Cien años de soledad (41 page)

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Authors: Gabriel García Márquez

Tags: #drama

BOOK: Cien años de soledad
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Capítulo 17

Úrsula tuvo que hacer un grande esfuerzo para cumplir su promesa de morirse cuando escampara. Las ráfagas de lucidez, que eran tan escasas durante la lluvia, se hicieron más frecuentes a partir de agosto, cuando empezó a soplar el viento árido que sofocaba los rosales y petrificaba los pantanos, y que acabó por esparcir sobre Macondo el polvo abrasante que cubrió para siempre los oxidados techos de zinc y los almendros centenarios. Úrsula lloró de lástima al descubrir que por más de tres años había quedado para juguete de los niños. Se lavó la cara pintorreteada, se quitó de encima las tiras de colorines, las lagartijas y los sapos resecos y las camándulas y antiguos collares de árabes que le habían colgado por todo el cuerpo, y por primera vez desde la muerte de Amaranta abandonó la cama sin auxilio de nadie para incorporarse de nuevo a la vida familiar. El ánimo de su corazón invencible la orientaba en las tinieblas. Quienes repararon en sus trastabilleos y tropezaron con su brazo arcangélico siempre alzado a la altura de la cabeza pensaron que a duras penas podía con su cuerpo, pero todavía no creyeron que estaba ciega. Ella no necesitaba ver para darse cuenta de que los canteros de flores, cultivados con tanto esmero desde la primera reconstrucción, habían sido destruidos por la lluvia y arrasados por las excavaciones de Aureliano Segundo, y que las paredes y el cemento de los pisos estaban cuarteados, los muebles flojos y descoloridos, las puertas desquiciadas, y la familia amenazada por un espíritu de resignación y pesadumbre que no hubiera sido concebible en sus tiempos. Moviéndose a tientas por los dormitorios vacíos percibía el trueno continuo del comején taladrando las maderas, y el tijereteo de la polilla en los roperos, y el estrépito devastador de las enormes hormigas coloradas que habían prosperado en el diluvio y estaban socavando los cimientos de la casa. Un día abrió el baúl de los santos, y tuvo que pedir auxilio a Santa Sofía de la Piedad para quitarse de encima las cucarachas que saltaron del interior, y que ya habían pulverizado la ropa. «No es posible vivir en esta negligencia», decía. «A este paso terminaremos devorados por las bestias». Desde entonces no tuvo un instante de reposo. Levantada desde antes del amanecer, recurría a quien estuviera disponible, inclusive a los niños. Puso al sol las escasas ropas que todavía estaban en condiciones de ser usadas, ahuyentó las cucarachas con sorpresivos asaltos de insecticida, raspó las venas del comején en puertas y ventanas y asfixió con cal viva a las hormigas en sus madrigueras. La fiebre de restauración acabó por llevarla a los cuartos olvidados. Hizo desembarazar de escombros y telarañas la habitación donde a José Arcadio Buendía se le secó la mollera buscando la piedra filosofal, puso en orden el taller de platería que había sido revuelto por los soldados, y por último pidió las llaves del cuarto de Melquíades para ver en qué estado se encontraba. Fiel a la voluntad de José Arcadio Segundo, que había prohibido toda intromisión mientras no hubiera un indicio real de que había muerto, Santa Sofía de la Piedad recurrió a toda clase de subterfugios para desorientar a Úrsula. Pero era tan inflexible su determinación de no abandonar a los insectos ni el más recóndito e inservible rincón de la casa, que desbarató cuanto obstáculo le atravesaron, y al cabo de tres días de insistencia consiguió que le abrieran el cuarto. Tuvo que agarrarse del quicio para que no la derribara la pestilencia, pero no le hicieron falta más de dos segundos para recordar que ahí estaban guardadas las setenta y dos bacinillas de las colegialas, y que en una de las primeras noches de lluvia una patrulla de soldados había registrado la casa buscando a José Arcadio Segundo y no había podido encontrarlo.

—¡Bendito sea Dios! —exclamó, como si lo hubiera visto todo—. Tanto tratar de inculcarte las buenas costumbres, para que terminaras viviendo como un puerco.

José Arcadio Segundo seguía releyendo los pergaminos. Lo único visible en la intrincada maraña de pelos eran los dientes rayados de lama verde y los ojos inmóviles. Al reconocer la voz de la bisabuela, movió la cabeza hacia la puerta, trato de sonreír, y sin saberlo repitió una antigua frase de Úrsula.

—Qué quería —murmuró—, el tiempo pasa.

—Así es —dijo Úrsula—, pero no tanto.

Al decirlo, tuvo conciencia de estar dando la misma réplica que recibió del coronel Aureliano Buendía en su celda de sentenciado, y una vez más se estremeció con la comprobación de que el tiempo no pasaba, como ella lo acababa de admitir, sino que daba vueltas en redondo. Pero tampoco entonces le dio una oportunidad a la resignación. Regañó a José Arcadio Segundo como si fuera un niño, y se empeñó en que se bañara y se afeitara y le prestara su fuerza para acabar de restaurar la casa. La simple idea de abandonar el cuarto que le había proporcionado la paz aterrorizó a José Arcadio Segundo. Gritó que no había poder humano capaz de hacerlo salir, porque no quería ver el tren de doscientos vagones cargados de muertos que cada atardecer partía de Macondo hacia el mar. «Son todos los que estaban en la estación», gritaba. «Tres mil cuatrocientos ocho». Sólo entonces comprendió Úrsula que él estaba en un mundo de tinieblas más impenetrable que el suyo, tan infranqueable y solitario como el del bisabuelo. Lo dejó en el cuarto, pero consiguió que no volvieran a poner el candado, que hicieran la limpieza todos los días, que tiraran las bacinillas a la basura y sólo dejaran una, y que mantuvieran a José Arcadio Segundo tan limpio y presentable como estuvo el bisabuelo en su largo cautiverio bajo el castaño. Al principio, Fernanda interpretaba aquel ajetreo como un acceso de locura senil, y a duras penas reprimía la exasperación. Pero José Arcadio le anunció por esa época desde Roma que pensaba ir a Macondo antes de hacer los votos perpetuos, y la buena noticia le infundió tal entusiasmo, que de la noche a la mañana se encontró regando las flores cuatro veces al día para que su hijo no fuera a formarse una mala impresión de la casa. Fue ese mismo incentivo el que la indujo a apresurar su correspondencia con los médicos invisibles, y a reponer en el corredor las macetas de helechos y orégano, y los tiestos de begonias, mucho antes de que Úrsula se enterara de que habían sido destruidos por la furia exterminadora de Aureliano Segundo. Más tarde vendió el servicio de plata, y compró vajillas de cerámica, soperas y cucharones de peltre y cubiertos de alpaca, y empobreció con ellos las alacenas acostumbradas a la loza de la Compañía de Indias y la cristalería de Bohemia. Úrsula trataba de ir siempre más lejos. «Que abran puertas y ventanas», gritaba. «Que hagan carne y pescado, que compren las tortugas más grandes, que vengan los forasteros a tender sus petates en los rincones y a orinarse en los rosales, que se sienten a la mesa a comer cuantas veces quieran, y que eructen y despotriquen y lo embarren todo con sus botas, y que hagan con nosotros lo que les dé la gana, porque esa es la única manera de espantar la ruina». Pero era una ilusión vana. Estaba ya demasiado vieja y viviendo de sobra para repetir el milagro de los animalitos de caramelo, y ninguno de sus descendientes había heredado su fortaleza. La casa continuó cerrada por orden de Fernanda.

Aureliano Segundo, que había vuelto a llevarse sus baúles a casa de Petra Cotes, disponía apenas de los medios para que la familia no se muriera de hambre. Con la rifa de la mula, Petra Cotes y él habían comprado otros animales, con los cuales consiguieron enderezar un rudimentario negocio de lotería. Aureliano Segundo andaba de casa en casa, ofreciendo los billetitos que él mismo pintaba con tintas de colores para hacerlos más atractivos y convincentes, y acaso no se daba cuenta de que muchos se los compraban por gratitud, y la mayoría por compasión. Sin embargo, aun los más piadosos compradores adquirían la oportunidad de ganarse un cerdo por veinte centavos o una novilla por treinta y dos, y se entusiasmaban tanto con la esperanza, que la noche del martes desbordaban el patio de Petra Cotes esperando el momento en que un niño escogido al azar sacara de la bolsa el número premiado. Aquello no tardó en convertirse en una feria semanal, pues desde el atardecer se instalaban en el patio mesas de fritangas y puestos de bebidas, y muchos de los favorecidos sacrificaban allí mismo el animal ganado con la condición de que otros pusieran la música y el aguardiente, de modo que sin haberlo deseado Aureliano Segundo se encontró de pronto tocando otra vez el acordeón y participando en modestos torneos de voracidad. Estas humildes réplicas de las parrandas de otros días sirvieron para que el propio Aureliano Segundo descubriera cuánto habían decaído sus ánimos y hasta qué punto se había secado su ingenio de cumbiambero magistral. Era un hombre cambiado. Los ciento veinte kilos que llegó a tener en la época en que lo desafió La Elefanta se habían reducido a setenta y ocho; la candorosa y abotagada cara de tortuga se le había vuelto de iguana, y siempre andaba cerca del aburrimiento y el cansancio. Para Petra Cotes, sin embargo, nunca fue mejor hombre que entonces, tal vez porque confundía con el amor la compasión que él le inspiraba, y el sentimiento de solidaridad que en ambos había despertado la miseria. La cama desmantelada dejó de ser lugar de desafueros y se convirtió en refugio de confidencias. Liberados de los espejos repetidores que habían rematado para comprar animales de rifa, y de los damascos y terciopelos concupiscentes que se había comido la mula, se quedaban despiertos hasta muy tarde con la inocencia de dos abuelos desvelados, aprovechando para sacar cuentas y trasponer centavos el tiempo que antes malgastaban en malgastarse. A veces los sorprendían los primeros gallos haciendo y deshaciendo montoncitos de monedas, quitando un poco de aquí para ponerlo allá, de modo que esto alcanzara para contentar a Fernanda, y aquello para los zapatos de Amaranta Úrsula, y esto otro para Santa Sofía de la Piedad que no estrenaba un traje desde los tiempos del ruido, y esto para mandar hacer el cajón si se moría Úrsula, y esto para el café que subía un centavo por libra cada tres meses, y esto para el azúcar que cada vez endulzaba menos, y esto para la leña que todavía estaba mojada por el diluvio, y esto otro para el papel y la tinta de colores de los billetes, y aquello que sobraba para ir amortizando el valor de la ternera de abril, de la cual milagrosamente salvaron el cuero, porque le dio carbunco sintomático cuando estaban vendidos casi todos los números de la rifa. Eran tan puras aquellas misas de pobreza, que siempre destinaban la mejor parte para Fernanda, y no lo hicieron nunca por remordimiento ni por caridad, sino porque su bienestar les importaba más que el de ellos mismos. Lo que en verdad les ocurría, aunque ninguno de los dos se daba cuenta, era que ambos pensaban en Fernanda como en la hija que hubieran querido tener y no tuvieron, hasta el punto de que en cierta ocasión se resignaron a comer mazamorra por tres días para que ella pudiera comprar un mantel holandés. Sin embargo, por más que se mataban trabajando, por mucho dinero que escamotearan y muchas triquiñuelas que concibieran, los ángeles de la guarda se les dormían de cansancio mientras ellos ponían y quitaban monedas tratando de que siquiera les alcanzaran para vivir. En el insomnio que les dejaban las malas cuentas, se preguntaban qué había pasado en el mundo para que los animales no parieran con el mismo desconcierto de antes, por qué el dinero se desbarataba en las manos, y por qué la gente que hacía poco tiempo quemaba mazos de billetes en la cumbiamba consideraba que era un asalto en despoblado cobrar doce centavos por la rifa de seis gallinas. Aureliano Segundo pensaba sin decirlo que el mal no estaba en el mundo, sino en algún lugar recóndito del misterioso corazón de Petra Cotes, donde algo había ocurrido durante el diluvio que volvió estériles a los animales y escurridizo el dinero. Intrigado con ese enigma, escarbó tan profundamente en los sentimientos de ella, que buscando el interés encontró el amor, porque tratando de que ella lo quisiera terminó por quererla. Petra Cotes, por su parte, lo iba queriendo más a medida que sentía aumentar su cariño, y fue así como en la plenitud del otoño volvió a creer en la superstición juvenil de que la pobreza era una servidumbre del amor. Ambos evocaban entonces como un estorbo las parrandas desatinadas, la riqueza aparatosa y la fornicación sin frenos, y se lamentaban de cuánta vida les había costado encontrar el paraíso de la soledad compartida. Locamente enamorados al cabo de tantos años de complicidad estéril, gozaban con el milagro de quererse tanto en la mesa como en la cama, y llegaron a ser tan felices, que todavía cuando eran dos ancianos agotados seguían retozando como conejitos y peleándose como perros.

Las rifas no dieron nunca para más. Al principio, Aureliano Segundo ocupaba tres días de la semana encerrado en su antigua oficina de ganadero, dibujando billete por billete, pintando con un cierto primor una vaquita roja, un cochinito verde o un grupo de gallinitas azules, según fuera el animal rifado, y modelaba con una buena imitación de las letras de imprenta el nombre que le pareció bueno a Petra Cotes para bautizar el negocio:
Rifas de la Divina Providencia
. Pero con el tiempo se sintió tan cansado después de dibujar hasta dos mil billetes a la semana, que mandó a hacer los animales, el nombre y los números en sellos de caucho, y entonces el trabajo se redujo a humedecerlos en almohadillas de distintos colores. En sus últimos años se les ocurrió sustituir los números por adivinanzas, de modo que el premio se repartiera entre todos los que acertaran, pero el sistema resultó ser tan complicado y se prestaba a tantas suspicacias, que desistieron a la segunda tentativa.

Aureliano Segundo andaba tan ocupado tratando de consolidar el prestigio de sus rifas, que apenas le quedaba tiempo para ver a los niños. Fernanda puso a Amaranta Úrsula en una escuelita privada donde no se recibían más de seis alumnas, pero se negó a permitir que Aureliano asistiera a la escuela pública. Consideraba que ya había cedido demasiado al aceptar que abandonara el cuarto. Además, en las escuelas de esa época sólo se recibían hijos legítimos de matrimonios católicos, y en el certificado de nacimiento que habían prendido con una nodriza en la batita de Aureliano cuando lo mandaron a la casa estaba registrado como expósito. De modo que se quedó encerrado, a merced de la vigilancia caritativa de Santa Sofía de la Piedad y de las alternativas mentales de Úrsula, descubriendo el estrecho mundo de la casa según se lo explicaban las abuelas. Era fino, estirado, de una curiosidad que sacaba de quicio a los adultos, pero al contrario de la mirada inquisitiva y a veces clarividente que tuvo el coronel a su edad, la suya era parpadeante y un poco distraída. Mientras Amaranta Úrsula estaba en el parvulario, él cazaba lombrices y torturaba insectos en el jardín. Pero una vez en que Fernanda lo sorprendió metiendo alacranes en una caja para ponerlos en la estera de Úrsula, lo recluyó en el antiguo dormitorio de Meme, donde se distrajo de sus horas solitarias repasando las láminas de la enciclopedia. Allí lo encontró Úrsula una tarde en que andaba asperjando la casa con agua serenada y un ramo de ortigas, y a pesar de que había estado con él muchas veces, le preguntó quién era.

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