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Authors: John Locke

Tags: #Tolerancia, #Liberalismo, #Empirismo, #Epistemología

Carta sobre la tolerancia y otros escritos (15 page)

BOOK: Carta sobre la tolerancia y otros escritos
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Consummatun est! La obra del materialismo como modo lógico termina aquí. Teóricamente no es posible ir más allá. El universo está fraccionado en un sinfín de fenómenos particulares y nuestro "yo" en una multitud de sensaciones particulares; si entre los fenómenos y las sensaciones se descubre un vínculo, éste, en primer término, es casual y en segundo término, priva de plenitud y vitalidad a lo vinculado; por último, repite tautológicamente lo mismo, pero en otro lenguaje. Este vínculo carece de autenticidad, tanto desde el punto de vista lógico, como desde el empírico; su criterio son el instinto y la costumbre. El intelecto niega el instinto, pero la evidencia está a favor de él; prácticamente, el instinto niega el intelecto; aunque, por su parte, no prueba nada. Los materialistas pretendían llegar a la verdad basándose únicamente en la certidumbre sensorial. Hume llegó a la verdad de la certidumbre sensorial, que se detiene en la reflexión; y ¿qué ocurrió? La realidad de la razón, del pensamiento, de la substancia, de la causalidad, la conciencia de nuestro "yo" desaparecieron. Hume demostró que marchando por ese camino sólo se puede llegar a las consecuencias a que él llegó. Pero, ¿es posible, por lo menos, aferrarse al instinto, a la fe en las impresiones, como última tabla de salvación? ¡De ningún modo! La fe en la realidad de las impresiones es un producto de la imaginación y sólo se distingue de otras ficciones por una sensación espontánea de certidumbre, basada en que las impresiones provenientes de los objetos reales son más vivas que las debidas a las cosas imaginarias. Esta creencia —añade Hume— es inherente tanto a los animales como al hombre; ¡no debe ser justificada de ningún modo por el intelecto! Lo que Descartes realizó con su método en la esfera del pensamiento puro, lo realiza Hume prácticamente en la esfera de la ciencia analítica. Hume limpió la entrada a la ciencia de todo lo dado, de todo lo preconcebido; obligó al materialismo a reconocer que, manteniendo su punto de vista unilateral, el pensamiento verdadero era imposible. El vacío al que condujo Hume debía sacudir con fuerza la conciencia humana; de él no se podía salir ni con el método del idealismo de entonces ni con el tímido materialismo de Locke. Se imponía otra solución; la voz de Hume trajo a Kant.

Pero antes de pasar a éste y a sus precursores del campo idealista, veamos lo que realizó la escuela baconiana en la otra orilla del Paso de Calais.

Es evidente que el realismo fue importado a Francia desde Inglaterra. Incluso el tono irónico, el ligero atavío literario del pensamiento, la teoría del egoísmo utilitario y la mala costumbre de blasfemar provienen de Inglaterra. ¿Qué han hecho, pues, los franceses? ¿Por qué en nuestra memoria las palabras realismo y materialismo están ligadas a los nombres de los escritores franceses del siglo XVIII? Si os fijáis en el esqueleto lógico, en el pensamiento teórico, en su universalidad, veréis que los franceses no han hecho casi nada y que, en el fondo, nada podían hacer: desde el punto de vista del realismo y del empirismo existe un solo método: el expuesto por Bacon; en el dominio del materialismo era imposible ir más allá de Hobbes, a menos de echarse en brazos del escepticismo; pero, también aquí, todo había sido agotado por Hume. No obstante, los franceses han hecho mucho, en realidad, y con razón han pasado a la historia como los representantes de la ciencia del siglo XVIII. Ya hemos señalado varias veces que el esquematismo lógico abstracto es completamente incapaz de aprehender la filosofía del empirismo, carente de forma científica, pero rica en contenido. Esto aparece aquí con toda evidencia. Si consideráis, no las contadas y pobres ideas teóricas de que partieron tanto los ingleses como los franceses, sino el desarrollo que estas ideas adquirieron entre unos y otros; veréis que Francia ha realizado incomparablemente más que Inglaterra. A los británicos sólo les corresponde el honor de la iniciativa. En el dominio de la ciencia, los enciclopedistas hicieron de Locke lo mismo que un club chuán de los tiempos de la revolución hizo de la teoría inglesa de la monarquía constitucional: dedujeron consecuencias que no se les ocurrieron a los ingleses o éstos repudiaron. Ello se corresponde plenamente con el carácter nacional de los dos grandes pueblos.

Los ingleses hacen de todo problema general una cuestión local, nacional; en Francia, todo problema local, particular, es convertido en un problema extensivo a toda la humanidad. Cualesquiera que sean los cambios que el inglés desee, quiere, al mismo tiempo, conservar lo pasado, mientras que el francés exige lo nuevo franca y abiertamente. Una parte del alma del inglés pertenece al pasado; es un hombre que estima ante todo la historia, acostumbrado desde su infancia a venerar el pasado de su patria, a respetar sus leyes, sus costumbres, sus tradiciones; y esto es muy comprensible: el pasado de Inglaterra es digno de respeto; el país se ha desarrollado con tanta grandeza y armonía, se alzaba tan orgullosamente como el guardián de la dignidad humana en la época de la tiranía más negra, que el británico no puede romper con sus sagrados recuerdos; este culto del pasado le impone ciertas trabas. Al inglés le parece una falta de delicadeza pasarse de ciertos límites, tocar determinadas cuestiones, y este respeto al decoro, llevado al absurdo, le hace inclinarse ante sus leyes convencionales. Bacon, Locke, los moralistas, los economistas de Inglaterra, el parlamento que envió a Carlos I al cadalso, Strafford, que quería derrocar el poder del parlamento, todos aspiraban, ante todo, a aparecer como conservadores: todos avanzaban de espaldas y no querían reconocer que pisaban un terreno virgen, no roturado. En el pensamiento del isleño hay siempre algo limitado; es determinado, positivo, firme, pero, al propio tiempo, se ven sus orillas, sus limites. El inglés corta el hilo de su pensamiento allí donde éste se desvía del orden vigente, y el hilo roto se afloja en toda su extensión.* Los franceses carecían de ese respeto al pasado que limitaba al inglés. Luis XIV sentía tan poco respeto por el pasado como Mirabeau: arrojó abiertamente el guante a las tradiciones. Los franceses han conocido su historia en nuestro siglo: en el pasado ellos hacían su historia, sin saber qué obra estaban continuando; no conocían más que la historia de Roma y de Grecia, adaptada a las costumbres francesas, pintarrajeada, llena de afectación. En la época de que hablamos, los franceses querían deducirlo todo de la razón: la vida civil y la moral; sólo querían apoyarse en la conciencia teórica y menospreciaban la herencia del pasado, porque no acordaba con su a priori, porque esta herencia, con sus formas de vida hechas e inmediatas, les estorbaba en su labor abstracta de construcción ideológica y especulativa; así, pues, los franceses, además de ignorar su pasado, le eran hostiles. Con semejante ausencia de toda traba, con su carácter ardiente y enérgico, con su inteligencia viva, su espíritu incesantemente activo y su talento para expresar las ideas de manera brillante y cautivadora, los franceses, claro está, debían dejar muy atrás a los isleños.

El movimiento especulativo, tan fuertemente despertado por Descartes y sus adeptos, se extinguía. Los continuadores de Descartes no armonizaban con el carácter de los franceses, que leían con más placer y comprendían mejor a Rabelais y a Montaigne que a Malebranche. El mismo Voltaire reprocha a Leibniz su excesiva profundidad. Con semejante mentalidad no podía haber nada más natural y oportuno que la difusión de la filosofía inglesa en la Francia de principios del siglo XVIII. El desarrollo y la simplificación de las doctrinas de Bacon y de Locke, el desarrollo y la simplificación de la filosofía más popular y edificante de los ingleses fueron realizados en Francia por manos maestras; nunca hasta entonces un acervo tan inmenso de conocimientos generales había sido traducido a una forma tan universalmente accesible: ninguna doctrina filosófica tuvo tan amplia esfera de aplicación, tan poderosa influencia práctica; la exposición de los franceses eclipsó por completo las obras de los ingleses. Francia se aprovechó de todo lo que fue sembrado en Inglaterra. Ésta tenía a Bacon, a Newton; Francia difundió sus pensamientos en el mundo entero. Inglaterra ofreció el tímido materialismo de Locke, que se desarrolló en Francia y produjo las, ideas audaces de Holbach y sus camaradas. Durante siglos, Inglaterra vivía una vida altamente jurídica; un francés escribió De l'esprit des lois; durante siglos, Inglaterra vivía con la altiva conciencia de que no existía una forma gubernamental más perfecta que la suya, mientras que a Francia le bastaron dos años de la Constítuante para poner de relive el carácter absurdo de aquella forma:

Cuando Helvétius hubo publicado su famosa obra De l´ esprit, una dama observó: C'est un homme qui a dit le secret de tout le monde. Es posible que, al decir esto, la mujer —definiendo con mucho tino no sólo el papel de Helvétius, sino también el de los demás pensadores franceses del siglo XVIII— no se diera cuenta de que decir lo que los demás callan es incomparablemente más difícil que decir lo que jamás se le ha ocurrido a otro. Los enciclopedistas, en realidad, hicieron público un secreto a voces, y por eso les acusaron de inmoralidad; pero ellos no eran más inmorales que la sociedad parisiense de entonces; sólo eran más osados que ésta. Las personas empiezan a tener secretos cuando su vida moral se relaja; temen ver esta relajación y, con mano temblorosa, se aferran a las formas, pues han perdido el fondo; cubren sus llagas con andrajos, como si las heridas sanasen cuando no se las ve. En esas épocas se lucha con una violencia y un celo extraordinarios contra la revelación de los secretos de la vida moral, y hay que poseer un valor a toda prueba para decir en voz alta las cosas que cada uno conoce; Sócrates pagó con la vida tal osadía. La publicidad y la divulgación son los enemigos más enconados de la inmoralidad; el vicio se oculta en las tinieblas, la depravación teme la luz: necesita oscuridad no sólo para guardar el secreto, sino también para acrecer los placeres impuros, su avidez de la fruta prohibida; el vicio, sacado a la luz, se desconcierta, se siente violento con las puertas abiertas y, si no desaparece, se purifica; la publicidad misma justifica muchas cosas que se consideraban como viciosas a causa de nociones equívocas y tradiciones deformadas, y, radiante, ensancha el círculo —digámoslo francamente— a las pasiones, cuando éstas no están en contradicción con la misión del ser moral. Los filósofos del siglo XVIII pusieron al descubierto la doblez y la hipocresía de su época; apuntaron con el dedo la mentira en la vida, la contradicción entre la moral oficial y la conducta en privado. La sociedad hablada de costumbres severas, repudiaba todo lo que era sensual y, al mismo tiempo, se entregaba al más desenfrenado libertinaje. Los filósofos proclamaron a los cuatro vientos que los sentidos tenían sus derechos, pero que la sola sensualidad no podía satisfacer al hombre culto, que los intereses superiores de la vida también tenían sus derechos. El egoísmo alcanzaba en la sociedad proporciones monstruosas y se encubría con el manto de la abnegación, del desprecio de las riquezas: los filósofos demostraron que el egoísmo es uno de los elementos necesarios a todo ser vivo y consciente; justificándolo, revelaron que el egoísmo humano no es sólo un sentimiento de amor a sí mismo, sino, además, un sentimiento de amor hacia el género, hacia la humanidad, hacia el prójimo.*

La revelación del secreto de todos y la negación de la vieja moral progresaban rápidamente. Durante el reinado de Luis XIV, Las aventuras de Telémaco de Fenelón era considerado un libro terrible; el regente lo hizo imprimir por su cuenta. Al comienzo de su actividad, Voltaire sorprende a todos con su osadía; veinte años más tarde, Grimm escribe: "Nuestro patriarca ha quedado rezagado y se aferra tercamente a sus creencias infantiles." Voltaire y Rousseau son casi contemporáneos, pero ¡ qué trecho tan grande les separa! Voltaire lucha por la civilización; Rousseau estigmatiza esta misma civilización artificial. Voltaire es un noble del viejo mundo que abre las puertas para salir de la perfumada sala rococó al nuevo siglo; usa galones de oro, es un cortesano; una vez asistió a una gran recepción en palacio y, cuando Luis XV pasaba delante de él, el maestro de ceremonias pronunció su nombre completo: Francisco María Arouet. Del otro lado de la puerta se halla el plebeyo Rousseau, en quien nada queda du bon vieux temps. Las mordaces bromas de Voltaire recuerdan al duque de Saint-Simon y al duque de Ríchelieu; las agudezas de Rousseau no recuerdan nada; anuncian las ocurrencias del Comité de Salud Pública. En 1720 aparecieron las Lettres Pérsanes de Montesquieu, y París se escandalizó de tal modo por la osadía de este libro, que el regente, quien reía de todo corazón leyendo las cartas de Rica y Uzbek, se vio obligado a ceder ante la opinión pública y, para guardar las apariencias, someter al autor a una ligera presión. Unos cincuenta años después, se imprimió en Londres el Systéme de la nature de Holbach y Cía, que a nadie sorprendió; la opinión pública se reía ya de la persecución de semejantes libros. Por lo demás, no se podía ir más lejos. Este libro era la conclusión del materialismo francés, era el "j'ai dit tout!" de Laplace. Después de él se podía añadir anexos privados, se podía comentar el Systéme de la nature par le Culte de la Raison, pero no era posible ir más allá en la audacia de la negación. Desde el limitado punto de vista del raciocinio, un intelecto audaz y consecuente debía llegar por fuerza hasta Hume o hasta Holbach, Grimm, Diderot, es decir, hasta el escepticismo que os deja al borde de un abismo en una noche oscura, o hasta el materialismo que no ve más que la materia y el cuerpo y, por ello mismo, no los comprende en su sentido real. Al llegar a este punto, el pensamiento humano comenzó a buscar otros caminos, pero ya no fueron los ingleses ni los franceses los que los encontraron y los desbrozaron, sino los alemanes, preparados para realizar hazañas científicas por una cuaresma de dos siglos de inacción; los alemanes, concentrados en la reflexión después de abandonar la vida, que en los siglos XVII y XVIII se había hecho insoportable para ellos;* los alemanes que guardaban como una reliquia los libros de Spinoza y de Leibniz y habían sido acostumbrados por el wolfianísmo a un intenso esfuerzo mental.

Los enciclopedistas eran unilaterales hasta el absurdo, pero no tan triviales y vacíos como creían los alemanes, que les juzgaban por el carácter popular de su lenguaje. Los alemanes se han acostumbrado a leer arduos tratados filosóficos, y cuando llega a sus manos un libro que no da dolor de cabeza, creen (más bien, lo creían hace veinte años) que es un cúmulo de necedades.

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