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Authors: Kevin J. Anderson Brian Herbert

Tags: #Ciencia Ficción

Cazadores de Dune (19 page)

BOOK: Cazadores de Dune
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—No me hagas daño.

El futar seguía en posición de ataque, como una bomba a punto de estallar.

—¿Eres adiestrador? —Se sorbió los mocos—. ¡Tú no adiestrador!

En la sala oscura de almacenaje que el futar había elegido para cobijarse, Sheeana atisbo un destello de carne y ropas negras desgarradas. Vio unos dedos claros curvados hacia el techo, en el reposo de la muerte. ¿Quién era?

Hasta aquel momento, los cuatro futar cautivos se habían mostrado hoscos e inquietos, pero no habían tenido comportamientos asesinos. Ni siquiera habían matado a las Honoradas Matres que los tuvieron presos —su presa natural—, porque según parece no actuaban si no tenían instrucciones de sus amos. Los adiestradores. Y sin embargo, después del maltrato que sufrieron a manos de las Honoradas Matres y de haber permanecido años prisioneros en la no-nave, ¿es posible que estuvieran cambiando? Incluso el adiestramiento más riguroso podía desdibujarse y dar pie a «accidentes».

Sheeana se concentró en su adversario y se obligó a no ver a aquella criatura como algo inestable o quebrantado.
¡No le subestimes!
De momento, no podía perder el tiempo pensando cómo había escapado de su celda de alta seguridad. ¿Estarían los cuatro vagando por los pasillos o sería aquél el único?

Con mucho cuidado, Sheeana alzó el mentón y volvió la cabeza a un lado, dejando la garganta al descubierto. Cualquier predador habría entendido enseguida aquel gesto universal de sumisión. La necesidad del futar de dominar, de ser el líder de la manada, exigía que lo aceptara.

—Eres un futar —dijo Sheeana—. No soy una de tus adiestradoras.

Él se acercó a rastras, para olfatearla.

—Tampoco soy una Honorada Matre.

Él lanzó un aullido bajo y burbujeante, una muestra del odio que sentía por las rameras que les habían esclavizado a él y los suyos. Pero las hermanas Bene Gesserit eran algo totalmente distinto. Y aun así había matado a una.

—Ahora nosotros os cuidamos. Os damos comida.

—Comida. —El futar se lamió la sangre de sus labios oscuros.

—Nos pedisteis asilo en Gammu. Nosotras os rescatamos de las Honoradas Matres.

—Mujeres malas.

—Nosotras no somos malas. —Sheeana permanecía inmóvil, con expresión pacífica, haciendo frente al peligro que acechaba en la figura del futar. De niña, se había enfrentado a un gusano de arena gigante y le gritó, sin pensar en el peligro. Sí, ella podía hacerlo. Habló con una voz lo más tranquilizadora posible.

—Soy Sheeana. —Su voz era cantarina, susurrante—. ¿Tienes un nombre?

La criatura gruñó… o al menos eso le pareció a Sheeana. Y entonces se dio cuenta de que aquel ronroneo de su laringe en realidad era su nombre.

—Hrrm.

—Hrrm. ¿Te acuerdas de cuando llegaste a esta no-nave, cuando huisteis de las Honoradas Matres? Nos pedisteis que os lleváramos con nosotras.

—¡Mujeres malas! —repitió el futar.

—Sí, y nosotras os salvamos. —Sheeana se acercó. Aunque no estaba muy segura de la eficacia de aquello, manipuló su química corporal para acentuar su olor, tratando de imitar algunos de los distintivos que producían las glándulas de almizcle del futar. Quería asegurarse de que al olería percibía a una hembra, no una amenaza. Alguien a quien había que proteger, no atacar. También se aseguró de no despedir ningún olor que transmitiera miedo, para que no la viera como una presa.

—No tendrías que haber huido de tu habitación.

—Quiero adiestradores. Quiero casa. —Con una expresión anhelante en sus ojos fieros, Hrrm lanzó una mirada a la sala de almacenamiento que tenía a su espalda, donde el cuerpo de la hermana yacía despedazado en el suelo. Sheeana se preguntó cuánto tiempo llevaría alimentándose de él.

—Debo llevarte con los otros futar. Tenéis que estar juntos. Nosotras os protegemos. Somos vuestras amigas. No debéis hacernos daño.

Hrrm gruñó. Y entonces, aprovechando la ocasión, Sheeana estiró el brazo y tocó su hombro velludo. El futar se puso rígido, pero ella lo acarició con cuidado, buscando los centros del placer en sus nervios intensos. Aunque aquellas atenciones le chocaban, Hrrm no se apartó. Las manos de Sheeana subieron, moviéndose con suavidad, y le acarició el cuello, luego detrás de las orejas. El gruñido receloso del futar se convirtió en algo muy parecido a un ronroneo.

—Somos vuestras amigas —insistió ella, con apenas un toque de la Voz, solo para reforzar sus palabras—. No debéis hacernos daño. —Y miró con expresión significativa a la cámara donde yacía la hermana.

Hrrm se puso tenso.

—Yo mata.

—No deberías haberlo hecho. No era una Honorada Matre. Era una de mis hermanas. Tu amiga.

—Los futar no mata amigos.

Sheeana volvió a acariciarle, y el vello del cuerpo de la bestia se erizó. Empezó a avanzar con él por el pasillo.

—Nosotras os damos de comer. No tenéis necesidad de matar.

—Mata Honoradas Matres.

—No hay Honoradas Matres en esta nave. Nosotras también las odiamos.

—Necesita caza. Necesita adiestradores.

—En estos momentos no podéis tener ninguna de las dos cosas.

—¿Otro día? —Hrrm parecía esperanzado.

—Otro día. —Era lo único que Sheeana podía prometer.

Se lo llevó lejos de la Bene Gesserit muerta, deseando que no se encontraran a nadie en el camino de vuelta a las celdas, ninguna otra víctima potencial. Su control sobre la criatura era muy endeble. Si alguien le asustaba, es posible que atacara.

Utilizó pasillos secundarios y ascensores de servicio que pocos utilizaban, hasta que llegaron al nivel de las mazmorras. El futar parecía desconsolado, reacio a volver a su celda, y ella lo compadeció por aquel encierro sin fin. Como el de los siete gusanos de la cubierta de carga.

Cuando llegaron a la puerta, vio que un circuito menor de seguridad había fallado después de años. En un primer momento temió que hubiera algún problema en el sistema y que todos los futar hubieran escapado. En cambio, aquello era algo sin importancia, resultado de un mal servicio de mantenimiento. Un accidente de una vieja nave.

Un año antes, hubo otro problema relacionado con el sistema de reciclaje del agua, y una tubería corroída provocó la inundación de un pasillo. También habían tenido repetidos problemas con las cubas de algas que utilizaban para producir oxígeno y alimentos. El mantenimiento empezaba a descuidarse.
Complacencia.

Sheeana dominó su ira; no quería que Hrrm la oliera. Las Bene Gesserit vivían en un peligro continuo pero intangible, aunque ese peligro ya no parecía tan inmediato. A partir de ahora tendría que imponer una disciplina más estricta. ¡Un error como aquel podía haber acabado en desastre!

Hrrm entró en la cámara de confinamiento con aspecto triste y derrotado.

—Debes permanecer ahí —dijo Sheeana, tratando de sonar animosa—. Solo un poco más.

—Quiere mi casa —dijo Hrrm.

—Intentaré encontrar tu casa. Pero de momento debo manteneros a salvo.

Hrrm fue hasta el extremo más alejado de la celda y se acuclilló. Los otros futar se acercaron a los barrotes de sus celdas para mirar, con ojos curiosos y hambrientos.

Asegurar el mecanismo de la puerta fue fácil. Ahora todos estarían a salvo, los futar y las Bene Gesserit. Sin embargo, Sheeana temía por ellos. Llevaban demasiado tiempo errando sin un rumbo fijo en la no-nave, sin un objetivo.

Y eso tenía que cambiar. Quizá el nacimiento de los nuevos gholas les daría lo que necesitaban.

25

Para la Hermandad, las Otras Memorias son una de las mayores bendiciones y los mayores misterios. Solo tenemos una idea muy leve del proceso mediante el que las vidas pasan de una Reverenda Madre a otra. Esa inmensa reserva de voces del pasado es una luz brillante pero misteriosa.

R
EVERENDA
MADRE
D
ARWI
O
DRADE

En los dos últimos años, la Nueva Hermandad había empezado a convertirse en un único organismo unificado, y mientras tanto, el planeta de Casa Capitular seguía muriendo. La madre comandante Murbella caminaba con rapidez por los huertos marrones. Algún día todo aquello sería un desierto. Deliberadamente.

Como parte del plan para crear una alternativa a Rakis, las truchas de arena trabajaban a destajo para absorber el agua. El cinturón árido se expandía, y solo los manzanos más resistentes y con las raíces más profundas se aferraban todavía a la vida.

Aun así, el huerto era uno de los lugares favoritos de Murbella, un placer que había descubierto gracias a Odrade… su captora, su maestra y, con el tiempo, su respetada mentora. Estaban a media tarde, y la luz del sol se colaba entre las hojas escasas y las ramas quebradizas. Y a pesar de ello, el día era fresco y soplaba una brisa del norte. Murbella se detuvo e inclinó la cabeza en señal de respeto por la mujer que había enterrada bajo un pequeño manzano Macintosh, que luchaba por seguir creciendo a pesar de la aridez cada vez más acusada del entorno. No había ninguna placa de braz señalando el lugar donde descansaba la Madre Superiora. Aunque las Honoradas Matres gustaban de las muestras de ostentación y los objetos conmemorativos, a Odrade la habría horrorizado algo semejante.

Murbella deseó que su predecesora hubiera vivido para ver los resultados de su gran plan de síntesis: Honoradas Matres y Bene Gesserit juntas en Casa Capitular. Ambos grupos habían aprendido del otro, habían sacado fuerzas del otro.

Y sin embargo, en otros planetas, las Honoradas Matres renegadas seguían siendo una espinita clavada en su corazón, se negaban a unirse a la Nueva Hermandad y causaban disturbios, cuando ella lo que necesitaba era unidad para poder hacer frente a la gran amenaza del Enemigo Exterior. Aquellas mujeres no la reconocían como su líder, decían que había ensuciado y diluido sus costumbres. Querían eliminar a Murbella y sus seguidoras, hasta la última. Y es posible que todavía tuvieran sus terribles destructores… aunque no muchos, desde luego, porque de lo contrario ya los habrían utilizado.

Cuando su nuevo grupo de luchadoras hubiera completado su aprendizaje, Murbella cogería a las renegadas y las haría entrar en vereda, antes de que fuera demasiado tarde. Algún día, la Nueva Hermandad tendría que enfrentarse a grandes contingentes de Honoradas Matres que resistían en Buzzell, Gammu, Tleilax y otros mundos.

Debemos doblegarlas y asimilarlas,
pensó.
Pero primero debemos asegurarnos de nuestra unidad.

Murbella se agachó y cogió un puñado de tierra cerca de la base del pequeño árbol. Se acercó la tierra seca a la nariz y aspiró su olor terroso y fuerte. A veces, le parecía detectar aunque fuera muy levemente, el infinitésimo olor de su mentora y amiga.

—Quizá algún día iré a hacerte compañía —dijo en voz alta, mirando al árbol que luchaba por vivir—, pero todavía no. Primero, tengo un importante trabajo que hacer.

Tu legado,
murmuró su Odrade interior.

—Nuestro legado. Tú me inspiraste para sanar las facciones y unir a mujeres que eran enemigas mortales. No esperaba que fuera tan duro, ni que llevara tanto tiempo. —En su cabeza, Odrade guardó silencio.

Murbella siguió caminando y se alejó de la fortaleza de Central, que quedó atrás, junto con todas las responsabilidades que conllevaba. Al pasar, iba identificando las hileras de árboles moribundos: manzanos que daban paso a melocotoneros, cerezos y naranjos. Decidió ordenar un programa de plantación de palmeras datileras, que sobrevivirían más tiempo en aquel clima en evolución. Pero ¿disponían realmente de esos años?

Subió a una colina cercana y se dio cuenta de que el suelo era más seco y duro. Más allá de los huertos, los rebaños de la Hermandad seguían pastando, pero la hierba era escasa, y los animales cada vez tenían que alejarse más para encontrar pastos. Vio el movimiento veloz de un lagarto que corría sobre el suelo templado. Intuyendo peligro, el pequeño reptil se escabulló hasta lo alto de una roca y se volvió a mirarla. Y de pronto, un halcón del desierto se abalanzó desde el cielo, lo cogió y se lo llevó.

Murbella respondió a la escena con una sonrisa dura. El desierto no dejaba de acercarse, y a su paso mataba toda la vegetación. El viento hacía que el polvo tiñera aquellos cielos azules de una bruma marronosa. Los gusanos de arena crecían en el cinturón árido, y el desierto crecía con ellos para acomodarlos. Un ecosistema en expansión continua.

Allí delante, en el desierto invasor, y en los huertos moribundos que tenía a su espalda, Murbella veía dos grandes sueños Bene Gesserit colisionando como mareas opuestas, un principio que absorbía un final. Mucho antes de que Sheeana llevara allí a ningún gusano, la Hermandad había plantado aquel huerto. Sin embargo, el nuevo plan tenía una importancia galáctica mucho mayor que el simbolismo del cementerio del huerto. Gracias a su acción temeraria, las Bene Gesserit habían salvado a los gusanos de arena y la melange, antes de los ataques de las Honoradas Matres.

¿No valía eso la pérdida de unos pocos árboles frutales? La melange era a la vez una bendición y una maldición. Murbella se dio la vuelta y regresó a Central.

26

La mente consciente no es más que la punta del iceberg. Bajo la superficie yace una masa ingente de pensamiento inconsciente y capacidades latentes.

El manual del mentat

Cuando Duncan Idaho estaba prisionero en el puerto espacial de Casa Capitular, en la no-nave había suficientes minas para destruirla tres veces. Odrade y Bellonda las pusieron por toda la nave, para hacerla estallar si Duncan trataba de huir. Supusieron que las minas serían suficiente disuasión. A las hermanas leales jamás se les habría ocurrido pensar que Sheeana y sus aliadas conservadoras desactivarían las minas y robarían la nave para sus propios propósitos.

En teoría, los pasajeros que viajaban a bordo del
Ítaca
eran de fiar, pero Duncan, con el apoyo inamovible del Bashar, seguía diciendo que aquellas minas eran demasiado peligrosas para dejarlas sin protección. Solo él, Teg, Sheeana y otras cuatro personas tenían acceso directo al armamento.

Durante su comprobación rutinaria, Duncan abrió la cámara de seguridad y examinó la amplia variedad de armas. Le tranquilizaba ver que tenían tantas alternativas, saber que, si era necesario, el
Ítaca
podía responder de tantas formas distintas a un ataque. Intuía que el anciano y la anciana no habían dejado de buscar, aunque ya hacía tres años que no topaban con la red centelleante. No podía bajar la guardia.

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