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Authors: George R. R. Martin

Tags: #Terror

Canciones que cantan los muertos (18 page)

BOOK: Canciones que cantan los muertos
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—¿Insectos? —preguntó.

—No —replicó Wo—. Una forma de vida mucho más compleja. Y también más inteligente. Mucho más sagaz que su shambler, mucho más. Los llaman los reyes de la arena.

—Insectos —dijo Kress, apartándose del tanque—. No me importa cuán complejos ellos sean. —Arrugó la frente—. Y, por favor, no trate de embaucarme con esta propaganda de inteligencia. Estos seres son demasiado pequeños para tener otra cosa que no sean cerebros muy rudimentarios.

—Comparten mentes-colmena —explicó Wo—. Mentes-castillo, en este caso. Sólo hay tres organismos en el tanque, en realidad. El cuarto murió. Como puede usted ver su castillo ha caído.

Kress volvió a observar el tanque.

—¿Mentes-colmena, eh? Interesante. —Arrugó la frente de nuevo—. De todas maneras, sólo es un hormiguero de tamaño anormal. Había esperado algo mejor.

—Guerrean entre ellos.

—¿Guerras? Hmmm.

Kress volvió a mirar.

—Fíjese en los colores, si usted tiene la intención —dijo Wo.

La mujer señaló las criaturas que bullían en torno al castillo más cercano. Una de ellas estaba rascando la pared del tanque. Kress la examinó. A sus ojos, seguía teniendo el aspecto de un insecto. Apenas tan larga como una uña, con seis patas y seis ojos diminutos dispuestos en torno a su cuerpo. Un desagradable juego de mandíbulas se abría y cerraba visiblemente, mientras dos largas y delicadas antenas trazaban figuras en el aire. Antenas, mandíbulas, ojos y patas estaban ennegrecidos, pero el color dominante era el naranja encendido de su blindaje.

—Es un insecto —repitió Kress.

—No es un insecto —insistió Wo sin alterarse—. El esqueleto exterior acorazado muda cuando los reyes de la arena aumentan de tamaño. En un tanque de este tamaño no lo hará. —Wo tomó a Kress del brazo y lo llevó hasta el siguiente castillo—. Fíjese en los colores ahora.

Así lo hizo. Eran distintos. Los reyes de la arena tenían aquí un caparazón rojo brillante. Antenas, mandíbulas, ojos y patas eran amarillos. Kress miró al otro lado del tanque. Los habitantes del tercer castillo eran blancuzcos, con bordes rojos.

—Hmmm —dijo Kress.

—Guerrean entre ellos, tal como dije —explicó Wo—. Incluso conciertan treguas y alianzas. El cuarto castillo de este tanque fue destruido como resultado de una alianza. Los negros estaban haciéndose demasiado numerosos, así que los otros unieron sus fuerzas para acabar con ellos.

Kress siguió sin estar muy convencido.

—Divertido, es indudable. Pero también los insectos luchan entre ellos.

—Los insectos no adoran —dijo Wo.

—¿Eh?

Wo sonrió y señaló el castillo. Kress lo miró fijamente. Un rostro había sido esculpido en el muro de la torre más elevada. Lo reconoció. Era el de Jala Wo.

—¿Cómo…?

—Proyecté un holograma de mi rostro en el tanque y lo dejé durante algunos días. El rostro de dios, ¿comprende? Yo les doy de comer, siempre estoy cerca. Los reyes de la arena poseen un rudimentario sentido psiónico. Telepatía de proximidad. Me perciben y me adoran, usan mi cara para decorar sus edificios. Todos los castillos lo tienen, ¿ve? Ellos lo hicieron.

Así era. En el castillo, el semblante de Jala Wo estaba sereno, sosegado y era muy vívido. Kress se maravilló ante aquella muestra de destreza.

—¿Cómo lo hacen?

—Las patas delanteras se doblan como si fueran brazos. Incluso tienen una especie de dedos, tres zarcillos pequeños y flexibles. Y cooperan perfectamente, tanto en la construcción como en la batalla. Recuérdelo, todos los seres de un mismo color comparten una sola mente.

—Dígame más —pidió Kress.

Wo sonrió.

—El vientre habita en el castillo. Vientre es el nombre que yo he elegido para ella… Un juego de palabras, más bien. Ese ser es madre y estómago al mismo tiempo. Hembra, grande como su puño, inmóvil. En realidad, rey de la arena es un nombre algo inadecuado. Las criaturas móviles son campesinos y guerreros. El gobernante real es una reina. Pero esta analogía tampoco es correcta. Un castillo, considerado como un todo, es una sola criatura hermafrodita.

—¿Qué comen?

—Los seres móviles comen una especie de papilla, alimento previamente digerido que obtienen en el interior del castillo. Lo consiguen del vientre después que esta criatura lo haya elaborado durante varios días. Sus estómagos no soportan otra cosa. Si el vientre muere, ellos no tardan mucho en hacer lo propio. El vientre…, el vientre come de todo. No le representará gasto extra alguno. Restos de comida servirán perfectamente.

—¿Alimento vivo? —preguntó Kress.

Wo hizo un gesto de indiferencia.

—Todos los vientres comen seres móviles de los otros castillos, sí.

—Estoy intrigado —admitió Kress—. Si tan sólo no fueran tan pequeños…

—Los suyos pueden ser mayores. Estos reyes de la arena son pequeños porque el tanque es pequeño. Al parecer, limitan su crecimiento para amoldarse al espacio disponible. Si los cambiara a un tanque de mayor tamaño, seguirían creciendo.

—Hmmm. Mi tanque de pirañas es dos veces mayor que este y está vacío. Podría limpiarlo, llenarlo de arena…

—Wo y Shade se encargarían de la instalación. Será un placer hacerlo.

—Por supuesto —dijo Kress—. Espero que me venderán cuatro castillos intactos.

—Ciertamente —dijo Wo.

Empezaron a discutir el precio.

Tres días más tarde, Jala Wo se presentó en la mansión de Kress con reyes de la arena en estado latente y los trabajadores que se encargarían de la instalación. Los ayudantes de Wo eran de un tipo de alienígena con el que Kress no estaba familiarizado: bípedos regordetes de amplia cintura, cuatro brazos y ojos saltones y multifacéticos. Su piel era gruesa, correosa, retorcida hasta formar cuernos, espinas y prominencias en raros lugares del cuerpo. Pero eran muy fuertes y excelentes trabajadores. Wo les dio órdenes en una lengua musical que Kress desconocía.

Acabaron el mismo día. Trasladaron el tanque de pirañas al centro de la espaciosa sala, dispusieron sofás a ambos lados para permitir una mejor visión, limpiaron el depósito y lo llenaron de arena y piedras en sus dos terceras partes. Luego instalaron un sistema especial de iluminación que daba la tenue luz roja preferida por los reyes de la arena y permitía la proyección de imágenes holográficas en el interior del tanque. En la parte superior montaron una sólida cubierta de plástico equipada con un dispositivo de alimentación.

—De esta forma —explicó Wo—, usted podrá alimentar a sus reyes de la arena sin sacar la cubierta del tanque, sin correr el riesgo que los seres móviles escapen.

La cubierta también incluía mecanismos para controlar el clima, para condensar la cantidad exacta de humedad del aire.

—El ambiente ha de ser seco, pero no demasiado —dijo Wo.

Finalmente, uno de los trabajadores de cuatro brazos entró al tanque y excavó profundos agujeros en las cuatro esquinas. Unos de sus compañeros le entregó los vientres aletargados, sacándolos uno por uno de sus embalajes criónicos.

No parecían gran cosa. Kress pensó que sólo podía compararlos a trozos de carne cruda moteada y medio podrida. Todos tenían una boca.

El trabajador los enterró, uno en cada rincón del tanque. A continuación, el equipo de instalación cerró el equipo y se despidió.

—El calor hará que los vientres se despierten —dijo Wo—. En menos de una semana los seres móviles habrán nacido y empezarán a salir a la superficie. Asegúrese de darles mucha comida. Necesitarán toda su fuerza hasta que se hallen bien establecidos. Supongo que usted tendrá los castillos erigidos en, aproximadamente, tres semanas.

—¿Y mi rostro? ¿Cuándo esculpirán mi rostro?

—Proyecte su holograma una vez que haya transcurrido un mes —le aconsejó Wo—. Y tenga paciencia. Si tiene dudas, llámenos, por favor. Wo y Shade están a su servicio.

Wo saludó con una inclinación de cabeza y se fue.

Kress volvió junto al tanque y encendió un cigarrillo. Impaciente, tamborileó con sus dedos en el plástico y arrugó la frente.

El cuarto día Kress creyó vislumbrar movimiento bajo la arena. Sutiles agitaciones subterráneas.

El quinto día vio a su primer móvil, un blanco solitario.

El sexto día contó una docena de ellos, blancos, rojos y negros. Los anaranjados se retrasaban. Kress introdujo una taza con restos de comida en mal estado. Los móviles la percibieron al instante, se precipitaron hacia ella y comenzaron a arrastrar trozos hacia sus respectivas esquinas. Todos los grupos de color mostraron una elevada organización. No pelearon. Kress se desilusionó un poco, pero decidió darles tiempo.

Los anaranjados aparecieron al octavo día. Por entonces los demás reyes de la arena habían comenzado a transportar pequeñas piedras y erigir toscas fortificaciones. Siguieron sin pelear. De momento tenían la mitad del tamaño de los que había visto en Wo y Shade, pero Kress pensó que estaban creciendo con gran rapidez.

Los castillos adquirieron altura a mitad de la segunda semana. Organizados batallones de móviles tiraban de gruesos trozos de arenisca y granito hasta sus esquinas, donde otros móviles ponían la arena en su lugar ayudándose de mandíbulas y zarcillos. Kress había adquirido unos anteojos, por lo que pudo observar el trabajo de las criaturas en cualquier parte del tanque que se encontraran. Circundó una y otra vez las elevadas paredes de plástico, sin dejar de observar. Era fascinante.

Los castillos resultaban algo más simple de los que le habría gustado, pero Kress tuvo una idea. Al día siguiente introdujo obsidiana y fragmentos de vidrios de colores junto con la comida. Los materiales fueron incorporados a los muros del castillo en pocas horas.

El castillo negro fue el primero que estuvo terminado, seguido por las fortalezas blanca y roja. Los anaranjados fueron los últimos, como siempre. Kress hizo todas sus comidas en la sala, sentado en el sofá para poder observar. Esperaba que la primera guerra estallara de un momento a otro.

Fue decepcionándose. Pasaron los días, los castillos fueron aumentando en altura y tamaño y Kress raras veces abandonaba el tanque, a no ser para atender sus necesidades sanitarias y responder llamadas importantes relacionadas con su negocio. Pero los reyes de la arena no guerreaban. Estaba empezando a intranquilizarse.

Finalmente dejó de alimentarlos.

Dos días después que los restos de comida cesaron de caer desde su cielo, cuatro móviles negros rodearon a otro anaranjado y lo arrastraron hacia su vientre. Primero lo mutilaron, rompiendo sus mandíbulas, antenas y patas, y luego lo condujeron a través de la oscura puerta de su castillo en miniatura. La criatura no volvió a salir. Al cabo de una hora, más de cuarenta móviles anaranjados marcharon sobre la arena y atacaron el rincón de los negros. Fueron superados numéricamente por los negros, que se apresuraron a surgir de las profundidades. Al acabar la lucha, los atacantes habían sido masacrados. Los muertos y heridos fueron introducidos en el castillo para alimentar el vientre negro.

Kress, satisfecho, se felicitó por su ingenio.

Al día siguiente, cuando puso la comida en el tanque, estalló una batalla múltiple por la posesión del alimento. Los blancos fueron los grandes vencedores.

Después de eso, se sucedieron las batallas.

Casi un mes después del día en que Jala Wo había entregado los reyes de la arena, Kress conectó el proyector holográfico y su semblante se materializó en el tanque. La imagen fue girando, poco a poco, de modo que fuera visible por igual desde los cuatro castillos. Kress pensó que el parecido era excelente. La proyección tenía la sonrisa de picardía, amplia boca y abultadas mejillas de Kress. Sus ojos azules centelleaban, su cabello cano estaba cuidadosamente arreglado, sus cejas eran finas y sofisticadas.

Los reyes de la arena emprendieron el trabajo muy pronto. Kress los alimentó en abundancia mientras su imagen fulguraba sobre las criaturas en el cielo. Las batallas cesaron de forma temporal. Toda la actividad se centró en la adoración.

El rostro de Kress apareció en los muros de los castillos.

Al principio todas las tallas le parecieron semejantes, pero conforme fue prosiguiendo el trabajo y Kress estudió las reproducciones, empezó a detectar diferencias sutiles en la técnica y en la ejecución. Los rojos eran los más creativos; usaban diminutos fragmentos de pizarra para el gris del cabello. El ídolo de los blancos le pareció joven y malévolo, en tanto que el rostro moldeado por los negros —aunque prácticamente idéntico, rasgo a rasgo— le sorprendió por la sabiduría y benevolencia que reflejaba. Los reyes de la arena anaranjados, como era su costumbre, fueron los últimos y los peores. La guerra no había ido bien para ellos y su castillo era un desastre en comparación con los demás. La imagen que tallaron fue tosca y caricaturesca y dieron la impresión que pretendían dejarla así. Cuando terminaron de elaborar la cara, Kress se enfadó bastante con ellos, pero en realidad no podía hacer nada.

Cuando todos los reyes de la arena concluyeron sus rostros de Kress, éste desconectó el proyector y decidió que era el momento adecuado para dar una fiesta. Sus amigos quedarían impresionados. Incluso podría ofrecerles una batalla, pensó. Canturreando con felicidad, Kress inició la elaboración de una lista de invitados.

La fiesta constituyó un éxito tremendo.

Kress invitó a treinta personas: un puñado de buenos amigos que compartían sus diversiones, algunas antiguas amantes y una serie de rivales de negocios y sociales que no podían permitirse el lujo de las invitaciones de Kress. Sabía que algunos de ellos quedarían desconcertados, e incluso se ofenderían, al ver los reyes de la arena. Kress contaba con ello. Acostumbrada a considerar sus fiestas como un fracaso al menos que un invitado, como mínimo, se marchara de ellas más que enojado.

Un impulso le llevó a añadir el nombre de Jala Wo a la lista.

«Venga con Shade, si lo desea», añadió mientras dictaba la invitación de la vendedora.

La aceptación de Wo sólo le sorprendió un poco. «Shade, por desgracia, no podrá asistir. Él no acude a actos sociales. Por lo que a mí se refiere, espero con interés la oportunidad de comprobar que tal van sus reyes de la arena».

Kress ordenó preparar una comida suntuosa. Y por fin, cuando la conversación languideció y la mayoría de los huéspedes mostraron el atontamiento de los cigarrillos de placer y el vino, Kress asombró a todo el mundo encargándose él mismo de recoger en una taza los restos de la comida.

BOOK: Canciones que cantan los muertos
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