Cinco semanas en globo (28 page)

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Authors: Julio Verne

Tags: #Aventuras

BOOK: Cinco semanas en globo
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—Creo que tienes razón —dijo—; es un destacamento de árabes o de tibúes, que lleva la misma dirección que nosotros. Pero nosotros corremos mucho más y les daremos alcance enseguida. Dentro de media hora estaremos en condiciones de ver y juzgar lo que debemos hacer.

Kennedy seguía mirando atentamente con el anteojo. La masa de jinetes se hacía cada vez más visible; algunos de ellos se apartaban del grupo.

—Evidentemente —repuso Kennedy—, es una maniobra o una cacería. Diríase que esas gentes persiguen algo. Y me gustaría saber lo que es.

—Paciencia, Dick. Dentro de poco los alcanzaremos y hasta les dejaremos atrás, si no toman otra dirección; avanzamos a una velocidad de veinte millas por hora, y no hay caballo que resista semejante carrera.

Kennedy siguió observando y unos minutos después dijo:

—Son árabes corriendo a todo escape. Los distingo perfectamente. Hay unos cincuenta. Veo sus ropajes ahuecados por el viento. Es un ejercicio de caballería. Su jefe les precede a una distancia de cien pasos, y todos le siguen precipitadamente.

—Sean quienes sean, Dick, no deben inspirarnos ningún miedo; pero si es necesario, nos elevaremos.

—¡Aguarda, aguarda, Samuel! —exclamó Dick—. ¡Es curioso! —añadió, después de un nuevo examen—. Hay algo que no puedo explicarme. A juzgar por sus esfuerzos y la irregularidad de su línea, esos árabes no siguen, sino que persiguen.

—¿Estás seguro de ello, Dick?

—Evidentemente. ¡No me equivoco! ¡Es una cacería, pero van a la caza de un hombre! El que les precede no es su jefe, sino un fugitivo.

—¡Un fugitivo! —dijo Samuel, conmovido.

—¡Sí!

—No lo perdamos de vista y esperemos.

En poco tiempo disminuyó tres o cuatro millas de distancia que separaba el globo de los jinetes, pese a la prodigiosa ligereza con que éstos corrían.

—¡Samuel! ¡Samuel! —exclamó Kennedy con voz trémula.

—¿Qué ocurre, Dick?

—¿Es una alucinación? ¿Es posible?

—¿Qué quieres decir?

—Espera.

El cazador limpió rápidamente los cristales del anteojo y volvió a mirar.

—¿Qué? —le preguntó el doctor.

—¡Es él, Samuel!

—¡Él! —exclamó éste.

¡Él! Aquella palabra lo decía todo. No había necesidad de nombrarle.

—¡Es él a caballo! ¡A menos de cien pasos de sus enemigos! ¡Huye!

—¡Es Joe! —dijo el doctor, palideciendo.

—¡No puede vernos en su fuga!

—¡Nos verá! —respondió Fergusson, disminuyendo la llama del soplete.

—Pero ¿cómo?

—Dentro de cinco minutos estaremos a cincuenta pies de tierra; dentro de quince estaremos encima de él.

—Debemos disparar un tiro para prevenirle.

—¡No! ¡No puede retroceder! ¡Le cortan la retirada!

—¿Qué hacer, pues?

—Aguardar.

—¡Aguardar! ¿Y esos árabes?

—¡Los alcanzaremos! ¡Los dejaremos atrás! Nos encontramos a menos de dos millas de ellos; con tal de que el caballo de Joe resista…

—¡Dios bendito! —exclamó Kennedy.

—¿Qué pasa?

Kennedy había lanzado un grito de desesperación al ver a Joe rodar por tierra. Su caballo, rendido, extenuado, acababa de caer.

—¡Nos ha visto! —exclamó el doctor—. ¡Al levantarse nos ha hecho una seña!

—¡Pero los árabes van a alcanzarle! ¿A qué espera?

—¡Ah! ¡Valiente! ¡Hurra! —gritó el cazador, sin poder reprimir su entusiasmo.

Joe, tras levantarse en el preciso instante en que se abalanzaba sobre él uno de los jinetes más rápidos, dio un salto como una pantera, evitó el golpe, se lanzó a la grupa, asió al árabe de la garganta, lo estranguló, lo derribó y prosiguió en el caballo de su enemigo su rápida fuga.

Los árabes lanzaron un grito de furor; pero centrados totalmente en la persecución del fugitivo, no habían visto al Victoria, que estaba quinientos pasos detrás de ellos y a menos de treinta pies del suelo. Ellos distaban entonces del perseguido menos de veinte cuerpos de caballo.

Uno de ellos estaba ya casi tocando a Joe, e iba a traspasarle con su lanza cuando Kennedy, que seguía todos sus movimientos, lo derribó de un balazo.

Joe ni siquiera se volvió al oír el disparo. Una parte de los perseguidores se detuvo e hincó la frente en el polvo al ver el Victoria; pero los demás continuaron acosando de cerca al fugitivo.

—Pero ¿qué hace Joe? —exclamó Kennedy—. ¡No se detiene!

—¡Sabe lo que se hace, Dick! ¡Le he comprendido! ¡Sigue la dirección del globo! ¡Cuenta con nuestra inteligencia! ¡Bien, valiente! ¡Se lo arrebataremos a los árabes en sus mismas barbas! No estamos más que a doscientos pasos.

—¿Qué hay que hacer? —preguntó Kennedy.

—Deja la carabina.

—Ya está —dijo el cazador, soltando el arma—. ¿Y ahora?

—¿Puedes sostener en tus brazos ciento cincuenta libras de lastre?

—Aunque sean más.

—Bastan las que te digo.

Y el doctor fue amontonando sacos de arena sobre los brazos de Kennedy.

—Colócate en la popa de la barquilla y estate preparado para echar todo el lastre de golpe. ¡Pero, por Dios! No lo arrojes antes de que te lo diga.

—¡Descuida!

—De otro modo, erraríamos el golpe y perderíamos a Joe irremisiblemente.

—Te comprendo perfectamente.

El Victoria caía entonces casi verticalmente sobre el grupo de jinetes que perseguían a Joe a galope tendido. El doctor, en la proa de la barquilla, tenía en la mano la escala desplegada, preparado para soltarla en el momento preciso. Joe se había mantenido a una distancia de cincuenta pies de los perseguidores, a quienes el Victoria dejó algo rezagados.

—¡Atención, Kennedy!

—Cuando digas.

—¡Joe…! ¡Alerta…! —gritó el doctor con voz sonora al tiempo que soltaba la escala, cuyos últimos peldaños levantaron polvo del suelo.

Al llamarle el doctor, Joe, sin detener el caballo, había vuelto la cabeza; la escala se desplegó junto a él y, en un momento, se agarró a ella.

—¡Abajo! —gritó el doctor a Kennedy.

—¡Allá va!

Y el Victoria, descargado de un peso superior al de Joe, se elevó ciento cincuenta pies de golpe.

Joe se agarró con fuerza a la escala para no ceder a sus violentas sacudidas; hizo a los árabes una mueca indescriptible y, trepando con la agilidad de un mono, llegó a los brazos de sus compañeros.

—¡Señor! ¡Señor Dick! —exclamó.

Y, rendido por la emoción y la fatiga, cayó desvanecido, mientras Kennedy, casi delirante, exclamaba:

—¡Salvado! ¡Salvado!

—¡Pues no faltaba más! —dijo el doctor, que había recobrado su impasibilidad habitual.

Joe estaba casi desnudo y llevaba impresos sus padecimientos en los ensangrentados brazos en el cuerpo, cubierto de cardenales y magulladuras. El doctor curó sus heridas y lo acostó bajo la tienda.

Joe recobró luego el sentido y pidió un vaso de aguardiente, que el doctor le dejó beber, porque a Joe no había que tratarlo como a la generalidad de los enfermos. Después de beber, el valiente criado estrechó la mano de sus dos compañeros y se manifestó dispuesto a contar su historia.

Pero, como el doctor no le permitió hablar, concilió un profundo sueño, que bien lo necesitaba.

En aquellos momentos el Victoria trazaba una línea oblicua hacia el oeste. Empujado por un viento muy fuerte, volvió a ver las orillas del desierto espinoso por encima de las palmeras curvadas o arrancadas por el ímpetu de la tormenta; y, tras haber recorrido casi doscientas millas desde el rescate de Joe, el anochecer superó los 10° de longitud.

CAPITULO XXXVII

Durante la noche pareció que el viento también quería descansar de sus fatigas del día, y el Victoria permaneció pacíficamente sobre la copa de un corpulento sicomoro. El doctor y Kennedy se repartieron la guardia, y Joe durmió de un tirón por espacio de veinticuatro horas.

—Que duerma —dijo Fergusson—. El reposo es el único remedio que necesita, y la naturaleza se encargará de completar su curación.

Al amanecer volvió a soplar un viento fuerte, pero variable, tan pronto se dirigía al norte como al sur, aunque finalmente el Victoria fue empujado hacia el oeste.

El doctor, mapa en mano, reconoció el reino de Damergu, territorio de suaves ondulaciones y muy fértil, con aldeas cuyas chozas están construidas con altas cañas y ramas de asalpesia entrelazadas. En los campos cultivados, las gavillas se alzaban sobre una especie de andamios destinados a preservarlas de la acción de ratones y termitas.

No tardaron en llegar a la ciudad de Zinder, fácil de reconocer por su gran plaza de las ejecuciones, en cuyo centro se levanta el árbol de la muerte; al pie de éste vela el verdugo y cualquiera que pasa bajo su sombra es inmediatamente ahorcado.

Consultando la brújula, Kennedy no pudo abstenerse de decir:

—¡Otra vez rumbo al norte!

—¿Qué importa? Si el viento nos lleva a Tombuctú, no tendremos motivos de queja. Nunca se habrá verificado un viaje en mejores condiciones.

—Ni con mejor salud —añadió Joe, asomando su apacible semblante por entre las cortinas de la tienda.

—¡Aquí tenemos a nuestro valiente amigo, a nuestro salvador! ¿Qué tal va?

—De maravilla, señor Kennedy, de maravilla. Nunca he estado mejor que ahora. No hay nada que entone tanto a un hombre como un viaje de recreo precedido de un baño en el Chad. ¿No es cierto, señor?

—¡Noble corazón! —respondió Fergusson, estrechándole la mano—. ¡Cuántas angustias e inquietudes nos has ocasionado!

—Y ustedes a mí, ¿qué? ¿Creen que estaba muy tranquilo pensando en su suerte? ¡Bien pueden vanagloriarse de haberme hecho pasar un miedo mortal!

—Nunca nos entenderemos, Joe, si te tomas las cosas de ese modo.

—Ya veo que la caída no le ha cambiado —añadió Kennedy.

—Tu desprendimiento ha sido sublime, muchacho, y nos ha salvado, porque el Victoria caía en el lago y una vez allí, nada podría sacarlo.

—Pero si mi desprendimiento, como les gusta llama a mi zambullida, les ha salvado, ¿no me ha salvado también a mí, puesto que aquí estamos los tres sanos y sal vos? No tenemos, por consiguiente, nada que agradecernos.

—No hay manera de entenderse con este mozo —dijo el cazador.

—La mejor manera de entendernos —replicó Joe— es no hablar más del asunto. Lo pasado, pasado. Bueno o malo, no hay que recordarlo.

—¡Qué terco eres! —dijo el doctor, riendo—. Pero ¿nos contarás al menos tu historia?

—¡Si se empeñan! Pero antes voy a asar este soberbio ganso, pues ya veo que el señor Dick ha hecho de las suyas.

—¡Ya lo creo, Joe!

—Pues bien; vamos a ver cómo se porta un ganso de África en un estómago europeo.

Una vez dorado el ganso al calor del soplete, fue devorado al instante. Joe comió en abundancia, como era natural que lo hiciese después de tan prolongado ayuno.

Después del té y del grog, puso a sus compañeros al corriente de sus aventuras; habló con cierta emoción, pese a considerar los acontecimientos bajo el punto de vista de su filosofía habitual. El doctor le estrechó varias veces la mano, al ver en él un criado más interesado en la salvación de su señor que en la suya propia, y, respecto al sumergimiento de la isla de los biddiomahs, le explicó la frecuencia en el lago Chad de tan notable fenómeno.

Por fin, Joe, prosiguiendo su narración, llegó al momento en que, hundido en el pantano, lanzó un último grito de desesperación.

—Yo me creía perdido, señor, y a usted se dirigían mis pensamientos. Realicé terribles esfuerzos sin que pueda decir cómo; estaba totalmente decidido a no dejarme engullir sin oponer resistencia cuando, a dos pasos de mí, ¿qué creen que vi? ¡Un pedazo de cuerda recién cortada! Multipliqué mis esfuerzos y, echando el resto, pude llegar a coger el cable, tiré de él y, después de mucho tirar, puse el pie en tierra firme. En el otro extremo de la cuerda encontré un ancla… ¡Oh, señor! Y creo que tengo todo el derecho a llamarla el ancla de la salvación, si usted no ve ningún inconveniente en ello. ¡La reconocí! ¡Era un ancla del Victoria! ¡Ustedes habían tomado tierra en aquel mismo punto! Seguí la dirección de la cuerda, que me indicaba la suya, y después de nuevos esfuerzos salí del atolladero. Con la libertad de mis miembros había recobrado el ánimo, y caminé durante parte de la noche alejándome del lago. Llegué al fin a la entrada de un inmenso bosque, donde había un cercado en el que pastaban tranquilamente unos cuantos caballos. ¿No les parece que hay ocasiones en la vida en que no hay nadie que no sepa montar a caballo? Sin perder un minuto en reflexionar, me monté de un salto en uno de los cuadrúpedos y eché a correr a todo escape en dirección al norte. No les hablaré de las ciudades que no vi ni de las aldeas que evité. Atravesé campos sembrados, salté zanjas, corrí, volé y así llegué a las lindes de las tierras cultivadas. Estaba en el desierto. ¡Mejor! Tendría más horizonte ante mí y observaría más objetos mi mirada. Esperaba ver al Victoria, que no debía de andar muy lejos, pero no fue así. Seguí al galope y al cabo de tres horas me metí como un imbécil en un campamento de árabes. ¡Ah! ¡Qué persecución! Señor Kennedy, le aseguro que un cazador no sabe lo que es una cacería hasta que ha sido cazado él mismo. Le aconsejo, sin embargo, que no desee saberlo a tanta costa. Mi caballo no podía más, los bárbaros me seguían de cerca, los tenía ya encima… En ese momento me caí y, no quedándome otro recurso, salté a la grupa de uno de mis perseguidores. Yo no le deseaba ningún mal, y no debe guardarme ningún rencor por haberle estrangulado. Pero yo les había visto…, y el resto ya lo saben. El Victoria me siguió y ustedes me cogieron al vuelo, como se coge una sortija en el juego de este nombre. ¿No tenía razón en confiar? Ya ve, señor Samuel, que todo lo que ha pasado es muy sencillo y lo más natural del mundo. Dispuesto estoy a repetir lo hecho, si la ocasión lo requiere. Es cosa de la que ni siquiera vale la pena de hablar.

—¡Mi buen Joe! —respondió el doctor, muy conmovido—. ¡No en vano confiábamos en tu inteligencia y destreza!

—No hay más que seguir los acontecimientos para salir de apuros. Lo mejor es aceptar las cosas como se presentan.

Durante la narración de Joe, el globo había salvado rápidamente una extensión de país considerable; Kennedy señaló en el horizonte una multitud de casas que ofrecían el aspecto de una ciudad. El doctor consultó el mapa y reconoció la ciudad de Tagelel, en el Damergu.

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