—¿Qué sé yo de eso? —me respondió con presteza—. Para eso, mi tío el comendador. En todo el día no habla sino de navíos, brulotes, fragatas y galeras. ¡Válgame Dios, y qué pesado está el buen caballero! ¡Poquitas veces hemos oído de su boca, algo trémula por sobra de años y falta de dientes, la batalla de Tolón, la toma de los navíos La Princesa y El Glorioso, la colocación de los navíos de Leso en Cartagena! Tengo la cabeza llena de almirantes holandeses e ingleses. Por cuanto hay en el mundo dejará de rezar todas las noches a San Telmo por los navegantes; y luego entra un gran parladillo sobre los peligros de la mar al que se sigue otro sobre la pérdida de toda una flota entera, no sé qué año, en que se escapó el buen señor nadando, y luego una digresión muy natural y bien traída sobre lo útil que es el saber nadar. Desde que tengo uso de razón no lo he visto corresponderse por escrito con otro que con el marqués de la Victoria, ni le he conocido más pesadumbre que la que tuvo cuando supo la muerte de don Jorge Juan. El otro día estábamos muy descuidados comiendo, y, al dar el reloj las tres, dio una gran palmada en la mesa, que hubo de romperla o romperse las manos, y dijo, no sin muchísima cólera: —A esta hora fue cuando se llegó a nosotros, que íbamos en el navío La Princesa, el tercer navío inglés; y a fe que era muy hermoso: era de noventa cañones. ¡Y qué velero! De eso no he visto. Lo mandaba un señor oficial. Si no por él, los otros dos no hubiéramos contado el lance. Pero, ¿qué se ha de hacer? ¡Tantos a uno!—. Y en esto le asaltó la gota que padece días ha, y que nos valió un poco de descanso, porque si no, tenía traza de irnos contando de uno en uno todos los lances de mar que ha habido en el mundo desde el arca de Noé.
Cesó por un rato el mozalbete la murmuración contra un tío tan venerable, según lo que él mismo contaba; y al entrar en un campo muy llano, con dos lugarcitos que se descubrían a corta distancia el uno del otro: —¡Bravo campo —dije yo— para disponer setenta mil hombres en batalla!—. Con ésas a mi primo el cadete de Guardias —respondió el otro con igual desembarazo. Sabe cuántas batallas se han dado desde que los ángeles buenos derrotaron a los malos. Y no es lo más eso, sino que sabe también las que se perdieron, por qué se perdieron; las que se ganaron, por qué se ganaron; y por qué quedaron indecisas las que ni se ganaron ni se perdieron. Ya lleva gastados no sé cuántos doblones en instrumentos de matemáticas, y tiene un baúl lleno de unos planos, que él llama, y son unas estampas feas que ni tienen caras ni cuerpos.
Procuré no hablarle más de ejército que de marina, y sólo le dije: —No será lejos de aquí la batalla que se dio en tiempo de don Rodrigo y fue tan costosa como nos dice la historia.
—¡Historia! —dijo—. Me alegrara que estuviera aquí mi hermano el canónigo de Sevilla; yo no la he aprendido, porque Dios me ha dado en él una biblioteca viva de todas las historias del mudo. Es mozo que sabe de qué color era el vestido que llevaba puesto el rey don Fernando cuando tomó a Sevilla.
Llegábamos ya cerca del cortijo, sin que el caballero me hubiese contestado a materia alguna de cuantas le toqué. Mi natural sinceridad me llevó a preguntarle cómo le habían educado, y me respondió: —A mi gusto, al de mi madre y al de mi abuelo, que era un señor muy anciano que me quería como a las niñas de sus ojos. Murió de cerca de cien años de edad. Había sido capitán de Lanzas de Carlos II, en cuyo palacio se había criado. Mi padre bien quería que yo estudiase, pero tuvo poca vida y autoridad para conseguirlo. Murió sin tener el gusto de verme escribir. Ya me había buscado un ayo, y la cosa iba de veras, cuando cierto accidentillo lo descompuso todo.
—¿Cuáles fueron sus primeras lecciones? —preguntéle yo. —Ninguna —respondió el muchacho—; ya sabía yo leer un romance y tocar unas seguidillas; ¿para qué necesita más un caballero? Mi dómine bien quiso meterme en honduras, pero le fue muy mal y hubo de irle mucho peor. El caso fue que había yo concurrido con otros amigos a un encierro. Súpolo, y vino tras mí a oponerse a mi voluntad. Llegó precisamente a tiempo que los vaqueros me andaban enseñando cómo se toma la vara. No pudo traerle su desgracia a peor ocasión. A la segunda palabra que quiso hablar, le di un varazo tan fuerte en medio de la cabeza, que se la abrí en más cascos que una naranja; y gracias a que me contuve, porque mi primer pensamiento fue ponerle una vara lo mismo que a un toro de diez años; pero, por primera vez, me contenté con lo dicho. Todos gritaban: ¡Viva el señorito! Y hasta el tío Gregorio, que es hombre de pocas palabras, exclamó: —¡Lo ha hecho uzía como un ángel del cielo!
—¿Quién es ese tío Gregorio? —preguntéle, atónito de que aprobase tal insolencia; y me respondió: —El tío Gregorio es un carnicero de la ciudad que suele acompañarnos a comer, fumar y jugar. ¡Poquito le queremos todos los caballeros de por acá! Con ocasión de irse mi primo Jaime María a Granada y yo a Sevilla, hubimos de sacar la espada sobre quién lo había de llevar; y en esto hubiera parado la cosa, si en aquel tiempo mismo no le hubiera prendido la justicia por no sé qué puñaladillas que dio en la feria y otras frioleras semejantes, que todo ello se compuso al mes de cárcel.
Dándome cuenta del carácter del tío Gregorio y otros iguales personajes, llegamos al cortijo. Presentome a los que allí se hallaban, que eran amigos o parientes suyos de la misma edad, clase y crianza; se habían juntado para ir a una cacería; y esperando la hora competente, pasaban la noche jugando, cenando, cantando y hablando; para todo lo cual se hallaban muy bien provistos, porque habían concurrido algunas gitanas con sus venerables padres, dignos esposos y preciosos hijos. Allí tuve la dicha de conocer al señor tío Gregorio. A su voz ronca y hueca, patilla larga, vientre redondo, modales ásperas, frecuentes juramentos y trato familiar, se distinguía entre todos. Su oficio era hacer cigarros, dándolos ya encendidos de su boca a los caballeritos, atizar los velones, decir el nombre y mérito de cada gitana, llevar el compás con las palmas de las manos cuando bailaba alguno de sus más apasionados protectores, y brindar a sus saludes con medios cántaros de vino. Conociendo que venía cansado, me hicieron cenar luego y me llevaron a un cuarto algo apartado para dormir, destinando un mozo del cortijo que me llamase y condujese al camino. Contarte los dichos y hechos de aquella academia fuera imposible, o tal vez indecente; sólo diré que el humo de los cigarros, los gritos y palmadas del tío Gregorio, la bulla de todas las voces, el ruido de las castañuelas, lo destemplado de la guitarra, el chillido de las gitanas sobre cuál había de tocar el polo para que lo bailase Preciosilla, el ladrido de los perros y el desentono de los que cantaban, no me dejaron pegar los ojos en toda la noche. Llegada la hora de marchar, monté a caballo, diciéndome a mí mismo en voz baja: ¡Así se cría una juventud que pudiera ser tan útil si fuera la educación igual al talento! Y un hombre serio, que al parecer estaba de mal humor con aquel género de vida, oyéndome, me dijo con lágrimas en los ojos: —Sí, señor.
Del mismo al mismo.
Lo extraño de la dedicatoria de mi amigo Nuño a su aguador Domingo y lo raro de su carácter, nacido de la variedad de cosas que por él han pasado, me hizo importunarle para que me enseñara la obra; pero en vano. Entablé otra pretensión, y fue que me dijese siquiera el asunto, ya que no me lo quería mostrar. Hícele varias preguntas. —¿Será de Filosofía? —No, por cierto —me respondió—. A fuerza de usarse esta voz, se ha gastado. Según la variedad de los hombres que llaman filósofos, ya no sé qué es Filosofía. No hay extravagancia que no se condecore con tan sublime nombre. —¿De Matemáticas? —Tampoco. Esto quiere un estudio muy seguido, y yo le abandoné desde los principios. Publicar en cuarto lo que otro en octavo, en pergamino lo que otros en pasta, o juntar un poco de éste y otro de aquél, se llama ser copista más o menos exacto, y no autor. Es engañar al público y ganar dinero que se vuelve materia de restitución. —¿De Jurisprudencia? —Menos. A medida que se han ido multiplicando los autores de esta facultad se ha ido oscureciendo la Justicia. A este paso, tan peligroso me parece cualquier nuevo escritor de leyes como el infractor de ellas. Tanto delito es comentarlas como quebrantarlas. Comentarios, glosas, interpretaciones, notas, etc., suelen ser otros tantos ardides de la guerra forense. Si por mí fuera, se debiera prohibir toda obra nueva sobre esta materia por el mismo hecho. —¿De Poesía? —Tampoco. El Parnaso produce flores que no deben cultivarse sino por manos de jóvenes. Las musas no sólo se apartan de las canas de la cabeza, sino hasta de las arrugas de la cara. Parece mal un viejo con guirnalda de mirtos y violetas, convidando a los ecos y a las aves a cantar los rigores o favores de Amarilis. —¿De Teología? —Por ningún término. Adoro la esencia de mi Criador; traten otros de sus atributos. Su magnificencia, su justicia, su bondad llenan mi alma de reverencia para adorarle, no mi pluma de orgullo para quererle penetrar. —¿De Estado? —No lo pretendo. Cada reino tiene sus leyes fundamentales, su constitución, su historia, sus tribunales, y conocimiento del carácter de sus pueblos, de sus fuerzas, clima, producto y alianza. De todo esto nace la ciencia de los estados. Estúdienla los que han de gobernar; yo nací para obedecer, y para esto basta amar a su rey y a su patria: dos cosas a que nadie me ha ganado hasta ahora. —¿Pues de qué tratas en tu obra? —insté yo, no sin alguna impaciencia—; algo de esto ha de ser. ¿Qué otro asunto puede haber digno de la aplicación y estudio? —No te canses, respondió. Mi obra no era más que un diccionario castellano en que se distinguiese el sentido primitivo de cada voz y el abusivo que le han dado los hombres en el trato. O inventar un idioma nuevo, o volver a fundir el viejo, porque ya no sirve. Aún conservo en la memoria la advertencia preliminar que enseña el verdadero uso de mi diccionario; y decía así, sobre palabra más o menos: «Advertencia preliminar sobre el uso de este nuevo diccionario castellano. Presento al lector un nuevo diccionario, diferente de todos los que se conocen hasta ahora. En él no me empeño en poner mil voces más o menos que en otro; ni en averiguar si una palabra es de Solís, o de Saavedra, o de Cervantes, o de Mariana, o de Juan de Mena, o de Alonso el de las Partidas; ni en saber si ésta o la otra voz viene del arábigo, del latín, del cántabro, del fenicio, del cartaginés; ni en decir si tal término está ya anticuado, o es corriente; o nuevamente admitido; o si tal expresión es baja, media o sublime; o si es prosaica o si es poética. No emprendo trabajo alguno de éstos, sino otro menos lucido para mí, pero más útil para todos mis hermanos los hombres. Mi ánimo es el publicar lisa y llanamente el sentido primitivo, genuino y real de cada voz, y el abuso que de ella se ha hecho, o sea, su sentido abusivo en el trato civil. —¿Y para qué se toma ese trabajo? —me dice un señorito, mirándose los encajes de la vuelta. —Para que nadie se engañe —respondí yo, mirándole cara a cara—, como yo me he engañado, por creer que los verbos amar, servir, favorecer, estimar y otros tales no tienen más que un sentido, siendo así que tienen tantos que no hay guarismo que alcance. ¿Adónde habrá paciencia para que un pobre como yo, por ejemplo, se despida de su familia, deje su lugar, se venga a Madrid, se esté años y más años, gaste su hacienda, suba y baje escaleras, haga plantones, abrace pajes, salude porteros, pase enfermedades, y al cabo se vuelva peor de lo que vino? Y todo porque no entendió el verdadero sentido de unas cuantas cláusulas que leyó en una carta recibida por Pascuas, sino que se tomó al pie de la letra aquello de «celebraré que nos veamos cuanto antes por acá, pues el particular conocimiento que en la corte tenemos de sus apreciables circunstancias, largo mérito, servicio de sus antepasados y aptitud para el desempeño de cualquier encargo, serían justos motivos de complacerle en las pretensiones que quisiese entablar, concurriendo en mí otras y mayores obligaciones de servirle, por los particulares favores que debí a sus señores padres (que santa gloria hayan) y los enlaces de mi casa con la de Vm., cuya vida, en compañía de su esposa y mi señora, guarde Dios muchos y felices años como deseo y pido. Madrid, tantos de tal mes, etc». Y luego, más abajo: «B. L. M. de Vm. su más rendido servidor y apasionado amigo, que verle desea, Fulano de Tal». »Para desengaño, pues, de los pocos tontos que aún quedan en el mundo, capaces de creer que significan algo estas expresiones, compuse este caritativo diccionario, con el fin de que no sólo no se dejen llevar del sentido dañoso del idioma, sino que con esta ayuda y un poco de práctica, puedan también hablar a cada uno en su lengua. Si el público conociese la utilidad de esta obra, me animaré a componer una gramática análoga al diccionario; y tanto puede ser el estímulo, que me determine a componer una retórica, lógica y metafísica de la misma naturaleza: proyecto que, si llega a efectuarse, puede muy bien establecer un nuevo sistema de educación pública, y darme entre mis conciudadanos más fama y veneración que la que adquirió Confucio entre los suyos por los preceptos de moral que les dejó». Calló mi amigo y nos fuimos a nuestro acostumbrado paseo. Discurro que el cristiano tiene razón, y que en todas las lenguas de Europa hace falta semejante diccionario.
Del mismo al mismo.
Acabo de leer algo de lo escrito por los europeos no españoles acerca de la conquista de la América.
Si del lado de los españoles no se oye sino religión, heroísmo, vasallaje y otras voces dignas de respeto, del lado de los extranjeros no suenan sino codicia, tiranía, perfidia y otras no menos espantosas. No pude menos de comunicárselo a mi amigo Nuño, quien me dijo que era asunto dignísimo de un fino discernimiento, juiciosa crítica y madura reflexión; pero que entre tanto, y reservándome el derecho de formar el concepto que más justo me pareciese en adelante, reflexionase por ahora sólo que los pueblos que tanto vocean la crueldad de los españoles en América son precisamente los mismos que van a las costas de África a comprar animales racionales de ambos sexos a sus padres, hermanos, amigos, guerreros victoriosos, sin más derecho que ser los compradores blancos y los comprados negros; los embarcan como brutos; los llevan millares de leguas desnudos, hambrientos y sedientos; los desembarcan en América; los venden en público mercado como jumentos, a más precio los mozos sanos y robustos, y a mucho más las infelices mujeres que se hallan con otro fruto de miseria dentro de sí mismas; toman el dinero; se lo llevan a sus humanísimos países, y con el producto de esta venta imprimen libros llenos de elegantes inventivas, retóricos insultos y elocuentes injurias contra Hernán Cortés por lo que hizo; ¿y qué hizo? Lo siguiente. Sacaré mi cartera y te leeré algo sobre esto.