Nunca se dirá lo bastante que Hamlet no tiene credo social ni religioso, y por mi parte sospecho que Shakespeare era igualmente escéptico, o al menos evasivo. Lo que sí tiene Hamlet es un inmenso sentido de su pujante personalidad interior, que, sospecha, bien podría ser un abismo. Pienso que esta sospecha es el auténtico tema de los siete monólogos, ninguno de los cuales se dice en el quinto acto. El lector tendrá más posibilidades que el espectador teatral de discernir que Hamlet consta casi de dos obras separadas, los actos uno a cuatro y el acto quinto respectivamente, porque el príncipe del último acto parece al menos diez años mayor que el estudiante charlatán de los primeros cuatro.
Es muy difícil comparar
Hamlet
con cualquier otra obra literaria, ya se trate de los demás dramas de Shakespeare o de obras ajenas de la misma eminencia (las de Dante, Chaucer, Cervantes, Moliere, Goethe, Tolstoi, Chéjov, Ibsen, Joyce o Proust).
Hamlet
no es aunable ni siquiera a sí misma, y el príncipe mismo dice al final que no le alcanza el tiempo para decir todo lo que sabe. El único análogo útil es Montaigne, a quien parece que Hamlet absorbía. Comparado con Montaigne, el príncipe Hamlet es un salvaje tanto consigo mismo como con los otros. Es imposible decir que aun el Montaigne del gran ensayo «Experiencia» sea más sabio que el príncipe del quinto acto, pero es más generoso con su sabiduría. En el acto V uno siente que, por muy carismático que siga siendo, Hamlet ha perdido la Bendición.
Con Bendición, en el sentido Bíblico, quiero decir: «Más vida, en un tiempo sin límites». Algo en Hamlet muere durante la travesía marina; regresa a Dinamarca libre del fantasma del padre pero en algún sentido ya muerto. Acaso la perspectiva espeluznantemente póstuma que mantiene durante todo el quinto acto explique la obsesión agónica de no llevar para la posteridad «un nombre execrable». Al lector o al espectador de Hamlet puede confundirlo un poco que el príncipe disuada a su dolorido seguidor Horacio de suicidarse, con el único fin de que cuente la historia del príncipe y repare así su execrable nombre. De hecho, y aun si aceptamos la momentánea realidad de una locura altamente equívoca, pesan sobre Hamlet bastantes manchas. La sádica brutalidad con que ha tratado a Ofelia contribuyó a inducirla a la locura y el suicidio. Ha asesinado a Polonio, clavando la espada en una cortina con total ignorancia de quién era la víctima, y el acto sólo le ha provocado regocijo. Rosenkrantz y Guildenstern son servidores eventuales y falsos amigos pero no merecen que Hamlet los envíe gratuitamente a la muerte, ni que reciba la noticia encogiéndose de hombros. Sigmund Freud estaba convencido de que Gertrudis era para Hamlet lo que Yocasta para Edipo; yo no estoy tan convencido, sobre todo si pienso que el saludo final de Hamlet a la madre muerta es el superficial «Desdichada reina, adieu». Hamlet es un trastorno, y supongo que podríamos contarlo entre los villanos — héroes de Shakespeare con Yago, Edmund y Macbeth; pero sería un error. Aunque merece que su nombre lleve una marca, no la lleva, y no sólo porque el superviviente Horacio siga repitiendo la historia desde la perspectiva de quien más lo amó.
Cabe conjeturar que, de no haber sido un protagonista trágico, Hamlet habría llegado a dramaturgo — poeta más dado a componer comedias que tragedias. No es una conjetura elegante para nuestra época, pero las modas duran una generación, a lo sumo, y el genio de Hamlet perdurará. Como el propio Shakespeare, el príncipe es un maestro en el análisis de personajes; sus interrogatorios nos vuelven más claros a todos los que hablan en la obra (salvo el Fantasma), aun si ellos no pueden aceptar el autoesclarecimiento. ¿Por qué leer
Hamlet
? Porque, si el lector es capaz de aceptar el proceso, la lectura lo esclarecerá.
Imaginemos que uno es un «noble del séquito» de ésos con los que se identifica el J. Alfred Prufrock de T. S. Eliot: «alguien que sirve / para rellenar un pasaje, abrir una escena o dos». ¿Cómo sería enfrentarse con Hamlet? Yago, que tan fácilmente manipula a cualquiera en su obra, ante Hamlet quedaría desenmascarado en menos de diez líneas; y no le iría mejor al Edmund de
El rey Lear
. Cada vez que Hamlet lo prueba, Claudio se pone furioso e incoherente y los apabullados Rosenkrantz y Guildenstern tienen graves problemas aun para seguir lo que el príncipe de Dinamarca les está diciendo:
Hamlet
: ¿Qué noticias hay?Rosenkrantz
: Ninguna, señor, salvo que el mundo se esta volviendo honrado.Hamlet
: Eso es que se acerca el Día del Juicio. Pero esa noticia no es cierta. Dejadme interrogaros con más detalle. ¿Qué le habéis hecho a la Fortuna para merecer que os envíe a esta cárcel?Guildemstem
: ¿Cárcel, mi señor?Hamkt
: Dinamarca es una cárcel.Rosenkrantz
: Entonces también lo es el mundo.Hamlet
: Sí, una cárcel imponente llena de celdas, calabozos y mazmorras. Uno de los peores es Dinamarca.Rosenkrantz
: Nosotros no pensamos lo mismo, mi señor.Hamlet
: Pues entonces para vosotros no lo es, porque nada es bueno o malo fuera del pensamiento. Para mí es una cárcel.Rosenkrantz
: Será que vuestra ambición os la vuelve así. Es demasiado estrecha para vuestro espíritu.Hamlet
: Oh, Dios, podría estar encerrado en una cáscara de nuez y tenerme por rey del espacio infinito, de no ser porque tengo malos sueños.(Acto II, escena 2, 236-256)
Para cuando este primer encuentro entre Hamlet y sus viejos amigos llega a su fin, Rosenkrantz y Guildernstern son ya hombres muertos. Tenemos que sentir cuan abrumador es el juego cruelmente ingenioso de Hamlet; es como si un príncipe contemporáneo, digamos de Jordania, se enfrentara en Ammán con sus dos amigos más íntimos de Yale, donde los tres esperan aún graduarse. El rey ha muerto, el príncipe quiere volver a Yale pero está demorado en la corte y de pronto aparecen en Ammán, donde él
no
ha accedido al trono, sus dos camaradas de New Haven. Horacio, que en Yale fuera un adlátere del grupo, los reemplazará como amigo más íntimo de Hamlet. Éste ha comprendido de inmediato que han sido sobornados por el rey y la reina, que no es el caso con Horacio y no lo será nunca. Loco supremamente sagaz, Hamlet es un príncipe en extremo peligroso: él mismo previene de esto a Laertes, estudiante de Harvard pero viejo conocido de la corte, donde al fin y al cabo ha sido por un tiempo su casi cuñado:
Hamlet (adelantándose)
: ¿Quién es ése que sufre la pena con tal énfasis,cuyas frases de dolor conjuran a los errantes astros
y los detienen como oyentes heridos de asombro?
He aquí a Hamlet el danés.
(Laertes salta fuera de la fosa.)
Laertes
: ¡El diablo te lleve!
(Lo ase y forcejean)Hamlet
: Mala manera de rezar.Quítame los dedos de la garganta, te lo ruego,
pues aunque no soy irascible ni brusco
hay en mí algo peligroso que tu prudencia
hará bien en temer. Quita esa mano.
(Acto V, escena I, 236-256)
«Oyentes heridos de asombro» (
wonder-wounded hearers
) se ha convertido en frase permanente para describir al público de Shakespeare. En cuanto a la altiva agresividad de «He aquí a Hamlet el danés», nos produce un escalofrío. No obstante, la controlada amenaza que sigue, no del todo irónica, nos recuerda éste es el hombre que en la carta donde anunciaba su regreso del mar le escribió a Horacio: «Rosenkrantz y Guilderstern siguen en curso a Inglaterra». Los ha enviado a la muerte con absoluta gratuidad. Algo impresionado, Horacio responde: «De modo que allá van Rosenkrantz y Guildernstern». Recordaremos que al fin y al cabo fueron compañeros de universidad al oír que Hamlet, encogiéndose de hombros, dice: «Bien, sí, le han hecho el amor a su encargo». No: no somos el príncipe Hamlet ni está en nosotros serlo.
Como Yago, Hamlet posee cierto don para escribir con las vidas de otros personajes. ¿Por qué en Yago esto nos da miedo y en Hamlet nos encanta? Uno de los muchos misterios de este personaje, el de mayor complejidad intelectual que se haya creado, es el influjo carismático que ejerce sobre nosotros. A menos que uno sea ideólogo o moralista puritano, muy probablemente se enamorará de Hamlet, una enfermedad universal que ya tiene dos siglos de existencia. Hamlet no nos quiere ni nos necesita hasta muy al final, cuando expresa angustia de dejar tras de sí un nombre execrable. Esto lo dice en un escenario sembrado de cadáveres —su madre, Claudio y Laertes— mientras él también agoniza. Puesto que ya ha asesinado a Polonio, empujado a Ofelia al suicidio y obliterado indiferentemente a los pobres Rosenkrantz y Guildernstern, ¡bien que su nombre debería llevar alguna marca! Pero no creo que él lamente ninguna de las ocho muertes, ni siquiera la suya. Si algo teme es que el nombre de «Hamlet el danés», no el padre sino el hijo, no nos hiera de asombro. ¿Dónde está su logro? En proporción a sus portentosas dotes, no parece haber otro personaje de ficción ni remotamente tan diestro en deshacerse de todo.
La mejor forma de leer
Hamlet
es desechar la noción de que el príncipe pospone la venganza, o mejor dicho la venganza de su padre. Porque, ¿cómo un ironista va a vengarse de alguien despedazándolo a estocadas? Disfruté bastante de la película
Shakespeare enamorado
, pero me sorprendió ver al protagonista metido a espadachín. Presiento que, en cuanto veía acercarse la violencia, Shakespeare se iba sensatamente por el otro lado. Después de
Hamlet
no escribió más dramas de venganza, subgénero éste que con toda probabilidad le disgustaba.
Hamlet
no trata de la venganza sino de la teatralidad; no se me ocurre ninguna obra occidental anterior tan obsesionada por el teatro. El público del Globe se encontró viendo cuatro obras en una. Está el tramo que va del primer acto a la primera escena del segundo, que es una especie de tragedia de la venganza. Siguen unos asombrosos interludios sobre la teatralidad, desde la segunda escena del segundo acto —cuando llegan los cómicos—, hasta que, en la segunda escena del acto tercero, Claudio abandona bruscamente el salón donde se representa
La ratonera
, «asustado por un fuego fatuo». Durante el cuarto acto se desarrolla una tercera obra casi imposible de caracterizar, un caleidoscopio que a cada cual ofrece algo distinto. Por fin está el acto quinto, donde de pronto Hamlet ha envejecido diez años o más en unas pocas semanas, el Fantasma ya no es siquiera un recuerdo y la paternidad parece un recuerdo remoto. Digamos pues que Hamlet empieza como tragedia de venganza, rompe abruptamente en meditaciones sobre obras y actores, entra en el vórtice de la mente creativa de Shakespeare y emerge como tragedia trascendental en la que un nuevo tipo de gran hombre muere, aquejado de un autoconocimiento absoluto que es burlado por la muerte y se burla de ella. Es el drama más fuerte que se ha escrito y sigue siendo el más desconcertante, sobre todo porque muy pocos pueden dejarlo de lado.
En un libro más largo (
Shakespeare: la invención de lo humano
), he argumentado que el
Hamlet
primitivo, del cual el que conocemos es una revisión, fue un esfuerzo fallido del propio Shakespeare. Pero esto no hay modo de probarlo ni rebatirlo, y creo que el Hamlet que tenemos hoy habría atacado la ilusión teatral aun sin el acechante fantasma de una obra anterior. Tengo que precisar muy bien qué quiero decir cuando hablo de destruir la ilusión teatral. El público del Globe, y el público actual que mira un
Hamlet
no cortado, no sólo se encuentra con una obra dentro de otra; tiene que lidiar con un torrente de jerga teatral, de chistes sobre técnica actoral y de hecho con dos obras dentro de otra, ya que la innominada y atroz tragedia de la muerte de Príamo precede a la no menos atroz
La muerte de Gonzago
[8]
, ambas superadas en atrocidad por la revisada versión de Hamlet,
La ratonera
. Es como si Shakespeare hubiera deseado ahogar al público en teatralidad. Según avanzamos de la segunda escena del segundo acto a la segunda del tercero, nos es cada vez más difícil mantener la ilusión de estar mirando la tragedia
Hamlet, príncipe de Dinamarca
. Lo que experimentamos es muy distinto. Shakespeare, que ha representado al Fantasma, permanece fuera del escenario; pero a lo largo de casi mil versos Richard Burbage, primer intérprete del príncipe de Dinamarca, entra y sale del papel de Hamlet para, en ciertos tramos, encarnar a Will Shakespeare.
Con todo esto la obra entera debería estallar, pero Hamlet es indestructible y, como he intentado mostrar, la frase «obra entera» no es apropiada. Al cabo de cuatro siglos Hamlet sigue siendo el drama más experimental jamás montado, aun en la época de Beckett, Pirandello y los autores del absurdo. No tengo del todo claro que debamos considerar Hamlet una tragedia; sin duda no en el sentido en que son tragedias
Otelo
,
El rey Lear
y
Macbeth
. En cuanto a defectos trágicos, o para el caso virtudes, bueno, Hamlet el Danés tiene todos los que a uno se le ocurran y muchos más. Emerson definió la libertad como un estado salvaje, y Hamlet es la obra más salvaje y libre que se haya escrito. Shakespeare bien podría haberle transferido el subtítulo de
Noche de Reyes
:
Hamlet, o lo que quieran
.
¿Pasa algo en
Hamlet
? Aunque, visto que hay ocho muertes —incluida la culminante muerte del héroe— la pregunta debería resultar ridícula; todo depende del enfoque que uno adopte. Desde el punto de vista del Fantasma no pasa nada hasta el final, y ni siquiera entonces queda satisfecho su deseo de venganza. Pero la perspectiva del Fantasma no es la nuestra, y el hecho de que Shakespeare haya representado el papel no es sino una ironía más de su parte. Lo único que importa en la obra es la incesante expansión del círculo de la conciencia de Hamlet. Ante una conciencia solitaria de radio potencialmente infinito, ¿cuánto pueden importar los acontecimientos? Hamlet no para nunca de autorevisarse; cada vez que habla cambia. ¿Es posible poner eso en escena cabalmente? Como la mente de Hamlet es en sí un teatro, la obra tiene dos tramas. La trama externa, en toda su complejidad, es indispensable si vamos a ver en Hamlet un hombre y no un dios o un monstruo. Pero Shakespeare no pudo o no quiso encorsetar la trama interna, en la que un poeta fracasa en su intento por hacerse poeta consistente.