viles. En oposición directa a toda conjetura lógica, son excelentes personas». Bentley los describe como «alegres y valerosos, de conversación muy amigable y muy demostrativos de sus afectos».

Bajo la administración colonial belga, el canibalismo se hizo menos común —hacia la década de 1950, incluso llegaron a encontrarse algunas tumbas— pero nadie pensaba seriamente que hubiera sido erradicado. En 1956, H. C. Hengert escribió: «El canibalismo en África no ha desaparecido en absoluto. Yo mismo viví en una aldea de caníbales durante un tiempo, y encontré algunos huesos [humanos]. Los nativos… eran gente muy agradable. Se trataba tan sólo de una antigua costumbre, que no muere con facilidad».

Munro consideraba que la rebelión Kigani de 1979 era una insurrección política. La tribu se rebelaba contra la exigencia del gobierno de Zaire de que los Kiganis dejaran de ser cazadores para convertirse en agricultores, como si fuera algo sencillo. Los Kiganis eran un pueblo pobre y atrasado; sus conocimientos de higiene eran rudimentarios; su dieta alimentaria carecía de proteínas y vitaminas, y eran presa fácil de la malaria, la anquilostomiasis, la esquistosomiasis y la enfermedad del sueño. Uno de cada cuatro niños moría al nacer, y pocos Kiganis adultos vivían más de veinticinco años. Las vicisitudes de su vida requerían explicación, que era provista por los Angawas, o hechiceros. Los Kiganis creían que la mayor parte de las muertes se debían a causas sobrenaturales: o bien la víctima estaba bajo un hechizo, había roto algún tabú, o su muerte era causada por los espíritus vengativos de los muertos. La caza también tenía un aspecto sobrenatural: los animales estaban fuertemente influidos por el mundo de los espíritus. En realidad, los Kiganis consideraban más real al mundo sobrenatural que al cotidiano, que veía como «un sueño», e intentaban controlar lo sobrenatural mediante brebajes y conjuros mágicos, hechos por los Angawas. También llevaban a cabo alteraciones mágicas del cuerpo, como, por ejemplo, pintarse la cara y las manos de blanco, para ser más poderosos en la guerra. Los Kiganis creían que la magia también residía en los cuerpos de sus enemigos, y por eso, para vencer los hechizos de otros Angawas, comían el cuerpo de sus adversarios. De esa manera, el poder mágico de sus enemigos pasaba a ellos, frustrando a los brujos contrarios.

Estas creencias eran muy antiguas. Desde hacía mucho tiempo, los Kiganis se regían por la reacción a la amenaza, que consistía en comer a otros seres humanos. En 1890, se alborotaron en el norte luego de las primeras visitas de extranjeros provistos con armas de fuego, que habían espantado a los animales de caza. Durante la guerra civil de 1961, el hambre los llevó a atacar y comer a miembros de otras tribus.

—¿Y ahora por qué comen a la gente? —preguntó Elliot a Munro.

—Quieren su derecho de caza —respondió Munro—. A pesar de los burócratas de Kinshasa.

Temprano esa tarde la expedición escaló una colina desde la cual pudieron contemplar los valles que se extendían al sur. A lo lejos vieron grandes columnas de humo y llamas: eran explosiones de misiles arrojados desde el aire. Sobre ellas se veían los helicópteros, revoloteando como buitres sobre la matanza.

—Ésas son aldeas Kiganis —dijo Munro, mirando hacia atrás y sacudiendo la cabeza—. No podrán salvarse, sobre todo porque los hombres de los helicópteros y las tropas en tierra pertenecen a la tribu Abawe, enemiga tradicional de los Kiganis.

En el mundo del siglo XX no había lugar para creencias canibalistas; en realidad, el gobierno de Kinshasa, a más de tres mil kilómetros de distancia, había decidido librar al país de «la vergüenza de los caníbales». En junio, el gobierno de Zaire despachó cinco mil hombres armados, seis helicópteros UH-2 de fabricación estadounidense cargados de misiles y diez camiones blindados con soldados a fin de sofocar la rebelión Kigani. El jefe militar a cargo, el general Ngo Muguru, no se engañaba con respecto a sus órdenes. Muguru sabía que Kinshasa quería que eliminara a los Kiganis como tribu. Y eso era exactamente lo que se proponía hacer.

Durante el resto del día, oyeron explosiones distantes de morteros y misiles. Era imposible dejar de contrastar lo moderno de este equipo con las flechas y arcos de los Kiganis que habían visto. Ross dijo que era triste, pero Munro acotó que era inevitable.

—El propósito de la vida —dijo Munro— es mantenerse vivo. Observen cualquier animal en la naturaleza: todo lo que hace es seguir sobreviviendo. No le importan las creencias ni la filosofía. Cuando el comportamiento de algún animal lo pone fuera de contacto con las realidades de su existencia, se extingue. Los Kiganis no han visto que los tiempos han cambiado y que sus creencias no sirven. Y por eso se extinguirán.

—Tal vez haya una verdad superior al mero hecho de mantenerse vivo —replicó Ross.

—No la hay —dijo Munro.

Vieron algunos grupos más de Kiganis, generalmente a una distancia de varios kilómetros. Al final del día, después de cruzar el tambaleante puente de madera sobre la garganta Moruti, Munro anunció que estaban más allá del territorio Kigani y, al menos por el momento, a salvo.

3
Campamento Moruti

En un elevado claro sobre Moruti, el «lugar de los suaves vientos», Munro gritó instrucciones en swahili a los porteadores de Kahega y éstos empezaron a dejar sus cargas. Karen Ross consultó su reloj.

—¿Nos detenemos?

—Sí —dijo Munro.

—Pero si apenas son las cinco. Todavía quedan dos horas de luz.

—Nos detendremos aquí —dijo Munro. Moruti estaba situado a cuatrocientos cincuenta metros de altura. Dos horas más de caminata los haría llegar a la selva ecuatorial, más abajo—. Es más fresco y agradable aquí.

Ross dijo que a ella eso no le importaba.

—Ya le importará —dijo Munro.

Para ganar tiempo, Munro pensaba mantenerse lo más alejado posible de la selva. En la jungla se avanzaba lentamente y con dificultad; ya bastante experiencia tendría con el barro, las sanguijuelas y las fiebres.

Kahega pronunció unas palabras en swahili. Munro se volvió hacia Ross y le dijo:

—Kahega quiere saber cómo se levantan las tiendas.

Kahega tenía en la mano una bola arrugada de tela plateada; los otros porteadores igualmente confundidos, buscaban entre los bultos los palos a que estaban acostumbrados, sin encontrar nada.

El campamento de STRT había sido diseñado bajo contrato por un grupo de la NASA en 1977, basándose en el hecho de que desde el siglo XVIII el equipo para expediciones a territorios salvajes no había cambiado. «Hace mucho que se necesitan diseños para la exploración moderna», afirmó STRT, y pidió que se mejorara el peso, la comodidad y la eficiencia del equipo de expedición. La NASA había vuelto a diseñar todo, desde la ropa y las botas hasta las tiendas y la vajilla, la comida, los equipos de primeros auxilios y los sistemas de comunicación.

Las cargas nuevas eran típicas del enfoque de la NASA. Ésta había llegado a la conclusión de que el peso de la carga se debía principalmente a los soportes estructurales. Además, las tiendas de una sola capa de tela carecían de un buen aislamiento. Si era posible aislar convenientemente las tiendas, reducir el peso de la ropa y de los sacos de dormir, también podrían reducirse los requerimientos calóricos de los miembros de la expedición. Como el aire era un aislante excelente, la solución obvia era una carga neumática, sin soportes: la NASA diseñó una que pesaba ciento setenta gramos.

Usando una bomba de aire normal muy pequeña, Ross infló la primera tienda. Estaba hecha de mylar plateado, de dos capas, y parecía un brillante tinglado. Los porteadores aplaudieron, entusiasmados. Munro sacudió la cabeza, divertido. Kahega sacó una cajita plateada del tamaño de una caja de zapatos.

—¿Qué es esto, doctora?

—Esta noche no lo necesitaremos. Es un acondicionador de aire —dijo Ross.

—No debe irse a ningún lado sin un acondicionador de aire —dijo Munro, todavía divertido.

Ross le dirigió una mirada furiosa.

—Los estudios demuestran —dijo—, que el mayor factor único que limita la eficacia del trabajo es la temperatura ambiente; el segundo factor es la falta de sueño.

—¿De verdad? —dijo Munro. Lanzó una carcajada y miró a Elliot, que estaba observando detenidamente la vista de la selva tropical, bajo el sol poniente. Amy se acercó y le tiró de la manga.

«Mujer y hombre con pelo nariz pelean»
, indicó.

A Amy le había gustado Munro desde el principio, y el sentimiento era mutuo. En lugar de darle palmaditas en la cabeza y tratarla como a una criatura, como la mayoría de la gente, Munro instintivamente la trataba como a una mujer. Además, había estado con bastantes gorilas como para conocer su comportamiento. Si bien ignoraba el lenguaje estadounidense de signos, se daba cuenta de que cuando Amy levantaba los brazos era porque quería que le hicieran cosquillas, y la complacía durante unos minutos, mientras ella daba vueltas en el suelo gruñendo de placer.

Pero Amy siempre se afligía ante un conflicto, y ahora estaba preocupada.

—Sólo están hablando —le dijo Elliot para tranquilizarla.

«Amy querer comer».

—En seguida —dijo Elliot, y al volverse vio que Ross estaba instalando el equipo transmisor. Esto sería un ritual diario durante la expedición, y nunca dejaría de fascinar a Amy. En total, el equipo para transmitir por satélite a dieciséis mil kilómetros de distancia pesaba casi tres kilos, y las contramedidas electrónicas pesaban medio kilo más.

En primer lugar, Ross abrió la sombrilla plegable de la antena parabólica, de un metro y medio de diámetro. (A Amy esta operación era lo que más le gustaba, y a menudo preguntaba a Ross cuándo abriría «la flor de metal»). Luego Ross conectaba la caja transmisora enchufando los elementos de cadmio crilón. Después conectaba los módulos antiobstructores y finalmente agregaba la terminal en miniatura, con su minúsculo teclado y su pantalla de vídeo de tres pulgadas.

A pesar de su tamaño se trataba de un equipo muy sofisticado. La computadora de Ross tenía una memoria de 189 K y el sistema de circuitos era innecesario; hasta el teclado funcionaba por impedancia, de modo que no había partes que pudieran estropearse ni arruinarse por el agua o la tierra.

Y era increíblemente resistente. Ross recordaba las «pruebas de terreno». En el aparcamiento de STRT, los técnicos arrojaban el equipo contra las paredes, lo pateaban y lo dejaban dentro de un cubo lleno de agua sucia la noche entera. Todo lo que el día siguiente funcionaba, era decretado digno de ser llevado al terreno.

En el crepúsculo de Moruti, Karen Ross pulsó las coordenadas en código para comunicarse con Houston, constató la potencia de señales y esperó seis minutos hasta que los radiofaros de respuesta encajaran. Pero la pantalla sólo seguía mostrando estática gris, con pulsos intermitentes de color. Eso significaba que alguien los estaba obstruyendo con una «sinfonía».

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