Breve historia de la Argentina (21 page)

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Authors: José Luis Romero

Tags: #Historia

BOOK: Breve historia de la Argentina
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Capítulo XV
P
ÉRDIDA Y RECUPERACIÓN DE LA
R
EPÚBLICA (1973-1996)
[1]

El retorno de Perón a la presidencia sólo se produjo después de una serie de complejas peripecias. El presidente Lanusse fracasó en imponer su propia candidatura, que presentaba como transaccional entre las Fuerzas Armadas y Perón, pero logró proscribir al líder exiliado, quien entonces designó como candidato vicario a Héctor Cámpora. Éste, que manifestaba una incondicional solidaridad con el líder, suscitó a la vez fuertes simpatías entre los sectores juveniles y radicalizados del peronismo, nucleados en la llamada «tendencia revolucionaria». Los jóvenes dieron el tono a la agitada campaña electoral, realizada bajo el lema de «dependencia o liberación», que culminó con el triunfo electoral del peronismo. Las nuevas autoridades asumieron el 25 de mayo de 1973, con la simbólica presencia de los presidentes de Chile y Cuba, Salvador Allende y Osvaldo Dorticós, rodeados de una inmensa muchedumbre que escarneció a los jefes militares. Después de dieciocho años, la voluntad popular podía consagrar, con plena libertad, un gobierno constitucional que expresaba, a la vez, el deseo impreciso pero imperioso de transformaciones profundas.

Durante esos años se asistió a una verdadera «primavera de los pueblos», llena de esperanzas vagas e indefinidas. Desde 1969 la movilización popular no sólo había jaqueado al régimen militar sino desafiado de distintas maneras el orden establecido. Muchos procuraron imponerle una dirección. Los partidos políticos, débiles y hasta raquíticos debido a la larga falta de funcionamiento pleno de las instituciones representativas, fueron incapaces de hacerlo; en cambio lo lograron una serie de organizaciones políticas y armadas, nacidas en la lucha contra el régimen militar, al que enfrentaron por medio de acciones de guerrilla urbana. De los varios «ejércitos» que operaron, realizando acciones militares espectaculares que eran miradas con simpatía por buena parte de la población, los que mejor lograron arraigar en el movimiento popular fueron los Montoneros. Se trataba de un grupo de origen nacionalista y católico al que pronto se sumaron sectores provenientes de la izquierda, que sobresalió por su capacidad para asumir el discurso y las consignas de Perón, combinarlas con otras provenientes del nacionalismo tradicional, del catolicismo progresista y de la Izquierda revolucionaria, y a la vez movilizar y organizar a distintos sectores: estudiantes, trabajadores o moradores de barrios marginales. A través de distintas organizaciones, Montoneros combinó la acción militar con la específicamente política; en ella sobresalió la Juventud Peronista, detrás de la cual se congregaron los amplios sectores para quienes Perón era la encarnación de un proyecto revolucionario, en el que la liberación nacional debía llevar a la «patria socialista».

Fueron estos sectores juveniles los que rodearon al presidente Cámpora y ocuparon importantes posiciones de poder hasta que, dentro mismo del peronismo, se generó un vigoroso movimiento en su contra. El 20 de junio de 1973, el día en que Perón volvía definitivamente al país, y cuando una inmensa multitud se había congregado en Ezeiza para recibirlo, ambos sectores protagonizaron una verdadera batalla campal, que dejó muchos muertos. Poco después, Cámpora era forzado a renunciar, y luego de un breve interludio, unas nuevas elecciones generales consagraron, de manera abrumadora, la fórmula presidencial que reunía al general Perón y a su esposa María Estela Martínez.

El conflicto interno del peronismo se desplegó con toda su fuerza. Frente a quienes proclamaban la bandera de la patria socialista, otro sector levantaba la de la «patria peronista», combinando la aspiración al retorno de la bonanza de décadas anteriores con posiciones, tradicionales en el peronismo, decididamente adversas a las ideas de izquierda. Ambos sectores compitieron por el poder y por el control de las movilizaciones callejeras, y ambos recurrieron a la violencia, al terrorismo y al asesinato. Fue claro que Perón, quien en su anterior lucha con los militares había respaldado a los jóvenes, repudiaba ahora su forma de acción, sus consignas y propósitos, se inclinaba por los sectores más tradicionales del partido y se ocupaba de desalojar a los sectores juveniles peronistas de posiciones de poder. El enfrentamiento culminó el 1° de mayo de 1974, cuando en el tradicional acto peronista de la Plaza de Mayo, el veterano líder los denostó y aquéllos respondieron abandonando la Plaza y, simbólicamente, el movimiento.

Los partidos de oposición, empeñados en apoyar al gobierno constitucional, no interfirieron ni en este conflicto ni en el otro, más sordo, de Perón con los sindicatos. La política económica que ejecutó su ministro de Economía, el empresario José Gelbard, fue decididamente moderada, y lejos de las consignas socialistas de algunos de sus seguidores, apuntó a fortalecer el desarrollo capitalista. Se propuso expandir el mercado interno, ampliar las exportaciones industriales y estimular al sector de empresas nacionales, pero sin hostilizar a las extranjeras. La eliminación de la inflación, que era una cuestión clave para cualquier proyecto de desarrollo, debía lograrse mediante un amplio Pacto Social, en el que empresarios y trabajadores renunciaran a su tradicional puja por el reparto del ingreso y aceptaran el papel arbitral del Estado. Pero luego de los primeros éxitos, la reaparición de la inflación impulsó a los trabajadores a acentuar sus reclamos, obligando a Perón a poner en juego toda su autoridad para salvar la concertación. El 12 de junio de 1974, en su última aparición en público, reclamó de unos y otros el cumplimiento de los acuerdos. Poco después, el 1° de julio, el anciano líder fallecía.

Su viuda, María Estela, que asumió la presidencia, no tenía ni la misma capacidad ni similar autoridad, y los conflictos se hicieron más agudos. José López Rega, que había sido secretario privado de Perón y luego ministro de Bienestar Social, y a quien se sindicaba como el poder oculto del gobierno, organizó grupos clandestinos dedicados a asesinar dirigentes opositores, muchos de los cuales eran activistas sindicales e intelectuales disidentes, no enrolados en las organizaciones guerrilleras. Montoneros respondió de la misma manera, de modo que la violencia creció de manera irrefrenable, ante la inacción de un gobierno que renunciaba al monopolio de la fuerza. Por otra parte, y frente a una inflación agudizada, el gobierno se lanzó a un drástico plan de ajuste económico, que incluyó una fortísima devaluación y aumento de tarifas públicas, conocido como «rodrigazo», en alusión al ministro de Economía Celestino Rodrigo, acólito de López Rega. Los sindicalistas respondieron enfrentando con energía al gobierno y lograron un aumento similar, con lo que los efectos esperados del «rodrigazo» se perdieron, pero la economía entró en una situación de elevada inflación y descontrol.

Una organización armada no peronista, el Ejército Revolucionario del Pueblo, logró por entonces asentarse en un sector de la provincia de Tucumán, donde anunció la constitución de una «zona liberada», y el Ejército inició una operación formal para desalojarlo. Poco después, los jefes militares imponían el alejamiento de López Rega. Era evidente que el gobierno civil había perdido el dominio de la situación. Un intento de encontrar una salida dentro del orden constitucional —la renuncia de la presidente y su reemplazo por el senador Luder, presidente del Senado— fracasó. Poco después, la crisis económica y política combinadas creaban las condiciones para que las Fuerzas Armadas desplazaran a la presidenta y se hicieran cargo del poder, sin oposición y hasta con el aliviado consentimiento de la mayoría de la población.

El 24 de marzo de 1976 asumió el mando la Junta Militar, formada por los comandantes de las tres Armas, que designó presidente al general Jorge Rafael Videla, comandante del Ejército. Videla se mantuvo en el cargo hasta marzo de 1981, cuando fue reemplazado por el general Roberto Marcelo Viola, que en 1978 lo había sucedido al frente del Ejército. Sin embargo, la Junta siguió conservando la máxima potestad, y las tres armas se dividieron cuidadosamente el ejercicio del poder.

Con el llamado Proceso de Reorganización Nacional, las Fuerzas Armadas se propusieron primariamente restablecer el orden, lo que significaba recuperar el monopolio del ejercicio de la fuerza, desarmar a los grupos clandestinos que ejecutaban acciones terroristas amparados desde el Estado y vencer militarmente a las dos grandes organizaciones guerrilleras: el E.R.P. y Montoneros. La primera desapareció rápidamente, mientras que Montoneros logró salvar una parte de su organización que, muy debilitada, siguió operando desde el exilio. Pero además, en la concepción de los jefes militares, la restauración del orden significaba eliminar drásticamente los conflictos que habían sacudido a la sociedad en las dos décadas anteriores, y con ellos a sus protagonistas. Se trataba en suma de realizar una represión integral, una tarea de verdadera cirugía social.

En 1984, la Comisión Nacional para la Desaparición de Personas (CONADEP), que presidió el escritor Ernesto Sábato, realizó una reconstrucción de lo ocurrido, cuya real dimensión apenas se intuía. Sus conclusiones fueron luego confirmadas por la justicia, que en 1985 condenó a los máximos responsables. Concebido como un plan orgánico, fue aplicado de manera descentralizada, reservándose cada fuerza sus zonas de responsabilidad. Grupos de militares no identificados se ocupaban de secuestrar, generalmente por la noche, a activistas de distinto tipo, que luego de ser sometidos a torturas permanecían largo tiempo detenidos, en centros clandestinos —La Perla, El Olimpo, La Cacha, que alcanzaron una terrible fama—, hasta que una autoridad superior decidía si debían ser ejecutados o si eran «recuperables». Proliferaron los «desaparecidos», pues los familiares Ignoraban su suerte y ninguna autoridad asumía la responsabilidad de la acción, y también las tumbas clandestinas. La CONADEP logró documentar nueve mil casos, aunque probablemente —según las denuncias de los familiares— la cifra deba triplicarse.

Según la versión oficial, se trataba de «erradicar la subversión apátrida». Muchas de las víctimas estuvieron involucradas en actividades armadas; muchísimas otras eran dirigentes sindicales o estudiantiles, sacerdotes, activistas de organizaciones civiles o intelectuales disidentes. Pero el verdadero objetivo eran los vivos, los que emigraron, o debieron silenciar su voz, o aún aceptar lo que estaba ocurriendo, por falta de voces alternativas a las que, desde el Estado, justificaban lo sucedido. Ante el horror, la mayoría se inclino por refugiarse en la ignorancia.

Con la pasividad de la sociedad el régimen militar pudo consagrarse a su segunda tarea: la reestructuración de la economía, de modo de eliminar la raíz que —según creían— allí tenían los conflictos sociales y políticos. José Alfredo Martínez de Hoz, un economista vinculado a los más altos círculos económicos internacionales y locales, fue el ministro de Economía que, durante los cinco años de la presidencia de Videla, condujo la transformación, sorteando oposiciones múltiples, provenientes incluso de los propios sectores militares. En su diagnóstico, el fuerte peso que el Estado tenía en la vida económica —por su capacidad de intervención o por el control de las importantes empresas públicas— generaba en torno suyo una lucha permanente de los intereses corporativos —los distintos grupos empresarios y el sindicalismo— que afectaban la eficiencia de la economía, y finalmente la propia estabilidad social y política. La presencia del Estado debía reducirse, y su acción directiva tenía que ser reemplazada por el juego de las fuerzas del mercado, capaces de disciplinar y hacer eficientes a los distintos sectores. También debería reducirse la industria nacional, orientada al mercado interno y tradicionalmente protegida por el Estado, y con ella los poderosos sindicatos industriales, que eran precisamente uno de los factores de la discordia. Un vasto plan de obras públicas, más espectaculares que productivas, habría de compensar la desocupación generada.

En este proyecto, que invertía las orientaciones de la economía vigentes desde 1930 a 1945, se eliminó la protección industrial y se abrió el mercado a los productos extranjeros, que lo inundaron. El Estado renunció a regular la actividad financiera —y con ello a estimular algunas actividades con créditos preferenciales— y proliferaron las entidades financieras privadas, lanzadas especulativamente a la captación de los ahorros del público. En momentos en que el aumento del precio internacional del petróleo creaba una masa de capitales a la busca de ganancias rápidas, la apertura financiera permitió que se volcaran al país, alimentaran a la especulación y crearan la base de una deuda externa que desde entonces se convirtió en el más fue condicionante de la economía local. Para realizar parte las tareas de sus empresas, el Estado recurrió a empresas privadas, y algunas de ellas se beneficiaron con excelentes contratos. Mientras muchas de las actividades básicas languidecían y numerosas empresas quebraban, la actividad financiera especulativa y los contratos con el Estado permitieron la formación de poderosos grupos económicos, que operaban simultáneamente en diversas actividades, aprovechaban de los recursos públicos y adquirían empresas con dificultades.

Un punto débil de este proyecto fueron las profundas divisiones existentes en el seno de las Fuerzas Armadas, debidas a la competencia interna y a las apetencias personales de sus jefes. La cuidadosa división de áreas de influencia entre las tres fuerzas llevó a una suerte de feudalización del poder. El comandante de la Marina, almirante Massera que ambicionaba la presidencia, se opuso a Videla y sobre todo a Martínez de Hoz. Varios generales manifestaron también sus pretensiones y objetaron el reemplazo de Videla por Viola. Cuando éste asumió el mando, prescindió de Martínez de Hoz e inició la tímida búsqueda de una «salida política». La falta de confianza en la estabilidad y en posibilidad de mantener las condiciones económicas desencadenó la crisis, que se manifestó en una inflación desatada y una conmoción reveladora de las endebles bases de la estabilidad lograda por Martínez de Hoz. A fines de 1981 Viola fue remplazado a su vez por el general Leopoldo Fortunato Galtieri.

Por entonces, cesaba en todo el mundo el flujo fácil de capitales especulativos y comenzaron los problemas para los deudores. La Argentina, como muchos países, tuvo dificultades para pagar los intereses de los préstamos recibidos, con lo que la deuda comenzó a multiplicarse y los acreedores a presionar para imponer a la política económica las orientaciones que les permitieran cobrar sus créditos. La crisis se agudizó, y en la sociedad comenzaron a oírse voces de protesta, largamente silenciadas. Los empresarios reclamaron por los intereses sectoriales golpeados, los sindicalistas se atrevieron cada vez más, y el 30 de marzo de 1982 organizaron una huelga general, con concentración obrera en la Plaza de Mayo, que el gobierno reprimió con dureza. La Iglesia, que, como muchos, no había hecho oír su voz ante la represión, se manifestó partidaria de encontrar una salida hacia la democracia, en momentos en que los partidos políticos se agrupaban en la Multipartidaria, tras un reclamo de la misma índole. Pero lo más notable fueron las agrupaciones defensoras de los Derechos Humanos, y particularmente las Madres de Plaza de Mayo, un grupo formado en el momento más terrible de la represión, que ellas mismas debían soportar y que reclamaba por sus hijos desaparecidos y por uno de los derechos más esenciales e incontrovertibles. La fuerza de este reclamo de tipo ético fue enorme, y ayudó a despertar a la sociedad dormida.

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