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Authors: Cherie Priest

Tags: #Ciencia ficción, #Fantasía

Boneshaker (3 page)

BOOK: Boneshaker
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—¿Para asegurarse?

Briar gruñó.

—Para asegurarse de que no había huido de la ciudad, hacia el este; para asegurarse de que la Plaga no lo había despertado de nuevo; para asegurarse de que estaba donde yo decía. Lo que más le guste.

Hale terminó de anotar las palabras de la mujer y la miró.

—Lo que acaba de decir de la Plaga… ¿sabían, ya entonces, lo que podía hacer?

—Lo sabían. Lo averiguaron enseguida. No todos a los que mató la Plaga echaron a andar de nuevo, aunque los que lo hicieron despertaron enseguida, en apenas unos días. Pero, sobre todo, la gente quería cerciorarse de que Maynard no había huido. Y cuando se convencieron de que estaba más allá de su alcance, lo volvieron a dejar aquí. Ni siquiera se molestaron en enterrarlo. Lo dejaron ahí, junto al árbol. Tuve que enterrarlo dos veces.

Tanto el lápiz de Hale como su barbilla oscilaban sobre el cuaderno.

—Lo siento, ¿ha dicho que…? ¿Quiere decir…?

—No se sorprenda tanto. —Briar se removió en la silla, y el cuero chirrió bajo su piel—. Al menos no llenaron el agujero. La segunda vez tardé mucho menos. Deje que le haga una pregunta, señor Quarter.

—Llámeme Hale.

—Hale, como quiera. Dígame, ¿qué edad tenía cuando apareció la Plaga?

El lápiz estaba temblando, así que lo dejó sobre el cuaderno y respondió:

—Casi seis años.

—Eso pensaba. Era usted un crío. Ni siquiera lo recuerda, ¿verdad? No recuerda cómo eran las cosas antes del muro.

Hale negó con la cabeza; no, no lo recordaba.

—Pero recuerdo el muro, cuando lo erigieron. Recuerdo ver cómo lo construían, poco a poco, alrededor de las manzanas contaminadas. Sesenta metros de altura, hasta llegar a los vecindarios evacuados.

—Yo también lo recuerdo. Lo vi desde aquí. Se podía ver desde esa ventana, junto a la cocina. —Gesticuló con la mano hacia la estufa, y un pequeño portal rectangular tras ella—. Durante siete meses, dos semanas y tres días, de día y de noche, trabajaron para construir ese muro.

—Cuánta exactitud. ¿Suele llevar un registro de esas cosas?

—No —dijo Briar—. Pero resulta muy fácil recordarlo. Terminaron de construirlo el día que nació mi hijo. Solía preguntarme si no lo oiría, el ruido que hacían para construirlo. Era todo lo que oía mientras lo gestaba: los martillos, las herramientas… y en cuanto el niño nació, el mundo guardó silencio.

Pareció recordar algo, y se enderezó en su asiento. La silla silbó contra el suelo.

Miró hacia la puerta.

—Hablando de él, se está haciendo tarde. Me pregunto qué estará tramando. A estas horas normalmente ya está en casa. —Se corrigió a sí misma—: La mayoría de las veces. Hace mucho frío ahí fuera.

Hale se recostó en el duro respaldo de madera de su silla.

—Es una lástima que no llegara a conocer a su abuelo. Estoy seguro de que Maynard hubiera estado orgulloso.

Briar se inclinó hacia delante con los codos sobre las rodillas. Se llevó las manos al rostro y se frotó los ojos.

—No lo sé —dijo. Se enderezó y se limpió la frente con el antebrazo. Se quitó los guantes y los dejó sobre la mesa redonda colocada entre la silla y la chimenea.

—¿No lo sabe? Pero no hay más nietos, ¿verdad? No tuvo más hijos, ¿verdad?

—No que yo sepa, pero no hay manera de saberlo. —Se inclinó hacia delante y comenzó a desabrocharse las botas—. Espero que me disculpe —dijo—. No me he quitado estas botas desde las seis de la mañana.

—No se preocupe —dijo Hale, mirando a la hoguera—. Lo siento, estoy molestándola.

—Es cierto, pero yo le he dejado entrar, así que es culpa mía. —Se quitó una de las botas, y se puso a trabajar en la otra—. Y no sé si Maynard y Zeke se hubieran llevado bien, la verdad. No se parecen en nada.

—Zeke… —Hale se estaba adentrando en terreno peligroso, y lo sabía, pero no pudo contenerse—. ¿Quizá se parece demasiado a su padre?

Briar no hizo gesto alguno. Mantuvo su cara de póquer firme mientras se quitaba la otra bota y la dejó junto a la primera.

—Es posible. Después de todo, solo es un niño. Aún tiene tiempo para enderezarse. Pero, en cuanto a usted, señor Hale, me temo que voy a tener que decirle adiós. Se hace tarde, y no tardará en amanecer.

Hale suspiró y asintió. Había ido demasiado lejos, sin duda. Debería haber seguido hablando del padre fallecido, no del marido fallecido.

—Le pido perdón —dijo mientras se ponía en pie y guardaba su cuaderno bajo el brazo. Se puso el sombrero, se abrochó el abrigo y añadió—: Y gracias por su tiempo. Le agradezco todo lo que me ha contado, y si me publican el libro, la citaré en los agradecimientos.

—Seguro —dijo ella.

Acompañó a Hale a la puerta, y la cerró tras dejarlo marchar. Hale echó a caminar en la fría noche de invierno, protegiéndose con la bufanda y los guantes del gélido viento.

Capítulo 2

Junto a la esquina de la casa, una sombra se ocultó. Después, susurró:

—Oye. Oye.

Hale se quedó inmóvil y aguardó mientras una cabeza peluda y parda asomaba. A la cabeza le siguió el cuerpo delgado pero pesadamente abrigado de un adolescente de mejillas hundidas y ojos inquietos. La luz de la hoguera del interior asomaba por la ventana delantera, e iluminaba la mitad de su rostro.

—¿Estabas preguntando por mi abuelo?

—¿Ezekiel? —Hale estaba seguro de que se trataba de él.

El muchacho avanzó, con cuidado de mantenerse alejado del claro que habían dejado las cortinas, para que no pudieran verlo desde el interior de la casa.

—¿Qué te ha dicho mi madre?

—No mucho.

—¿Te ha dicho que fue un héroe?

—No —dijo Hale—. No me ha dicho eso.

El muchacho resopló, y recorrió con una mano enguantada su pelo enmarañado.

—Claro que no. Ella no lo cree, y si lo cree, no le importa una mierda.

—No sabría decirte.

—Yo sí —dijo el chico—. Actúa como si mi abuelo no hubiera hecho nada. Como si todo el mundo tuviera razón, y él hubiera provocado una fuga en la cárcel porque alguien le pagó. Pero, si le pagaron, ¿dónde está el dinero? ¿Te parece que tenemos mucho dinero?

Zeke le dio al biógrafo tiempo de sobra para responder, pero Hale no sabía qué decir.

Zeke prosiguió.

—Cuando la gente comprendió lo que hacía la Plaga, evacuaron a todos, ¿verdad? Vaciaron el hospital e incluso la cárcel, pero había mucha gente aún en comisaría… gente que estaba arrestada, pero que aún no había sido acusada de nada. A esos los dejaron allí, encerrados. Y no podían salir. La Plaga estaba llegando, y todos lo sabían. Todas esas personas iban a morir.

Sorbió por la nariz y se frotó con el dorso de la mano el labio superior. Puede que estuviera resfriado, o quizá solo tenía la nariz entumecida por el frío.

—¿Sabes lo que hizo mi abuelo Maynard? El capitán le dijo que sellara todas las salidas de la ciudad, pero él no quería hacerlo mientras quedara gente dentro. Y era gente pobre, como nosotros. No eran mala gente, no todos. La mayoría estaban encerrados por tonterías, por pequeños robos y cosas así.

»Y mi abuelo no estaba dispuesto a hacerlo. No pensaba dejarlos encerrados para que murieran ahí dentro. El gas de la Plaga iba a por ellos; y ya había ocupado el camino más corto para llegar a la comisaría. Pero él corrió hacia allí, cubriéndose la cara lo mejor que pudo.

»Cuando llegó allí, cogió la palanca que mantenía todas las celdas cerradas y se apoyó en ella, con todo su peso, porque era lo que había que hacer para mantener las puertas abiertas. Así que, mientras todos huían, él se quedó atrás.

»Y los últimos en salir fueron dos hermanos. Comprendieron lo que mi abuelo había hecho, y lo ayudaron. Pero ya estaba enfermo a causa del gas, era demasiado tarde. Así que lo trajeron a casa, tratando de ayudarlo, aunque sabían que, si alguien les veía, los volverían a arrestar. Pero lo hicieron igualmente, igual que Maynard hizo lo que hizo. Porque nadie es tan malo. Quizá Maynard era un poco malo, por eso actuó así; y quizá esos dos eran un poco buenos.

»Pero lo que ocurrió fue esto —dijo Zeke, levantando un dedo y mostrándoselo a Hale—: Había veintidós personas en esas celdas, y Maynard las salvó, a todas. Le costó la vida, y no recibió nada a cambio.

Mientras el muchacho se dirigía hacia la puerta y tomaba el pomo, añadió:

—Y nosotros tampoco.

Capítulo 3

Briar Wilkes cerró la puerta tras el biógrafo.

Apoyó la frente en la puerta por un instante y regresó de nuevo junto a la hoguera. Allí, se calentó las manos, recogió sus botas y comenzó a desabrocharse la camisa y quitarse la faja que la mantenía bien ceñida.

Pasillo adelante, pasó junto a las puertas de la habitación de su padre y la de su hijo. Ambas puertas podrían haber estado selladas con maderos y clavos, puesto que apenas las abría. No había entrado en el cuarto de su padre en varios años, y no había entrado en el de su hijo… ni siquiera podía recordar un momento concreto, por mucho que se esforzara. Y tampoco recordaba qué aspecto tenía.

Se detuvo ante la puerta de Ezekiel.

Su decisión de abandonar el cuarto de Maynard había sido provocada por una necesidad filosófica; sin embargo, no había ningún motivo real para evitar la habitación de su hijo. Si alguien preguntara (y naturalmente nadie lo hacía nunca), quizá hubiera puesto una excusa, diciendo que prefería respetar su privacidad, pero la verdad era mucho más sencilla, y también mucho peor. No entraba en la habitación porque no sentía ninguna curiosidad respecto a ella. Esa falta de interés podría haberse interpretado como una carencia de estima, pero era únicamente un efecto secundario de un permanente agotamiento. Incluso sabiendo esto, sintió una punzada de culpabilidad, y dijo en voz alta, porque no había nadie que pudiera oírla, o darle la razón o quitársela:

—Soy una madre horrible.

Era solo un comentario, pero sintió la necesidad de refutarlo de alguna manera, de modo que tomó el pomo y lo giró.

La puerta se abrió hacia dentro, y Briar acercó su linterna a la oscuridad que reinaba en el interior.

Había una cama con una cabecera plana de aspecto familiar en un rincón. Era la misma en la que ella había dormido de niña, y era lo bastante grande para un hombre adulto, pero solo la mitad de ancha que su propia cama. Sobre los listones había un viejo colchón de plumas que había sido aplanado hasta tener apenas dos o tres centímetros de grosor. Una pesada y sucia colcha reposaba sobre el colchón, doblada y enredada.

Junto a la ventana, al pie de la cama, había un mueble marrón de cajones y un montón de ropa sucia que incluía varias botas desparejadas.

—Tengo que lavar toda esta ropa —murmuró, sabiendo que tendría que esperar hasta el domingo, si no quería estar toda la noche haciendo la colada, y sabiendo también que Zeke probablemente se hartaría y la haría él mismo antes. Nunca había oído hablar de un adolescente que hiciera tantas tareas de la casa, pero las cosas habían cambiado mucho para las familias desde la Plaga. Las cosas eran distintas para todos, desde luego. Pero eran especialmente distintas para Briar y Zeke.

Le gustaba pensar que su hijo comprendía, al menos en parte, por qué ella lo veía con tan poca frecuencia. Y ella prefería suponer que no la culpaba demasiado por ello. Los chicos de su edad querían libertad, ¿no? Querían tener independencia, para ellos era una señal de madurez, y si lo veía de ese modo, desde luego su hijo era un muchacho muy afortunado.

Se oyó un golpe seco procedente de la puerta principal.

Briar se sobresaltó. Cerró la puerta del dormitorio y caminó rápidamente por el pasillo.

Desde la seguridad de su propio dormitorio terminó de quitarse sus ropas de trabajo, y cuando oyó las pisadas de su hijo, gritó:

—Zeke, ¿has vuelto?

Se sintió un poco tonta por preguntar, pero era un saludo tan bueno como cualquier otro.

—¿Qué?

—He dicho que si ya has vuelto.

—He vuelto —gritó él—. ¿Dónde estás?

—Salgo en un segundo —le dijo. Un minuto después salió con ropa que olía menos a lubricante industrial y polvo de carbón—. ¿Dónde has estado? —preguntó.

—Fuera. —Zeke ya se había quitado el abrigo y lo había dejado colgado en el perchero junto a la puerta.

—¿Has comido? —preguntó Briar, tratando de no fijarse en lo delgado que estaba su hijo—. Ayer me pagaron. Ya sé que tenemos la despensa un poco vacía, pero eso pronto cambiará. Y aún nos queda algo por aquí.

—No, ya he comido. —Siempre decía eso. Y Briar nunca sabía si decía la verdad. Para evitar más preguntas al respecto, Zeke dijo—: ¿Has llegado a casa tarde? Hace mucho frío. Supongo que acabas de encender el fuego.

Briar asintió, y fue a la despensa. Estaba hambrienta, pero lo estaba tan a menudo que había aprendido a no pensar en ello.

—He trabajado un turno extra. Uno de los chicos se puso enfermo. —En el estante superior de la despensa había un guiso ligero formado por una mezcla de judías y granos de maíz secos. Briar lo cogió y deseó tener algo de carne para acompañar, pero de poco valía desearlo.

Puso un poco de agua a hervir y cogió algo de pan que había bajo un paño. El pan estaba tan rancio que apenas podía comerse, pero lo masticó y lo tragó rápidamente.

Ezekiel se sentó en la silla que Hale había usado y la acercó a la hoguera para calentarse un poco las manos.

—Lo he visto marcharse —dijo Zeke, lo bastante alto para que su madre lo oyera desde la cocina.

—¿Ah, sí?

—¿Qué quería?

Una mezcla de sopa cayó con un chapoteo en el cazo.

—Hablar conmigo. Ya sé que es tarde. Supongo que no da muy buena impresión, pero ¿qué van a hacer los vecinos? ¿Ponernos verdes por la espalda?

Cuando su hijo respondió, le pareció como si estuviera sonriendo:

—¿De qué quería hablar?

No le respondió. Terminó de masticar el pan y preguntó:

—¿Seguro que no quieres comer nada? Hay de sobra para dos, y deberías mirarte en el espejo. Estás en los huesos.

—Te he dicho que ya he comido. Come tú. Estás más delgada que yo.

—No es cierto —dijo ella.

—Claro que sí. ¿Qué quería ese hombre? —preguntó de nuevo.

Su madre apareció en el umbral y se apoyó en el muro, con los brazos cruzados y el cabello ya más suelto que atado.

—Está escribiendo un libro sobre tu abuelo —dijo—. O eso dice.

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