Esto no puede estar sucediendo
, pensó al asumir la realidad de su situación. Pataleó con fuerza para tratar de liberarse, pero aún tenía un alga enmarañada a la pierna. Se sentía demasiado débil y los pulmones le ardían. Siguió agitando los brazos hasta que la superficie del agua estuvo a unos centímetros de distancia. Con unas patadas desesperadas, consiguió finalmente liberarse y pudo abrirse camino hacia el exterior.
Tomó una bocanada de aire. A lo lejos, oyó el sonido de los cascos de los caballos sobre la piedra. Los soldados acudían en su busca. Miró hacia la playa, que estaba a unos treinta metros de distancia. El castillo se hallaba enclavado en la ladera de una colina, sobre la costa, junto a un acantilado cubierto de árboles y arbustos. Nadó hacia la playa, agradecida de que las olas la empujaran hasta la arena. No disponía de mucho tiempo.
La orilla aparecía salpicada de grandes rocas grisáceas distribuidas en hileras: formaban un enorme laberinto que se extendía por toda la playa. Blancanieves se aproximó a la primera entrada de piedra. Era más alta que ella y los muros estaban cubiertos de percebes y algas resecas. La franqueó y se adentró en el laberinto, pero cuando el pasadizo se bifurcó, no supo qué camino tomar. Sus recuerdos infantiles eran menos claros respecto al laberinto; era William el que siempre encontraba la salida.
Tenía el vestido empapado y temblaba de frío. Oyó los cascos de los caballos en las rocas; el ejército se estaba acercando. Sin lugar a dudas, Finn ya habría alertado a Ravenna. Si él no la encontraba, la magia de la reina de seguro lo haría. Le arrancaría el corazón.
Blancanieves optó por seguir a la derecha. Le temblaban las manos. Estaba a punto de rodear una esquina cuando un leve graznido llamó su atención.
Se volvió. Las dos urracas habían ido tras ella y estaban posadas en el muro de piedra de la izquierda. Blancanieves se tapó la boca con la mano y los ojos se le llenaron de lágrimas. Los pájaros descendieron de la cornisa y volaron en dirección contraria. La joven los siguió por la playa, serpenteando entre las enormes rocas hasta que el sendero desembocó en la arena. A unos metros de distancia, recostada en la orilla, había una hermosa yegua blanca. Blancanieves nunca había visto un caballo en aquella postura, como si estuviera esperando a que subiera a su lomo.
El ruido de los cascos se aproximaba.
—¡Allí! —voceó un hombre.
Blancanieves alzó la vista hacia el borde del acantilado. Entre los árboles surgieron los dos primeros soldados a caballo; uno de ellos la señalaba con una daga de plata. La muchacha no dudó: corrió hacia la yegua y se subió de un salto a ella. El animal se levantó y empezó a galopar por la playa rocosa.
Corría junto a la orilla, con las olas rompiendo a su lado, mientras Blancanieves no dejaba de mirar hacia atrás, con el pelo revuelto en una oscura maraña. Los ojos le escocían del aire salino del océano. El ejército de Finn descendió rápidamente del acantilado y comenzó a aproximarse.
Las urracas se desviaron a la derecha, de nuevo hacia el interior, y la yegua se internó en el espeso bosque tras ellas. El ejército persiguió a Blancanieves entre la arboleda.
La muchacha recordó los paisajes de su infancia. Se encontraban a las afueras de una de las aldeas. De pequeña, había desfilado junto a sus padres en un carruaje descubierto a través de aquellas pequeñas poblaciones, saludando a los niños. Todos los habitantes, ataviados con sus mejores ropas, esperaban la llegada de la familia real mientras lanzaban pétalos de flores sobre el camino de tierra. Pero ahora, al acercarse a la aldea, Blancanieves apenas la reconoció. Muchas de las casas eran montones de escombros calcinados, había otras cerradas con tablones y el antiguo pozo del centro del pueblo estaba sellado.
La yegua siguió galopando y pasó rápidamente junto al edificio quemado de la escuela. Al final del camino, unos niños salieron de una casa que tenía unos enormes agujeros en el techo de paja. Blancanieves trató de detener a su montura, pero esta se negó en redondo. Cuando se aproximaron, vio que había pánico en los ojos de aquellos niños y que estaban tan delgados que parecían esqueletos. Uno tenía la nariz ensangrentada; otro estaba tan débil que apenas podía ponerse en pie. Se movían lentamente, contemplando al animal con una extraña curiosidad.
Blancanieves se adentró en el bosque que se extendía frente a ella, pero a medida que la yegua avanzaba, encontraba cada vez menos y menos árboles entre los que ocultarse. Estaba al descubierto, galopando a través de un campo yermo. En un claro antes repleto de frondosos árboles había solo tocones podridos y hierba carbonizada. La muerte y la destrucción lo asolaban todo. El reino era una mera sombra de lo que había sido.
La joven mantenía los ojos en los dos pájaros que la precedían y vio cómo coronaban una colina. Más allá de la pronunciada pendiente, se extendía un muro de viejos árboles cuyos troncos tenían casi dos metros de anchura. Blancanieves tragó saliva. Había oído hablar del Bosque Oscuro cuando era una niña. Su madre solía contarle historias sobre la magia que albergaba: plantas que se enredaban en las piernas, extrañas criaturas que habitaban en el subsuelo y arenas movedizas que se tragaban a personas enteras. Nadie había regresado con vida del Bosque Oscuro.
Miró hacia atrás. El ejército de Finn estaba ascendiendo la colina; en unos minutos la habrían alcanzado. Espoleó a la yegua, pero el animal dudó, vacilante ante los gigantescos árboles que se alzaban ante ella. El bosque se encontraba sumido en una densa niebla que se deslizaba entre los troncos. Era imposible distinguir lo que había a dos metros de distancia.
—Vamos —susurró, acariciando el cuello de su montura.
Se adentraron en el bosque y la bruma las envolvió. Las urracas habían desaparecido entre la espesa nube blanca. Blancanieves alzó los ojos hacia las ramas de los árboles. Allí arriba oyó extraños pájaros cuyos chillidos guturales le provocaron escalofríos. La yegua avanzaba lentamente. Blancanieves, con las manos temblorosas, dejó escapar un profundo suspiro. Los ecos de los hombres de Finn se desvanecieron a su alrededor. Solo oía la presencia del Bosque Oscuro y sus tenebrosos rumores.
La yegua dio un paso, luego otro y, de repente, el terreno cedió bajo sus patas. Se levantó de manos y lanzó a Blancanieves por los aires. La muchacha golpeó el suelo con fuerza y jadeó. Cuando levantó la vista, el animal había desaparecido entre la niebla.
Permaneció tumbada un instante, tratando de recuperar el aliento. La tierra sobre la que se encontraba estaba empapada y el espeso musgo comenzó a deslizarse sobre sus dedos, como si intentara engullirlos. A unos metros de distancia, escuchó las pisadas sobre el fango de los hombres que se abrían camino a través del bosque.
Se levantó y empezó a alejarse, incapaz de ver siquiera el suelo que pisaba. Estaba envuelta por una nube blanca. Miró atrás y por un instante vislumbró la silueta de un hombre. Corrió más deprisa, con la respiración entrecortada, tratando de escapar del ejército de Finn, pero un pie se le enganchó en la raíz de un árbol gigantesco y voló por los aires. Aterrizó con un golpe seco sobre una zona cubierta de setas anaranjadas y rojizas.
Una nube de polen se levantó a su alrededor. El pegajoso polvo amarillo cubrió cada centímetro de su piel y no tardó en darse cuenta de que algo terrible iba a suceder. Se notó mareada y se le nubló la vista. Luego se puso en pie para huir y el Bosque Oscuro le resultó más extraño incluso que antes. Los árboles parecían amenazadoras figuras encapuchadas que la acechaban para llevarla de regreso al castillo. «No deberías haberte marchado, querida», murmuró un árbol mientras una de sus ramas se alargaba hasta acariciarle la mejilla.
Otro renqueó hacia ella, alzando sus gigantescas raíces con gran esfuerzo. «Miren lo que tenemos aquí. Una princesa». Se inclinó hacia ella y Blancanieves pudo ver su oscuro rostro, dibujado con un hacha sobre la corteza.
—Alejaos de mí —respondió entre dientes. Tenía la boca llena de aquel infame polen amarillento, lo sentía en la lengua—. Dejadme tranquila.
Sin embargo, el bosque se iba cerrando y había negros murciélagos volando en círculos a su alrededor. Pudo ver sus colmillos y sus bocas ensangrentadas mientras aleteaban delante de ella.
—No, por favor… —gritó Blancanieves al verlos descender y perseguirla hacia las profundidades del denso bosque—. Alejaos de mí.
Pero se sentía demasiado mareada y parecía tener el cuerpo lastrado con piedras. Luchó por mantener los ojos abiertos al tiempo que seguía avanzando, lejos de los hombres de Finn. Unos segundos después, se desplomó y el polen mágico la sumió en un extraño y pesado sueño.
Ravenna daba vueltas y más vueltas por la habitación del espejo, arrastrando los dedos por las paredes. Sus muñequeras de malla sonaban al rozar la piedra y tenía la piel que rodeaba sus uñas escocida y cubierta de sangre, pero no le importaba. Solo podía pensar en Blancanieves. La muchacha estaba en algún lugar fuera de las murallas del castillo, con el corazón aún latiendo en su pecho. Seguía viva.
Ravenna había perdido su oportunidad. Después de tantos años encerrada en aquella torre, Blancanieves se había escapado. Se preguntaba cómo no se había dado cuenta antes: los labios rojos, la piel blanca e inmaculada, el pelo negro como la noche. Su belleza había estado siempre allí, esperando a ser aprovechada, pero ahora era demasiado tarde.
Alguien golpeó la puerta con suavidad. Esta se abrió y apareció Finn, con el rostro en carne viva allí donde Blancanieves le había herido. Su hermana se dirigió a él furiosa y descargó los puños sobre su pecho.
—¡Juraste protegerme! —gritó, pronunciando cada palabra con miedo—. ¿Es que no entiendes lo que esa muchacha significa para nosotros? Es mi futuro. Es todo para mí.
Apenas podía respirar y sentía que las paredes se desplomaban sobre ella. Sus poderes seguirían siendo vulnerables mientras Blancanieves estuviera libre.
—Ya te lo he dicho —respondió Finn con calma, como si no existiera ningún problema, sosteniendo las manos de su hermana entre las suyas—. La perseguimos hasta el interior del Bosque Oscuro. Seguramente ya estará muerta.
Ravenna sacudió la cabeza. Finn tenía la culpa, ¡su propio hermano! Él había provocado todo aquello. No existía lealtad ni dentro de los muros del castillo. No podía confiar en nadie. Aquella muchacha, tan joven, tan frágil, había escapado ayudándose únicamente de un clavo.
¿Había permitido Finn que se escapara? ¿Se había rendido con demasiada facilidad, sabiendo que su error significaría la libertad de Blancanieves? Había pasado demasiadas mañanas allí arriba, observándola, contemplando su sueño.
Lo sabía
, pensó Ravenna, apretando las manos de Finn.
En lo más profundo de su ser, la ama
.
—Allí, perdida, no me sirve para nada —rugió—. Carezco de poder en el Bosque Oscuro. Debo conseguir su corazón —descargó una vez más el puño contra el pecho de su hermano y sintió satisfacción al notar que él se estremecía de miedo. Intentó golpearle de nuevo, pero Finn sujetó su mano.
—¿Acaso no te he entregado todo? —preguntó él y clavó sus ojos grises en ella, como recordándole todas las órdenes que había acatado en el pasado, las personas que había encarcelado y asesinado y todas las muchachas que le había llevado al castillo.
Ravenna retiró la mano.
—¿Y no te he dado yo todo a ti? —susurró, insinuando el vínculo que existía entre ambos—. ¿
Todo
?
La reina se mostraba firme y poderosa por él. Sin su magia, la oposición habría tomado ya el castillo y ambos estarían muertos.
Permanecieron así un instante, mirándose el uno al otro, hasta que ella alargó la mano y rozó la mejilla de Finn. Deslizó el dedo gordo sobre la herida abierta y, a su paso, se cerró el corte, la sangre desapareció y la piel sanó. Cuando retiró la mano, el rostro de su hermano mostraba el mismo aspecto de siempre. Tenía la piel tersa, sin arrugas, sin cicatriz alguna.
Finn tocó con los dedos el lugar donde había estado la herida.
—No volveré a fallarte —murmuró, inclinando la cabeza—. Te he traído a alguien que conoce bien el Bosque Oscuro. Un hombre que puede cazarla, en caso de que haya sobrevivido.
Por primera vez en toda la tarde, Ravenna sintió cómo se le tranquilizaba el pulso. Miró a Finn, que se mostraba complacido, como si hubiera sabido aquello desde el principio.