Con la Hierba de Almohada (40 page)

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Authors: Lian Hearn

Tags: #Aventura, Fantasia

BOOK: Con la Hierba de Almohada
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No estaba dispuesto a dar tales explicaciones a los hermanos Miyoshi.

—Llevad a la señora Shirakawa a los aposentos de las mujeres del pabellón de huéspedes lo antes posible -les ordené secamente-. No permitáis que ninguno de sus hombres venga con ella, y aseguraos de que Kondo Koiichi y Muto Shizuka abandonen la zona hoy mismo. Kaede traerá consigo una criada; tratadlas con la mayor cortesía. Decidle que iré a verla hacia la hora del Mono.

—Takeo es realmente intrépido -masculló Gemba.

—La señora Shirakawa va a convertirse en mi esposa.

Mi confidencia los dejó atónitos, pero se dieron cuenta de que yo estaba hablando en serio, y no pronunciaron palabra. Me hicieron una respetuosa reverencia y en silencio se encaminaron hacia la garita de los guardias, donde seleccionaron a cinco o seis hombres. Una vez que hubieron traspasado la cancela del templo, bromearon a mi costa durante un rato -sin darse cuenta de que yo podía oírlos-, haciendo chistes sobre la mantis religiosa, que devora al macho. Por un instante pensé en llegar hasta ellos y darles una buena lección, pero ya llegaba tarde a mi encuentro con el abad.

Mientras escuchaba las risas que se desvanecían colina abajo, me dirigí a la sala donde realizábamos nuestras sesiones de entrenamiento. El abad ya se encontraba allí, vestido con sus ropas de monje. Yo todavía llevaba puesto el tosco atuendo que solía utilizar para mis expediciones nocturnas, que consistía en una especie de adaptación del uniforme negro de la Tribu: pantalones hasta la rodilla, leotardos y botas con separación para los dedos, que me servían tanto para luchar con la espada como para escalar los muros y correr por los tejados.

Daba la impresión de que a Matsuda no le molestaban las largas faldas ni las amplias mangas de los mantos que vestía. Por lo general, yo terminaba las sesiones falto de respiración y sudando a más no poder; pero él permanecía tan fresco y sereno como si hubiera pasado las dos últimas horas en actitud de oración.

Me arrodillé ante al abad como disculpa por mi tardanza. Él me miró de arriba abajo con una expresión de curiosidad en el rostro; pero no pronunció palabra y, acto seguido, señaló el palo de combate con un movimiento de cabeza.

Tomé el palo de la estantería de la pared. Era oscuro, casi negro, más largo que
jato
y mucho más pesado. Desde que había practicado a diario con él, los músculos de mis muñecas y mis brazos habían aumentado su fuerza y flexibilidad, y por fin parecía que la lesión que Akio me había provocado en la mano, en Inuyama, se había curado. Al principio, el palo de combate me había recordado a un caballo obstinado que se resistiera a que le pusieran el bocado; pero poco a poco aprendí a controlarlo, hasta lograr empuñarlo con la misma facilidad con la que se utilizan los palillos para comer.

Durante el entrenamiento, semejante precisión era tan necesaria como en la lucha real, pues un golpe en falso podía romper el cráneo o aplastar el esternón del oponente. Y no disponíamos de hombres suficientes para arriesgarnos a que resultaran heridos, o incluso muertos, durante el entrenamiento.

Mientras elevaba el palo para colocarme en posición de ataque, me invadió una oleada de cansancio. Apenas había dormido la noche anterior y no había probado bocado desde la cena. Entonces, Kaede me vino a la memoria. Vi de nuevo su silueta sentada en la veranda, y al momento volví a sentir que la energía fluía en mi interior. En ese instante entendí que no podía vivir sin ella; Kaede era toda mi vida, sólo junto a ella podía ser yo mismo.

Normalmente Matsuda me superaba con creces durante nuestros combates; pero algo me había transformado, había reunido todos los conocimientos que yo había adquirido durante el aprendizaje y les había dado forma: se trataba de un espíritu poderoso e indestructible que surgía de lo más profundo de mi ser y fluía hasta el brazo con el que empuñaba el palo. Por primera vez caí en la cuenta de que Matsuda era 40 años mayor que yo, y advertí su edad avanzada y su vulnerabilidad. Noté que le tenía a mi merced.

Entonces, detuve mi ataque y dejé caer el arma. Matsuda aprovechó la oportunidad para agredirme; me atizó con su báculo en un lado del cuello y el golpe me dejó aturdido. Por fortuna no me había golpeado con todas sus fuerzas.

Los ojos del abad, normalmente serenos, ardían con auténtica cólera.

—Esto te enseñará una lección -rugió-. Primero, para no llegar tarde, y segundo, para no permitir que tu corazón se ablande mientras estás luchando.

Yo abrí la boca para rebatir sus palabras, pero Matsuda me cortó en seco.

—No discutas. Por primera vez me empiezas a demostrar que no estoy malgastando mi tiempo contigo, y a continuación lo echas todo a perder. ¿Por qué? Espero que no sea porque sientes lástima de mí.

Yo negué con la cabeza.

Matsuda lanzó un suspiro.

—No puedes engañarme. Lo he visto en tus ojos. He visto al muchacho que vino al templo el año pasado y se emocionó ante las obras de Sesshu. ¿Es eso lo que quieres ser? ¿Un artista? Te dije que podías regresar y dedicarte al estudio y la pintura... ¿Es eso lo que deseas?

Yo no me sentía con ánimos para contestar; pero el abad guardó silencio hasta que tomé la palabra.

—Una parte de mí podría desearlo, pero todavía no es posible. Primero tengo que cumplir la voluntad de Shigeru.

—¿Estás seguro? ¿Te entregarás a tu misión en cuerpo y alma?

Percibí el tono de profunda seriedad con el que Matsuda me hablaba y le contesté de igual forma.

—Sí, lo haré.

—Estarás al mando de muchos hombres, y llevarás a la muerte a no pocos de ellos. ¿Estás convencido de que podrás hacerlo? Ésa es tu debilidad, Takeo. Sientes demasiada compasión. Un guerrero necesita algo más que breves arranques de crueldad y de cólera. Muchos morirán al seguirte y tú mismo darás muerte a otros tantos. Una vez que te hayas embarcado en esta misión, tendrás que continuar hasta el final. No puedes detener tu ataque o dejar caer la guardia porque sientas piedad de tu adversario.

Yo notaba cómo el rubor se extendía por mi rostro.

—No volveré a hacerlo. No tenía intención de insultaros. Perdonadme.

—Te perdonaré si logras realizar ese ataque otra vez... hasta el final.

Matsuda se colocó en posición de ataque y clavó sus ojos en los míos. A mí no me preocupaba encontrarme con su mirada, pues él nunca había sucumbido al sueño de los Kikuta y yo nunca había intentado imponérselo. Tampoco me había hecho invisible ni me había desdoblado de forma intencionada, aunque algunas veces, en el fragor del combate, yo notaba que mi imagen se empezaba a alejar.

El báculo de Matsuda empezó a moverse por el aire a la velocidad del rayo. Entonces, me concentré en el adversario que tenía frente a mí y en el impulso del palo; en el suelo bajo nuestros pies y el espacio que nos rodeaba; en la forma en que nos desplazábamos como si estuviéramos ejecutando una danza.

Cuando concluimos, la frente de Matsuda brillaba li geramente por el sudor, tal vez debido al cálido aire de la primavera. Mientras nos secábamos la cara con las toallas que Norio había traído, el abad dijo:

—Nunca pensé que llegarías a dominar el arte del combate, pero has progresado más de lo que yo esperaba. Cuando te concentras no lo haces mal; no, no lo haces mal en absoluto.

Ante tal elogio me quedé sin habla. Matsuda soltó una carcajada.

—Pero que no se te suba a la cabeza. Te veré otra vez esta tarde. Confío en que hayas preparado tu trabajo sobre la estrategia.

—Sí, señor. Pero hay otro asunto del que deseaba hablaros.

—¿Tiene que ver con la señora Shirakawa?

—¿Cómo lo sabéis?

—Me enteré de que se encontraba en camino hacia el templo, y ya hemos tomado las medidas necesarias para que se aloje en los aposentos de las mujeres del pabellón para invitados. Es un gran honor para nosotros. Iré a verla hoy, más tarde.

Sus palabras tenían un tono normal, como si estuviera hablando de un visitante cualquiera; pero para entonces yo ya conocía a Matsuda: él no hacía nada de forma casual. Yo temía que, al igual que Makoto, me planteara sus recelos respecto a mi matrimonio con Kaede; pero antes o después tenía que comunicarle mis intenciones. Estos pensamientos me pasaron por la mente durante un instante y, de repente, se me ocurrió que Matsuda era la única persona a quien yo debía pedir el consentimiento para casarme con ella.

Me hinqué de rodillas, y dije:

—Deseo casarme con la señora Shirakawa. ¿Me concedéis vuestro permiso? ¿Podría celebrarse en el templo la ceremonia de la boda?

—¿Es ésa la razón por la que la señora Shirakawa ha venido hasta aquí? ¿Viene con el permiso de su familia y de su clan?

—No, venía con un propósito diferente: para dar las gracias por su recuperación de una enfermedad; pero uno de los últimos cometidos que el señor Shigeru me encomendó fue que me casara con ella, y ahora que el destino la ha traído hasta mí... -añadí, consciente del tono suplicante de mi propia voz.

El abad también reparó en ello. Esbozó una sonrisa, y replicó:

—Para t¡ no existen los problemas, Takeo. Sólo piensas que eso es lo que debes hacer. Pero el hecho de que la señora Shirakawa contraiga matrimonio sin la aprobación de su clan o el consentimiento del señor Arai... Ten paciencia y consigue su permiso. El año pasado Arai estaba a favor del matrimonio. No encuentro razones para que no acceda ahora.

—¡Pueden asesinarme en cualquier momento! -exclamé-. ¡No me queda tiempo para la paciencia! Además, hay otra persona que desea casarse con ella.

—¿Están prometidos?

—No hay nada oficial; pero por lo visto él da por sentado que el matrimonio se celebrará. Se trata de un noble; sus tierras lindan con las de Shirakawa.

—Fujiwara -exclamó Matsuda.

—¿Le conocéis?

—Sé quién es. Todo el mundo lo sabe, salvo los ignorantes como tú. Sería una alianza muy adecuada. Las tierras de ambos se unirían, el hijo de Fujiwara heredaría ambas propiedades y, lo que es más importante, dado que éste pronto regresará a la capital, Arai tendría un aliado en la corte.

—No lo tendrá, porque la señora Shirakawa no va a casarse con él. Se casará conmigo antes de que termine la semana.

—Entre los dos te aplastarán -las pupilas de Matsuda estaban clavadas en mi rostro.

—No si Arai piensa que puedo ayudarle a destruir a la Tribu. Cuando nos casemos, partiremos de inmediato hacia Maruyama. La señora Shirakawa es la legítima heredera de ese dominio, así como del de su padre. Obtendré los recursos que necesito para enfrentarme a los Otori.

—Como estrategia, no está mal -aceptó Matsuda-; pero existen graves riesgos: podrías granjearte la enemistad absoluta de Arai. Yo había pensado que te convendría ponerte a su servicio durante un tiempo para así aprender el arte de la guerra; por otra parte, no te conviene en absoluto tener como enemigo a un hombre de las características de Fujiwara. El paso que te dispones a dar, a pesar de que demuestra coraje por tu parte, podría acabar con todas tus esperanzas. Y yo no quiero que eso ocurra, pues querría ver cumplidos los deseos de Shigeru. ¿Merece la pena arriesgarse?

—Nada me impedirá que me case con ella -exclamé en voz baja.

—Se trata de un amor pasajero. No permitas que te afecte a la hora de tomar decisiones.

—Es mucho más que eso. Ella es mi vida y yo soy la suya.

Matsuda lanzó un suspiro.

—Todos nosotros hemos creído eso alguna vez en un momento u otro de nuestra vida. Créeme, semejante ilusión no dura mucho.

—El señor Shigeru y la señora Maruyama se amaron profundamente durante años -me atreví a decir.

—Sí, debe de ser algún tipo de locura que afecta a la sangre Otori -replicó él; pero su expresión se había suavizado y en su ojos se apreciaba cierta melancolía-. Es verdad -dijo por fin-. Ese amor sí que duró, y alumbró todos los proyectos y esperanzas del señor Shigeru y la señora Maruyama. Si ellos se hubieran casado y la alianza entre el País Medio y el Oeste se hubiera hecho realidad, tal como soñaban, ¿quién sabe los éxitos que habrían logrado? -Matsuda bajó la mano y me dio una palmada en el hombro-. Parece como si el espíritu de ambos os hubiera ofrecido a t¡ y a la señora Shirakawa una segunda oportunidad. Además, no puedo negarlo: hacer de Maruyama tu acuartelamiento es una idea razonable. Por ese motivo, además de por respeto a los que ya no habitan entre nosotros, accederé a tu matrimonio. Puedes iniciar los preparativos necesarios.

—Nunca he asistido a un tipo de ceremonia como ésa -confesé, tras haber hecho una reverencia hasta el suelo en señal de gratitud-. ¿Qué debo hacer?

—La mujer que acompaña a la señora Shirakawa lo sabrá. Pregúntale -y antes de despedirme, añadió-: Espero no haberme vuelto completamente senil.

Se acercaba la hora de la comida del mediodía, y fui a lavarme y a cambiarme de ropa. Me vestí con cuidado y me puse una de las túnicas de seda con el blasón de los Otori que me habían entregado a mi llegada a Terayama tras mi viaje a través de las montañas nevadas. Comí distraídamente, sin apenas saborear los alimentos, y en todo momento me mantuve a la escucha de la llegada de Kaede.

Por fin oí la voz de Kahei a las puertas del refectorio. Le llamé, y él vino a reunirse conmigo.

—La señora Shirakawa está en el pabellón de invitados -me informó-. Han llegado 50 hombres más desde Hagi y vamos a alojarlos en la aldea. Gemba está realizando los trámites necesarios.

—Los veré esta noche -dije yo, animado por ambas noticias.

Dejé a Kahei en el comedor y regresé a mi habitación. Me arrodillé junto al escritorio y saqué los pergaminos que el abad me había ordenado leer. Tenía la impresión de que moriría de impaciencia hasta que pudiera ver a Kaede de nuevo, pero poco a poco el arte de la guerra fue cautivando mi atención: los cómputos de las batallas ganadas y perdidas, la estrategia y las tácticas utilizadas, la intervención humana y la divina... El problema que Matsuda me había planteado era cómo tomar el control de la ciudad de Yamagata. En esos momentos parecía que aquélla era la primera acción que debíamos llevar a cabo en la campaña que íbamos a iniciar de forma inminente. Pero lo cierto es que semejante maniobra sería bien recibida por los ciudadanos y los campesinos de los distritos colindantes. Mi única preocupación era verme involucrado en un conflicto inmediato con el clan Otori, así como con Shoichi y Masahiro, antes de contar con un ejército lo suficientemente fuerte como para derrotarlos de forma definitiva.

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