En realidad, desde que expulsó a los niños de la casa, José Arcadio esperaba noticias de un trasatlántico que saliera para Nápoles antes de Navidad. Se lo había dicho a Aureliano, e inclusive había hecho planes para dejarle montado un negocio que le permitiera vivir, porque la canastilla de víveres no volvió a llegar desde el entierro de Fernanda. Sin embargo, tampoco aquel sueño final había de cumplirse. Una mañana de setiembre, después de tomar el café con Aureliano en la cocina, José Arcadio estaba terminando su baño diario cuando irrumpieron por entre los portillos de las tejas los cuatro niños que había expulsado de la casa. Sin darle tiempo de defenderse, se metieron vestidos en la alberca, lo agarraron por el pelo y le mantuvieron la cabeza hundida, hasta que cesó en la superficie la borboritación de la agonía, y el silencioso y pálido cuerpo de delfín se deslizó hasta el fondo de las aguas fragantes. Después se llevaron los tres sacos de oro que sólo ellos y su víctima sabían dónde estaban escondidos. Fue una acción tan rápida, metódica y brutal, que pareció un asalto de militares. Aureliano, encerrado en su cuarto, no se dio cuenta de nada. Esa tarde, habiéndolo echado de menos en la cocina, buscó a José Arcadio por toda la casa, y lo encontró flotando en los espejos perfumados de la alberca, enorme y tumefacto, y todavía pensando en Amaranta. Sólo entonces comprendió cuánto había empezado a quererlo.
Amaranta Úrsula regresó con los primeros ángeles de diciembre, empujada por brisas de velero, llevando al esposo amarrado por el cuello con un cordel de seda. Apareció sin ningún anuncio, con un vestido color de marfil, un hilo de perlas que le daba casi a las rodillas, sortijas de esmeraldas y topacios, y el cabello redondo y liso rematado en las orejas con puntas de golondrinas. El hombre con quien se había casado seis meses antes era un flamenco maduro, esbelto, con aires de navegante. No tuvo sino que empujar la puerta de la sala para comprender que su ausencia había sido más prolongada y demoledora de lo que ella suponía.
—Dios mío —gritó, más alegre que alarmada—, ¡cómo se ve que no hay una mujer en esta casa!
El equipaje no cabía en el corredor. Además del antiguo baúl de Fernanda con que la mandaron al colegio, llevaba dos roperos verticales, cuatro maletas grandes, un talego para las sombrillas, ocho cajas de sombreros, una jaula gigantesca con medio centenar de canarios, y el velocípedo del marido, desarmado dentro de un estuche especial que permitía llevarlo como un violoncelo. Ni siquiera se permitió un día de descanso al cabo del largo viaje. Se puso un gastado overol de lienzo que había llevado el esposo con otras prendas de motorista, y emprendió una nueva restauración de la casa. Desbandó las hormigas coloradas que ya se habían apoderado del corredor, resucitó los rosales, arrancó la maleza de raíz, y volvió a sembrar helechos, oréganos y begonias en los tiestos del pasamanos. Se puso al frente de una cuadrilla de carpinteros, cerrajeros y albañiles que resanaron las grietas de los pisos, enquiciaron puertas y ventanas, renovaron los muebles y blanquearon las paredes por dentro y por fuera, de modo que tres meses después de su llegada se respiraba otra vez el aire de juventud y de fiesta que hubo en los tiempos de la pianola. Nunca se vio en la casa a nadie con mejor humor a toda hora y en cualquier circunstancia, ni a nadie más dispuesto a cantar y bailar, y a tirar en la basura las cosas y las costumbres revenidas. De un escobazo acabó con los recuerdos funerarios y los montones de cherembecos inútiles y aparatos de superstición que se apelotonaban en los rincones, y lo único que conservó, por gratitud a Úrsula, fue el daguerrotipo de Remedios en la sala. «Miren qué lujo», gritaba muerta de risa. «¡Una bisabuela de catorce años!». Cuando uno de los albañiles le contó que la casa estaba poblada de aparecidos, y que el único modo de espantarlos era buscando los tesoros que habían dejado enterrados, ella replicó entre carcajadas que no creía en supersticiones de hombres. Era tan espontánea, tan emancipada, con un espíritu tan moderno y libre, que Aureliano no supo qué hacer con el cuerpo cuando la vio llegar. «¡Qué bárbaro!», gritó ella, feliz, con los brazos abiertos. «¡Miren cómo ha crecido mi adorado antropófago!». Antes de que él tuviera tiempo de reaccionar, ya ella había puesto un disco en el gramófono portátil que llevó consigo, y estaba tratando de enseñarle los bailes de moda. Lo obligó a cambiarse los escuálidos pantalones que heredó del coronel Aureliano Buendía, le regaló camisas juveniles y zapatos de dos colores, y lo empujaba a la calle cuando pasaba mucho tiempo en el cuarto de Melquíades.
Activa, menuda, indomable, como Úrsula, y casi tan bella y provocativa como Remedios, la bella, estaba dotada de un raro instinto para anticiparse a la moda. Cuando recibía por correo los figurines más recientes, apenas le servían para comprobar que no se había equivocado en los modelos que inventaba, y que cosía en la rudimentaria máquina de manivela de Amaranta. Estaba suscrita a cuanta revista de modas, información artística y música popular se publicara en Europa, y apenas les echaba una ojeada para darse cuenta de que las cosas iban en el mundo como ella las imaginaba. No era comprensible que una mujer con aquel espíritu hubiera regresado a un pueblo muerto, deprimido por el polvo y el calor, y menos con un marido que tenía dinero de sobra para vivir bien en cualquier parte del mundo, y que la amaba tanto que se había sometido a ser llevado y traído por ella con el dogal de seda. Sin embargo, a medida que el tiempo pasaba era más evidente su intención de quedarse, pues no concebía planes que no fueran a largo plazo, ni tomaba determinaciones que no estuvieran orientadas a procurarse una vida cómoda y una vejez tranquila en Macondo. La jaula de canarios demostraba que esos propósitos no eran improvisados. Recordando que su madre le había contado en una carta el exterminio de los pájaros, había retrasado el viaje varios meses hasta encontrar un barco que hiciera escala en las islas Afortunadas, y allí seleccionó las veinticinco parejas de canarios más finos para repoblar el cielo de Macondo. Esa fue la más lamentable de sus numerosas iniciativas frustradas. A medida que los pájaros se reproducían, Amaranta Úrsula los iba soltando por parejas, y más tardaban en sentirse libres que en fugarse del pueblo. En vano procuró encariñarlos con la pajarera que construyó Úrsula en la primera restauración. En vano les falsificó nidos de esparto en los almendros, y regó alpiste en los techos y alborotó a los cautivos para que sus cantos disuadieran a los desertores, porque éstos se remontaban a la primera tentativa y daban una vuelta en el cielo, apenas el tiempo indispensable para encontrar el rumbo de regreso a las islas Afortunadas.
Un año después del retorno, aunque no hubiera conseguido entablar una amistad ni promover una fiesta, Amaranta Úrsula seguía creyendo que era posible rescatar aquella comunidad elegida por el infortunio. Gastón, su marido, se cuidaba de no contrariarla, aunque desde el mediodía mortal en que descendió del tren comprendió que la determinación de su mujer había sido provocada por un espejismo de la nostalgia. Seguro de que sería derrotada por la realidad, no se tomó siquiera el trabajo de armar el velocípedo, sino que se dio a perseguir los huevos más lúcidos entre las telarañas que desprendían los albañiles, y los abría con las uñas y se gastaba las horas contemplando con una lupa las arañitas minúsculas que salían del interior. Más tarde, creyendo que Amaranta Úrsula continuaba con las reformas por no dar su brazo a torcer, resolvió armar el aparatoso velocípedo cuya rueda anterior era mucho más grande que la posterior, y se dedicó a capturar y disecar cuanto insecto aborigen encontraba en los contornos, que remitía en frascos de mermelada a su antiguo profesor de historia natural de la universidad de Lieja, donde había hecho estudios avanzados en entomología, aunque su vocación dominante era la de aeronauta. Cuando andaba en el velocípedo usaba pantalones de acróbata, medias de gaitero y cachucha de detective, pero cuando andaba de a pie vestía de lino crudo, intachable, con zapatos blancos, corbatín de seda, sombrero canotier y una vara de mimbre en la mano. Tenía unas pupilas pálidas que acentuaban su aire de navegante, y un bigotito de pelos de ardilla. Aunque era por lo menos quince años mayor que su mujer, sus gustos juveniles, su vigilante determinación de hacerla feliz, y sus virtudes de buen amante, compensaban la diferencia. En realidad, quienes veían aquel cuarentón de hábitos cautelosos, con su sedal al cuello y su bicicleta de circo, no hubieran podido pensar que tenía con su joven esposa un pacto de amor desenfrenado, y que ambos cedían al apremio recíproco en los lugares menos adecuados y donde los sorprendiera la inspiración, como lo hicieron desde que empezaron a verse, y con una pasión que el transcurso del tiempo y las circunstancias cada vez más insólitas iban profundizando y enriqueciendo. Gastón no sólo era un amante feroz, de una sabiduría y una imaginación inagotables, sino que era tal vez el primer hombre en la historia de la especie que hizo un aterrizaje de emergencia y estuvo a punto de matarse con su novia sólo por hacer el amor en un campo de violetas.
Se habían conocido tres años antes de casarse, cuando el biplano deportivo en que él hacía piruetas sobre el colegio en que estudiaba Amaranta Úrsula intentó una maniobra intrépida para eludir el asta de la bandera, y la primitiva armazón de lona y papel de aluminio quedó colgada por la cola en los cables de la energía eléctrica. Desde entonces, sin hacer caso de su pierna entablillada, él iba los fines de semana a recoger a Amaranta Úrsula en la pensión de religiosas donde vivió siempre, cuyo reglamento no era tan severo como deseaba Fernanda, y la llevaba a su club deportivo. Empezaron a amarse a 500 metros de altura, en el aire dominical de las landas, y más se sentían compenetrados mientras más minúsculos iban haciéndose los seres de la tierra. Ella le hablaba de Macondo como del pueblo más luminoso y plácido del mundo, y de una casa enorme, perfumada de orégano, donde quería vivir hasta la vejez con un marido leal y dos hijos indómitos que se llamaran Rodrigo y Gonzalo, y en ningún caso Aureliano y José Arcadio, y una hija que se llamara Virginia, y en ningún caso Remedios. Había evocado con una tenacidad tan anhelante el pueblo idealizado por la nostalgia, que Gastón comprendió que ella no quisiera casarse si no la llevaba a vivir en Macondo. Él estuvo de acuerdo, como lo estuvo más tarde con el sedal, porque creyó que era un capricho transitorio que más valía defraudar a tiempo. Pero cuando transcurrieron dos años en Macondo y Amaranta Úrsula seguía tan contenta como el primer día, él comenzó a dar señales de alarma. Ya para entonces había disecado cuanto insecto era disecable en la región, hablaba el castellano como un nativo, y había descifrado todos los crucigramas de las revistas que recibían por correo. No tenía el pretexto del clima para apresurar el regreso, porque la naturaleza lo había dotado de un hígado colonial, que resistía sin quebrantos el bochorno de la siesta y el agua con gusarapos. Le gustaba tanto la comida criolla, que una vez se comió un sartal de ochenta y dos huevos de iguana. Amaranta Úrsula, en cambio, se hacía llevar en el tren pescados y mariscos en cajas de hielo, carnes en latas y frutas almibaradas, que era lo único que podía comer, y seguía vistiéndose a la moda europea y recibiendo figurines por correo, a pesar de que no tenía donde ir ni a quién visitar, y de que a esas alturas su marido carecía de humor para apreciar sus vestidos cortos, sus fieltros ladeados y sus collares de siete vueltas. Su secreto parecía consistir en que siempre encontraba el modo de estar ocupada, resolviendo problemas domésticos que ella misma creaba y haciendo mal ciertas cosas que corregía al día siguiente, con una diligencia perniciosa que habría hecho pensar a Fernanda en el vicio hereditario de hacer para deshacer. Su genio festivo continuaba entonces tan despierto, que cuando recibía discos nuevos invitaba a Gastón a quedarse en la sala hasta muy tarde para ensayar los bailes que sus compañeras de colegio le describían con dibujos, y terminaban generalmente haciendo el amor en los mecedores vieneses o en el suelo pelado. Lo único que le faltaba para ser completamente feliz era el nacimiento de los hijos, pero respetaba el pacto que había hecho con su marido de no tenerlos antes de cumplir cinco años de casados.
Buscando algo con que llenar sus horas muertas Gastón solía pasar la mañana en el cuarto de Melquíades, con el esquivo Aureliano. Se complacía en evocar con él los rincones más íntimos de su tierra, que Aureliano conocía como si hubiera estado en ella mucho tiempo. Cuando Gastón le preguntó cómo había hecho para obtener informaciones que no estaban en la enciclopedia, recibió la misma respuesta que José Arcadio: «Todo se sabe». Además del sánscrito, Aureliano había aprendido el inglés y el francés, y algo del latín y del griego. Como entonces salía todas las tardes, y Amaranta Úrsula le había asignado una suma semanal para sus gastos personales, su cuarto parecía una sección de la librería del sabio catalán. Leía con avidez hasta muy altas horas de la noche, aunque por la forma en que se refería a sus lecturas, Gastón pensaba que no compraba los libros para informarse sino para verificar la exactitud de sus conocimientos, y que ninguno le interesaba más que los pergaminos, a los cuales dedicaba las mejores horas de la mañana. Tanto a Gastón como a su esposa les habría gustado incorporarlo a la vida familiar, pero Aureliano era hombre hermético, con una nube de misterio que el tiempo iba haciendo más densa. Era una condición tan infranqueable, que Gastón fracasó en sus esfuerzos por intimar con él, y tuvo que buscarse otro entretenimiento para llenar sus horas muertas. Fue por esa época que concibió la idea de establecer un servicio de correo aéreo.
No era un proyecto nuevo. En realidad lo tenía bastante avanzado cuando conoció a Amaranta Úrsula, sólo que no era para Macondo sino para el Congo Belga, donde su familia tenía inversiones en aceite de palma. El matrimonio, la decisión de pasar unos meses en Macondo para complacer a la esposa, lo habían obligado a aplazarlo. Pero cuando vio que Amaranta Úrsula estaba empeñada en organizar una junta de mejoras públicas y hasta se reía de él por insinuar la posibilidad del regreso, comprendió que las cosas iban para largo, y volvió a establecer contacto con sus olvidados socios de Bruselas, pensando que para ser pionero daba lo mismo el Caribe que el África. Mientras progresaban las gestiones, preparó un campo de aterrizaje en la antigua región encantada que entonces parecía una llanura de pedernal resquebrajado, y estudió la dirección de los vientos, la geografía del litoral y las rutas más adecuadas para la navegación aérea, sin saber que su diligencia, tan parecida a la de Mr. Herbert, estaba infundiendo en el pueblo la peligrosa sospecha de que su propósito no era planear itinerarios sino sembrar banano. Entusiasmado con una ocurrencia que después de todo podía justificar su establecimiento definitivo en Macondo, hizo varios viajes a la capital de la provincia, se entrevistó con las autoridades, y obtuvo licencias y suscribió contratos de exclusividad. Mientras tanto, mantenía con los socios de Bruselas una correspondencia parecida a la de Fernanda con los médicos invisibles, y acabó de convencerlos de que embarcaran el primer aeroplano al cuidado de un mecánico experto, que lo armara en el puerto más próximo y lo llevara volando a Macondo. Un año después de las primeras mediciones y cálculos meteorológicos, confiando en las promesas reiteradas de sus corresponsales, había adquirido la costumbre de pasearse por las calles, mirando el cielo, pendiente de los rumores de la brisa, en espera de que apareciera el aeroplano.