Con la Hierba de Almohada (36 page)

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Authors: Lian Hearn

Tags: #Aventura, Fantasia

BOOK: Con la Hierba de Almohada
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Mamoru abandonó la estancia y pudo oírse cómo el joven intercambiaba unas palabras con las criadas. Momentos después, dos de ellas entraron en la habitación con mantos de abrigo, acolchados y de color rojo, con los que vistieron a Kaede. Acompañada por Shizuka, ésta salió a la veranda. Allí se habían colocado cojines cubiertos con pieles de animales. De los árboles colgaban linternas que iluminaban los copos de nieve que caían sin cesar. El suelo ya estaba cubierto de blanco. Bajo dos pinos, se veía un jardín rocoso donde las plantas crecían formando motivos hermosamente trazados, lo que aumentaba su belleza. Más allá, la enorme mole de la montaña quedaba casi oculta por la cortina de nieve. Kaede guardó silencio, maravillada por la grandeza del paisaje que tenía ante sí, por su silenciosa pureza.

El señor Fujiwara se acercó hasta allí con tal sigilo que apenas le oyeron llegar. Kaede y Shizuka se arrodillaron ante él.

—Señora Shirakawa -dijo-. Me siento muy agradecido; primero, porque habéis accedido a visitar mi humilde morada; en segundo lugar, por concederme el capricho de compartir con vos el espectáculo de las primeras nieves. Incorporaos, os lo ruego -añadió-. Debéis abrigaros; es importante que no os constipéis.

Empezaron a llegar criados que traían consigo braseros, frascas de vino y cuencos, así como diversas pieles. Mamoru tomó una de ellas y la colocó sobre los hombros de Kaede; después, envolvió con otra a Fujiwara, cuando éste se sentó al lado de la joven. Ella acarició el pelaje con una mezcla de placer y repugnancia.

—Proceden del continente -le explicó Fujiwara, una vez que hubieron intercambiado las habituales frases de cortesía-. Ishida las trae consigo cuando regresa de sus viajes.

—¿De qué animal se trata?

—Una clase de oso, según tengo entendido.

Kaede no lograba imaginar un oso de semejante tamaño. Imaginó cómo sería aquel animal en su entorno, tan distante y extraño para ella. Seguro que había sido poderoso y que se desplazaba con movimientos lentos; también habría sido fiero y, sin embargo, lo habían matado y desollado. Se preguntó si su espíritu todavía habitaría la piel y si se enfadaría porque ella la tuviera sobre sus hombros, buscando su calor. Un escalofrío le recorrió el cuerpo.

—El doctor Ishida no sólo es inteligente, sino también muy valiente al atreverse a realizar travesías tan peligrosas.

—Su sed de conocimientos es insaciable. Desde luego, sus esfuerzos se han visto recompensados con la recuperación de la señora Shirakawa.

—Le debo la vida -aseguró Kaede con un hilo de voz.

—Entonces Ishida será incluso más preciado para mí.

La joven advirtió la ironía que solía emplear Fujiwara, aunque ésta estaba exenta de desprecio. De hecho, el noble no cesaba de halagarla.

—¡Qué hermosa es la primera nieve! -exclamó Kaede-. Sin embargo, a finales del invierno todos anhelamos que desaparezca.

—La nieve me agrada -exclamó Fujiwara-. Me gusta su blancura y la forma en la que envuelve al mundo. Bajo ella, todo permanece limpio.

Mamoru sirvió vino en los cuencos, se los entregó a Kaede y a Fujiwara y se desvaneció entre las sombras. Los criados se retiraron. En realidad no estaban solos, pero reinaba una gran sensación de soledad, como si nada existiera salvo ellos dos, los ardientes braseros, las pesadas pieles y la nieve.

Tras contemplar la nevada en silencio durante un tiempo, Fujiwara llamó a los criados para que trajesen más lámparas.

—Quiero ver vuestro rostro -pidió, al tiempo que se inclinaba hacia delante y examinaba a la joven con la misma avidez con que solía contemplar sus tesoros.

Kaede elevó los ojos y se quedó mirando la nieve, que en ese momento caía con más intensidad y se arremolinaba bajo la luz de las linternas, bloqueaba los senderos de la montaña y arrojaba un manto blanco sobre el mundo.

—Estás más bella que nunca -exclamó Fujiwara pausadamente.

A Kaede le pareció detectar una nota de alivio en la voz del noble. Sabía que si su enfermedad la hubiera estropeado, Fujiwara se habría alejado de ella con una educación exquisita y nunca le habría vuelto a ver. Podrían haber muerto de hambre en Shirakawa sin que el noble mostrara el más mínimo gesto de compasión. "¡Qué frío es!", pensó, mientras sentía cómo su propio cuerpo se quedaba helado. Sin embargo, no dio muestra alguna de ello, sino que permaneció con las pupilas clavadas en el paisaje dejando que la visión de la nieve le llenara los ojos y la deslumbrara. Decidió que se mostraría fría, como el hielo o la porcelana de celadón. Si Fujiwara deseaba poseerla, tendría que pagar el más alto de los precios.

Éste bebió vino, rellenó el cuenco y volvió a beber. Mientras tanto, sus ojos no abandonaban el rostro de Kaede. Ninguno de los dos pronunció palabra. Por fin, el noble dijo con brusquedad:

—Desde luego, tendréis que casaros.

—No tengo intención de contraer matrimonio -replicó ella, antes de darse cuenta de que tal vez había respondido con demasiada aspereza.

—Ya imaginaba que haríais semejante afirmación, pues siempre tenéis una opinión contraria a la del resto de los mortales; pero si lo pensáis detenidamente, veréis que no tenéis más remedio que desposaros. No existe ninguna otra alternativa.

—Mi reputación es desfavorable -dijo Kaede-. Ya han muerto demasiados hombres vinculados a mí. No quiero ser la causa de más muertes.

La joven percibió que el interés de Fujiwara por ella aumentaba, y notó que la curva de sus labios se ampliaba ligeramente. No sentía ningún deseo hacia Kaede, y ella lo sabía. Se trataba de la misma emoción que la joven había detectado con anterioridad: una irresistible curiosidad -controlada con sumo cuidado- por conocer todos sus secretos.

En ese momento, Fujiwara llamó a Mamoru, le pidió que despidiera a los criados y que también él se retirase a dormir.

—¿Dónde está vuestra doncella? -preguntó-. Decidle que os espere dentro de la casa. Quiero hablaros en privado.

Kaede habló con Shizuka. Tras una pausa, Fujiwara prosiguió:

—¿Tenéis frío? No debéis enfermar de nuevo. Ishida me ha comentado que sois proclive a sufrir fiebres repentinas.

"Cómo no, Ishida le cuenta todo lo que sabe de mí", pensó la joven, al tiempo que respondía:

—Gracias, pero por el momento me siento bien. Confío en que el señor Fujiwara me disculpará si me retiro pronto a dormir. Me agoto con facilidad.

—Conversaremos unos momentos -replicó él-. Tendremos muchas semanas por delante, al menos eso espero; todo el invierno, en realidad. Pero esta noche existe algo especial. La nieve, vuestra presencia aquí... es un recuerdo que permanecerá con nosotros durante toda la vida.

"Quiere casarse conmigo", pensó Kaede, asombrada e inquieta a la vez. Si el noble le proponía el matrimonio, ¿cómo podría negarse? Según había dicho el mismo Fujiwara, lo más razonable era que se desposara. Se trataba de un honor mucho mayor del que ella merecía, y resolvería todos sus problemas en cuanto al capital y los alimentos que necesitaba. Ciertamente, era una alianza muy favorable. Sin embargo, la joven conocía la preferencia de Fujiwara por los hombres. Él no la amaba, y tampoco la deseaba; sólo quería que pasara a formar parte de su propiedad. Kaede entonó una plegaria para que el noble no le comunicara sus deseos, pues ella no sabía cómo negárselos. Temía la fortaleza de la voluntad de aquel hombre, que hacía que siempre lograra lo que se proponía, que siempre se saliera con la suya. Además, dudaba de su propia firmeza para negarse a acceder a los deseos de Fujiwara. Sería un insulto impensable para un hombre de su rango. Por otro lado, era evidente que el noble ejercía cierta atracción en la joven y que ostentaba cierto poder sobre ella; un poder que la muchacha no acertaba a comprender.

—Nunca en mi vida he visto un oso -intervino Kaede, con la esperanza de cambiar de tema, al tiempo que se ceñía la pesada piel.

—En estas montañas tenemos osos de pequeño tamaño. Una vez llegó uno al jardín tras un invierno especialmente largo. Ordené que lo capturaran y lo encerraran en una jaula, pero murió de nostalgia. Su tamaño era mucho menor que el del animal cuya piel os rodea los hombros. Algún día Ishida nos hablará de sus viajes. ¿Os agradaría escucharle?

—Me gustaría mucho. Es la única persona de cuantas conozco que ha visitado el continente.

—Se trata de una travesía muy peligrosa. Además de las frecuentes tormentas, a menudo se producen enfrentamientos con los piratas.

Kaede pensó que preferiría encontrarse con 10 osos o con 20 piratas antes que seguir allí sentada junto a aquel hombre inquietante. No se le ocurría ninguna otra cosa que decir y se sentía incapaz de moverse.

—Mamoru e Ishida me han contado lo que la gente dice de vos: que traéis la muerte a todo aquel que os desea.

Ella permaneció en silencio. "No voy a avergonzarme", pensó. "No he hecho nada malo". Entonces, levantó los ojos y clavó las pupilas en el noble con semblante tranquilo y mirada firme.

—Y sin embargo, por lo que Ishida me ha dicho, existe un hombre que os deseó y escapó a la muerte.

Kaede notó que el corazón le daba un salto y se le retorcía en el pecho, como el pez vivo al que el cocinero le clava el cuchillo. Los ojos de Fujiwara parpadearon, y un pequeño músculo de la mejilla se le tensó. Él alejó la mirada y se quedó contemplando la nieve. "Está preguntando algo que no debería", pensó la joven. "Le contaré mi secreto, pero tendrá que pagar un alto precio por él". A medida que advertía la debilidad de Fujiwara, Kaede se fue haciendo consciente de su propio poder y sintió que su valor regresaba.

—¿Quién era? -preguntó el noble con un susurro.

En la noche reinaba el silencio, a excepción del débil siseo de la nieve al caer, el rumor del viento en los pinos y el murmullo del agua.

—El señor Otori Takeo -respondió ella.

—Sí, sólo podía ser él -replicó Fujiwara. Kaede se preguntó qué habría desvelado ella sobre Takeo con anterioridad y qué sabía el noble en aquel momento. Éste se inclinó hacia delante, y su rostro quedó iluminado por la luz de la linterna-. Contadme lo que sucedió.

—Podría contaros muchas cosas -dijo ella, midiendo sus palabras- sobre la traición al señor Shigeru y su posterior muerte; sobre la venganza del señor Takeo, y lo que sucedió la noche en la que murió Iida y cayó Inuyama. Pero cada una de esas historias tiene un precio. ¿Qué me ofreceréis a cambio?

Fujiwara esbozó una sonrisa y, con clara complicidad en el tono de voz, preguntó:

—¿Qué desea la señora Shirakawa?

—Necesito dinero para contratar soldados y equiparlos, y comida para mi familia y mis criados.

Fujiwara estuvo a punto de echarse a reír.

—La mayoría de las mujeres de vuestra edad pediría un abanico nuevo o una túnica. Nunca dejaréis de sorprenderme.

—¿Aceptáis mi precio? -Kaede tuvo la intuición de que no tenía nada que perder al actuar con semejante atrevimiento.

—Sí, lo acepto. Por Iida, dinero; por Shigeru, celemines de arroz. Y por el que aún vive, pues imagino que sigue vivo... ¿Qué os pagaré a cambio de la historia de Takeo?

La voz de Fujiwara cambió de tono al pronunciar aquel nombre, como si lo estuviera saboreando, y Kaede se preguntó otra vez con qué información contaría.

—Me instruiréis -respondió la joven-. Son muchos los conocimientos que debo adquirir. Enseñadme como si yo fuera un hombre.

Fujiwara inclinó la cabeza en señal de aprobación.

—Será un placer continuar con la tarea de vuestro padre.

—Pero todo esto debe permanecer en secreto entre nosotros. Al igual que los tesoros de vuestra colección, nada debe quedar al descubierto. Las historias que voy a contaros serán sólo para vuestros oídos. Nadie más debe conocerlas.

—Eso hace que sean aún más preciosas, más deseables.

—Ninguna otra persona las ha escuchado jamás -susurró Kaede-. Y una vez que os las haya relatado nunca volveré a hablar de ellas.

Una ráfaga de viento hizo que un remolino de nieve llegase a la veranda, y los copos emitieron un sonido silbante al apagarse sobre las ascuas de los braseros y las llamas de las linternas. Kaede sintió que el frío la traspasaba y se unía a la frialdad de su corazón y su espíritu. Deseaba alejarse de Fujiwara, pero sabía que no podía moverse hasta que él la dejase marchar.

—Tenéis frío -intervino él, dando unas palmas. De las sombras aparecieron varios criados que ayudaron a la muchacha a levantarse y le retiraron la pesada piel de oso de los hombros.

—Estoy deseando escuchar vuestras historias -admitió Fujiwara, quien al momento se despidió de ella con inusitada calidez.

Kaede se preguntó si no habría hecho un pacto con uno de los demonios del infierno y rezó para que Fujiwara no la pidiera en matrimonio. No podía imaginar tormento mayor que quedar atrapada para siempre en aquella lujosa residencia de belleza exquisita, escondida como un tesoro que sólo aquel noble pudiera contemplar.

* * *

Al final de la semana Kaede regresó a su hogar. Las primeras nieves se habían derretido y, aunque una capa de hielo cubría la carretera, ésta resultaba transitable. De los aleros de las casas colgaban helados carámbanos, que bajo la luz del sol goteaban y emitían un brillante resplandor. Fujiwara había mantenido su palabra. Era un maestro riguroso y exigente, y había puesto tareas a la joven para que ésta practicara antes de regresar a la residencia del noble. Ya había enviado alimentos para la familia Shirakawa, los criados y los hombres.

Durante el día, Fujiwara había instruido a Kaede; por las noches, ésta le había narrado sus historias. La muchacha sabía por instinto lo que el noble deseaba escuchar, y le describió detalles que ella misma ignoraba que recordaría: el color de las flores, el canto de los pájaros, las condiciones del tiempo, el roce de una mano, el olor de una túnica, la forma en la que la llama de una lámpara iluminaba un rostro... También le explicó las corrientes ocultas de deseo y conspiración que ella había percibido, así como las que en su día no advirtió pero que ahora, en su relato, le llegaban con total nitidez. Con voz melodiosa, le narró sus historias minuciosamente, sin manifestar vergüenza, lástima o arrepentimiento alguno.

Fujiwara se mostró contrariado ante el regreso de Kaede a su hogar, pero ésta utilizó como excusa a sus hermanas. Era consciente de que el noble habría querido retenerla para siempre, y en silencio luchaba contra tales deseos. Por otro lado, daba la impresión de que todos en aquella casa compartían esos mismos sentimientos. Los criados estaban convencidos de que permanecería allí, y la forma en la que se dirigían a ella cambió ligeramente. La deferencia con la que la trataban dejaba al descubierto que ya era considerada como algo más que un privilegiado visitante. Solicitaban su permiso y su opinión, y la joven se percató de que todos se ponían a sus órdenes.

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