Cambio. (20 page)

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Authors: Paul Watzlawick

BOOK: Cambio.
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La actitud que acabamos de describir puede ser influida de modo más bien fácil, siempre que el solucionador del problema se encuentre dispuesto a abandonar el plano del sentido común y de la razón, y plantee la siguiente pregunta (aparentemente absurda): «¿Por qué tienes que cambiar?» El que se queja está por lo general mal preparado para esta desviación de tipificación lógica. De acuerdo con las reglas de su juego se entiende y es indudable que debe cambiar y, de hecho, todo su «juego» está basado en esta premisa. La pregunta «¿por qué tienes que cambiar?» no constituye ya, por tanto, una jugada
dentro
de su juego; establece un juego completamente nuevo y ya no se puede seguir jugando al anterior. Así por ejemplo si a un sujeto de 30 años, esquizofrénico pero inteligente, que se ha pasado diez años de su vida en diversos hospitales, se le dice que debe cambiar, que debe liberarse de la influencia de su familia, conseguir un empleo, comenzar a vivir una vida independiente, etc., podrá mostrarse de acuerdo, pero dirá que sus «voces» le confunden y que sencillamente no está todavía listo a abandonar el hospital. Ha escuchado ya con frecuencia estas exhortaciones y sabe cómo rechazarlas. Pero surge una situación muy diferente si se adopta el procedimiento de «¿por qué tienes que cambiar?». En lugar de oponer el sentido común a lo absurdo (un par de contrarios que, unidos, establecen más una persistencia que un cambio), el método elegido consiste en la técnica del judo de utilizar la resistencia del otro:
«Ya sé que no debería decirle esto, por lo que pueda usted pensar de un médico que dice tales cosas; pero, en confianza, he de decirle lo que realmente pienso acerca de su situación. En confianza, soy yo el que se debería hacer reconocer mentalmente, no usted. Ha encontrado usted un modo de vida que a muchos de nosotros les gustaría llevar. Cuando me despierto por la mañana, me enfrento con un día en el que la mayoría de las cosas irán mal, con diez horas miserables, llenas de responsabilidades y de problemas. Y usted no tiene siquiera que levantarse si no quiere, pasará el día seguro y sin acontecimientos inesperados y desagradables, le servirán sus tres comidas, seguramente jugará al golf por la tarde y verá una película por la noche. Sabe que sus padres le continuarán pagando la estancia en el hospital y, cuando ellos fallezcan, puede estar usted seguro de que el Estado mirará por usted. ¿Por qué entonces iba a cambiar usted su vida por una tan ajetreada como la mía?»
Si este tema se desarrolla lo suficiente bien y se argumenta debidamente, el paciente responderá con algo por el estilo de lo siguiente:
«Pero ¡qué tonterías dice usted, doctor! Tengo que salir de este lugar, buscarme un empleo y vivir mi propia vida. Estoy harto de que me llamen "paciente".»
El lector debe tener nuevamente en cuenta que no presentamos lo que precede como un «tratamiento» para una «enfermedad mental», sino como ilustración de la técnica del cambio 2. Una variante de esta intervención es la pregunta: «¿Cómo podría usted cambiar?»

Siempre que el cambio se muestre lento en aparecer, el sentido común indica que es precisa alguna forma de estímulo o ánimo y quizás un pequeño empujón. De modo similar, cuando aparece el cambio, el mostrar optimismo y animar al sujeto parece que favorecerían un mayor avance. Por lo general, nada más alejado de la verdad. Un cambio incipiente exige una técnica especial para su manejo y el mensaje «¡Ve despacio!» es la intervención paradójica de elección. Así por ejemplo, sería muy contraproducente alabar al¡ paciente anteriormente mencionado por su disposición a marcharse del hospital y enfrentarse con la vida. En lugar de ello, el psicoterapeuta ha de plantear todo género de objeciones pesimistas y de sombrías predicciones, dirigidas todas ellas a advertir al paciente que está considerando su situación con un optimismo alejado de la realidad, que su súbita prisa por emprender una nueva vida tan sólo puede conducirle a una nueva desilusión, que lo que está diciendo no suena espontáneo, sino como si lo hubiese leído quizás en algún libro y que en modo alguno deberá, por ahora, poner en práctica sus proyectos. Se le puede sugerir que a fin de dejar que sus ideas se vayan consolidando en su mente, no debe ni siquiera pensar en sus proyectos durante una semana al menos.

La intervención expresada en el «¡Ve despacio!» puede ser fructíferamente combinada con la prescripción de una recaída, sobre todo cuando alguien ha superado por vez primera un obstáculo al parecer insuperable y se halla a un tiempo animado por su éxito, pero temeroso de que se haya tratado de una mera casualidad. Se le puede decir entonces que inevitablemente sufrirá una recaída, pero que ello es de desear, ya que le permitirá comprender mucho mejor la índole de su problema, y que, por tanto, deberá contribuir a provocar dicha recaída, de preferencia antes de la próxima sesión. Dentro del ámbito de esta paradoja del tipo «¡Sé espontáneo!», tan sólo pueden suceder dos cosas. O bien que tenga una recaída, en cuyo caso este acontecimiento será reestructurado como demostración de que posee ahora el control suficiente como para dar lugar deliberadamente a una recaída; o bien no se producirá esta última, lo cual «demuestra» que tiene ahora la suficiente capacidad de control como para evitar deliberadamente su problema. En cualquiera de ambos casos se le dirá de nuevo que vaya despacio.

Otras formas de paradoja poseen una potencialidad igualmente grande para tratar la resistencia al cambio. Ya nos hemos referido a la afirmación del funcionario encargado de un preso en libertad vigilada, y relativa a que este último no había de fiarse nunca completamente de él, ni contarle todo cuanto hacía. Hace muchos años, Aichhorn (4) recomendaba ya como tema de discusión con un delincuente juvenil el «cómo se había dejado coger» y no el «por qué había vulnerado la ley». Otra versión de este tipo de intervención paradójica fue la utilizada con un hombre de mediana edad, sometido a hipnoterapia por unos trastornos del sueño que padecía desde hacía muchos años. A juzgar por todos los signos objetivos parecía entrar en trance bastante rápidamente, pero jamás se le pudo inducir a la más mínima actividad motora (por ejemplo, movimientos de los dedos o levitación de la mano) y al salir del trance hipnótico ponía invariablemente en duda haber pasado por dicho estado, a pesar de sus escleróticas enrojecidas. De modo similar se quejaba, sesión tras sesión, de que su problema de insomnio no había mejorado, si bien su esposa nos informó que dormía bastante profundamente. Se le dijo que, por motivos que resultaban demasiado técnicos para explicárselos en el breve tiempo disponible y con los cuales no estaría probablemente de acuerdo en modo alguno, nunca, bajo circunstancia alguna, nos debía informar acerca de cualquier mejoría de su insomnio, sino sencillamente concluir su psicoterapia «tan rápidamente como fuese posible». Quedó algo extrañado, pero se mostró de acuerdo. Dos sesiones más tarde nos informó de que podía dormir ya un razonable número de horas todas las noches sin necesidad de tomar Seconal, que había estado utilizando durante 19 años, y que ahora podía arreglárselas por sí solo. Nosotros criticamos la ruptura por su parte del acuerdo de no informarnos acerca de su mejoría y expresamos cierto pesimismo relativo a la rapidez de tal cambio. Nos volvió a visitar tres meses más tarde, afirmando que durante todo este período había dormido bien sin necesidad de medicación, pero que una reciente dificultad en su trabajo parecía interferir de nuevo con su sueño. Se le impartió un refuerzo y después de esta sesión nos volvió a llamar, para decirnos que había superado la recaída.

Un muchacho había sido expulsado del colegio tras habérsele sorprendido vendiendo barbitúricos en el patio del mismo. Se encontraba preocupado, no tanto por echar de menos el colegio, sino por habérsele estropeado el «negocio». Su preocupación se transformó en intensa ira cuando el director le comunicó que la expulsión «era por su propio bien y para ayudarle». Antes de su expulsión, el director le informó que se le aceptaría cualquier trabajo que realizase en su casa (deberes, preparación de exámenes, etc.) y que se le permitiría a su madre que recogiese en el colegio las tareas a realizar y se las llevase a casa. Ya que el muchacho nunca había sido muy buen estudiante y por otra parte estaba ahora furioso contra el director por su expulsión del colegio, le dijo a su madre que no le daba la gana de hacer ningún trabajo escolar en casa. Fue entonces cuando la madre acudió a nosotros en busca de ayuda.

Esperaba que el psicoterapeuta pudiese hacer que el muchacho fuese a verle y que de algún modo le hiciese aceptar la propuesta del director, pensaba que de tal forma menguarían el enfado y la intransigencia con respecto a los deberes escolares. En lugar de ello, el psicoterapeuta, dándose cuenta de que el enfado del muchacho contra el director representaba un punto de apoyo para verificar un cambio, dio a la madre las siguientes instrucciones: al volver a casa debería decir sencillamente al muchacho que había hablado de la situación con otras madres y que había llegado a una conclusión, pero que no estaba segura de si debería decirle de qué se trataba. Tras vacilar durante un tiempo debía seguir adelante y explicarle a su hijo aquello que había dudado en contarle: el director del colegio daba mucha importancia a la asistencia a clase por parte de los estudiantes, ya que estaba convencido de que un estudiante no podía avanzar sin una asistencia constante, y que probablemente le había expulsado para que fracasase el curso entero. Luego tenía que insistir en que si durante este período de expulsión del colegio, el muchacho realizaba sus deberes tan bien o mejor que si asistiese a clase, el director habría quedado confuso y contrariado al ver que un alumno que no asistía a clase era capaz de igualar o incluso mejorar los resultados de los que asistían. Debía concluir su narración indicando que lo mejor sería que «no lo hiciese demasiado bien» para no dejar así en mal lugar al director. La madre refirió más adelante al psicoterapeuta que su hijo, al oír esto, sonrió con una mueca diabólica y que un fulgor de venganza reblandeció en su mirada. Había descubierto un modo de descargar su odio y le importaba poco que ello exigiese un trabajo duro. En una de las siguientes sesiones, la madre informó que su hijo se había entregado a sus deberes escolares «con espíritu de venganza» y que había comenzado a obtener mejores calificaciones que cuando asistía al colegio.

¿Qué puede parecer más antiterapéutico y más duro que decirle a alguien que busca ayuda, que su situación es desesperada? Y sin embargo, como sabe el lector, existe un grupo entero de problemas humanos en los que el sentido común, una actitud «humana» de optimismo y de apoyo, no tiene más resultado que consolidar la persistencia del problema. Si prescindimos de nuevo del viejo y fútil sistema de preguntar por qué ciertas personas juegan a «ayúdame, pero no te dejaré hacerlo», sino que aceptamos el hecho de que existen gentes así, podremos concentrarnos sobre lo que están haciendo, cómo se ajusta ello a un contexto presente y qué se puede hacer al respecto. Un representante típico de esta clase de buscadores de ayuda es aquella persona que viene a psicoterapia con un problema con el cual ha derrotado ya a un impresionante número de expertos. Con estos antecedentes, el psicoterapeuta se da muy pronto cuenta que su cabeza está destinada a ser próximo trofeo a añadir a la colección del paciente y que en tales circunstancias, cualquier manifestación de confianza y optimismo profesionales le haría el juego al paciente, aparte de los motivos «reales» o «subyacentes» de este. El lema de la psicoterapia en este caso no será «¿cómo puedo ayudarle?», sino «su situación es desesperada». El psicoterapeuta prepara en primer lugar pacientemente esta intervención, informándose de todos los detalles de los anteriores fracasos: a cuántos médicos visitó el paciente, qué intentaron realizar éstos sin lograr éxito, cuántos tests y qué tests se le practicaron, qué clases de medicación, de intervenciones quirúrgicas o de otra clase se le aplicaron, etc. Una vez que ha acumulado una cantidad considerable de información relativa a los fracasos anteriores, enfrenta a su cliente con tan demostrativos datos de un modo tan autoritario, condescendiente y pesimista como sea posible, para concluir comunicando al paciente que sus esperanzas acerca de lo que la psicoterapia puede proporcionarle están por completo fuera de la realidad y que no hay nada que pueda hacerse con respecto a su problema, con excepción quizás de enseñarle cómo vivir adaptándose al mismo. Al hacer esto, el psicoterapeuta cambia por completo las reglas del juego; ahora es él mismo el que alega la inutilidad de la psicoterapia y puede hacer tal afirmación más impresionante aún pronosticando, como si en ello le fuese su reputación profesional, que el paciente no cambiará. Así las cosas, le quedan al paciente tan sólo dos alternativas: o bien renunciar para siempre a su juego, o bien proseguirlo, lo cual tan sólo podrá hacer «derrotando» al psicoterapeuta al «demostrarle» que la mejoría es posible. En ambos casos, la intervención da lugar a un cambio 2.

Se puede utilizar esencialmente la misma intervención con el típico delincuente juvenil hosco, intratable y recalcitrante. La actitud del psicoterapeuta será similarmente condescendiente y despectiva y sus palabras se basarán en que el paciente «ha nacido para perder» y que por tanto está condenado a «recibir palos»:
«Basado en mi larga experiencia con individuos como tú, puedo asegurarte que no pasarán más de tres meses, seis como máximo, hasta que vuelvas a hacer alguna guarrada y te veas otra vez metido en líos. Tus padres están algo anticuados si siguen creyendo que yo o cualquier otro psicoterapeuta puede ayudarte a llevar una vida menos estúpida. Voy a llamarles y a decirles que no tiren su dinero en tratamientos. No me gusta malgastar mi tiempo con sujetos nacidos para perder.»
Luego se celebra una entrevista aparte, con los padres y se discute con ellos la mejor estrategia para abordar el problema, en el «lenguaje» que se muestran más dispuestos a aceptar. En las secciones siguientes presentaremos algunas de estas estrategias.

Acusaciones irrefutables y negaciones indemostrables

Existen situaciones problemáticas en las que una de las partes acusa a la otra de ciertas acciones de las que no existe evidencia directa, pero con respecto a las cuales la parte acusada ha adquirido una reputación en el pasado. Este género de problema puede presentárseles, por ejemplo, a psicoterapeutas o funcionarios encargados de vigilar a delincuentes juveniles, que trabajen con las familias de estos últimos, o bien puede darse en matrimonios en los que un esposo acusa al otro de beber en exceso.

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