Canciones que cantan los muertos (14 page)

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Authors: George R. R. Martin

Tags: #Terror

BOOK: Canciones que cantan los muertos
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Se descolgó de la cuerda en un nivel y se quitó el casco, que metió bajo su brazo. Las grandes puertas de metal estaban abiertas. Anelin se hallaba a oscuras, y dejó que sus ojos se adaptaran a la pálida penumbra purpúrea. Los globos incrustados de hongos seguían brillando en la Cámara de los Maestros Cambiadores, pero alguien había apagado las antorchas. Del Carnicero no había rastro. Anelin esperó hasta estar seguro, y después entró.

Lo primero que recogió fue un arma. Su espadín estaba allí, encima de un montón de oxidadas armas, y lo recuperó con satisfacción. Probó la gran hacha de Groff, que estaba apoyada en el trono, pero le pareció demasiado pesada y difícil de manejar. Se metió la daga de Vermillar en el cinto, y la de Riess en una bota. Si quería desangrar al Carnicero, era conveniente usar aquellas herramientas.

Acto seguido, Anelin paseó por la cámara, recogió objetos, exploró, buscó comida. Por fin encontró un escondrijo de carne, tiras saladas y colgadas. Un lugar lleno de excelente carne blanca de grouno, y también carne de otra clase. Pero Anelin no comió nada. Se conformó con una taza de arañas picantes y un plato de setas.

Después de comer, descansó en una de las camas con ruedas, demasiado cansado para dormir, y en exceso asustado. Hojeó un libro que encontró abierto junto al trono. Las tapas eran de grueso cuero, impresas con la theta y una hilera de símbolos, pero las páginas no habían soportado tan bien el paso del tiempo. Faltaban algunas, otras estaban humedecidas y cubiertas de moho, y los pocos fragmentos que aún podían leerse eran incomprensibles para Anelin. Los símbolos recordaban vagamente los caracteres de los carcomidos libros que conservaba el Gusadulto. Anelin había aprendido un poco a leerlos gracias a Vermillar, quien a su vez había aprendido el oscuro arte gracias a su abuelo. Pero eso no le sirvió de nada. Logró descifrar una palabra aquí, conjeturar otra en la página siguiente y otra diez capítulos más adelante, pero nunca dos palabras seguidas que tuvieran sentido. Incluso las ilustraciones eran absurdas marañas de líneas que no describían nada reconocible.

Anelin dejó el libro. Había ruidos en el conducto de aire. Se levantó, recogió el casco y el espadín y se situó junto a las puertas de la cámara para aguardar.

El Carnicero salió del pozo, vestido con una blanca piel de grouno y una incolora capa. Cuerdas hechas con seda de araña ataban el cuerpo de un niño a su espalda. El niño era un
yaga-la-hai
.

Anelin dio un paso al frente.

El Carnicero irguió la cabeza, sobresaltado. Había empezado a desatar los nudos que ligaban a su presa. Su mano se extendió hacia el cuchillo.

—Vaya —dijo—. Tú.

—Yo —repuso Anelin.

Su espadín estaba extendido, su casco protegido por la mano libre.

—He estado buscándote —dijo el Carnicero—. Después de tender otra cuerda.

—Huí —contestó Anelin—, porque sabía que me buscarías.

—Sí —dijo el Carnicero, risueño. Su cuchillo salió de la funda, un susurro de metal rozando cuero—. Temía que te hubieras perdido. Así está mejor. Los grounos pagan bien la carne. Tus amigos, a propósito, estaban deliciosos. Excepto el caballero. Por desgracia, Groff estaba bastante duro.

—Me pregunto qué gusto debes tener tú —dijo Anelin. El Carnicero se echó a reír—. Sospecho que tu carne estará contaminada —prosiguió Anelin—. No voy a comerte. Es mejor dejarte como carroña para los gusanos devoradores.

—Vaya —dijo el Carnicero—. Otra muestra de tu gran ingenio. —Hizo una reverencia—. Esta carne que llevo me abruma. ¿Me permites dejarla en el suelo?

—Naturalmente —replicó Anelin.

—Déjame colocarla dentro, que no estorbe —dijo el Carnicero—. Para que ninguno de los dos tropecemos con ella.

Anelin asintió, y se situó cautelosamente a un lado, reprimiendo una sonrisa. Sabía cuáles eran las intenciones del Carnicero. Éste tomó su cuchillo y partió los nudos que ataban el niño a su espalda. Después dejó el cadáver al otro lado de la puerta. Se volvió, perfilado por la purpúrea luz.

—Los
yaga-la-hai
y los grounos…, son tan parecidos —dijo riendo—. Animales.

Extendió los brazos y cerró bruscamente las amplias puertas, y de nuevo los oídos de Anelin resonaron con el estrépito que ya había oído otra vez, hacía mucho tiempo.

—No —dijo Anelin—. Parecidos, sí. Pero no animales.

Se puso el casco. La profunda oscuridad se disipó igual que niebla.

El Carnicero se había situado a un lado en silencio y con gran agilidad. Una amplia sonrisa hendía su semblante, y el asesino avanzó con furtivos pasos, con el cuchillo dispuesto para atacar y destripar.

Si Anelin, igual que el difunto y desgraciado Groff, hubiera intentado acometer precipitadamente contra el lugar ocupado antes por el Carnicero, en el último instante de luz, su acometida le habría dejado expuesto a una fatal cuchillada del Carnicero en el lugar donde estaba en ese momento. Era una técnica astuta, perfeccionada. Pero Anelin podía ver. Por una vez, oscuridad y engaño fueron inútiles. Y el espadín era más largo que el cuchillo del Carnicero.

Rápida, tranquilamente, con suma naturalidad, Anelin se volvió para mirar a su enemigo, sonrió bajo su casco y atacó. El Carnicero apenas tuvo tiempo de reaccionar. Habían pasado años desde la última vez que peleó en igualdad de condiciones. Anelin le desgarró el abdomen.

Más tarde, Anelin tiró el cadáver por el conducto de aire, e imploró que cayera eternamente.

La Mascarada del Gusadulto continuaba en la Alta Madriguera cuando Anelin volvió con los
yaga-la-hai
. En las polvorientas bibliotecas, hombres ataviados con dominós y mujeres ocultas tras sus velos se retorcían y daban vueltas. Las salas de tesoros estaban abiertas a todos, las cámaras de placer disponibles para otras cosas. En el Salón Superior, el Segundo Vermintor yacía bajo un millar de antorchas mientras los gusahijos danzaban y pasaban junto a él, entonando cánticos por su fallecimiento. El Gusadulto no tenía cara. Se había unido al Gusano Blanco. Detrás de él, los sacerdotes-cirujanos permanecían de pie, vestidos con blancas batas y luciendo el símbolo del escalpelo y la theta, tal como estaban desde hacía una semana. El Séptimo Festín acababa de empezar.

Caralí se encontraba allí, la brillante y dorada Caralí, y los caballeros broncíneos, y muchas personas que en tiempos habían sido amigas de Anelin. Pero casi todos se limitaron a sonreír y a decir ocurrencias cuando él, de forma inesperada, cruzó las puertas a grandes zancadas.

Algunos, es posible, no le reconocieron. Hacía poco tiempo, en la Mascarada Solar, Anelin había estado allí, radiante, vestido con seda y gris de araña. En ese momento apareció penosamente demacrado, herido y magullado en muchos lugares de su cuerpo, con los ojos inquietos en las oscuras cuencas, y la única ropa que vestía eran los negros harapos que colgaban de su cuerpo como los sucios harapos de un cultivador de setas. Llevaba la cara descubierta, sin tan sólo un dominó, y el detalle provocó los murmullos de los asistentes, ya que aún no había llegado el momento del desenmascaramiento.

Pronto tuvieron más motivos para murmurar. Porque Anelin, el extraño y cambiado Anelin, permaneció en silencio en la puerta, con los ojos saltando de una máscara a otra. Luego, todavía silencioso, Anelin recorrió el reluciente suelo de obsidiana hasta llegar a la mesa del banquete, tomó un plato de hierro repleto de fina carne blanca de grouno y lo lanzó violentamente al otro lado de la cámara. Algunos gusahijos rieron. Otros, no tan divertidos, recogieron trozos de carne de sus hombros. Anelin salió de la cámara.

Posteriormente, Anelin fue una figura familiar entre los
yaga-la-hai
, aunque perdió su elegancia en el vestir y prácticamente todo su elegante ingenio. Hablaba sin cesar, en tono persuasivo, de olvidados crímenes, de los pecados de eras antiquísimas, y describía imágenes deliciosamente siniestras de monstruosos gusanos que nacían bajo la Casa y que un día subirían para devorar a todos los gusahijos. Le gustaba contar a los
yaga-la-hai
que deberían yacer con los grounos en vez de asarlos, para que naciera un nuevo pueblo capaz de resistir a sus gusanos de pesadilla.

En la interminable y prolongada podredumbre de la Casa del Gusano, nada era tan apreciado como la novedad. Anelin, aunque considerado vulgar y tremendamente falto de sutileza, urdía entretenidas historias y tenía una chispa de escandalosa irreverencia. Por eso, a pesar de los gruñidos de los caballeros broncíneos, le permitieron vivir.

Los hombres de la aguja

Viviendo en el distrito norte de la ciudad, Jerry había visto muchas cosas jamás soñadas en lugares como Forest Park y Wilmette. Pero además había aprendido a preocuparse de sus asuntos, y por eso no fue extraño que apenas pensara dos veces en el tipo de la aguja hasta que topó con los polizontes en la escalera de su edificio.

En realidad, no había visto nada sospechoso, al fin y al cabo. Era un viernes por la noche cuando sucedió eso, y Jerry había estado en la calle Rush, comprobando la acción en algunos bares singulares, con notable falta de éxito. Había bebido unas cuantas copas de más y estaba a punto de pescar una borrachera. Por eso, cuando la bonita morena con la que estaba charlando se fue con otro, Jerry tomó la decisión de dar por terminada la noche. Fue al ferrocarril elevado para volver a Argyle, miró melancólicamente los gastados y tiznados ladrillos y las grisáceas ventanas de los edificios próximos a las vías, parpadeó cuando brotaron crujientes chispas blancoazuladas del tercer riel que parecieron grabar al agua fuerte afiladas e intensas sombras en las paredes de las casas.

De la parada del ferrocarril elevado en Argyle había un corto paseo al edificio de seis pisos donde Jerry compartía un apartamento con tres compañeros. Incluso a medianoche, Argyle mostraba bullicio. Música campestre salía estruendosamente por las abiertas puertas de los bares, vagas siluetas femeninas se retorcían en las ventanas de los clubes de
striptease
, las cafeterías de horario permanente estaban abiertas y atestadas. Jerry tuvo que pasar por encima de un vago, desmayado delante de una tienda de comestibles. Un segundo vago pasó furtivamente junto a él al lado del
drugstore
, murmurando algo con la áspera voz de la borrachera, pero huyó asustado en cuanto Jerry le echó una mirada. Así era el barrio «Exuberante», como gustaba llamarlo Jerry. Campesinos, hispanos, negros y muchos orientales forzados a estar juntos, con las mejillas apretadas, y odiando constantemente esa situación. En la otra orilla del Sheridan, a lo largo de Marine Drive, estaban los rascacielos, repletos de jóvenes casados y solteros. En cierto sentido la respetabilidad mordisqueaba los bordes del barrio, mascaba los viejos y atestados edificios de alquiler y escupía restaurados pisos de propiedad, pero Jerry suponía que el proceso digestivo iba a durar largo tiempo.

Mientras tanto, los alquileres eran baratos, al menos de acuerdo con las pautas de Chicago. Jerry era un luchador periodista independiente, y por eso era importante lo barato. Además, él opinaba que le haría falta ver el lado apropiado de la vida, el bullicio, el alboroto, y en el norte de la ciudad había mucho de eso.

El camino más corto entre el ferrocarril elevado y su casa atravesaba un callejón al lado mismo de la otra orilla del Sheridan, y llevaba a Jerry hasta las escaleras posteriores. El callejón estaba oscuro, pero eso había dejado de preocuparle desde hacía tiempo; sólo había que mirarlo para saber que no valía la pena atracar a Jerry. Por tal razón, ese viernes por la noche se metió en el callejón, como había hecho mil veces, y ahí fue donde vio al tipo de la hipodérmica.

No fue nada importante. El tipo estaba cerrando el maletero de su coche, un destrozado Javelin negro, cuando Jerry dobló la esquina y se dirigió hacia la destartalada escalera de madera del edificio de seis plantas. Jerry no lo vio muy bien, y no se esforzó. Tan sólo un individuo blanco, bastante joven, con un bigote oscuro, vestido con una de esas chaquetas deportivas con coderas de cuero. Él y Jerry intercambiaron una breve y recelosa mirada, como hacen dos desconocidos cuando se encuentran en un callejón del norte de la ciudad, y luego el tipo caminó junto al automóvil en dirección al asiento del conductor. Mientras caminaba, deslizó algo en el bolsillo de su chaqueta, y Jerry atisbó el objeto fugazmente: una jeringuilla hipodérmica. No pensó nada especial. El barrio estaba lleno de drogadictos.

Mientras subía fatigado la escalera que conducía a la puerta trasera de su apartamento, en la tercera planta, Jerry oyó que el automóvil gruñía y daba la vuelta abajo, y las luces de los faros brotaron como lanzas e iluminaron la callejuela unos instantes. Jerry se alegró. Estaba un poco bebido, tenía problemas para meter la llave en la cerradura, y la luz le ayudó.

—Ajá —dijo cuando logró introducir la llave y la hizo girar.

Cuando la puerta se cerró tras haber entrado Jerry, el Javelin se había ido.

Jerry no pensó más en el incidente hasta la noche en que llegaron los polizontes.

Casi era de noche. Jerry había cenado en un restaurante siamés al sur de Lawrence y volvía a casa, paladeando la frialdad del atardecer. Llegando del sur tenía que ir a parar a la fachada de su edificio, pero mucho antes de llegar allí vio que había un alboroto. Un coche policial estaba estacionado junto a la entrada, se había congregado un gentío alrededor de la escalera y dos polizontes se esforzaban en calmar a una loca. Cuando se acercó, Jerry vio que la loca era la señora Monroe, la negra que vivía en el segundo piso con un ejército de niños.

Jerry se abrió paso entre la muchedumbre y se dispuso a subir la escalera. La señora Monroe estaba llorando, y trataba de decir algo, pero sus palabras no tenían sentido. Uno de los agentes, gordo y rojo de cara, miró ceñudamente a Jerry cuando se acercó.

—¡Eh! —ladró.

—Vivo aquí —dijo Jerry—. ¿Qué pasa?

—No es de su incumbencia —dijo el polizonte. Tenía la barriga de un bebedor de cerveza—. Su hijo se ha escapado, eso es todo. Ahora continúe si es que quiere entrar. Nosotros nos ocuparemos de ella.

Jerry se encogió de hombros, miró extrañado a la llorosa señora Monroe y cruzó la entrada. Como las demás viviendas de seis pisos del bloque, la de Jerry tenía una entrada con baldosas, buzones para el correo y timbres en las paredes, y una segunda puerta impedía el acceso a la escalera. Hacía falta una llave o que alguien abriera desde arriba para pasar aquella puerta. Entre las dos puertas, observando la escena en la escalera, había dos vecinos. La abuela Gumbo estaba en su mecedora. Ella y la vieja silla de mimbre con su descolorido cojín floreado salían arrastrándose del primer piso todas las mañanas, y la vieja permanecía sentada allí hasta el anochecer, meciéndose y mirando la calle, meciéndose y fumando su pipa, meciéndose y sosteniendo conversaciones incoherentes con cualquier persona que entraba o salía del edificio. Jerry la saludó con una inclinación de cabeza, aunque no era tan tonto como para intentar hablar con ella.

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