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Authors: Paul Auster

Tags: #Relato

Brooklyn Follies (7 page)

BOOK: Brooklyn Follies
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La librería estaba a cinco manzanas y media del restaurante, y mientras Tom y yo volvíamos dando un paseo por la Séptima Avenida en la agradable tarde de mayo, seguimos hablando de Harry, el otrora Dunkel de Dunkel Freres, que había escapado del tenebroso bosque de su oscura identidad para emerger como un sol brillante en el firmamento de la duplicidad.

—Siempre he tenido debilidad por los granujas —observé—. Como amigos quizá no pueda confiarse mucho en ellos, pero imagínate lo sosa que sería la vida sin ellos.

—No creo que Harry siga siendo un granuja —repuso Tom—. Tiene demasiados remordimientos.

—Cuando se es un granuja, se es un granuja. La gente no cambia.

—Eso es discutible. Yo creo que puede cambiar.

—Tú no has trabajado en el ramo de seguros. La pasión por el engaño es universal, muchacho, y cuando alguien le coge el gusto, ya no hay remedio que valga. El dinero fácil: no hay mayor tentación que ésa. Fíjate en todos esos listos que montan simulacros de accidentes de coches en los que resultan falsamente heridos, los comerciantes que incendian sus tiendas y almacenes, la gente que finge su propia muerte. He estado treinta años observando esas cosas, y nunca me he cansado de verlas. El gran espectáculo de la falta de honradez. Lo tienes por todas partes donde mires y, te guste o no, es de lo más divertido que se pueda ver.

Tom emitió un breve sonido, una fuerte espiración a medio camino entre una risita contenida y una abierta carcajada.

—Me encanta oír cómo sueltas tus chorradas, Nathan. No me había dado cuenta hasta ahora, pero lo he echado en falta. Lo he echado mucho de menos.

—Tú crees que estoy de broma —repuse—, pero te digo las cosas tal como son. Las perlas de mi sabiduría. Algunas advertencias después de toda una vida de lucha en las trincheras de la experiencia. Los embaucadores y timadores dominan el mundo. Los granujas detentan el poder. ¿Y sabes por qué?

—Dime, Maestro. Soy todo oídos.

—Porque son más insaciables que nosotros. Porque saben lo que quieren. Porque creen en la vida más que nosotros.

—Habla por ti, Sócrates. Si yo no fuera tan insaciable, no andaría por ahí con este barrigón a cuestas.

—Te gusta la vida, Tom, pero no crees en ella. Ni yo tampoco.

—Empiezo a perder el hilo.

—Acuérdate de Jacob y Esaú. ¿Lo ves?

—Ah. Vale. Ahora lo entiendo.

—Es una historia horrible, ¿verdad?

—Sí, verdaderamente horrorosa. Me creó muchos problemas de pequeño. Yo era entonces un personajillo de carácter recto y virtuoso. No decía mentiras, no robaba, no hacía trampas, no decía una mala palabra a nadie. Y ahí tenemos a Esaú, un bobalicón que se mueve con la gracia de un elefante, igual que yo. Lo justo era que Isaac le diera a él su bendición. Pero Jacob se la arrebata mediante un ardid; con ayuda de su madre, ni más ni menos.

»Y lo peor es que Dios parece aprobar la situación. El falso y traicionero Jacob pasa a ser jefe de los judíos, mientras Esaú se queda con las ganas y se convierte en un paria olvidado, en un don nadie.

»Mi madre me enseñó a ser bueno. “Dios quiere que seas bueno”, repetía, y como yo era aún lo bastante joven para creer en Dios, daba por ciertas sus palabras. Luego leí por casualidad esa historia de la Biblia y no entendí ni jota. El malo gana, y Dios no lo castiga. No me parecía justo. Y sigue sin parecérmelo.

—Pues claro que es justo. Jacob tenía pasión por la vida, mientras que Esaú era un tarado. De buen corazón, de acuerdo, pero un cretino. Si tienes que elegir a uno de los dos para que conduzca a tu pueblo, te decidirás por el luchador, por el que demuestra ingenio y astucia, por el que posee la energía necesaria para superar los obstáculos y salir victorioso. Preferirás al individuo fuerte e inteligente antes que al bueno y débil.

—Eso es una verdadera brutalidad, Nathan. Sólo con llevar tu argumento un poco más lejos, podrás decirme que Stalin fue un gran hombre al que debe venerarse.

—Stalin era un rufián, un asesino psicótico. Yo estoy hablando del instinto de supervivencia, Tom, de la voluntad de vivir. Prefiero mil veces un granuja astuto a un beato inocentón. El granuja quizá no actúe siempre conforme a las normas, pero tiene temple. Y mientras haya un hombre de temple, habrá cierta esperanza para el mundo.

E
N CARNE Y HUESO

Cuando estábamos a una manzana de la librería, de pronto se me ocurrió que la visita de Flora a Brooklyn significaba que Harry seguía en contacto con su ex mujer y su hija: en claro incumplimiento del contrato que había firmado con Dombrowski. En ese caso, ¿por qué el viejo no se le había echado encima para reclamar la propiedad del edificio de la Séptima Avenida? Si no había entendido mal su convenio, eso habría dado motivos al padre de Bette para coger a Harry de la oreja, ponerlo de patitas en la calle y quedarse con el Brightman’s Attic. ¿Se me había escapado algo, pregunté a Tom, o había otro aspecto de la historia que se le había olvidado contarme?

No, Tom no se había dejado nada en el tintero. El contrato ya no era válido por la sencilla razón de que Dombrowski había muerto.

—¿Murió de causas naturales —le pregunté—, o lo mató Harry?

—Muy gracioso —repuso Tom.

—Tú eres quien ha planteado esa cuestión, no yo. ¿Recuerdas? Dijiste que Harry había jurado que iba a matar a Dombrowski en cuanto saliera de la cárcel.

—Se dicen muchas cosas, pero eso no significa que haya intención de hacerlas. Dombrowski estiró la pata hace tres años. Tenía noventa y un años, y murió de un ataque.

—Según Harry.

Tom se rió ante aquella observación, pero al mismo tiempo noté que le empezaba a molestar un poco mi tono frívolo y sarcástico.

—Vale ya, Nathan. Sí, según Harry. Todo es según Harry. Lo sabes tan bien como yo.

—No te sientas culpable, Tom. No vaya traicionarte.

—¿Traicionarme? Pero ¿de qué estás hablando?

—Te estás arrepintiendo de haberme revelado los secretos de Harry. Él te contó su historia, y ahora tú quebrantas su confianza contándomela a mí. No te apures, tío. A veces podré comportarme como un imbécil, pero no voy a soltar prenda. ¿Vale? No tengo ni puñetera idea de quién es Harry Dunkel. La única persona a quien voy a estrechar hoy la mano es Harry Brightman.

Lo encontramos en su despacho de la primera planta, sentado tras un amplio escritorio de caoba y hablando con alguien por teléfono. Llevaba una chaqueta de pana púrpura, según recuerdo, con un pañuelo de sed multicolor sobresaliendo del bolsillo superior izquierdo. El pañuelo parecía una rara flor tropical, un ornamento que inmediatamente llamaba la atención en el ambiente parduzco gris de la estancia cubierta de libros. Se me escapan ahora otros detalles de su vestimenta, pero la ropa de Harry no me interesaba tanto como examinar su rostro ancho y mofletudo, sus ojos azules, extremadamente redondos y algo saltones, y la curiosa configuración de sus dientes superiores: abiertos en abanico como los de una calabaza de Halloween, separados por pequeños espacios. Era un hombre menudo y extraño, pensé, un presumido con cabeza de cucurbitácea, sin el más mínimo rastro de vello en dedos y manos; sólo su voz de barítono suave y retumbante atenuaba su excesivo atildamiento.

Sin dejar de hablar por teléfono con aquella voz, Harry saludó a Tom con un gesto, y luego alzó el dedo índice en el aire, comunicándole en silencio que estaría con nosotros dentro de un momento. No acerté a saber cuál era el tema de la conversación, ya que Brightman hablaba menos que su invisible interlocutor, pero deduje que estaba discutiendo con un cliente o colega suyo la venta de una edición príncipe del siglo XIX. El título de la obra, sin embargo, no se mencionó, y pronto empecé a pensar en otra cosa. Por hacer algo, me puse a deambular por la habitación, inspeccionando las estanterías cargadas de libros. A ojo de buen cubero, debía de haber entre setecientos y ochocientos volúmenes en aquel espacio tan cuidadosamente organizado, con obras que iban de autores bastante antiguos (Dickens y Thackeray) a relativamente modernos (Faulkner y Gaddis). Los libros más antiguos estaban en su mayoría encuadernados en piel, mientras que los contemporáneos tenían forros transparentes para proteger la cubierta. En comparación con el revoltijo y el caos del piso de abajo, la primera planta era un paraíso de orden y tranquilidad, y el valor total de la colección debía ascender a unos buenos cientos de miles. Teniendo en cuenta que diez años atrás no tenía dónde caerse muerto, al antiguo señor Dunkel las cosas le habían ido bastante bien; estupendamente, en realidad.

Concluyó la conversación telefónica, y cuando Tom le explicó quién era yo, Harry Brightman se levantó de la butaca y me estrechó la mano. Todo cordialidad, exhibiendo los dientes de calabaza de Halloween en una sonrisa de cálida acogida, el modelo mismo del decoro y los buenos modales.

—Ah —dijo—, el famoso tío Nat. Tom habla mucho de usted.

—Ahora soy justo Nathan —repuse—. Hace unas horas que hemos prescindido de eso del tío.

—¿
Justo Nathan
—inquirió Harry, frunciendo el ceño en fingida consternación— o
Nathan
a secas? Estoy algo confuso.

—Nathan —dije—. Nathan Glass.

Harry se llevó el dedo índice a la mejilla, adoptando la postura de un hombre abstraído en sus pensamientos.

—Qué interesante. Tom Wood y Nathan Glass. Madera y Cristal. Si yo me cambiara de nombre y me llamara Steel, podríamos abrir un estudio de arquitectura y llamarnos Wood, Glass y Steel. Ja, ja. Eso me gusta. Madera, vidrio y acero.
Se lo construimos como quiera
.

—O yo podría cambiarme de nombre y ponerme Dick —apunté—, entonces seríamos Tom, Dick y Harry
[3]
.

—Entre personas bien educadas nunca se pronuncia esa palabra —dijo Harry, fingiendo escandalizarse al oírme decir
dick
dos veces—. Se dice
órgano masculino
. En caso necesario, puede aceptarse la palabra
pene
. Pero
dick
no, Nathan. Eso de
picha
es muy vulgar.

Me volví hacia Tom y dije:

—Debe ser divertido trabajar con un jefe así.

—Ni un instante de aburrimiento —contestó Tom—. Es lo que se dice la juerga personificada.

Harry sonrió, lanzando luego una afectuosa mirada a Tom.

—Sí, sí —confirmó—. Ser librero es tan divertido, que a veces nos duele el estómago de tanto reímos. Y tú, Nathan, ¿en qué trabajas? No, retiro lo dicho. Ya me ha informado Tom. Eres agente de seguros.

—Ex agente de seguros —puntualicé—. Me he acogido a la jubilación anticipada.

—Otro ex —se lamentó Harry, emitiendo un suspiro de nostalgia—. A nuestra edad, Nathan, no somos más que una serie de
ex. N’est-ce pas?
En mi caso, probablemente podría recitar de un tirón más de una docena. Ex marido. Ex marchante. Ex marino. Ex escaparatista. Ex vendedor de perfumería. Ex millonario. Ex residente en Buffalo. Ex residente en Chicago. Ex presidiario. A lo largo de mi existencia he tenido mis líos y pasado mis apuros, como todo el mundo. No me duele admitirlo. Tom conoce todo mi pasado, y lo que Tom sabe, quiero que tú también lo sepas. Para mí, Tom es como de la familia, y al ser pariente de Tom, tú también eres de la familia. Tú, Nat, el ex tío de Tom, el que ahora es Nathan a secas. He pagado mi deuda con la sociedad, y tengo la conciencia tranquila. Pero la equis de
ex
, amigo mío, es la cruz que nos marca. Ahora y siempre, la cruz marca el lugar.

No estaba preparado para que Harry saliera reconociendo su culpa con tanta naturalidad. Tom me había advertido de que su jefe era un hombre plagado de contradicciones y sorpresas, pero en el contexto de una conversación tan absurda y extravagante, el hecho de que de buenas a primeras le hubiese parecido bien confiar en un completo desconocido me dejó perplejo. A lo mejor era porque ya se lo había confesado todo a Tom, pensé. Había encontrado valor para descubrir el pastel, por decirlo así, y ya que lo había hecho una vez, quizá no le resultaba tan difícil repetido. No estaba seguro, pero de momento me parecía la única hipótesis que tenía sentido. Habría preferido considerar la cuestión con más detenimiento, pero las circunstancias lo impidieron. La conversación siguió aquel curso acelerado, llena de las mismas observaciones tontas de antes, las mismas ocurrencias ridículas, las mismas bromas estúpidas y gestos pseudohistriónicos, y en el fondo tuve que admitir que aquel granuja con cabeza de cucurbitácea me había causado una espléndida impresión. Su charla resultaba un tanto agotadora, quizá, pero no decepcionaba. Cuando salí de la librería, ya había invitado a cenar a Tom y a Harry el sábado por la noche.

Eran más de las cuatro cuando llegué a casa. Seguía preocupado por Rachel, pero aún era pronto para llamarla (hasta las seis no volvía del trabajo). Y mientras me imaginaba cogiendo el teléfono y marcando el número de mi hija, comprendí que probablemente daba igual. Nuestras relaciones se habían vuelto tan frías que la consideré capaz de colgarme otra vez, y temía la perspectiva de que me hiciera un nuevo desprecio. En vez de llamarla, decidí escribirle una carta. Era un medio más seguro de abordar la cuestión, y si no ponía mi nombre y dirección en el remite, había posibilidades de que abriera el sobre y leyera la carta en vez de romperla y tirarla a la basura.

Creí que sería sencillo, pero tuve que intentarlo seis o siete veces antes de encontrar el tono adecuado. Pedir perdón a alguien es un asunto complejo, un ejercicio de delicado equilibrio entre el terco orgullo y el apesadumbrado cargo de conciencia, y a menos que uno sea realmente capaz de abrirse a la otra persona, toda disculpa adquiere un timbre falso y vacío. Mientras elaboraba los diversos borradores de la carta (con la moral cada vez más por los suelos, culpándome por todo lo que me había salido mal en la vida, flagelándome el alma atribulada y corrompida como un penitente medieval), me acordé de un libro que Tom me había enviado por mi cumpleaños ocho o nueve años atrás, en la época dorada en que June aún vivía y él seguía siendo el brillante y prometedor doctor Pulgarcito. Era una biografía de Ludwig Wittgenstein, filósofo del que había oído hablar pero al que nunca había leído: circunstancia nada inhabitual, teniendo en cuenta que mis lecturas se limitaban a la narrativa, sin la más mínima incursión en otros ámbitos. Me pareció un libro absorbente, bien escrito, en el que había una historia que destacaba sobre todas las demás y que no se me ha olvidado nunca. Según el autor, Ray Monk, después de haber escrito su
Tractatus
cuando era soldado en la Primera Guerra Mundial, Wittgenstein consideró que había resuelto todos los problemas de la filosofía y ya no podía ir más lejos en la materia. Se colocó de maestro de escuela en un pueblo perdido en las montañas de Austria, pero resultó que no tenía cualidades para el puesto. Severo, malhumorado, violento incluso, regañaba continuamente a los niños y les pegaba cuando no se sabían la lección. No los cachetes de rigor, sino puñetazos en la cabeza y en la cara, palizas impulsadas por la cólera, que acabaron causando graves traumas a una serie de chicos. Corrió la voz sobre aquella indignante conducta, y Wittgenstein se vio obligado a renunciar a su puesto. Pasaron los años, al menos veinte, si no me equivoco, y para entonces Wittgenstein vivía en Cambridge, dedicado de nuevo a la filosofía y convertido ya en un personaje famoso y respetado. Por motivos que ya he olvidado, atravesó una crisis espiritual y sufrió un desequilibrio nervioso. Cuando empezó a recuperarse, decidió que el único modo de recobrar la salud consistía en volver al pasado y pedir humildes disculpas a cada persona a la que hubiera ofendido o perjudicado. Quería purgar la culpa que le corroía las entrañas, limpiar su conciencia y empezar de nuevo. Como es lógico, ese camino lo condujo de nuevo al pequeño pueblo de montaña en Austria. Todos sus antiguos alumnos ya eran adultos, hombres y mujeres de veinticinco a treinta años, pero el tiempo no había atenuado el recuerdo del violento maestro. Uno por uno, Wittgenstein llamó a su puerta y les pidió perdón por su intolerable crueldad de dos décadas atrás. En ocasiones, llegó literalmente a hincarse de rodillas y suplicar, implorando la absolución de los pecados que había cometido. Cabría imaginar que una persona que se viera ante tales muestras de sincero arrepentimiento sentiría compasión por el doliente peregrino y acabaría transigiendo, pero de todos los antiguos alumnos de Wittgenstein, ni uno solo estuvo dispuesto a perdonarlo. El dolor que había causado era demasiado profundo, y su odio hacia el maestro trascendía toda posibilidad de gracia.

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