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Authors: Kevin J. Anderson Brian Herbert

Tags: #Ciencia Ficción

Cazadores de Dune (35 page)

BOOK: Cazadores de Dune
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Durante años, aquellos «tanques» habían producido gholas; ahora se limitaban a secretar precursores químicos que se procesaban para convertirse en melange. Sus cuerpos no eran más que una fábrica detestable. Y se las mantenía con vida mediante un suministro continuo de fluidos, nutrientes y catalizadores.

—¿Hay realmente algo que valga un precio tan alto? —susurró el rabino, sin saber muy bien si estaba rogando al Todopoderoso en oración o le estaba preguntando a Rebecca. En cualquier caso, no hubo respuesta.

Con un estremecimiento, dejó que sus dedos rozaran el vientre de Rebecca. Las doctoras Bene Gesserit le regañaban con frecuencia, le decían que no tocara «el tanque». Pero, por más que despreciara lo que Rebecca se había hecho a sí misma, jamás le habría hecho daño.

Y había acabado por aceptar que ya no podía salvarla.

El rabino había pasado a ver a los niños-ghola. Parecían inocentes, pero a él no le engañaban. Sabía muy bien para qué habían nacido aquellos bebés genéticamente tan viejos, y no quería tener nada que ver con algo tan insidioso.

En medio del zumbido de la sala médica, oyó que alguien llegaba y al levantar la vista vio a un hombre con barba. Jacob, discreto, inteligente y competente, que velaba por el rabino, igual que hizo Rebecca en su momento.

—Sabía que le encontraría aquí, rabino. —Su expresión era grave y severa… la que él mismo habría utilizado ante un comportamiento que desaprobaba—. Le hemos estado esperando. Ya es la hora.

El rabino miró el cronómetro y se dio cuenta de que era muy tarde. Según sus cálculos y los hábitos que seguían, estaban a la puesta de sol del viernes, la hora de inicio de las veinticuatro horas del sabbat. Diría sus oraciones en la sinagoga improvisada; leería el Salmo 29 del texto original (no la versión corrompida de la Biblia Católica Naranja) y luego su pequeño grupo cantaría.

Estaba tan concentrado en sus oraciones, debatiéndose con su conciencia, que había perdido la noción del tiempo.

—Sí, Jacob. Ya voy. Lo siento.

Jacob lo cogió del brazo y le ayudó a caminar, aunque no necesitaba ayuda. Y se inclinó para enjugar unas lágrimas que de pronto empezaron a caer por las mejillas del anciano.

—Está llorando, rabino.

El anciano se volvió a mirar a aquella mujer que había estado tan llena de vida. Rebecca. Se detuvo por un largo momento, y luego dejó que su compañero se lo llevara.

48

Soopiedras: joyas muy valoradas producidas por el caparazón desgastado de una criatura marina monópeda, el cholistes, que se encuentra únicamente en Buzzell. Las soopiedras absorben arco iris de color, dependiendo del contacto con la carne o de cómo la luz incide en ellas. Debido a su elevado valor y facilidad de transporte, al igual que la melange, estas piedras pequeñas y redondas se utilizan como moneda de cambio, sobre todo en tiempos de agitación económica y social.

Terminología del Imperio (revisada)

Envuelta por el olor de la sal —¡tan distinto del desierto de Casa Capitular! —, la madre comandante Murbella supervisaba la marcha de las operaciones en Buzzell. En el pasado año, la reverenda madre Corysta había enviado a la Nueva Hermandad muchos cargamentos de soopiedras con los que se cubrían otros gastos, mientras que la producción de especia se destinaba a pagar el armamento de Richese. Murbella había repartido ampliamente a sus espías para que reunieran información sobre los enclaves que las Honoradas Matres aún conservaban y poder preparar un plan a largo plazo. Pronto estaría preparada para atacar.

Al reconquistar Buzzell y hacerse con la producción de soopiedras había privado a las Honoradas Matres de su principal fuente de ingresos. Había servido a la vez para provocar y para debilitar a los enclaves rebeldes más fuertes.

Además de Buzzell, hasta la fecha, la Nueva Hermandad se había hecho con otras cinco plazas rebeldes. Por cada cien mil mujeres que sus soldados mataban, solo capturaban a mil. Y de esas mil, con suerte lograban convertir a la Nueva Hermandad a cien. Murbella había dicho a sus consejeras: «La rehabilitación nunca está garantizada, pero la muerte sí. No hace falta que nadie nos recuerde cómo piensan las Honoradas Matres. ¿Respetarán nuestras súplicas para la unificación? ¡No! Primero habrá que doblegarlas».

Los últimos bastiones de aquellas violentas mujeres serían duros de roer, pero Murbella estaba segura de que sus valquirias estarían a la altura. No todas las conquistas podían ser tan limpias y fáciles como la de Buzzell.

En los pasados meses, Corysta había introducido muchos cambios en las operaciones de extracción en el planeta oceánico, y la madre comandante estaba de acuerdo. Desde el principio, Corysta —la mujer que había perdido a dos bebés— había querido ayudar. Antes incluso de compartir con Murbella, parecía recordar perfectamente lo que significa ser una Bene Gesserit.

Los asentamientos de Buzzell consistían en un puñado de edificios y torres defensivas en aquellos salientes de roca y aquellas islas que tan poco daban de sí, además de grandes barcos, barcazas de procesamiento y plataformas flotantes. Bajo la supervisión de Corysta, en un primer momento algunas de las exiliadas Bene Gesserit habían pedido que las retiraran del duro trabajo con las piedras. Se mostraron irritables, querían vengarse de las rameras horribles. Y Corysta, que deliberadamente dejó a las más vociferantes en sus antiguos puestos, ascendió a otras como asesoras locales, como habría hecho Murbella.

Había tomado los alojamientos razonablemente cómodos que la madre Skira y sus rameras habían arrebatado a las exiliadas Bene Gesserit y ordenó que el puñado de Honoradas Matres que quedaban levantaran tiendas para su uso sobre el suelo de roca. Murbella sabía que aquello era una forma de control, no de venganza. Al igual que las exiliadas Bene Gesserit, durante muchos años Skira y las suyas habían permanecido al margen de la política exterior. Evidentemente, unir a aquellas mujeres era otra difícil tarea, y una forma de probar la capacidad de liderazgo de Corysta, pero poco a poco empezaban a ver las ventajas de trabajar en colaboración. Aquello era como un microcosmos de lo que había sucedido en Casa Capitular.

En aquellos momentos, en la tarde del segundo día de su inspección de seguimiento, la madre comandante dio una vuelta para supervisar las actividades con las soopiedras, acompañada por Corysta y la honorada matre Skira. Cerca encontraron una docena de trabajadoras —todas madres supervivientes— que lavaban y clasificaban piedras según el tamaño y el color, el mismo trabajo que antes obligaban a hacer a las Bene Gesserit. Los guardas fibios ya no vigilaban. Murbella se preguntó si aquellas criaturas acuáticas se habrían dado cuenta de que sus amas habían cambiado, o si les importaba.

Bajo el agua, los buzos fibios atrapaban a aquellos crustáceos grandes y lentos. Los cholistes tenían un cuerpo carnoso cubierto por un caparazón grueso y granuloso: las abrasiones continuadas sobre la concha resultaban en cicatrices lechosas endurecidas que podían rascarse como si se tratara de gemas encastadas en la roca. El lento crecimiento de los nódulos, la escasez de estas criaturas marinas y la dificultad de recogerlas del fondo del mar contribuían a la rareza y el precio de las gemas.

Cuando las Honoradas Matres llevaron allí a los fibios, la producción aumentó drásticamente. Aquellas gentes anfibias vivían en el mar, y podían sumergirse a grandes profundidades sin ningún equipo especial y alejarse mucho de la orilla cuando buscaban cholistes en su lento arrastrarse.

Murbella, que estaba sobre la roca con sus nuevas consejeras, se volvió hacia un gran fibio macho que estaba al borde del arrecife; por lo visto, había sido guarda, porque aún llevaba el látigo con púas.

Otros cuatro buzos fibios estaban acuclillados en la playa rocosa, donde acababan de entregar una carga de soopiedras.

Las Honoradas Matres no sabían exactamente de dónde habían salido. Solo sabían que llegaron de «algún lugar de la Dispersión, hace mucho tiempo». Skira decía que los mestizos anfibios eran una especie insular con un sistema de comunicación verbal muy limitado, pero los instintos de Bene Gesserit de Murbella le decían que se equivocaba. Y los recuerdos que había compartido con Corysta lo corroboraban; los fibios eran más de lo que aparentaban.

Tras ordenar a sus dos escoltas que la acompañaran, Murbella bajó hacia la playa de guijarros por una escalera de piedra mojada por la espuma.

—Esto no es seguro. —Skira corrió para alcanzar a la madre comandante—. Los fibios pueden ser violentos. La semana pasada uno de ellos ahogó a una Honorada Matre. La cogió y la sumergió bajo el agua.

—Seguramente lo merecía. ¿Acaso crees que nosotras tres no podemos defendernos? —Muy cerca, un escuadrón de valquirias también vigilaba a su comandante, con las armas preparadas.

Corysta señaló al grupo.

—El más alto es nuestro mejor productor. ¿Veis la cicatriz de su frente? Él se sumerge más abajo que nadie y trae la mayoría de las piedras.

En un flash de la memoria de Corysta, Murbella recordó al bebé fibio abandonado al que había rescatado de un charco que dejó la marea. Tenía una cicatriz en la frente, la marca de una garra. ¿Es posible que fuera el mismo, después de tantos años? El Hijo del Mar. Recordó otras situaciones, otros encuentros. Sí, definitivamente, aquel fibio macho sabía quién era Corysta.

El fibio de la cicatriz fue el primero en darse cuenta de que se acercaban. Todos se volvieron con cautela; sus ojos achinados pestañeaban. Tres de los más pequeños retrocedieron hacia el agua espumeante, y permanecieron allí, fuera de su alcance. Sin embargo, el de la cicatriz se quedó donde estaba.

Murbella lo observó con atención, tratando de interpretar el desconocido lenguaje de su cuerpo, buscando alguna pista de lo que podía estar pensando. Aunque era más baja que la criatura, asumió una confiada postura de lucha.

Durante un largo momento, el fibio la miró con sus ojos membranosos. Luego habló con una voz gutural que sonó como un trapo empapado al pasar por el interior de una tubería.

—Jefa jefa.

—¿Qué quieres decir?

—Tú. Jefa jefa.

Corysta le tradujo.

—Sabe que sois la jefa de las otras jefas.

—Sí. Ahora soy tu jefa.

Él inclinó la cabeza con gesto deferente.

—Creo que eres mucho más listo de lo que aparentas. ¿Eres un buen fibio?

—No bueno. El mejor.

Murbella se adelantó un paso. Aparte de lo que sabía por Corysta, no tenía ni idea de las inclinaciones sociales de los fibios o de sus tabúes.

—A nuestro modo, tú y yo somos líderes. Y, como líder, te prometo que no volveremos a trataros como hicieron las Honoradas Matres. Ya habéis visto los cambios. No utilizaremos el látigo con vosotros, ni dejaremos que nadie lo haga. Trabajo para todos. Beneficios para todos.

—No más látigo. —Alzó el mentón, orgulloso y severo—. No más piedras para contrabandista.

Murbella no acababa de entender. ¿Aquello era una promesa o una amenaza? Sin duda, después de un año, los fibios tenían que haber notado un cambio significativo en sus vidas.

—Los contrabandistas siempre traen problemas —le explicó Corysta—. No podemos evitar que se lleven soopiedras de alta mar.

Las aletas de la nariz puntiaguda de Skira se hincharon.

—Hace tiempo que sospechamos que los fibios comercian con los contrabandistas; roban nuestras cosechas de soopiedras y sacan provecho.

—No son vuestras piedras —dijo el fibio con un largo borboteo.

Murbella tenía la sensación de que estaba a punto de descubrir algo interesante.

—¿Prometéis que no haréis negocios con los contrabandistas si os tratamos bien? ¿Es eso lo que quieres decir?

Skira parecía mortalmente ofendida.

—¡Los fibios son esclavos! Criaturas subhumanas. Hacen aquello para lo que han sido creados…

Murbella le dedicó una mirada asesina.

—Provócame si te atreves. Estoy deseando matar a otra ramera para dejar bien clara mi postura.

Los ojos de Skira la miraron como los de un ratón ante una culebra. Finalmente hizo una reverencia y retrocedió un paso.

—Sí, Gran Honorada Matre. No pretendía ofenderos.

El fibio parecía divertido.

—No más contrabandistas.

—Los contrabandistas —explicó Corysta— siempre han sido lo bastante inteligentes para dejarnos la mayor parte de lo recolectado.

Sí, puede que fueran un motivo de irritación para las Honoradas Matres, pero no lo bastante para exigir medidas drásticas.

Skira farfulló.

—Tarde o temprano les hubiéramos aplastado.

—¿Con qué os pagaban los contrabandistas? —preguntó Murbella a la criatura, sin hacer caso de Skira—. ¿Qué queréis los fibios?

—Contrabandista tiene especia. Nosotros piedras.

¡Así que era eso! Aunque la Cofradía necesitaba desesperadamente especia y Murbella seguía negándose a darles lo mínimo para cubrir sus necesidades, grupos de contrabandistas y comerciantes del mercado negro habían empezado a distribuir la especia que conseguían.

Del bolsillo de su traje negro de una pieza sacó una pequeña tableta de color canela y se la entregó al fibio.

—Nosotras tenemos mucha más melange de la que los contrabandistas podrían traeros nunca.

Con expresión perpleja, la criatura la sujetó en su mano palmeada y la olfateó con tiento.

La sonrisa volvió a sus labios gruesos.

—Especia. Bueno. —Y se quedó mirando muy serio la tableta que tenía en la mano, aunque no trató de ingerirla.

—Seguro que tendréis una buena relación con la Hermandad. Vemos las cosas igual. —Y le señaló la tableta de melange—. Quédatela.

—¿Yo pago?

Ella meneó la cabeza.

—No. Es un regalo, para ti.

—No comprende el concepto de regalo. No forma parte de su cultura —dijo Skira—. Los esclavos no están acostumbrados a tener posesiones. —Murbella se preguntó si todas las Honoradas Matres serían igual de ciegas y simplistas, llenas de ideas preconcebidas.

—Contrabandistas nos enseña —dijo el líder fibio.

O bien porque no entendía o porque rechazaba el regalo, el fibio le devolvió la tableta —con gesto reverente, no despechado—, y se adentró en las aguas junto a sus compañeros. Pronto su cabeza desapareció bajo las olas y los otros tres le siguieron.

Skira suspiró.

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