—¿Qué, Ben?
El brazo de él se deslizó, embriagado, cerca de sus senos. Ella se sonrió, se acercó más. Benjamim murmuró algo, más suspiro que palabra. El temblor de una mano invisible estremeció a la joven esposa.
—Yo quiero —dijo él.
Ella empezó a desabrocharse, parecía que el vestido temblaba bajo sus dedos. Se sentó más cerca de él, a la espera. Un nuevo murmullo se escapó de los labios de Benjamim:
—Yo quiero...
—Yo también.
—Yo quiero agua. Dame agua, Anabela.
Un hondo desánimo le recorrió la carne. Se quedó inmóvil, entre el descrédito y la frustración. Durante la pausa, Benjamim se levantó bruscamente. Sin embargo, antes de dar un paso, titubeó en el aire y cayó pesadamente en el suelo con menos consistencia que una alfombra.
Se lo llevaron, lo acostaron, intentaron en vano despertarlo. Pero Benjamim se mantenía más allá de los párpados: respiraba con dificultad. Anabela lloraba por su marido en estado vegetal, le hablaba con dulzura como si él aún la oyera. Pasaba las noches en blanco, atenta al ser extendido a su lado.
El tiempo pasó. Una noche, ya la luna alta, Anabela se durmió, vencida por el cansancio. En medio del sueño, sin embargo, ella sintió un escalofrío como si alguien la tocara. Se quedó inmóvil, esperando. No había duda: eran manos con artificios de ternura. Ahora le envolvían la cintura y la llenaban de un ardor que desde hacía mucho desperdiciaba en suspiros. Su sangre se aceleró: ¿quién sería el autor de esas apetencias? ¿Benjamim? No, no podía ser él. Si él nunca se había atrevido, incluso antes del accidente. Entonces se hizo la dormida y el anónimo amante se reflejó en su cuerpo, mar y playa se entreveraron. Con los ojos siempre cerrados, ella acogió al intruso, ese ladrón de su triste soledad. Varias noches se repitió el encuentro ciego. Con los párpados siempre cerrados, ella recibía al extraño. Se amaban con furor pero en silencio. Ella temía que Benjamim despertara y sorprendiese al desconocido. Y Rieron madrugadas largas con gemidos, suspiros hondos de quien pierde el ser.
Hasta que un día, el enfermero Bila, durante su visita diaria al enfermo, anunció:
—Benjamim ya mueve los dedos. Mañana estará del todo despierto.
Hubo aplausos, risas. Todos lo festejaron. Todos, menos Anabela. Los suegros notaron su indiferencia. La madre, guardando las apariencias:
—Pobre. Está tan abatida que ya no reacciona.
La joven esposa, realmente, había adquirido el rostro ceniciento de las viudas. Y, al acompañar a las visitas hasta la puerta, se la veía contener una lágrima. El enfermero, preocupado, la llamó aparte:
—¿Qué tiene, Anabela? ¿No se siente bien?
No hubo respuesta. Bajó el rostro y rompió el dique de su íntima amargura. Aceptó el pañuelo y compuso su aspecto. Se repuso, con voz trémula:
—¿No podría dejar que él durmiera unos días más? ¿Sólo unos días más?
El enfermero se sorprendió, levantando la cabeza. Ella se explicó:
—Es que me gustaría pasar un tiempo más con él. Me gustaría tanto, señor enfermero.
—¿Quién es él?
Y de nuevo, lágrimas. El vecino, con perpleja anuencia, más cura que enfermero. Creyendo haber recibido la confesión de una falta de juicio, tranquilizó a la joven esposa:
—Tiene razón, hija, lo entiendo muy bien: usted es tan bonita, tan pretendida. ¿Cómo es que se pudo guardar tantísimo tiempo?
Y se dirigieron los dos hacia la habitación del vivibundo. Mientras el enfermero preparaba las jeringuillas, ella se inclinó junto a su marido. Tal vez únicamente él, el retirado Benjamim, haya escuchado el secreto que ella le entregó. Por lo menos, el enfermero notó algo así como una sonrisa en la comisura de los labios de Benjamim. Y, sonriendo él también, le inyectó nuevas somnolencias.
El hombre es un hacha, la mujer el azadón.
Refrán mozambiqueño
Aquella noche, las horas me recorrían, insomnes manecillas. Yo sólo quería olvidarme. Así acostado, no sufría otra carencia que no fuera, tal vez, la muerte. No aquélla, arrebatadora y definitiva. La otra: la muerte-estación, invierno subvertido por guerrilleras floraciones.
El calor de diciembre me hacía desaparecer, atento sólo al derretirse del hielo en el vaso. El cubito de hielo era mi semejante, ambos transitorios, convirtiéndonos en la previa materia de la cual nos habíamos formado.
En ese instante ella entró. Era una mujer de ojos limpios que humedecían la habitación. Rondó por ahí, como no creyendo en su propia presencia. Sus dedos se paseaban por los muebles, con distraído afecto. ¿Tal vez era sonámbula y aquella realidad le resultaba ficticia? Yo quería avisarle que estaba equivocada, que aquél no era su verdadero domicilio. Pero el silencio me alertó de que ahí estaba transcurriendo un destino, el cruce de aconteceres fatales. Entonces, ella se sentó en mi cama, acomodó su delicado lugar. Sin mirarme, empezó a llorar.
No me contuve: ya mis caricias se deslizaban por su regazo. Ella se acostó, imitando a la tierra en estado de gestación. Su cuerpo se me entreabría. Si hubiésemos continuado, habríamos llegado a los hechos. Pero en los avances, vacilé. Voces ocultas me detenían: no, yo no podía ceder.
Pero la extraña me tentaba, bajándose su escote. Su pecho me atisbaba, sobornando mis intentos. Las leyendas antiguas me advertían: vendrá una que encenderá la luna. Si resistes, merecerás el nombre de la gente guerrera, el pueblo del cual desciendes. Ni siquiera descifraba bien el mensaje de la leyenda. Lo cierto era que ahí, en aquella habitación, estaba en juego yo mismo y si era capaz de dominarme.
No obstante, por artes de la intrusa, yo desaparecía, intermitente, de la existencia. Me irrealizaba. Y cuando quería emprender rumbo a la razón, ni siquiera llegaba yo a mi cerebro, el austero juez. A causa de la voz de esa mujer, que me recordaba el pequeño murmullo de las fuentes, la seducción del regreso a antaño cuando ya no había antes. Ella quería convertirme en un niño, conducirme a las primitivas somnolencias. Avemente, se anidó en mi pecho. ¿Buscaba en mí espejo para el suave claro de luna? Me dejé estar, sin estatura. Aquellos círculos negros, sus ojos redondos que no tenían fin, se me antojaban dos sollozos, como si fuesen partes de mí, nostálgicos, que me atisbasen.
Ella contó su historia, sus episodios. Variantes en verdad, me daban el dulce gusto del fingimiento. Me apetecía el infinito tal como los niños que siempre preguntan: ¿y después?
Pero la extraña notó en sí una ausencia. Debía irse. Prometió que regresaría inmediatamente. Enseguida, a más tardar. En el umbral de la puerta, sopló un beso con modales de antiquísima esposa. Salió, se sumió en la penumbra.
No sé cuánto tardó. Tal vez unas cuantas noches. O escasos instantes. No lo sé. Porque me dormí, ansioso por eliminarme. Me dolió despertar, malamanecí. En esa dificultad, entendí: despertar no es el simple paso del sueño a la vigilia. Es más bien un lentísimo envejecimiento, y cada despertar suma el cansancio de la humanidad entera. Y concluí: la vida, toda ella, es un extenso nacimiento.
Entonces me acordé del sueño antecedente, sabiendo de la verdad que sólo en un delirio se revela. Al final: los muertos, los vivientes y los seres que aún esperan nacer forman un tejido único. La frontera entre sus territorios se torna frágil, movediza. En los sueños todos nos encontramos en un mismo recinto, allí donde el tiempo se reduce a omniausencia. Nuestros sueños no son más que visitas a esas otras vidas, pasadas o futuras, diálogo con nasciturus y fallecidos, en la irrazonable lengua que nos es común.
Más deberíamos temer a los venideros, a esos que aguardan por un cuerpo. Porque de ellos casi no sabemos nada. De los muertos aún recibimos recados, nos aficionamos a sus sombras familiares. Pero no sospechamos cuándo nuestra alma se compone de esos otros, transvisibles. Esos, los prenacidos, no nos perdonan que habitemos el luminoso lado de la existencia. Ellos engendran las más perversas expectativas, sus poderes nos arrastran hacia abajo. Pretenden que regresemos, porfiando en que les hagamos compañía.
¿Qué envidian ellos, los venideros? ¿Acaso el no tener nombre, no respirar la límpida luz? O, como yo, ¿sentirán temor de que alguien recorra sus vidas anteriores a ellos? ¿Creerán que esa anticipación los volverá menos posibles, como si hubieran sido gastados por un original previo?
Pues yo, en ese instante, envidiaba ambas categorías: los muertos, por acercarse a la perfección de los desiertos; los nasciturus, por disponer del futuro entero.
Sentado sobre sábanas arrugadas, miraba la reciente luz del día, sus torpes polvillos luminosos. Por la ventana me llegaban los sonidos del tráfico, la ciudad satisfecha con sus rápidos desórdenes. Me llegó la añoranza, no de las creencias sobrenaturales sino de las otras, infranaturales, nuestras acendradas convicciones animales. No era la humana nostalgia lo que me asaltaba. Porque la añoranza de los hombres pertenece toda al presente, nace del amor, de no cumplir, a la hora, sus deberes. Mi tristeza era otra: venía de haber tocado a aquella mujer. Me sentía con el gasto del arrepentimiento. ¿Qué infracción había cometido si solamente el deseo había brotado en la flor de los dedos?
Me levanté, procurando un respiro. Pero aquella habitación me desprotegía, me volvía huérfano. Porque, a la vista de las cosas, uno va transitando del útero hacia la casa, cada casa no es más que otra edición del vientre materno. Como un pájaro que teje sin cesar el nido, el suyo, para sus futuros nacimientos y no el de las crías. Aquella mujer me recordaba que la casa, al fin y al cabo, no me daba ninguna acogida.
Atisbé por la ventana, vi que la mujer llegaba. Me vino al pensamiento la sospecha, certera, de que ella no era más que uno de esos seres venideros, enviado para retirarme del reino de los vivientes. Su tentación era ésa: llevarme al exilio del mundo, hacerme emigrar hacia otra existencia. A cambio, yo le daría la caricia, en materia de cuerpo, eso que sólo los vivientes logran poseer.
Necesitaba pensar rápido: ella tenía la ventaja de que no precisaba consultar la razón. Yo debía descubrir, rápidamente, la salida de ese momento. Me llegó por medio de la intuición: en algún sitio deberían existir los asesinos de los muertos, los justicieros de los prenacidos. Lo que yo necesitaba era convocar a uno de esos matadores para suprimir no la vida sino la sospecha de aquella mujer. La pregunta era: ¿dónde encontraría a uno de esos matadores?, ¿cómo provocar su repentina aparición? Porque todo urgía, ella estaba cada vez más cerca, sus pasos ya llegaban al final de la escalera.
¿Qué hacer, si no me quedaba nada de tiempo? ¿Matarla yo, en cuerpo y alma? Serviría sólo si ambos estuviéramos en un sueño, y ése no era el caso. Ella era una enviada, con el encargo de buscarme, de llevarme a donde todo es futurible todavía.
Entró y me estremecí. La intrusa surgía ahora con mayor belleza, cada vez más una diosa que requiere la total devoción de un creyente. Se me ocurrió una salida, una tabla que la ola trae. Le dije:
—Te adivino aún pequeña, antes de antes. ¿Te acuerdas?
Ella, aludida, se afligió. Por momentos, le faltó el aire, toda ella se inspiró. Los nasciturus están exentos de memoria, aún no han roto su primer llanto. Su miedo me daba argucias, yo me sostenía mientras la veía acercarse al espejo. La extraña se contempló desnudándose, sonriendo en el pétalo de cada gesto.
Sólo finges, no te ves, le dije, más dueño de mí. Ella se abandonó a sí misma, fue hacia el lecho, me tocó. Me llamó dulcemente por mi nombre. Pasó su dedo por mis labios.
—Tú no entiendes.
Sonreía con pesar. Mis frágiles habilidades la habían ofendido. Con todo, me perdonaba. Recobraba su serena sonrisa.
—Tranquilízate, no he venido a buscarte.
¿Qué venía a hacer entonces? Porque mientras más se embellecía, más me perturbaba. La enviada prosiguió:
—¿No comprendes? Vengo a buscar un lugar en ti.
Me explicó sus razones: sólo ella guardaba la eterna gestación de las fuentes. No siendo ella, yo no estaba completo, hecho sólo en la arrogancia de las mitades. No encontraría yo en ella mujer que fuese mía sino mujer en mí, esa que, en adelante, me encendería en cada luna.
—Déjame nacer en ti.
Cerré los ojos, en un desvanecimiento lento. Y así acostado, todo yo, oí mis pasos que se alejaban. No seguían una marcha solitaria sino junto a otros de femenino desliz, a la manera de las horas que, esa noche, me recorrieron como insomnes manecillas.
He aquí mi secreto: ya he muerto.
Pero esa no es mi tristeza.
Lamento que sólo algunos me crean: los muertos.
Era un lugar que quedaba más allá de todos los viajes. Por ahí sólo el viento se paseaba, aguamente. En aquel suelo solitario, hacía mucho que el tiempo había envejecido, abuelo de otroras.
Cierta vez, no obstante, pasó por ahí un forastero. Era un hombre sin retrato ni versiones. Si mucho se acercó, más permaneció. Todos temían al terrible intruso, al entrometido sin reputación. En los ojos de él, en verdad, no asomaba alma alguna, como ciego que atisbase fuera de las órbitas.
Cuando las tardes se inclinaban, se acercaba a la aldea en busca de alguna cosa que sólo él sabía. Los aldeanos se preguntaban:
—Pero ese hombre: ¿de dónde vino? ¿Cuál es su nombre?
Nadie lo sabía. Había aparecido sin información. Había llegado en febrero, de eso se acordaban. El mes ya se mojaba, con el agua presente. El extraño traía un perro, sus pasos se unían: uno del hombre, dos del perro. Hombre y animal multigoteaban. Fueron atravesando la tierra fangosa, pero, cuanto más andaban, menos se alejaban. Cuando desaparecieron allende los árboles, la lluvia paró, en súbito desmayo. Todos entendieron, todos se inquietaron.
El extraño se había amparado en una ilegible distancia. Poco a poco, se fue haciendo tema de discusión. Y en las noches, bajo el estallar de las estrellas, las voces no variaban: el hombre, el perro. Conversación de sombras, sólo para alejar el silencio. Todos aportaban sus versiones, atribuyendo razones al intruso. Inventaban, se sabía. Pero todos escuchaban, crédulos.
Unos decían haber sorprendido al extranjero durmiendo.
—Lo vimos mientras cabeceaba.
Los demás pedían detalles, como si el miedo fuera una hoguera siempre necesitada de más leña.