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Authors: Gabriel García Márquez

Tags: #drama

Cien años de soledad (36 page)

BOOK: Cien años de soledad
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La noche en que Fernanda los sorprendió en el cine, Aureliano Segundo se sintió agobiado por el peso de la conciencia, y visitó a Meme en el dormitorio donde la encerró Fernanda, confiando en que ella se desahogaría con él de las confidencias que le estaba debiendo. Pero Meme lo negó todo. Estaba tan segura de sí misma, tan aferrada a su soledad, que Aureliano Segundo tuvo la impresión de que ya no existía ningún vínculo entre ellos, que la camaradería y la complicidad no eran más que una ilusión del pasado. Pensó hablar con Mauricio Babilonia, creyendo que su autoridad de antiguo patrón lo haría desistir de sus propósitos, pero Petra Cotes lo convenció de que aquellos eran asuntos de mujeres, así que quedó flotando en un limbo de indecisión, y apenas sostenido por la esperanza de que el encierro terminara con las tribulaciones de la hija.

Meme no dio muestra alguna de aflicción. Al contrario, desde el dormitorio contiguo percibió Úrsula el ritmo sosegado de su sueño, la serenidad de sus quehaceres, el orden de sus comidas y la buena salud de su digestión. Lo único que intrigó a Úrsula después de casi dos meses de castigo, fue que Meme no se bañara en la mañana, como lo hacían todos, sino a las siete de la noche. Alguna vez pensó prevenirla contra los alacranes, pero Meme era tan esquiva con ella por la convicción de que la había denunciado, que prefirió no perturbarla con impertinencias de tatarabuela. Las mariposas amarillas invadían la casa desde el atardecer. Todas las noches, al regresar del baño, Meme encontraba a Fernanda desesperada, matando mariposas con la bomba de insecticida. «Esto es una desgracia», decía. «Toda la vida me contaron que las mariposas nocturnas llaman la mala suerte». Una noche, mientras Meme estaba en el baño, Fernanda entró en su dormitorio por casualidad, y había tantas mariposas que apenas se podía respirar. Agarró cualquier trapo para espantarlas, y el corazón se le heló de pavor al relacionar los baños nocturnos de su hija con las cataplasmas de mostaza que rodaron por el suelo. No esperó un momento oportuno, como lo hizo la primera vez. Al día siguiente invitó a almorzar al nuevo alcalde, que como ella había bajado de los páramos, y le pidió que estableciera una guardia nocturna en el traspatio, porque tenía la impresión de que se estaban robando las gallinas. Esa noche, la guardia derribó a Mauricio Babilonia cuando levantaba las tejas para entrar en el baño donde Meme lo esperaba, desnuda y temblando de amor entre los alacranes y las mariposas, como lo había hecho casi todas las noches de los últimos meses. Un proyectil incrustado en la columna vertebral lo redujo a cama por el resto de su vida. Murió de viejo en la soledad, sin un quejido, sin una protesta, sin una sola tentativa de infidencia, atormentado por los recuerdos y por las mariposas amarillas que no le concedieron un instante de paz, y públicamente repudiado como ladrón de gallinas.

Capítulo 15

Los acontecimientos que habían de darle el golpe mortal a Macondo empezaban a vislumbrarse cuando llevaron a la casa al hijo de Meme Buendía. La situación pública era entonces tan incierta, que nadie tenía el espíritu dispuesto para ocuparse de escándalos privados, de modo que Fernanda contó con un ambiente propicio para mantener al niño escondido como si no hubiera existido nunca. Tuvo que recibirlo, porque las circunstancias en que se lo llevaron no hacían posible el rechazo. Tuvo que soportarlo contra su voluntad por el resto de su vida, porque a la hora de la verdad le faltó valor para cumplir la íntima determinación de ahogarlo en la alberca del baño. Lo encerró en el antiguo taller del coronel Aureliano Buendía. A Santa Sofía de la Piedad logró convencerla de que lo había encontrado flotando en una canastilla. Úrsula había de morir sin conocer su origen. La pequeña Amaranta Úrsula, que entró una vez al taller cuando Fernanda estaba alimentando al niño, también creyó en la versión de la canastilla flotante. Aureliano Segundo, definitivamente distanciado de la esposa por la forma irracional en que ésta manejó la tragedia de Meme, no supo de la existencia del nieto sino tres años después de que lo llevaron a la casa, cuando el niño escapó al cautiverio por un descuido de Fernanda, y se asomó al corredor por una fracción de segundo, desnudo y con los pelos enmarañados y con un impresionante sexo de moco de pavo, como si no fuera una criatura humana sino la definición enciclopédica de un antropófago.

Fernanda no contaba con aquella trastada de su incorregible destino. El niño fue como el regreso de una vergüenza que ella creía haber desterrado para siempre de la casa. Apenas se habían llevado a Mauricio Babilonia con la espina dorsal fracturada, y ya había concebido Fernanda hasta el detalle más ínfimo de un plan destinado a eliminar todo vestigio del oprobio. Sin consultarlo con su marido, hizo al día siguiente su equipaje, metió en una maletita las tres mudas que su hija podía necesitar, y fue a buscarla al dormitorio media hora antes de la llegada del tren.

—Vamos, Renata —le dijo.

No le dio ninguna explicación. Meme, por su parte, no la esperaba ni la quería. No sólo ignoraba para dónde iban, sino que le habría dado igual si la hubieran llevado al matadero. No había vuelto a hablar, ni lo haría en el resto de su vida, desde que oyó el disparo en el traspatio y el simultáneo aullido de dolor de Mauricio Babilonia. Cuando su madre le ordenó salir del dormitorio, no se peinó ni se lavó la cara, y subió al tren como un sonámbulo sin advertir siquiera las mariposas amarillas que seguían acompañándola. Fernanda no supo nunca, ni se tomó el trabajo de averiguarlo, si su silencio pétreo era una determinación de su voluntad, o si se había quedado muda por el impacto de la tragedia. Meme apenas se dio cuenta del viaje a través de la antigua región encantada. No vio las umbrosas e interminables plantaciones de banano a ambos lados de las líneas. No vio las casas blancas de los gringos, ni sus jardines aridecidos por el polvo y el calor, ni las mujeres con pantalones cortos y camisas de rayas azules que jugaban barajas en los pórticos. No vio las carretas de bueyes cargadas de racimos en los caminos polvorientos. No vio las doncellas que saltaban como sábalos en los ríos transparentes para dejarles a los pasajeros del tren la amargura de sus senos espléndidos, ni las barracas abigarradas y miserables de los trabajadores donde revoloteaban las mariposas amarillas de Mauricio Babilonia, y en cuyos portales había niños verdes y escuálidos sentados en sus bacinillas, y mujeres embarazadas que gritaban improperios al paso del tren. Aquella visión fugaz, que para ella era una fiesta cuando regresaba del colegio, pasó por el corazón de Meme sin despabilarlo. No miró a través de la ventanilla ni siquiera cuando se acabó la humedad ardiente de las plantaciones, y el tren pasó por la llanura de amapolas donde estaba todavía el costillar carbonizado del galeón español, y salió luego al mismo aire diáfano y al mismo mar espumoso y sucio donde casi un siglo antes fracasaron las ilusiones de José Arcadio Buendía.

A las cinco de la tarde, cuando llegaron a la estación final de la ciénaga, descendió del tren porque Fernanda lo hizo. Subieron a un cochecito que parecía un murciélago enorme, tirado por un caballo asmático, y atravesaron la ciudad desolada, en cuyas calles interminables y cuarteadas por el salitre, resonaba un ejercicio de piano igual al que escuchó Fernanda en las siestas de su adolescencia. Se embarcaron en un buque fluvial, cuya rueda de madera hacía un ruido de conflagración, y cuyas láminas de hierro carcomidas por el óxido reverberaban como la boca de un horno. Meme se encerró en el camarote. Dos veces al día dejaba Fernanda un plato de comida junto a la cama, y dos veces al día se lo llevaba intacto, no porque Meme hubiera resuelto morirse de hambre, sino porque le repugnaba el solo olor de los alimentos y su estómago expulsaba hasta el agua. Ni ella misma sabía entonces que su fertilidad había burlado a los vapores de mostaza, así como Fernanda no lo supo hasta casi un año después, cuando le llevaron al niño. En el camarote sofocante, trastornada por la vibración de las paredes de hierro y por el tufo insoportable del cieno removido por la rueda del buque, Meme perdió la cuenta de los días. Había pasado mucho tiempo cuando vio la última mariposa amarilla destrozándose en las aspas del ventilador y admitió como una verdad irremediable que Mauricio Babilonia había muerto. Sin embargo, no se dejó vencer por la resignación. Seguía pensando en él durante la penosa travesía a lomo de mula por el páramo alucinante donde se perdió Aureliano Segundo cuando buscaba a la mujer más hermosa que se había dado sobre la tierra, y cuando remontaron la cordillera por caminos de indios y entraron a la ciudad lúgubre en cuyos vericuetos de piedra resonaban los bronces funerarios de treinta y dos iglesias. Esa noche durmieron en la abandonada mansión colonial, sobre los tablones que Fernanda puso en el suelo de un aposento invadido por la maleza, y arropadas con piltrafas de cortinas que arrancaron de las ventanas y que se desmigaban a cada vuelta del cuerpo. Meme supo dónde estaban porque en el espanto del insomnio vio pasar al caballero vestido de negro que en una distante víspera de Navidad llevaron a la casa dentro de un cofre de plomo. Al día siguiente, después de misa, Fernanda la condujo a un edificio sombrío que Meme reconoció de inmediato por las evocaciones que su madre solía hacer del convento donde la educaron para reina, y entonces comprendió que había llegado al término del viaje. Mientras Fernanda hablaba con alguien en el despacho contiguo, ella se quedó en un salón ajedrezado con grandes óleos de arzobispos coloniales, temblando de frío, porque llevaba todavía un traje de etamina con florecitas negras y los duros borceguíes hinchados por el hielo del páramo. Estaba de pie en el centro del salón, pensando en Mauricio Babilonia bajo el chorro amarillo de los vitrales, cuando salió del despacho una novicia muy bella que llevaba su maletita con las tres mudas de ropa. Al pasar junto a Meme le tendió la mano sin detenerse.

—Vamos, Renata —le dijo.

Meme le tomó la mano y se dejó llevar. La última vez que Fernanda la vio, tratando de igualar su paso con el de la novicia, acababa de cerrarse detrás de ella el rastrillo de hierro de la clausura. Todavía pensaba en Mauricio Babilonia, en su olor de aceite y su ámbito de mariposas, y seguiría pensando en él todos los días de su vida, hasta la remota madrugada de otoño en que muriera de vejez, con sus nombres cambiados y sin haber dicho nunca una palabra, en un tenebroso hospital de Cracovia.

Fernanda regresó a Macondo en un tren protegido por policías armados. Durante el viaje advirtió la tensión de los pasajeros, los aprestos militares en los pueblos de la línea y el aire enrarecido por la certidumbre de que algo grave iba a suceder, pero careció de información mientras no llegó a Macondo y le contaron que José Arcadio Segundo estaba incitando a la huelga a los trabajadores de la compañía bananera. «Esto es lo último que nos faltaba», se dijo Fernanda. «Un anarquista en la familia». La huelga estalló dos semanas después y no tuvo las consecuencias dramáticas que se temían. Los obreros aspiraban a que no se les obligara a cortar y embarcar banano los domingos, y la petición pareció tan justa que hasta el padre Antonio Isabel intercedió en favor de ella porque la encontró de acuerdo con la ley de Dios. El triunfo de la acción, así como de otras que se promovieron en los meses siguientes, sacó del anonimato al descolorido José Arcadio Segundo, de quien solía decirse que sólo había servido para llenar el pueblo de putas francesas. Con la misma decisión impulsiva con que remató sus gallos de pelea para establecer una empresa de navegación desatinada, había renunciado al cargo de capataz de cuadrilla de la compañía bananera y tomó el partido de los trabajadores. Muy pronto se le señaló como agente de una conspiración internacional contra el orden público. Una noche, en el curso de una semana oscurecida por rumores sombríos, escapó de milagro a cuatro tiros de revólver que le hizo un desconocido cuando salía de una reunión secreta. Fue tan tensa la atmósfera de los meses siguientes, que hasta Úrsula la percibió en su rincón de tinieblas, y tuvo la impresión de estar viviendo de nuevo los tiempos azarosos en que su hijo Aureliano cargaba en el bolsillo los glóbulos homeopáticos de la subversión. Trató de hablar con José Arcadio Segundo para enterarlo de ese precedente, pero Aureliano Segundo le informó que desde la noche del atentado se ignoraba su paradero.

—Lo mismo que Aureliano —exclamó Úrsula—. Es como si el mundo estuviera dando vueltas.

Fernanda permaneció inmune a la incertidumbre de esos días. Carecía de contactos con el mundo exterior desde el violento altercado que tuvo con su marido por haber determinado la suerte de Meme sin su consentimiento. Aureliano Segundo estaba dispuesto a rescatar a su hija, con la policía si era necesario, pero Fernanda le hizo ver papeles en los que se demostraba que había ingresado a la clausura por propia voluntad. En efecto, Meme los había firmado cuando ya estaba del otro lado del rastrillo de hierro, y lo hizo con el mismo desdén con que se dejó conducir. En el fondo, Aureliano Segundo no creyó en la legitimidad de las pruebas, como no creyó nunca que Mauricio Babilonia se hubiera metido al patio para robar gallinas, pero ambos expedientes le sirvieron para tranquilizar la conciencia, y pudo entonces volver sin remordimientos a la sombra de Petra Cotes, donde reanudó las parrandas ruidosas y las comilonas desaforadas. Ajena a la inquietud del pueblo, sorda a los tremendos pronósticos de Úrsula, Fernanda le dio la última vuelta a las tuercas de su plan consumado. Le escribió una extensa carta a su hijo José Arcadio, que ya iba a recibir las órdenes menores, y en ella le comunicó que su hermana Renata había expirado en la paz del Señor a consecuencia del vómito negro. Luego puso a Amaranta Úrsula al cuidado de Santa Sofía de la Piedad, y se dedicó a organizar su correspondencia con los médicos invisibles, trastornada por el percance de Meme. Lo primero que hizo fue fijar fecha definitiva para la aplazada intervención telepática. Pero los médicos invisibles le contestaron que no era prudente mientras persistiera el estado de agitación social en Macondo. Ella estaba tan urgida y tan mal informada, que les explicó en otra carta que no había tal estado de agitación, y que todo era fruto de las locuras de un cuñado suyo, que andaba por esos días con la ventolera sindical, como padeció en otro tiempo las de la gallera y la navegación. Aún no estaban de acuerdo el caluroso miércoles en que llamó a la puerta de la casa una monja anciana que llevaba una canastilla colgada del brazo. Al abrirle, Santa Sofía de la Piedad pensó que era un regalo y trató de quitarle la canastilla cubierta con un primoroso tapete de encaje. Pero la monja lo impidió, porque tenía instrucciones de entregársela personalmente, y bajo la reserva más estricta, a doña Fernanda del Carpio de Buendía. Era el hijo de Meme. El antiguo director espiritual de Fernanda le explicaba en una carta que había nacido dos meses antes, y que se habían permitido bautizarlo con el nombre de Aureliano, como su abuelo, porque la madre no despegó los labios para expresar su voluntad. Fernanda se sublevó íntimamente contra aquella burla del destino, pero tuvo fuerzas para disimularlo delante de la monja.

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