Bruja blanca, magia negra (37 page)

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Authors: Kim Harrison

Tags: #Fantástico, Romántico

BOOK: Bruja blanca, magia negra
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Su comentario se acercaba tanto a cómo me había sentido mientras crecía que me incliné hacia delante y, con Daryl entre medias, le di un abrazo.

Daryl se deslizó hacia abajo, contoneándose para zafarse de nosotras, y se hizo a un lado con expresión incómoda, aunque visiblemente complacido por que lo hubiéramos incluido.

—Gracias —dije cerrando los ojos mientras la estrechaba entre mis brazos—. Necesitaba que me lo recordaran. Eres muy sabia.

—Mi madre dice lo mismo —dijo la niña con expresión seria y los ojos muy abiertos—. Me ha contado que los ángeles quieren que vuelva para que les enseñe cosas sobre el amor.

En ese momento cerré de nuevo los ojos, pero no sirvió de nada, pues una cálida lágrima empezó a descender por mi mejilla.

—Lo siento —me disculpé enjugándomela. Acababa de infringir una de las normas secretas—. Hace mucho que no vengo por aquí.

—No pasa nada —dijo ella—. Puedes hacerlo siempre que no haya padres delante.

La garganta se me cerró y le agarré la mano. Era lo único que podía hacer. Jenks chasqueó las alas a modo de advertencia y los niños suspiraron al unísono y se apartaron cuando aterrizó en mi mano tendida.

—Saben dónde estáis —dijo.

Ivy, que casi se había olvidado de nuestros perseguidores, dio la vuelta a la silla y, echándola ligeramente hacia atrás, se volvió para mirar a nuestras espaldas.

—Tenemos que irnos —comunicó a los niños.

En lugar de las quejas que cabía esperar, se retiraron respetuosamente, volviéndose en dirección al distante taconeo. El rey se irguió y sugirió:

—¿Queréis que los entretengamos?

Alcé la vista para mirar a Ivy, cuya sonrisa había transformado por completo su rostro.

—Si conseguimos escapar, la próxima vez os contaré dos cuentos —les prometió haciendo que se iluminaran sus infantiles rostros.

—Marchaos —dijo la niña del pijama rojo, apartando al rey para que nos dejara pasar con las amables manos de la madre que nunca llegaría a ser.

—¡Salvemos a la princesa bruja! —gritó el niño echando a correr por el pasillo. Los demás se dispersaron como mejor pudieron, algunos desplazándose a toda velocidad y otros despacio, con los vivos colores de la infancia degradados por las cabezas sin pelo y los andares demasiado lentos en comparación con su entusiasmo.

—Se me saltan las lágrimas —dijo Jenks sorbiéndose la nariz mientras volaba hasta Ivy—. ¡Joder! ¡Voy a llorar!

Mientras los observaba, el rostro de Ivy mostraba una profunda emoción que no había visto jamás, pero se deshizo de ella, apretó los labios y se puso en marcha. Miré hacia donde nos dirigíamos y sus rápidos pasos parecían cargar con la desesperación de no poder hacer nada por salvar a los niños.

Jenks se nos adelantó, llamó al ascensor y se situó delante del sensor para retenerlo mientras Ivy me introducía en él y me daba media vuelta. Las puertas se cerraron dejando atrás la trágica sabiduría del ala infantil. Inspiré profundamente y sentí una opresión en la garganta.

—No pensé que fueras a entenderlos —dijo quedamente—. Les has caído muy bien.

—¿Entenderlos? —dije con el corazón hecho trizas y sin que se hubiera deshecho todavía el nudo de mi garganta—. Soy una de ellos. —Y, tras un instante de vacilación, le pregunté—: ¿Vienes mucho por aquí?

El ascensor se abrió mostrando un vestíbulo más pequeño y acogedor, con un árbol de Navidad y objetos decorativos del solsticio; y más allá, junto a la acera nevada, un enorme Hummer negro con el motor encendido.

—Más o menos, una vez a la semana —dijo empujándome hacia la puerta.

Jenks canturreaba feliz algo sobre un caballo sin nombre mientras la mujer del mostrador estaba al teléfono, sin quitarnos ojo de encima. No obstante, mis miedos se disiparon por completo cuando la vi agitar una mano para indicarle a quienquiera que hablara con ella que no había nadie en el pasillo. Tan solo Dan.

Dan era un chico joven vestido con el uniforme de celador que nos franqueó la puerta con una amplia sonrisa.

—¡Deprisa! —nos exhortó mientras Jenks se zambullía en el interior de mi chaqueta y yo me subía la cremallera—. Os están pisando los talones.

Ivy sonrió.

—Gracias, Dan. Te traeré un poco de helado.

—Más te vale —respondió sonriendo de oreja a oreja—. Voy a contarles que me has golpeado.

Ella soltó una carcajada y, con ese agradable sonido en mis oídos, salimos del hospital.

Hacía un frío infernal, pero las puertas del Hummer se abrieron de golpe y dos vampiros vivos saltaron de él.

—¡Oye, Ivy! Esa no es Erica —dije cuando vi que se dirigían derechitos hacia nosotros. Iban vestidos con vaqueros negros y camisetas a juego que resultaban intimidantes, y me puse tensa.

—Ha traído ayuda —dijo Ivy mientras Erica salía del asiento trasero. La hermana de Ivy parecía una versión más joven de ella sin su bagaje emocional: vivaracha, jovial y dinámica. Piscary nunca se había fijado en ella porque Ivy se había preocupado de distraer su atención. A diferencia de Ivy, que era cínica y reservada, la joven y dicharachera vampiresa viva era la personificación de la inocencia, y mi amiga habría hecho cualquier cosa por que siguiera siendo así, incluso inmolarse si era necesario.

—¡Oh, Dios mío! —chilló la joven—. ¿De veras te estás fugando del hospital? Me ha llamado Ivy y le he dicho: «¡Oh, Dios mío! Pues claro que iré a recogeros». Entonces Rynn se ha ofrecido a traerme con su coche y me ha parecido una idea genial. Al fin y al cabo, a nadie le gusta que vayan a recogerlo en la furgoneta de su madre.

—¿Rynn Cormel está aquí? —murmuré, poniéndome nerviosa de repente. Entonces di un respingo cuando los dos fornidos vampiros vivos vestidos con vaqueros negros y camisetas a juego entrelazaron los brazos a mi alrededor y me cogieron en volandas. El frío no parecía afectarles, lo que me pareció muy injusto. Unas cicatrices antiguas convertían el cuello de uno de ellos en una masa informe, pero el otro tenía solo una, y era relativamente vieja.

»¿Qué le ha pasado al coche de tu madre? —pregunté a Ivy, y Erica se puso a juguetear con el cuello de su abrigo mientras sus botas de punta fina hacían un pequeño agujero en la nieve.

—Se estampó contra un árbol —explicó—. Siniestro total. Pero no fue culpa mía. Fue una ardilla kármica.

¿
Ardilla kármica
?

—Luego te lo explico —dijo Ivy inclinándose hacia mí. La embriagadora mezcla de incienso vampírico y calor masculino me rodeó y casi me llevé una decepción cuando los dos hombres me dejaron en el asiento trasero y se largaron. No los había visto en mi vida; no pertenecían a la antigua camarilla de Piscary.

—¿Estás bien? —pregunté a Erica mientras se acercaba a mí deslizándose por el asiento.

—¡Oh, sí! Pero mi madre casi se muere por segunda vez.

Ivy se había subido al asiento delantero y, con una expresión excepcionalmente relajada, se asomó a la parte posterior.

—La única persona que estuvo a punto de morir dos veces fuiste tú —le dijo a su hermana, que se puso a jugar con las delgadas tiras de cuero negro que le colgaban de las orejas. Seguía vistiéndose al estilo gótico, con el cuello cubierto con un atrevido encaje, y un collar con unos tomatitos intercalados con la calavera y los huesos cruzados. Me pregunté qué estaba haciendo con Rynn Cormel, demasiado sofisticado para ella, pero Ivy no parecía preocupada y a Erica se la veía más feliz que nunca.

Sobre el asiento había un periódico doblado; mi suspiro al ver la fotografía del centro comercial se tornó en un gesto de desagrado cuando leí: «Bruja huye del Circle, ¿causa de la trifulca?». ¡
Qué guay
!

—¿Estamos todos? —preguntó una voz con un herrumbroso acento neoyorquino desde mi izquierda, y yo di un respingo. No me había dado cuenta de que Rynn Cormel estaba en la esquina. ¡Joder! El atractivo y madurito político retirado estaba justo a mi lado y, ¡Dios!, olía de maravilla. Su corbata de vivos colores estaba aflojada e iba algo despeinado, como si Erica hubiera estado toqueteándole el pelo. Con su sonrisa universalmente conocida, capaz de cambiar el mundo, y que mostraba tan solo un ligero asomo de sus colmillos, dobló el periódico y lo escondió. Dirigió la vista hacia el espejo retrovisor e hizo un gesto a la conductora para que nos fuéramos de allí.

La puerta de la derecha se cerró con un portazo obligándome a acercarme aún más al vampiro muerto y provocando que se me acelerara el pulso. Ivy se desplazó hasta el centro del asiento delantero y el otro vampiro se acomodó a su lado. Con el ruido de la puerta al cerrarse, la inquietud se apoderó de mí. Estaba en un coche con un vampiro muerto y cinco vivos. Empezaba a oler increíblemente bien allí dentro y, si a mí me gustaba cómo olían, a ellos también les gustaría el olor que percibían; es decir, el mío.

—Oh, oh —mascullé en el mismo momento en que empezábamos a movernos y Rynn se echó a reír con la diplomacia de un veterano en la materia.

—No debe tenerme ningún miedo, señorita Morgan —dijo con los ojos de un tranquilizador marrón bajo la luz de las farolas—. Tengo otros planes para usted.

Sus palabras podrían haberse interpretado como una amenaza, pero sabía de sobra cuáles eran sus planes, y no incluían que sus dientes se clavaran en mi cuello. Más bien lo contrario.

—Lo sé, pero… —protesté cuando Erica me empujó aún más hacia él y, a juzgar por las risitas y los botes que daba, se lo estaba pasando en grande. Llevaba mallas negras y minifalda y no parecía tener ni pizca de frío.

—Reduce un poco —pidió Ivy—. Si vas demasiado rápido, se marea.

En aquel momento me quedé con la mirada perdida y, de pronto, me di cuenta de que apenas me quedaba un remoto vestigio de vértigo, a pesar de que nos movíamos a mucha más velocidad que en el ascensor.

—Estoy bien —dije quedamente.

Ivy se volvió para mirarme con cara de sorpresa justo en el momento en que pasábamos lentamente bajo una farola. Asentí con la cabeza y se volvió de nuevo.

—Gracias, Ivy. Y gracias también a ti, Jenks —dije en el momento en que la conductora aminoraba la marcha para entrar en la carretera.

—Para eso estamos, ¿no? —respondió la voz amortiguada del pixie—. Y ahora, ¿qué te parece si me dejas respirar un poco?

Me bajé la cremallera del abrigo hasta que me gritó que ya era suficiente. Entonces recordé a los niños y me incliné para echar un vistazo al enorme edificio que se erguía a nuestras espaldas, sabiendo exactamente hacia dónde mirar. Apiñados junto al enorme ventanal de cristal blindado, había cinco rostros pegados al vidrio. Los saludé con la mano y uno de ellos me devolvió el saludo. Satisfecha, me acomodé en el asiento del coche de Rynn Cormel prometiéndome a mí misma que volvería y les traería mi antiguo juego de café. O quizás los muñecos de peluche. Y helado.

—Gracias por venir a recogernos, señor Cormel —dije.

El vampiro inspiró profundamente y el sonido, casi inaudible, pareció penetrar hasta lo más profundo de mi ser y arrancar un largo y silencioso acorde. Un calor me invadió y me descubrí mirando al vacío, relajada del todo, deleitándome en el atisbo de promesa que despedía. No se parecía en nada al patético sondeo del joven vampiro no muerto del centro comercial y el cuello de Ivy se puso rígido.

Rynn Cormel se inclinó hacia delante para tocarle el hombro.

—Ha sido un placer —me dijo, a pesar de que sus dedos reposaban sobre Ivy—. En realidad venía de camino para hacerle una visita. Tengo cierta información que darles.

Los ojos de Ivy estaban completamente negros cuando se dio la vuelta para mirarnos.

—¿Sabes quién mató a Kisten?

Contuve la respiración, pero el vampiro sacudió la cabeza.

—Sé quién no lo hizo.

15.

El ambiente del interior del Hummer cambió radicalmente cuando dejamos a Erica en su trabajo. Aliviada, observé que la alegre vampiresa se despedía con la mano y entraba airosamente en la empresa de seguridad informática mientras el conserje armado le sujetaba la puerta y nos hacía una breve señal de asentimiento con la cabeza. Se comportaba como una ingenua, hablaba como una ingenua y vestía como una adinerada ingenua; sin embargo, pegado a aquel elaborado disfraz gótico y a su apariencia superficial, había un cerebro. Y, a diferencia de lo que sucedía con Ivy, el comportamiento de Erica de cara al exterior no era una máscara para ocultar una profunda depresión.

—¡Por el amor de Dios! —masculló uno de los guardaespaldas de Cormel cuando arrancamos de nuevo—. Esa chica no calla la boca ni un momento.

En otras circunstancias le habría respondido con algo como que las mujeres tenían que compensar las carencias masculinas en esa área, pero tenía razón. El único momento del día en que Erica no estaba dándole a la lengua era cuando dormía.

Relajando los hombros, me recosté sobre la tapicería de cuero para disfrutar del espacio que había dejado Erica. Estaba caliente, y despedía una gran cantidad de feromonas vampíricas. Hacía mucho tiempo que no me había visto expuesta a una cantidad como aquella. Mis relaciones con los vampiros habían descendido drásticamente desde la muerte de Kisten.

De repente, un sentimiento de desasosiego cundió en mi interior y abrí los ojos. No quería codearme de nuevo con vampiros, por muy agradable que hubiera sido… y que lo estuviera siendo. Habría supuesto un lento declive hacia la pasividad y, una de dos, o me habría matado lentamente u obligado a reaccionar de forma explosiva. Lo sabía. E Ivy también. Tal vez la muerte de Kisten había sido una bendición, por muy duro que hubiera resultado. No podía decir que hubiera sido malo para mí; me había fortalecido en cosas que no sabía que fuera débil y me había enseñado una cultura que, por lo general, se adquiría solo mediante la experiencia. Su muerte me rompió el corazón, desbancó mi ignorancia y me salvó de mí misma… y no quería restarle importancia olvidando lo que me había enseñado.

Los recuerdos agridulces se arremolinaron en mi mente y me erguí en mi asiento para sujetar con firmeza el bolso que reposaba en mi regazo. Junto a mí, el elegante Rynn Cormel se tocó la boca con el dorso de la mano. Creo que estaba sonriendo y me sonrojó el suponer que había visto cómo me ponía en guardia.

Rynn Cormel no era un maestro vampírico al uso. No llevaba muerto el tiempo suficiente para superar la difícil barrera de los cuarenta años, y no intentaba disimular la edad a la que había muerto, pues mantenía una atlética apariencia de cuarentón, con su pelo negro azabache con ligeros destellos plateados y su rostro mostrando las primeras y sutiles arrugas que ayudaban a los hombres a conseguir trabajos mejor pagados y que las mujeres trataban de ocultar. Sabía que había empezado a desconfiar, pero no fingía no haberse dado cuenta. No se dedicaba a hacer afirmaciones enigmáticas del tipo «no serviría de nada», haciendo que pudiera interpretarse a la vez como una promesa o una amenaza. Era tan condenadamente… normal. Político.

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