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Authors: Mark Twain

Tags: #Sátira

Cartas desde la Tierra (2 page)

BOOK: Cartas desde la Tierra
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Presten atención a eso. Solamente dos hombres de cada cien tocan un instrumento musical y no hay cuatro de cien que tengan deseos de aprender a hacerlo. Tomen nota.

Muchos hombres rezan, no a muchos les agrada. Unos cuantos oran largo tiempo, los otros abrevian. Van a la iglesia más hombres de los que quieren hacerlo. Para cuarenta y nueve de cada cincuenta hombres el día santo es insufriblemente aburridor. De todos los hombres que asisten a una iglesia un domingo, dos tercios ya están cansados a la mitad del servicio y el resto antes de que termine. El momento más grato para ellos es aquél en que el sacerdote alza las manos para la bendición. Se puede oír el suave murmullo de alivio que recorre la nave y apreciar su gratitud. Cada nación menosprecia a las demás.

Cada nación detesta a todas las demás. Las naciones de raza blanca desprecian a las naciones de color, de cualquier tinte, y si pueden, las someten a opresión. Los hombres blancos rehúsan mezclarse con “los negros”, o casarse con ellos. No les permiten el acceso a sus escuelas o a sus iglesias. Todo el mundo odia a los judíos, no lo toleran a menos que sean ricos. Les ruego que tomen nota de estos detalles. Más aún. La gente cuerda detesta los ruidos. A todos, cuerdos o locos, les gusta tener variedad en la vida.

La monotonía los cansa rápidamente. Todos los hombres, según la capacidad mental que les haya tocado en suerte, ejercitan su intelecto constantemente, sin cesar, y esa ejercitación constituye una parte esencial, vasta y preciada, de su vida. Aquel con un intelecto mínimo, así como aquel con uno superior, posee algún tipo de habilidad, y siente gran placer en ponerla a prueba, verificándola, perfeccionándola. El niño que supera a su camarada en el juego, es tan laborioso y tan entusiasta en su práctica como lo es el escultor, el pintor, el pianista, el matemático, y el resto. Ni uno de ellos podría ser feliz si se le vedara el uso del talento. Pues ahora, ya tienen ustedes los hechos.

Saben qué le gusta a la raza humana y qué le disgusta. Ha inventado un Cielo, sacado de su propia cabeza, por sí solo: ¡adivinen cómo es! Ni en mil quinientas eternidades podrían hacerlo. Ni la mente más capaz que ustedes o yo conociéramos en cincuenta millones de infinitudes podría hacerlo. Muy bien, les diré cómo es:

1.— Ante todo, les recuerdo el hecho extraordinario por el cual comencé. A saber, que el ser humano, al igual que los inmortales, valora desde luego, el acto sexual sobre todos los demás goces, ¡y sin embargo lo excluye de su paraíso!; solamente pensar en el acto lo excita, la oportunidad lo enloquece. En este estado y por alcanzar el irresistible clímax está dispuesto a arriesgar la vida, su reputación, todo, hasta su propio y extraño Paraíso.

Desde la juventud hasta la edad madura los hombres y mujeres valoran la cópula por encima de todos los otros placeres combinados; y sin embargo es como les dije, no existe en el Cielo de estos seres, la oración ocupa su lugar. Así es como la aprecian; pero como todos sus llamados “dones”, es una insignificancia. En su mejor y más plena realización el acto es breve más allá de cuanto pueda imaginarse, quiero decir, de cuanto pueda imaginar un inmortal. En cuanto a su repetición, el hombre es limitado, oh, mucho más allá de lo que puedan concebir los inmortales. Nosotros, los que prolongamos el acto y su éxtasis supremo sin interrupción y sin retracción durante siglos, nunca podremos comprender y compadecer adecuadamente la enorme pobreza de estos seres en lo que se refiere a esta exquisita gracia que, tal como la poseemos nosotros, vuelve tan triviales las demás posesiones que ni siquiera vale la cuenta mencionarlas.

2.— En el Cielo del hombre, ¡todos cantan! El que no cantaba en la Tierra allí lo hace, el que no sabía cantar en la Tierra ahí sabe. Este canto universal no es casual ni circunstancial, ni se alivia con intervalos de silencio; sigue ininterrumpida y diariamente durante un período de doce horas. Y todos se quedan ahí; mientras que en la Tierra, el lugar quedaría vacío en dos horas. El canto consiste sólo en himnos religiosos.

No, es un solo himno religioso. Las palabras son siempre las mismas, alrededor de una docena en número, no hay rima, no hay poesía: “Hosanna, hosanna, hosanna, señor Dios del Sabaoth, ¡ra! ¡ra! ¡ra! ¡siss! ¡bum!… ¡Ah!”.

3.— Mientras tanto, todas las personas tocan el arpa: !millones y millones!, aunque en la Tierra nos más de veinte de cada mil sabían tocar un instrumento, o siquiera desearon hacerlo alguna vez. Piensen en ese huracán de sonido ensordecedor: millones y millones de voces chillando al mismo tiempo y millones y millones de arpas rasgando al mismo tiempo. Yo les pregunto: ¿es odioso, es detestable, es horroroso? Consideren aún más: ¡es un oficio de alabanza; una liturgia de loa, de lisonja, de adulación! ¿Me preguntan ustedes quién es el que está dispuesto a tolerar esta extraña adulación, esta adulación insana; y que no sólo la soporta, sino que la disfruta, la exige, la ordena? ¡Contengan la respiración! ¡Es Dios! El Dios de esta raza, quiero decir. Se sienta en su trono, asistido por sus veinticuatro ancianos y otros dignatarios de la corte, y pasea la mirada sobre kilómetros y kilómetros de adoradores tempestuosos y sonríe, y ronronea, inclinando la cabeza con satisfecha aprobación en dirección al Norte, al Este y al Sur: el espectáculo más raro y cándido imaginado hasta ahora en este universo, a mi modo de pensar. Es fácil deducir que el Inventor del cielo no fue el creador original, sino que copió las ceremonias teatrales de algún pobre e insignificante estado soberano de algún rincón de las atrasadas poblaciones de Oriente. Toda la gente blanca cuerda detesta el ruido y, sin embargo, acepta con tranquilidad un cielo de esta clase —sin pensar, sin reflexionar, sin estudiarlo— y en verdad quiere alcanzarlo. Viejos de cabeza cana, profundamente devotos, emplean gran parte de su tiempo en soñar con el día feliz en que dejarán los cuidados de esta vida para penetrar en las alegrías de ese lugar. A pesar de eso se puede ver qué irreal es para ellos y qué poco convencidos están de que sea un hecho, porque no hacen ningún preparativo práctico para el gran cambio. Nunca se ve a ninguno de ellos con un arpa, ni se oye cantar a ninguno. Como ven, ese espectáculo singular es una ceremonia de alabanza: alabanza por medio de cantos, alabanza por postración. El cielo está representado por “la iglesia”. Pues bien, en la Tierra esta gente no puede soportar demasiada iglesia. Una hora y cuarto es el máximo y se establece el límite en una vez por semana. Es decir, el domingo. Un día de cada siete; y aún así, no lo espera con ansias. En consecuencia, consideren lo que el Cielo les reserva: ¡una “iglesia” que dura para siempre y un Sabat que no tiene fin! Aquí se cansan pronto de su breve Sabat hebdomadario, pero desean con ansia el que es eterno; sueñan con él, hablan de él, piensan que piensan que van a disfrutar de él, ¡con todo su simple corazón piensan que piensan que van a ser felices en él! Es porque no piensan en absoluto; sólo piensan que piensan; ni dos de cada diez seres humanos tiene con qué pensar. Y en cuanto a imaginación, ¡oh, bueno, consideren su Cielo! Lo aceptan, lo aprueban, lo admiran. Es un parámetro de su capacidad intelectual.

4.— El inventor de ese Cielo incluye en él a todas las naciones de la Tierra en un embrollo común. En absoluta igualdad, ninguna se destaca sobre las otras; todos tienen que ser “hermanos”, mezclarse, orar juntos, tocar el arpa y cantar hosannas —blancos, negros y judíos, sin distinción—. Aquí en la Tierra las naciones se odian unas a otras y todas odian a los judíos. Sin embargo, las personas piadosas adoran ese Cielo y quieren entrar en él. Realmente lo desean. ¡Y en sus raptos de santidad piensan que piensan que si estuvieran allí tomarían a todo el populacho contra su corazón, y lo abrazarían, lo abrazarían, lo abrazarían! ¡El hombre es una maravilla! Me gustaría saber quién lo inventó.

5.— Cada hombre de la Tierra posee una porción de intelecto, grande o pequeña, de la cual se enorgullece. Su corazón se expande anta la sola mención de los líderes intelectuales de su raza y ama los relatos de sus espléndidos logros. Porque comparten la misma sangre, y al haberse ellos cubierto de gloria honran a sus descendientes.

¡Mirad —exclama—, lo que puede hacer la mente del hombre!; y pasa lista a los ilustres de todas las épocas. Señala las literaturas imperecederas que han dado al mundo, las maravillas mecánicas que han inventado, y las glorias con que han vestido a las ciencias y a las artes. Ante ellos se descubre como ante los reyes, y les rinde su más profundo homenaje, el más sincero que pueda ofrecer su corazón exultante —y superpone así el intelecto sobre las demás cosas de su mundo—, entronizándolo bajo la bóveda celestial en una supremacía inalcanzable. Y luego imagina un Cielo sin asomo de intelectualidad.

¿Es extraño, curioso, sorprendente? Es exactamente como lo cuento, aunque pueda parecer increíble. Este sincero adorador del intelecto y pródigo remunerador de sus servicios aquí en la Tierra ha inventado una religión y un paraíso que no rinden homenaje alguno al intelecto, ni le ofrecen distinciones, ni lo hacen objeto de su liberalidad. En realidad, nunca lo mencionan. Ya habrán notado ustedes que el Cielo del ser humano ha sido proyectado y construido sobre un plan absolutamente definido; ¡y este plan contiene un elaborado detalles de todo aquello que es repulsivo para el hombre, nada que le guste! Muy bien, cuanto más adelante prosigamos, más aparente se hará este curioso hecho. Tomen nota de esto. En el Cielo del hombre no hay ejercicio para el intelecto, nada que pueda alimentarlo. Allí se pudriría en un año, se pudriría y apestaría. Se pudriría y apestaría y en ese estado alcanzaría la santidad. Una bendición, porque sólo los santos pueden tolerar los goces de ese manicomio.

Carta III

A estas alturas ustedes sabrán muy bien que el ser humano es una cosa muy extraña. En tiempos pasados tuvo cientos de religiones (al desgastarlas, las desechó); hoy mantiene cientos y cientos de ellas, y crea no menos de tres nuevas cada año. Aunque aumentara las cifras, seguiría estando por debajo de la realidad. Una de las principales religiones es la llamada Cristiana. Estarán seguramente interesados en que les haga una breve descripción de esta religión, la cual está explicada en un libro de dos millones de palabras, el Viejo y el Nuevo Testamento. Se le conoce también por otro nombre: la Palabra de Dios. Pues los cristianos creen que cada palabra del libro fue dictada por Dios, Ése del cual les he hablado.

Este es un libro de un interés extraordinario, colmado de noble poesía, que contiene varias fábulas agradables, algunas historias sanguinarias, uno que otro buen consejo moral y una increíble cantidad de obscenidades. Contiene además no menos de mil mentiras. La Biblia está constituida esencialmente a partir de los fragmentos de otras biblias que estuvieron de moda y después entraron en decadencia: carece, por lo tanto de toda originalidad. Los 3 ó 4 acontecimientos más impresionantes e importantes que se narran en ella estaban ya en las biblias precedentes, y lo mismo puede decirse con respecto a los preceptos o a las más loables de sus normas de comportamiento. Hay solo un par de cosas nuevas: el infierno, por ejemplo, y ese tipo de paraíso del que ya les hablé en otra de mis cartas.

¿Qué podemos hacer? Si creemos, como esta gente, que Dios inventó estas crueldades, Lo difamamos; si creemos que ellos las inventaron, difamamos a los hombres. Es un desagradable dilema en cualquier caso, porque ninguna de las partes nos ha hecho ningún daño.

A favor de la paz, tomemos partido. Unamos fuerzas con la gente y carguémosle este ofensivo cargo a Él: el Cielo, el infierno, la Biblia, todo, en fin. No es bueno, ni parece justo y, sin embargo, al considerar ese Cielo agobiante, cargado con todo lo que es repulsivo para el ser humano, ¿cómo podemos creer que un ser humano lo inventó? Y cuando llegue a hablarles del infierno, la presión será mayor aún, y ustedes probablemente dirán: no, ningún hombre creará un lugar semejante ni para sí mismo ni para otro; es simplemente imposible.

La ingenua Biblia nos hace el relato de la Creación. ¿De qué? ¿Del Universo? Sí, precisamente del Universo. ¡Y en seis días! Su autor es Dios, el cual concentró toda su atención sobre este mundo, el cual construyó en cinco días; pero le bastó un solo día para crear veinte millones de soles y al menos ochenta millones de planetas.

Y ¿para qué servía todo esto según sus intenciones? Tan solo para iluminar este mundito de los hombres. Este fue su único objetivo, y ningún otro. Uno de los veinte millones de soles (el más pequeño) debía iluminar la Tierra de día, y el resto tenía la función de ayudarle a una de las innumerables lunas del universo a atenuar las tinieblas de la noche.

Es evidente que él creía que sus flamantes cielos quedaban sembrados de diamantes con esas miríadas de estrellas titilantes tan pronto como el sol del primer día se hundía en el horizonte; cuando en realidad ni una sola estrella podía brillar en esa negra bóveda hasta tres años y medio después de que se completara la formidable industria de aquella semana memorable. Luego apareció una estrella, única, solitaria, y comenzó a titilar.

Tres años más tarde apareció otra. Las dos brillaron juntas por más de cuatro años antes de que se les uniera una tercera. Al cabo de la primera centuria no había siquiera veinticinco estrellas brillando en las vastas inmensidades de esos tristes cielos. Al cabo de mil años no había aún el suficiente número de estrellas visibles para constituir un espectáculo. Al cabo de un millón de años solamente la mitad del despliegue actual había enviado su luz a través de las fronteras telescópicas, y pasó otro millón hasta que sucediera lo mismo con el resto. No habiendo telescopios en esa época, no pudo observarse el advenimiento.

Desde hace trescientos años los astrónomos cristianos saben que su divinidad no creó las estrellas en aquel fatídico día, pero el astrónomo cristiano no se detiene en estos detalles. Ni tampoco lo hace el sacerdote.

En su Libro, Dios es elocuente en la alabanza de sus poderosas obras, y las califica con los nombres más grandes que encuentra, indicando así que siente una fuerte y justa admiración por las magnitudes; por otra parte hizo esos millones de soles prodigiosos para iluminar este orbe pequeñísimo, en vez de señalar al pequeño sol de este orbe la obligación de asistirlos. Él menciona a Arcturus; una vez fuimos allí. ¡Es una de las lámparas nocturnas de la Tierra! Ese globo gigantesco que es cincuenta mil veces más grande que el sol de esta Tierra, y que comparado con él es como un melón frente a una catedral. A pesar de eso, los chicos todavía aprenden en la escuela dominical que Arcturus fue creado para contribuir a iluminar esta Tierra; y el niño crece y continúa creyéndolo mucho después de haber descubierto que todas las probabilidades están contra ello. Según la Biblia y sus siervos, el universo tiene solamente seis mil años. En los últimos cien años, algunas mentes estudiosas e inquisitivas descubrieron que su formación bordea los cien millones de años.

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