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Authors: Paul Watzlawick

BOOK: Cambio.
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«mostrando mayor simpatía para el que practica la violencia que para el que la sufre, nos ha preparado con elegancia para el máximo daño, al enfrentarnos con un futuro de máximo desorden civil. Una filosofía que durante décadas nos ha inducido a creer que las faltas humanas han de echarse siempre sobre espaldas ajenas; que la responsabilidad de un comportamiento perjudicial para la sociedad debe ser invariablemente atribuida a la sociedad misma; que los seres humanos nacen, no sólo perfectibles, sino idénticos, de tal modo que cualquiera divergencia desagradable ha de ser producto de un medio ambiente nocivo... tal filosofía ha preparado de modo brillante la auto- justificación de las minorías «justicieras» que practican la violencia y ha preparado igualmente con delicadas manos las culpas y las perplejidades de sus víctimas» (8).

En su propia teoría, Alfred Adler conocía ya también la existencia de mecanismos proyectivos similares, así por ejemplo cuando define su concepto de proyecto vital individual.
«El proyecto vital del neurótico exige categóricamente que si fracasa ha de ser por culpa de otro, quedando él libre de responsabilidad personal»
(1). Y por lo que se refiere a la paranoia, Adler escribe lo siguiente:

«La actividad (del paranoico) es por lo general de una índole sumamente beligerante. El paciente reprocha a otros la falta de éxito de sus desmesurados planes y su activo afán de superioridad completa le conduce a una actitud de hostilidad hacia otros... Sus alucinaciones... surgen siempre cuando el paciente desea algo de un modo incondicional, pero al mismo tiempo desea ser considerado libre de responsabilidad» (2).

Ya que a pesar de su índole utópica, o quizá precisamente por ella, las soluciones propuestas son asombrosamente pedestres e inadecuadas o bien, para emplear las palabras de Ardrey, constituyen clichés de una centuria, todos ellos ensayados y encontrados defectuosos (6), la creencia en su naturaleza única y en su prístina originalidad puede ser tan sólo mantenida mediante un estudiado desprecio por las pruebas que suministre el pasado. Un deliberado desdén, no sólo por las lecciones de la historia, sino por la idea fundamental de que la historia tenga algo que ofrecer, constituye otro ingrediente esencial del síndrome de utopía., Ello posee la ventaja adicional de permitirle a uno considerar el propio sufrimiento y el lamentable estado del mundo como una plaga única e inaudita, a cuyo respecto no existen comparaciones válidas. Aquellos que ignoran la historia, advierte Santayana, están condenados a repetirla.

Hasta ahora hemos considerado casos de deseo de mejoramiento de sí mismo o del mundo puesto al servicio de un ideal fuera de la realidad en el que el cambio intentado convierte alguna dificultad inmodificable en un problema. Pero también puede suceder que haya sujetos que consideren la
ausencia
de una dificultad como un problema que requiere acción correctora, actuando entonces hasta que se encuentran entre las manos con un pseudoproblema. Una fecunda matriz de «problemas» de este tipo es, por ejemplo, el puritanismo (cuya regla fundamental ha sido humorísticamente descrita así: "puedes hacer cualquier cosa, siempre que no te produzca placer"). Aquí la premisa consiste en afirmar que la vida es dura, que exige constante sacrificio y que todos los éxitos hay que pagarlos caros. Sobre la base de esta premisa, el surgir de un comportamiento desenvuelto y natural, de espontaneidad y de placer «inmerecido», traído por una especie de suerte insospechada, es considerado como significando la existencia de algo malo o como presagio que señala la inminente venganza de los dioses
[5]
. La mujer que soporta la maternidad como un glorioso sacrificio afirmando:
«Oh, sí, me encuentro mal por la mañana, pero disfruto de cada momento de ese malestar»
(91), o el marido compulsivo que vive exclusivamente para su trabajo, han de ser recordados a este respecto, aunque desde su punto de vista, el único problema resida probablemente en el comportamiento «irresponsable » de un hijo o del cónyuge. Otro ejemplo estaría representado por el estudiante inteligente que toma con tranquilidad todo su trabajo en la universidad, pero cuya preocupación va en aumento cuando se acerca la hora de los exámenes, el desenlace final, en el que quedará patente que no ha estudiado nada en realidad y que hasta la fecha tan sólo ha tenido buena suerte. También hay que incluir los especialistas del «día D», sujetos que se entrenan constantemente para hallarse preparados en caso de una extraña emergencia, cuya aparición es tan sólo cuestión de tiempo y exigirá todo su valor físico y todos sus conocimientos sobre supervivencia. En todos estos casos, la premisa implica una utopía negativa: cuanto mejor marchan las cosas, tanto peor es en realidad la situación y por ende hay que dificultarla. Las utopías positivas implican «no hay problema», las utopías negativas implican «no hay soluciones»; es común a ambas clases el definir las dificultades normales y los placeres normales como anormalidades.

Es característico del síndrome de utopía el que las premisas sobre las que se basa sean consideradas como más reales que la realidad. Lo que queremos significar con esto es que el individuo (o bien en este caso un grupo o una sociedad entera), cuando intenta ordenar su mundo de acuerdo con tales premisas y ve fracasar su intento, no examinará, de modo típico, si la premisa contiene eventuales elementos absurdos o irreales, sino que, como hemos visto, le echa a factores exteriores (por ejemplo, a la sociedad) o a su propia ineptitud. La idea de que la equivocación puede residir en las premisas mismas es intolerable e inadmisible, ya que las premisas son la verdad, son la realidad. Así, por ejemplo, los maoístas argumentan que si en más de medio siglo los marxistas soviéticos no han conseguido realizar el ideal de una sociedad sin clases ello es debido a que la doctrina pura ha caído en manos impuras y no a que exista tal vez algo inherentemente equivocado en el marxismo. Lo mismo ocurre corrientemente con los proyectos de investigación improductivos, cuando la solución se considera que reside en más dinero, un proyecto más amplio, es decir: en «más de lo mismo».

Esta distinción entre hechos y premisas de los hechos es crucial para la comprensión de las vicisitudes del cambio. Ya nos hemos referido a dicha distinción cuando presentamos el problema de los nueve puntos, en el que, como se recordará, es un equívoco supuesto acerca del problema lo que excluye su solución, y no el hecho de no haberse descubierto aún el modo «correcto » de conectar los puntes entre sí dentro de la condición impuesta por dicha premisa. Lo poco trivial de esta equivocación se pone de manifiesto si la examinamos en el contexto potencialmente fatal de la desesperación existencial. Muchos individuos se ven impulsados a pensar, o incluso a cometer, un suicidio debido a que, como Hemingway, son incapaces de vivir de acuerdo con ciertas expectativas. Ello es debido a que comienzan a experimentar sus vidas como desprovistas de sentido y los escritores existencialistas, desde Kierkegaard y Dostoyewski hasta Camus, se han enfrentado con las letales consecuencias de la ausencia de sentido. En esta forma de desesperación existencial, la busca de un sentido de la vida ocupa un punto central y se difunde a todo lo demás y tanto es así que el pensador pone en tela de juicio cuanto existe bajo el sol,
con excepción
de la premisa misma, es decir, la firme convicción de que existe un sentido y hay que descubrirlo para sobrevivir
[6]
. Por frivolo que parezca, ésta es la diferencia entre gran parte de la tragedia humana y la actitud del rey en
Alicia en el País de las Maravillas
, el cual, tras leer el absurdo poema del conejo blanco, comenta alegremente:
«Si no tiene ningún sentido, nos evita un montón de preocupaciones, ya que no necesitamos encontrarle ninguno.»
Pero estamos de nuevo anticipando al mencionar soluciones mientras estamos todavía examinando la formación de problemas. Esto resulta casi in evitable, ya que, como hemos visto, una solución puede constituir, en sí misma, el problema. Y así sucede sobre todo en aquellas áreas que están específicamente relacionadas con cambios, por ejemplo en psicoterapia y en el amplio campo de los cambios sociales, económicos y políticos.

Por lo que se refiere a la psicoterapia en su relación con el utopismo, se plantea la cuestión acerca de si el tratamiento mismo puede padecer de la afección que se supone ha de curar, y de en qué grado la padece. Con la posible excepción de los escritos de Alfred Adler, Harry Stack Sullivan y Karen Horney, la mayoría de las escuelas psicoterápicas (si bien no forzosamente sus partidarios individuales) se han planteado objetivos utópicos, por ejemplo organización genital, individuación, autorrealización, por no hablar de las escuelas más modernas y más extremistas mencionadas al comienzo de este capítulo. Con objetivos tales como éstos, la psicoterapia se convierte en un proceso sin fin, quizás humanista, pero con mayor facilidad inhumano por cuanto se refiere al sufrimiento concreto del paciente. En vista de la sublime magnitud de tal empeño, sería poco razonable esperar un cambio concreto y rápido; y con un fascinante despliegue, casi orwelliano, de acrobacia lógica, lo concreto es etiquetado así de utópico y la utopía es definida como una posibilidad práctica. Suponer que un cambio concreto de un problema concreto dependa del logro de un objetivo que se halla tan distante que bordea al infinito, hace que la situación resultante sea «autoprecintada» (
self-sealing
), para emplear el adecuado término de Lipson (74). Así, por ejemplo, si una apendicitis no se cura con el poder de la oración del paciente, ello demuestra tan sólo que su fe no era lo suficientemente firme y el fallecimiento del enfermo confirma por tanto, más bien que invalida, la doctrina de la curación por el espíritu. O bien, para apelar a un ejemplo menos llamativo, si a un síntoma «neurótico» se considera meramente como la cúspide del iceberg y no mejora a pesar de muchos meses de psicoterapia, ello «demuestra» lo correcto de la creencia según la cual los problemas emocionales pueden tener sus raíces en los niveles más profundos del inconsciente, lo cual justifica a su vez que el paciente precise un psicoanálisis aún mucho más profundo. Las doctrinas sin fin, «autoprecintadas » siempre encuentran salida, y aquí recordamos el amargo chiste acerca del paciente que tras años de psicoanálisis continúa orinándose en la cama,
«pero ahora comprendo por qué lo hago»
.

Las tentativas utópicas de cambio crean callejones sin salida en los que con frecuencia resulta imposible distinguir claramente entre problemas y «problemas», y entre «problemas» y «soluciones». La índole inalcanzable de una utopía constituye un pseudoproblema, pero el sufrimiento a que da lugar es muy real. Cuando los hombres definen situaciones como reales, son reales en cuanto a sus consecuencias, afirma Thomas (90). Si, con un salto mortal de tipo lógico, estas consecuencias son consideradas como las causas del problema, es natural que se intente cambiarlas. Si tales tentativas no tienen éxito (como es lógico que suceda), es natural que se ensaye «más de lo mismo».
«Realizamos inmediatamente lo posible, lo imposible nos lleva algo más de tiempo»,
un aforismo bonito, pero una cruel trampa para cualquiera que llegue a creer en él. Podemos andar tras lo imposible hasta el fin de los tiempos, pero, para citar una vez más a Ardrey
«mientras perseguimos lo inalcanzable, hacemos imposible lo realizable»
(5). Nos sonreímos con el chiste del borracho que está buscando sus llaves, no en el sitio donde en realidad las ha perdido, sino bajo la luz del farol de la calle, ya que es aquí donde se ve más claro. Suena divertido, pero tan sólo a causa de que se expone el hecho de intentar una solución, no sólo al margen del problema (estando por tanto condenada al fracaso), sino también debido a que la infructuosa búsqueda puede prolongarse indefinidamente. Aquí, nuevamente, la solución intentada es aquello que constituye en realidad el problema. En las situaciones de la vida cotidiana, es de esto último de lo que no nos damos cuenta; el remedio no sólo es peor que la enfermedad, sino que es él mismo la enfermedad. Por ejemplo: es bastante obvio que pocos matrimonios — si es que hay alguno — viven de acuerdo con los ideales expuestos en cualquiera de los clásicos manuales de vida conyugal o de la mitología popular. Aquellos que aceptan tales ideales como aquello que una relación conyugal debe «realmente» ser, tenderán a considerar su propio matrimonio como problemático y comenzarán a buscar una solución, hasta que el divorcio se la proporcione. Su problema no es concretamente su matrimonio, sino sus tentativas para hallar solución a un problema que, en primer término, no es un problema, y que incluso aunque lo fuese, no podría ser resuelto al nivel en el que se intenta.

De cuanto llevamos dicho se desprende la inquietante posibilidad de que los límites de una psicoterapia responsable y humana sean mucho más reducidos de lo que generalmente se piensa. Para evitar que la psicoterapia se convierta en su propia patología hay que limitarla al alivio del sufrimiento; no puede constituir misión suya la búsqueda de la felicidad. Esperamos de la aspirina que alivie nuestro dolor de cabeza, pero no que además nos produzca pensamientos ingeniosos, ni que nos evite futuros dolores de cabeza. Esto vale también para la psicoterapia. Cuando un discípulo entusiasta, en su frenética búsqueda del sátori preguntó al maestro de zen a que se asemejaba la iluminación, el maestro contestó:
«Llegar a casa y descansar confortablemente.»

En los niveles socioeconómicos y políticos, la situación puede ser considerada como similar, con la excepción de que aquí las sobrias conclusiones a deducir pueden parecer aún más chocantes y retrógradas. Un artículo recientemente publicado en un importante diario suizo resume la situación monetaria en términos que nos suenan sorprendentemente familiares:
«Ahora reconocemos que durante años hemos estado confundiendo causa y efecto en cuestiones monetarias... Si no imponemos una limitación a nuestras expectativas futuristas y a sus implicaciones míticas, todas las tentativas para combatir la inflación están condenadas al fracaso. Puede hasta afirmarse que las modernas políticas expansionistas crean indirectamente los males que se supone han de combatir»
(24). De modo muy similar, en países con programas de seguridad social muy perfeccionados y altamente desarrollados, tales como Suecia, Dinamarca, Gran Bretaña, Austria y otros, la situación ha alcanzado un punto tal que tales programas están creando nuevas necesidades, yendo así en contra de sus propios fines. En Estados Unidos, la situación no es muy diferente. En una conferencia acerca de lo que adecuadamente califica como «las funciones de la incompetencia», Thayer señalaba recientemente el asombroso hecho de que entre 1968 y 1970, es decir, en tan sólo dos años, los gastos de seguridad social aumentaron aproximadamente en un 34 %, desde 11 mil millones hasta 14 mil millones de dólares. Esto no solamente demuestra la necesidad de estas medidas de seguridad social, sino también algo distinto: que para el cumplimiento de tales programas se precisan adicionalmente millares de puestos de trabajo especializados
«y que el constante crecimiento de esta parte de nuestra economía total dependerá del aumento — y no de la disminución — de la incompetencia de los ciudadanos en todas aquellas dimensiones para las cuales existe un programa de bienestar social, o para las cuales se tiene que inventar y fundar un programa de dicho tipo»
(89).

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