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Authors: Markus Zusak

Tags: #Infantil y Juvenil

Cartas cruzadas (28 page)

BOOK: Cartas cruzadas
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Aunque imagino que eso significa que necesitas vida en tu vida.

Me voy caminando.

Simplemente caminando.

Cuando llego a casa me encuentro a Marv durmiendo en el asiento trasero de su coche y a Ritchie sentado en mi porche. Tiene las piernas estiradas y la espalda recostada en el cemento fibroso. Le observo detenidamente y me doy cuenta de que también él duerme. Le tiro de la manga.

—Ritchie —susurro—, despierta.

Abre los ojos de golpe.

—¿Qué? —Exclama casi con miedo—. ¿Qué?

—Te has quedado dormido en mi porche —le digo—. Será mejor que te vayas a casa.

Se despereza, contempla la media luna y dice:

—Me dejé las llaves en tu mesa de la cocina.

—Vamos. —Le ofrezco la mano, que acepta, y le ayudo a levantarse. Una vez dentro descubro que pasan unos minutos de las tres.

Los dedos de Ritchie envuelven las llaves.

—¿Quieres algo? —pregunto—. ¿Comida, bebida, café?

—No, gracias.

Pero no se va.

Nos quedamos un rato ahí clavados, incómodos, hasta que finalmente Ritchie mira por encima de mi hombro y dice:

—Esta noche no me apetece ir a casa, Ed.

Adivino un atisbo de tristeza en sus ojos que, no obstante, desaparece en un visto y no visto porque Ritchie se encarga de ahogarlo. Ahora está mirando las llaves, y me pregunto qué acecha bajo la apariencia de calma e impasibilidad de mi amigo. Me pregunto, presa del cansancio, qué diantre podría preocupar a alguien tan relajado como Ritchie.

Sus ojos se elevan de nuevo hasta posarse en los míos.

—No te preocupes —respondo—. Puedes quedarte aquí.

Ritchie se sienta a la mesa.

—Gracias, Ed —dice—. Hola,
Doorman
.

Doorman
entra en la cocina en el instante en que salgo a buscar a Marv.

Por un momento contemplo la posibilidad de dejarlo durmiendo en el coche, pero el espíritu navideño es capaz de abrirse paso incluso en alguien como yo.

Intento golpear con los nudillos el cristal de la ventanilla pero mi mano lo atraviesa.

Claro.

No hay cristal.

Marv todavía no ha arreglado la ventanilla desde el atraco fallido al banco. Creo que tiene un presupuesto, pero el tipo le dijo que la ventanilla acabaría valiendo más que el coche.

Abro la portezuela y toco animadamente la bocina.

—¡Ostras! —aúlla.

—Entra en casa —le digo.

Al rato oigo abrirse y cerrarse la portezuela y a Marv arrastrando los pies a mi espalda.

A Ritchie le toca el sofá, Marv se instala en mi cama y yo decido quedarme en la cocina. Le digo a Marv que de todos modos no podría dormir, y acepta agradecido la cama.

—Gracias, Ed.

Antes de que entre, aprovecho para meterme en el dormitorio y sacar del cajón todos los naipes. Dentro también está la piedra de los Tatupu.

Una vez en la cocina, vuelvo a leerlos todos a pesar de que la fatiga hace que las palabras brinquen y dancen. Estoy exhausto.

En los momentos en que me despejo recuerdo los diamantes, revivo los tréboles y hasta sonrío con las picas.

Los corazones me inquietan.

No quiero dormirme, por si acaso sueño con ellos.

El traje informal

Tradición puede ser una mala palabra, sobre todo en época navideña.

Familias de todo el planeta se reúnen y durante unos minutos disfrutan de la compañía del otro. Durante una hora se soportan. Después de eso se toleran a duras penas.

Voy a casa de mamá después de una mañana apacible con Ritchie y Marv. Nos comimos las sobras de la noche y jugamos un rato. No era lo mismo sin Audrey y al poco rato recogimos y Ritchie y Marv se marcharon.

La cita habitual con mi familia es a las doce en punto en casa de mamá.

Mis hermanas han venido con sus hijos y maridos, y Tommy ha aparecido con una chica despampanante que se ligó en la universidad.

—Te presento a Ingrid —me dice, y debo reconocer que Ingrid es digna de calendario. Tiene una larga melena castaña, un rostro deliciosamente bronceado y un cuerpo en el que no me importaría perderme.

—Me alegro de conocerte —dice. Voz encantadora, además—. He oído hablar mucho de ti, Ed. —Está mintiendo, por supuesto, y decido no seguirle el juego. Este año, sencillamente, no tengo ganas.

—No es cierto, Ingrid —replico, pero en un tono agradable, casi tímido. Ingrid es demasiado bonita para irritarme. Las chicas bonitas pueden matar y salir impunes.

—Ah, estás aquí —dice mamá cuando me ve.

—¡Feliz Navidad, mamá! —exclamo con gran alborozo, y no me cabe duda de que todos captan mi tono sarcástico.

Comemos.

Repartimos regalos.

Doy a los niños de Leigh y Katherine cien viajes a caballo y en avión, o por lo menos hasta que el cuerpo me dice basta. También pillo a Tommy manoseando a Ingrid en el salón. Justo al lado de la famosa mesita de madera de cedro.

—Ostras, lo siento. —Y salgo.

Buena suerte, Tommy.

A las cuatro menos cuarto es hora de ir a buscar a Milla. Beso a mis hermanas, estrecho manos con mis cuñados y, por último, me despido de los niños.

—Último en llegar, primero en irse —comenta mamá mientras suelta una bocanada de humo. Fuma mucho en Navidad—. Y es el que vive más cerca. —Lo que casi consigue que la rabia me arranque la piel a tiras y se la arroje.

«Engañando a papá —pienso—. Insultándome a la más mínima oportunidad».

Deseo como nunca despotricar contra esa mujer que está en la cocina fumando.

En lugar de eso, la miro fijamente a los ojos. Por lo menos, se merece esa mirada.

En el jardín delantero, cuando me estoy marchando, me llaman dos veces. Primero Tommy y luego Ma. Tommy sale y dice:

—¿Estás bien, Ed?

Regreso.

—Estoy bien, Tommy. Ha sido un año de locura pero estoy bien. ¿Y tú?

Nos sentamos en los escalones del porche, que están mitad a la sombra, mitad al sol. Da la casualidad de que yo me siento en la parte oscura y Tommy en la parte luminosa. Ciertamente simbólico, la verdad.

Charlando aquí con mi hermano, respondiéndonos el uno al otro nuestras preguntas breves, es la primera vez en todo el día que me siento cómodo.

—¿La universidad bien?

—Sí, he sacado buenas notas. Mejores de las que esperaba.

—¿E Ingrid?

Se hace un silencio hasta que no podemos aguantar más. Explota entre los dos y estallamos en carcajadas. Parece tremendamente infantil, pero le estoy felicitando y Tommy se está felicitando a sí mismo.

—No está mal —responde, y con sinceridad le digo a mi hermano que estoy orgulloso de él, y no por Ingrid.

Ingrid no es nada comparado con eso de lo que estoy hablando.

—Me alegro por ti, Tommy —le digo. Planto una mano en su espalda y me levanto—. Buena suerte.

Cuando estoy bajando los escalones dice:

—Te llamaré un día para que nos veamos.

Pero una vez más, no puedo seguir el juego. Me vuelvo y hablo con una calma que me sorprende incluso a mí.

—Dudo mucho de que lo hagas, Tommy. —Y me siento bien. Me siento bien al renunciar a las mentiras.

Tommy está de acuerdo.

—Tienes razón, Ed.

Seguimos siendo hermanos. Y quién sabe. Puede que algún día. Algún día estoy seguro de que nos veremos y recordaremos y nos contaremos y nos diremos muchas cosas. Cosas más importantes que la universidad e Ingrid.

Pero falta tiempo para eso.

Camino por la hierba y digo:

—Adiós, Tommy. Gracias por salir. —Y estoy satisfecho de una cosa: quería quedarme en el porche con él hasta que el sol nos diera a los dos pero no lo he hecho. Me levanté y bajé los escalones. Preferí ir en busca del sol a esperarlo.

Justo cuando Tommy entra en casa y me estoy alejando, sale mamá.

—¡Ed! —me llama.

Me doy la vuelta.

Se acerca y dice:

—Feliz Navidad, ¿vale?

—Lo mismo digo. —Y añado—: Es la persona, mamá, no el lugar. Si te hubieras marchado de aquí, habrías sido la misma en cualquier otro lugar. —Es verdad suficiente, pero no puedo parar—. Si yo me marcho algún día… —trago saliva— me aseguraré de que primero me sienta bien aquí.

—De acuerdo, Ed. —Está atónita, y de pronto siento lástima por esta mujer que está en el porche de una calle humilde de un pueblo corriente—. Tiene sentido.

—Hasta luego, mamá.

Me marcho.

Era preciso hacerlo.

Paso por casa para beber algo y luego voy a recoger a Milla. Me la encuentro esperando impaciente, con un vestido celeste y un regalo en las manos. Puedo ver la ilusión en su cara.

—Es para ti, Jimmy —dice tendiéndome la caja grande y plana.

Me siento fatal porque no tengo ningún regalo para ella.

—Discúlpame… —empiezo a decir, pero me silencia enseguida con un gesto de la mano.

—El hecho de que hayas venido a buscarme es suficiente regalo. ¿Piensas abrirlo?

—No, prefiero esperar. —Y le ofrezco mi brazo.

La anciana acepta y ponemos rumbo a mi casa. Le pregunto si desea que cojamos un taxi pero le apetece caminar, y cuando llevamos medio trecho empiezo a dudar de que lo consiga. Tose mucho y le cuesta respirar. Me veo llevándola en brazos. No obstante lo consigue, y una vez en casa le sirvo una copa de vino.

—Gracias, Jimmy —dice, pero se hunde en el sillón y se duerme casi al instante. Regreso varias veces para comprobar si sigue viva, y siempre la oigo respirar.

Finalmente me siento con ella en la sala mientras, al otro lado de la ventana, el día se despide. Cuando despierta comemos ensalada de alubias y el pavo que sobró de anoche.

—Maravilloso, Jimmy. —La anciana esboza una sonrisa radiante—. Sencillamente maravilloso. —Su sonrisa chisporrotea.

En circunstancias normales, cuando alguien utiliza la palabra «maravilloso» me entran ganas de pegarle un tiro, pero a Milla le va como anillo al dedo. Se limpia los labios con la servilleta, murmura «maravilloso» varias veces y siento que ésta es una Navidad completa.

—Bien… —Propina sendas palmaditas a los brazos de su sillón. Parece mucho más animada ahora que ha dormido un poco—. ¿Piensas abrir tu regalo, Jimmy?

Cedo.

—Claro.

Me acerco a la caja y levanto la tapa. En su interior hay un traje informal de color negro y una camisa azul marino. Probablemente es el primer y el último traje que me regalen en la vida.

—¿Te gusta? —me pregunta.

—Me encanta. —Me enamoro de él al instante, aun sabiendo que tendré muy pocas oportunidades de ponérmelo, por no decir ninguna.

—Pruébatelo, Jimmy.

—Voy —digo, y cuando entro en el dormitorio para cambiarme encuentro unos zapatos viejos de color negro que hacen juego. El traje no tiene los hombros anchos, lo cual agradezco.

Estoy deseando regresar a la sala para enseñárselo a Milla, pero cuando salgo vuelve a estar dormida.

Así que me siento.

Con el traje.

Cuando despierta, dice:

—Oh, Jimmy, qué traje tan bonito. —E incluso palpa la tela—. ¿De dónde lo has sacado?

La miro desconcertado, hasta que comprendo que lo ha olvidado por completo. Le doy un beso en la mejilla.

—Me lo regaló una mujer encantadora —digo.

—Qué hermoso detalle —dice.

—Sí —convengo.

Tiene razón.

Después de tomar café pido un taxi y la acompaño a casa. El taxista no es otro que Simon, el novio de Audrey, ganándose un dinero extra el día de Navidad.

Antes de entrar en la casa con Milla le pido que me espere. Es pereza, lo sé, pero hoy tengo dinero y puedo permitirme que me lleven a casa.

—Gracias otra vez, Jimmy —dice Milla, y entra en la cocina con andar tembloroso. Es tan frágil y al mismo tiempo tan hermosa—. Ha sido un día fantástico —me dice, y no puedo por menos que estar de acuerdo con ella.

—¿A casa? —me pregunta el novio cuando regreso al taxi.

—Sí, por favor.

Me siento delante y el novio entabla conversación. Parece empeñado en hablar de Audrey aunque yo preferiría que no lo hiciera.

—¿Hace muchos años que tú y Audrey sois amigos? —me pregunta.

Miro el salpicadero.

—Más de diez, creo.

No se anda con rodeos.

—¿La quieres?

La franqueza de su pregunta me descoloca, sobre todo tan al comienzo de la conversación. Llego a la conclusión de que sabe que el trayecto hasta mi casa es corto y quiere sacarle el máximo partido, lo cual es comprensible. Insiste.

—¿Y?

—¿Y qué?

—No me vaciles, Kennedy. ¿La quieres o no?

—¿Tú qué crees?

Se frota el mentón y no responde, de modo que prosigo.

—La pregunta no es si la quiero o no. Lo que en realidad quieres saber es si ella te quiere a ti. —Mi voz lo aplasta. Lo tengo inmovilizado al pobre—. ¿Me equivoco?

—Hombre… —Balbucea mientras conduce, y me digo que se merece algún tipo de respuesta.

—Audrey no quiere quererte —le digo—. No quiere querer a nadie. Ha tenido una vida dura. Las únicas personas a las que ha querido ha acabado odiándolas. —Recuerdo imágenes de cuando éramos unos adolescentes. Audrey se llevó muchas decepciones y un día se juró a sí misma que no iba a permitir que eso siguiera ocurriendo.

El novio calla. Es guapo, decido. Más guapo que yo. Tiene la mirada dulce y la mandíbula firme. El bigote le da un aire de modelo.

Guardamos silencio hasta que nos detenemos delante de casa y el novio habla de nuevo.

—Ella te quiere a ti, Ed… —dice.

Le miro.

—Pero es a ti a quien desea.

He ahí el problema.

—Toma.

Le alargo el dinero, pero lo rechaza.

—Invita la casa —dice, aunque insisto y esta vez lo acepta.

—No lo pongas en la caja —le sugiero—. Creo que hoy te lo has ganado para tu propio bolsillo. —Compartimos un instante de complicidad antes de apearme.

—Ha sido un placer hablar contigo —digo, y nos damos la mano—. Feliz Navidad, Simon.

Una vez en casa, me duermo en el sofá con mi traje informal negro y la camisa azul marino.

Feliz Navidad, Ed.

Sentir el miedo

Trabajo el 26 de diciembre y al día siguiente voy a ver a Bernie al Bell Street Cinema.

—¡Ed Kennedy! —exclama cuando llego—. Has venido a por más, ¿eh?

—No —le digo—. Necesito su ayuda.

Se acerca rápido y pregunta:

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