Entré en el salón: los ventanales que daban a la calle eran tan altos como vidrieras góticas, pero los cortinajes, que parecían por su espesor los del escenario de un teatro de ópera, estaban casi echados, de modo que apenas entraba la claridad de la mañana, y la única iluminación eran algunas lámparas encendidas junto a sillones orejeros como de club inglés, con tapicerías muy rozadas, pero que conservaban todavía un noble olor a cuero. Sobre las mesas bajas había anchos periódicos de tipografía anticuada, sujetos con bastidores de madera:
La Nación
, el
Times
de Londres, exactamente como había dicho Abengoa. Me imaginé que en otro tiempo los leerían solemnes patricios porteños, partidarios de las costumbres británicas y de los golpes militares, del five o'clock tea y la picana, según el macabro dictamen de mi amigo Mario, que en el año setenta y seis se salvó de milagro de que lo desaparecieran en una de aquellas cárceles secretas a las que llamaban, con precisión siniestra, chupaderos, y tardó quince años en volver: «Hay que joderse», me decía en sus trances de más pesadumbre en Humbert College, «los patriotas me dejaron sin patria».
Sin darme mucha cuenta, esa mañana yo me había ido deslizando hacia un estado de ánimo así de sombrío. Me sentía solo en aquel extremo del mundo, en una ciudad de diez millones de habitantes en la que no conocía a nadie. Me dolían los pies, había pasado mala noche, porque los viajes y los hoteles me trastornan fácilmente el sueño, seguía teniendo en carne viva la herida abierta en mi dignidad por aquella mujer a la que ahora procuraba aplicarle los adjetivos que hubiera escogido para ella el despiadado Abengoa. ¡Y yo no me había defendido, no había contestado nada, ni una palabra, me había quedado balbuciendo detrás del lectern, la había visto salir del aula con una arrogancia como de matador (o matadora), con las caderas echadas hacia delante, mirando de medio lado al tendido, a los cuatro oyentes pusilánimes o despistados que se encargarían luego de difundir mi ridículo, y a los que lo único que les faltó fue sacar los pañuelos para pedir una oreja, o dos orejas, las mías!
Inopinadamente me veía aquejado, en el hotel Town Hall, de un deseo inaplazable de caminar y respirar en una calle de mi país, de tomarme una ración de gambas o de berberechos y una caña de espuma blanca y densa en aquel lugar que me había recordado Abengoa, la cervecería Santa Bárbara de Madrid. Me emocioné bochornosamente al repetirme una de sus vulgaridades: «Es que España tira mucho». Para reunir fuerzas, antes de enfrentarme de nuevo a la intemperie de la calle, me dirigí a la barra que se vislumbraba al fondo del salón y esperé a que apareciera algún camarero. Tardó en llegar, abrochándose una chaquetilla roja que olía a transpiración rancia, como las prendas que se ponen los actores en el teatro: se ve que el personal había sido severamente downsized, como habría dicho Abengoa, porque era el ascensorista el que atendía el bar.
Iba a pedir una Diet Pepsi, pero tuve uno de esos arrebatos raros que me daban en Buenos Aires y ordené un double scotch, yo que apenas bebo, y además lo pedí straight, sin agua ni hielo. En los Estados Unidos me he acostumbrado a pagar la bebida en cuanto me la sirven. Pero este camarero no aceptó el billete que yo le ofrecía. Ni que decir tiene que la ración de whisky era mucho más generosa que en América, donde se lo vierten a uno sobre el hielo del vaso con la misma mezquindad que si fuera un raro producto farmacéutico.
—Invitación de la casa —dijo —. Tuvo suerte el señor. Si llega a venir mañana nos encuentra cerrados.
—¿Es que van a restaurar el hotel? —pensé que tal vez Abengoa y Worldwide Resorts habían logrado su propósito.
—Qué más quisiéramos nosotros —el camarero, con una desenvoltura que me pareció astonishing, se había servido otro whisky, aún más generoso que el mío, y encendía un cigarrillo —. Lo cierran. Lo derriban. El señor debe de ser distraído: ¿no vio el cartelón de fierro sobre la fachada? Al final el patrón se rindió. Se lo comieron los bancos. No pudo resistir más y el corazón se le partió. Tres días hace que le dimos sepultura, en la bóveda de sus viejos, en la Chacarita. Mire qué broma, el país entero para arriba, saliendo de la crisis, y nosotros para abajo, tirados en la vereda, como quien dice. El Town Hall, que era un tótem porteño.
El camarero apuró su scotch de un trago y se sirvió otro, con el cigarrillo en la boca, esparciendo ceniza sobre la barra y las solapas de la chaquetilla, con los ojos guiñados, porque le molestaba el humo, con un aspecto general de carelessness más bien encanallada. Junto al bar estaba el gran arco de acceso al comedor. Pensé que ese lugar dentro de muy poco ya no existiría y con la copa en la mano me interné en aquel espacio que tenía una vastedad y una penumbra de catedral abandonada. Se parecía a esos comedores en lujo que se ven en las fotografías de los transatlánticos antiguos. Todas las mesas tenían manteles blancos y vajillas y cubiertos preparados como para un gran almuerzo inminente, pero la falta de luz —el comedor sólo estaba alumbrado por la muy escasa que le llegaba del salón — provocaba un efecto lóbrego de concavidad y de ausencia.
Pero tampoco aquí estaba yo completamente solo: al acostumbrarse mi pupila a la penumbra vi una mujer sentada en una mesa, muy al fondo, pero esa presencia humana, más que habitar el espacio o mitigar su desolación, la subrayaba, como una figura muy pequeña al pie de una columna en un templo en ruina. Junto a la mujer, sobre la mesa en la que estaba acodada, como aguardando a un camarero que viniera a servirla, había una lámpara encendida, uno de esos candelabros con cera falsa y llama de cristal. Era rubia, y al aproximarme un poco más a ella le calculé unos cuarenta años. Era rubia y tenía el pelo turbulento y rizado y los labios pintados de rojo y llevaba una chaqueta de hombros anchos y cuadrados con un escote que descubría la piel muy blanca del cuello. Parecía que estaba queriendo llamar mi atención: tal vez me confundía de lejos con el camarero que no llegaba. Tenía un cigarrillo apagado en la mano, seguramente iba a pedirme fuego.
No la había visto nunca, pero la reconocí en un instante. Aquella manera tan directa de mirarme a los ojos mientras señalaba el cigarrillo apagado era una invitación equívoca que yo no había visto en la mirada de ninguna mujer, igual que hasta entonces no había olido aquel perfume tan fuerte de madreselva.
Avancé entre las mesas hacia ella, sin saber qué haría ni qué iba a decirle. Me faltaba el aire, tenía que respirar más hondo. «Carlota», dije, pero apenas me salía la voz, como cuando iba por la calle diciéndome versos de Borges, «Carlota Fainberg». Pero otra voz mucho más fuerte que la mía se superpuso a ella y la borró, quebrando el instante en que yo me acercaba a Carlota Fainberg como si fuera arrojada contra el suelo una ampolla de cristal.
—Señor, eh, señor, vuelva, adónde va, no se puede entrar ahí.
Miré hacia atrás y el camarero estaba haciéndome un ademán de urgencia desde el arco de entrada del salón. Soy muy manso con cualquiera que muestre una autoridad rotunda hacia mí: aturdido, volví la cara hacia la mesa donde había visto a Carlota Fainberg, pero ya no estaba, aunque la luz seguía encendida, como si el vozarrón del camarero también la hubiera asustado.
Llegué al bar y me di cuenta de algo que absurdamente no había advertido hasta entonces: el camarero ascensorista estaba blind drunk, tanto que la bofetada de alcohol me llegó desde bien lejos, y cuando quería apoyar el codo en la barra le fallaba el equilibrio y casi se le desplomaba la cabeza sobre ella. Tenía los ojos bloodshot, inyectados en sangre, como se dice en España, y se rascaba sin ceremonia el cuello de la chaquetilla inmunda y el mentón oscurecido de barba. Se había servido otro scotch y fumaba mascando el filtro del cigarrillo. Con un gesto muy desagradable de camaradería agitó la botella para que yo le acercara mi copa. Le faltaba un diente más que durante la visita de Abengoa. Miré de soslayo a la mesa donde había estado Carlota Fainberg, la única iluminada del comedor. Me pareció que aún flotaba en el aire el humo de su cigarrillo, abandonado en el cenicero: pero no podía ser, yo la había visto con el cigarrillo apagado en la mano, tal vez pidiéndome fuego, con un gesto que se habrá perdido muy pronto, imagino, cuando ya no queden mujeres atractivas que fumen y pidan fuego a los desconocidos. Hubiera querido ir a buscarla, pero no me atrevía. Soy de esos hombres pusilánimes que viven intimidados por el personal subalterno. Escuché muy fuerte el ruido de una aspiradora: una mujer encorvada y muy vieja la manejaba entre los butacones del salón.
—Perdone el señor que lo llamara tan fuerte —en la voz del camarero no había el menor tono de disculpa —. Pero es que todas las dependencias del hotel, salvo las de servicio, están selladas por orden judicial. Se lo llevarán todo, todos los muebles, las alfombras, todos los recuerdos del patrón y de la señora Carlota.
—¿Quién? —lo pregunté como si no hubiera escuchado bien ese nombre, que me había estremecido.
—La señora Carlota, la esposa del patrón, el señor Isaac Fainberg. El Fangio de la hostelería rioplatense, lo llamaban...
—Creo que llegué a conocerlo, hace años —improvisé, con un ligero pálpito de impostura, de una curiosidad que iba pareciéndose al miedo —. ¿Puede recordarme cómo era?
—Y, cómo no, se ve que al señor lo impresionó el personaje. Alto, con su pelo blanco, con sus lentes que le hacían tan serio. En cuanto apretaron los malos tiempos al señor Fainberg no le importó cambiarse el saco de patrón por el uniforme de recepcionista. ¿Quiere creer que fuera de nosotros muy poca gente sabía que él era el dueño? Yo lo miraba y pensaba: al patrón van cuatro lustros que le dura el velorio. Porque de entonces acá se torcieron las cosas y el Town Hall no volvió a ser ni sombra. Pero si me pone el señor esa cara de pena no le sigo contando. ¿Tomará otro trago, otra copita, como dicen ustedes en España? Lindo país el suyo. Mis viejos vinieron de allá, mi papá de La Rioja, mi mamá de la provincia de Lugo, dígame si no puedo presumir de background.
El camarero llenó las dos copas: las llenó tanto que al chocar la suya con la mía en un incongruente toast (¿por La Rioja, por Lugo, por España, por los good old times del hotel Town Hall?), las dos se derramaron un poco.
—Supongo que la viuda, la señora Carlota, se hará cargo de todo —dije, y el camarero me miró primero con desconcierto, y luego con un gesto de burla, chasqueando los labios brillantes de alcohol.
—¿Pero de qué viuda me habla el señor, si fue el patrón quien se quedó viudo de la señora Carlota? Ya me parecía raro que usted lo hubiera conocido.
—No hará mucho tiempo de eso...
—¿Pues no le dije recién que habían pasado cuatro lustros, veinte años, según mi cuenta?
Pensé, con un sentimiento retardado de fraude, que Abengoa me había mentido, pero no alcanzaba a comprender por qué, ni en qué materiales de la realidad se había basado su innecesaria ficción: pensé que mi imaginación había inventado a la mujer rubia sentada junto a la mesa, con el cigarrillo en la mano, invitándome a acercarme a ella, como en cualquiera de esas películas que habían alimentado los embustes de Abengoa. Pero el camarero estaba hablándome, y yo, tan perdido en mis fantasmagorías, no le prestaba atención.
— ... Eso fue lo que acabó con el patrón, y poco después con el hotel. Vino en todos los diarios, noticia de primera página. Antes de casarse con el patrón y abandonar su carrera, la señora Carlota había sido una de las estrellas más rutilantes de la calle Corrientes, no sé si la conoce, el Broadway de Buenos Aires. Aún me acuerdo de ver cuando pibe su cara en las marquesinas de los teatros, rodeada de luces. Pero se enamoró del patrón y lo dejó todo por él, amour fou a primera vista. Linda historia de amor, ¿no le parece?
Sin darme cuenta yo había acabado mi copa. Una parte de racionalidad y prudencia extraviada dentro de mí me advertía con espanto que aún no había llegado el lunchtime y yo estaba ya borracho. Malignamente el camarero me sirvió más alcohol, que yo no rechacé. El ruido de la aspiradora estaba mucho más cerca, a mi espalda. Se interrumpió de golpe y me volví. La criada me miró con una expresión interrogativa, con un cierto descaro, acercándome mucho sus ojos guiñados, como si no me viera bien. Su cofia y su delantal pertenecían, como la aspiradora, a los años de gloria del hotel. Estaba prácticamente encima de nosotros, espiándonos sin molestarse ya en fingir que limpiaba, pero el camarero siguió hablándome como si ella no existiera.
—Pero las grandes historias de amor nunca acaban bien, ¿no es cierto? Acá confluyen el Eros y el Tánatos. En cinco años todo terminó. Yo aún no trabajaba en el hotel, pero me lo contaron.
—¿Se mató en el ascensor? —especulé, con una vehemencia en gran medida alcohólica —. Hubo algún fallo, y cayó desde uno de los pisos altos...
—Desde el piso quince —el camarero me miraba ahora con extrañeza, como recelando algo o arrepintiéndose de su propia locuacidad —. Pero qué quiere que le cuente, si el señor parece que ya lo sabe todo. La señora Carlota acababa de salir de sus aposentos, que estaban donde después se ubicó la suite nupcial. No encontró al ascensorista de servicio, o quiso manejar el aparato ella sola, y créame, se lo dice un profesional, ésa no es una tarea tan fácil como el público piensa. No le exagero si le digo que yo a ese aparato le tomé cariño, a pesar de su leyenda, no es uno de esos ascensores automáticos de ahora, tan impersonales, le doy mi palabra de que es como un Stradivarius. Me da congoja pensar que va a perderse. El último ascensor manual de Buenos Aires. Como dijo un diario de entonces, fue el ataúd de la señora Carlota.
«El patrón la mató. Él trucó el mecanismo para que Carlota muriera.»
El camarero y yo tardamos un instante en darnos cuenta de dónde venía la voz y a quién pertenecía, una voz tan indiferente como esas que leen los partes informativos en la radio. Al principio la mujer soportó en silencio nuestras dos miradas. Era pequeña, un poco encorvada, una de esas mujeres de otros tiempos que llegaban a la vejez con la columna vertebral torcida y las rodillas destrozadas por el trabajo doméstico. Cuando volvió a hablar, con el duro acento de España apenas matizado por inflexiones argentinas, sólo me miraba a mi, pero no había fijeza en sus pupilas demasiado miopes. ¿Habría sido ella quien le contó la historia a Abengoa, quien le dio la idea para el prolijo embuste que él me contó a mí?