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Authors: Markus Zusak

Tags: #Infantil y Juvenil

Cartas cruzadas (33 page)

BOOK: Cartas cruzadas
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Salgo y se niega a seguirme.

Desde el porche, dice:

—¿Todavía necesitas el dinero, Ed? —Me mira preocupado—. Lo siento, lo olvidé por completo.

—No te preocupes —le digo—. Creo que, bien mirado, no voy a necesitarlo.

Debajo del brazo llevo un viejo radiocasete con una cinta dentro.

Mientras camino Marv me alcanza con su voz y me arrastra de nuevo hacia él.

Me mira pensativamente y dice:

—¿Lo necesitaste en algún momento?

Me acerco un poco más.

—No. —Niego con la cabeza—. No, Marv.

—Entonces… —Baja los escalones para mirarme directamente a la cara—. Entonces, ¿por qué dijiste…?

—Guardé el naipe que recibí en el correo, Marv. —Si Ritchie merecía la verdad, Marv también. Se lo cuento. Todo—. Marv, he pasado por diamantes, tréboles, picas y corazones, y de este último todavía me queda uno.

—¿Es ahí donde yo…?

—Sí, Marv —respondo—. Tú estabas en el as de corazones.

Silencio.

Perplejidad.

Marv está paralizado y no tiene ni idea de qué decir, pero parece feliz.

Cuando casi he desaparecido, grita:

—¿El último es Audrey?

Me vuelvo y le miro andando hacia atrás.

—¡Que haya suerte! —responde.

Esta vez sonrío y agito una mano.

Audrey, segunda parte:
tres minutos

La noche transcurre como siempre, pero esta vez el viejo radiocasete que he traído transpira a mi lado mientras la luna se eleva, cae y desaparece cuando la mañana finalmente se acerca. Por un momento me pregunto por qué no me puse el despertador en casa y vine al alba, pero sé que debo hacer las cosas bien. Tenía que soportar la noche para hacer esto como es debido.

Mis piernas se estiran pero la noche se estira aún más. El primer atisbo de luz me asusta.

Estoy adormilándome en el parque cuando oigo un portazo y el coche de Simon arranca. Sale con un viraje torpe y sigiloso. Dejo pasar un rato pero me doy cuenta de que ha llegado el momento. La situación es idónea.

El radiocasete. La luz.

Y ahora mis pasos dirigiéndose a la puerta de Audrey.

Llamo.

No tengo respuesta.

Vuelvo a cerrar el puño pero justo cuando me dispongo a golpear nuevamente la madera se abre una rendija en el marco y la voz cansada de Audrey se cuela por ella.

—¿Has olvidado al…? —Se le apaga la voz.

—Soy yo —digo.

—¿Ed?

—Sí.

—¿Qué estás haciendo…?

Mi camisa se me antoja de cemento. Llevo pantalones de madera, calcetines de papel de lija y yunques por zapatos.

—He venido —susurro— por ti.

Audrey, la chica, la mujer, lleva un camisón rosa.

Descalza, abre la puerta y con los dedos se retira el sueño de los ojos. Me recuerda a la pequeña Angelina.

Lentamente, la cojo de la mano y la conduzco hasta el camino. La pesadez me ha abandonado y ahora sólo estamos ella y yo. Coloco el radiocasete en el jardín salpicado de cortezas, me agacho y pulso el botón de reproducir.

Al principio una electricidad estática zarandea el aire. Luego la música empieza a sonar y los dos podemos oír la lenta, queda, dulce desesperación de una canción que no voy a mencionar. Imaginad la canción más dulce, más dura, más bella del mundo… pues ésa. La inhalamos y mis ojos se enganchan con los de Audrey. Me acerco y le tomo las manos.

—Ed, ¿qué…?

—Chist.

La atraigo hacia mí por las caderas y responde.

Coloca sus manos alrededor de mi cuello y descansa la cabeza sobre mi hombro. Puedo oler el sexo en ella, y sólo deseo que ella pueda oler el amor en mí.

—Mmmm —gime suavemente, y bailamos en el camino. Nos abrazamos. Luego me separo y la hago girar despacio. Regresa y me da un beso, un beso fugaz, en el cuello.

«Te quiero», deseo decirle, pero no es necesario.

El cielo se inunda de fuego y yo estoy bailando con Audrey. Cuando la música termina, permanecemos abrazados un rato más. Calculo que hemos bailado tres minutos.

Tres minutos para decirle que la quiero.

Tres minutos para que ella reconozca que también me quiere.

Me lo dice cuando nos separamos, pero sin que una sola palabra de amor salga de su boca.

Simplemente cierra un ojo y dice:

—Caray, Ed Kennedy.

Sonrío y contemplo los pies desnudos de Audrey, sus tobillos, sus espinillas, y trepo hasta su rostro. Sus ojos cansados y el pelo, del color del heno, enredado. Una sonrisa arañando suavemente sus labios. Sus orejas pequeñas y su nariz tersa. Y los últimos retazos de amor, aferrándose extrañamente a…

Ha dejado que la ame durante tres minutos.

«¿Pueden tres minutos durar eternamente?», me pregunto pese a conocer la respuesta.

«Probablemente no —contesto—. Pero tal vez duren lo suficiente».

Fin

Recojo el radiocasete y nos quedamos un rato más en el camino. No me invita a entrar y no se lo pido.

Lo que tenía que hacer ya lo he hecho, así que me vuelvo y digo:

—Hasta luego, Audrey. Puede que hasta la próxima timba. Puede que antes.

—Pronto —me asegura, y me marcho.

He repartido doce mensajes.

He completado cuatro ases.

Siento que es el mejor día de mi vida.

«Estoy vivo —pienso—. He ganado». Me siento libre por primera vez en meses y una sensación de satisfacción me acompaña durante todo el trayecto a casa. Permanece conmigo incluso cuando cruzo la puerta, beso a
Doorman
y preparo café para los dos en la cocina.

Estamos bebiendo cuando otro sentimiento se abre paso en mi estómago, se agita y rebosa.

Ignoro por qué, pero la sensación de satisfacción se esfuma de golpe cuando
Doorman
me mira. Fuera, oímos un pestillo que se abre y se cierra y una persona que echa a correr.

Salgo despacio y bajo los escalones del porche.

Mi buzón está ligeramente torcido. Tiene aspecto culpable.

El corazón se me acelera.

Me acerco y tiemblo cuando abro el buzón.

«Oh, no —pienso—. ¡No, no, no!».

Introduzco una mano y mis dedos agarran un sobre. Lleva escrito mi nombre y ya puedo intuir lo que contiene.

Un último naipe.

Una última dirección.

Cierro los ojos y caigo de rodillas sobre la hierba.

Ya no puedo ni pensar.

Un último naipe.

Abro lentamente el sobre y cuando mis ojos encuentran la dirección, me quedo de piedra.

Leo:

Shipping Street, 26

Ésta es mi dirección.

El último mensaje es para mí.

Q
UINTA
P
ARTE

EL COMODÍN

La risa

L
a calle está vacía y en silencio.

El comodín se ríe de mí.

Reina la quietud salvo por la risa silenciosa del payaso que sostengo en las manos. Se está desternillando.

Estoy solo con el naipe loco entre los dedos. Sé que alguien me ha observado todo este tiempo, pero en ningún momento me he sentido tan vulnerable como ahora.

«Dentro —pienso presa del pánico—. ¿Qué me espera dentro?».

—Entra de una vez —digo, y piso la hierba que rezuma humedad.

Como es lógico, no quiero entrar, pero ¿tengo otra opción? Si hay alguien dentro no puedo hacer nada para evitarlo. Mis pies marcan el porche de cemento con su humedad.

Camino hasta la cocina.

—¿Hay alguien? —grito.

Pero no hay nadie.

De hecho, no hay nadie en mi casa salvo
Doorman
, el comodín y yo. Casi miro debajo de la cama pese a saber que ese no es el estilo de los que me vigilan. Si estuvieran, estarían bebiéndose el café o meando en el retrete o dándose un baño. No hay nada ni nadie en mi casa. El silencio lo invade todo hasta que
Doorman
bosteza y se lame los labios.

Pasan las horas hasta que tengo que ir a trabajar.

—¿Adónde?

—Martin Place, por favor.

Las semanas

¿Alguna vez has estirado las piernas o te has tocado los dedos de los pies y has forzado demasiado?

Así me parecen ahora los días y las semanas mientras trabajo y espero que el comodín se manifieste.

¿Qué sucederá en mi choza, en el 26 de Shipping Street?

¿Quién llegará?

El 7 de febrero una mano llama a mi puerta y yo medio corro, medio me detengo.

¿Serán ellos?

Es Audrey.

Entra y dice:

—Has estado muy callado últimamente, Ed. Marv dice que te ha llamado a casa pero que no te encontraba.

—He estado trabajando.

—¿Y?

—Esperando.

Se sienta en el sofá y pregunta:

—¿Qué?

Camino sin prisa hasta el cajón del dormitorio y saco los cuatro naipes. Cuando regreso, hago un repaso de todos ellos.

—¿Y ahora? —Audrey es consciente de mi palidez y mi aspecto cansado.

Saco del bolsillo el comodín.

—Esto —declaro. Y le suplico. Casi sollozo cuando digo—: Dímelo, Audrey, por favor, dime que eres tú. Dime que tú me has estado enviando esos naipes. —Imploro—. Dime que simplemente querías que ayudara a la gente y…

—¿Y qué, Ed?

Cierro los ojos.

—Que me convirtiera en una persona mejor, en alguien que fuera digno de merecerse a sí mismo.

Las palabras caen al suelo, sobre los naipes, y Audrey sonríe. Sonríe y espero su confesión.

—¡Dímelo! —le exijo—. Dímelo…

Se viene abajo.

Me dice la verdad.

Las palabras brotan casi sin querer de su boca.

—No, Ed —declara despacio—. No fui yo. —Niega con la cabeza y me mira—. Lo siento, Ed, lo siento mucho. Ojalá hubiera sido yo, pero…

No termina la frase.

El final no es el final

Finalmente, llega.

Llaman de nuevo a mi puerta e intuyo que es el momento. Es tarde, la mano golpea con contundencia y me calzo antes de ir a abrir.

«Respira hondo, Ed».

Respiro hondo.

—Quédate aquí —le ordeno a
Doorman
cuando se reúne conmigo en el pasillo, pero me acompaña hasta la puerta.

Cuando la abro, encuentro a un hombre con traje.

—¿Ed Kennedy? —Es calvo y luce un bigote alargado.

—Sí —digo.

Se acerca un poco más al hueco de la puerta y dice:

—Tengo algo para ti. ¿Puedo entrar?

Es un hombre amable, por lo que decido que si desea entrar, debo permitírselo. Me aparto y le dejo pasar. Es alto, de mediana edad, y su voz rezuma cortesía y determinación.

—¿Café? —pregunto, pero rechaza el ofrecimiento.

—No, gracias. —Reparo por primera vez en el maletín que lleva en la mano.

Toma asiento y lo abre. Dentro tiene un almuerzo envuelto, una manzana y un sobre.

—¿Un sándwich? —me ofrece.

—No, gracias.

—Mejor para ti. Mi esposa hace unos sándwiches horribles. Hoy soy incapaz de comérmelo.

Sin más preámbulos, me tiende el sobre.

—Gracias —digo, nervioso.

—¿Piensas abrirlo?

—¿Quién lo envía?

Mi mirada es como un disparo y el hombre queda momentáneamente desconcertado.

—Ábrelo.

—¿Quién lo envía?

Pero la impaciencia me puede. Mis dedos se adentran en el sobre y me recibe una letra conocida.

Querido Ed:

El final está cerca.

Creo que te conviene ir al cementerio.

—¿El cementerio? —pregunto, y sé que mañana hará exactamente un año que falleció mi padre.

Mi padre.

—Mi padre —le digo al hombre—. Dígamelo, ¿fue él?

—No sé de qué me hablas.

—¿Por qué no? —Casi le zarandeo.

—Yo… —comienza.

—¿Qué?

—Fui enviado aquí.

—¿Por quién?

El hombre sólo acierta a agachar la cabeza.

—No lo sé —dice—. No sé quién es…

—¿Está mi padre detrás? ¿Organizó él todo esto antes de morir?

Oigo lo que me dijo mi madre el año pasado.

«Eres igual que él».

¿Dejó mi padre instrucciones para que alguien organizara esto? Recuerdo haberle visto deambular por las calles de noche cuando pasaba con mi taxi. Lo hacía para despejar la mona. A veces lo recogía cuando regresaba a casa del pub…

—Por eso conocía las direcciones —digo en voz alta.

—¿Qué?

—Nada —respondo, y no digo más porque ya he salido por la puerta.

Corro calle arriba y pongo rumbo al cementerio. La noche es de color azul intenso. Nubes que semejan cemento pavimentan pedazos del cielo.

El cementerio se alza ante mí y me dirijo a la zona donde se encuentra la tumba de mi padre. Hay gente en los alrededores. Son Daryl y Keith.

Me detengo y se me quedan mirando.

Daryl habla.

—Enhorabuena, Ed.

Contengo la respiración.

—¿Mi padre? —pregunto.

—Eres igual que él —me ilumina Keith—, y al igual que él tenías muchas probabilidades de morir del mismo modo, de ser una cuarta parte de lo que podrías haber sido…

—Entonces, ¿él os encargó hacer esto? ¿Lo organizó antes de morir?

Daryl se acerca un poco más.

—Verás, Ed, tú eras un caso perdido, como tu viejo. Sin ánimo de ofender.

—Tranquilo.

—Y nosotros hemos sido contratados para ponerte a prueba, para ver si eres capaz de evitar esa vida. —Señala despreocupadamente la tumba.

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