Blancanieves no dudó. En un rincón, junto al hueco de la escalera, había cuerpos apilados. Los guerreros de sombras, inmunes al dolor, mataban con rapidez: atravesaban con la espada a un soldado y al instante se volvían hacia otro. Se abalanzó sobre uno de ellos, bloqueando su avance con el escudo. El guerrero oscuro se tambaleó, dejándole tiempo suficiente para correr. Luego golpeó a otro con la espada y lo hizo añicos. Continuó zigzagueando por el patio, mientras la batalla se recrudecía a su alrededor, hasta que por fin alcanzó la escalera. Corrió por los silenciosos pasillos y se sobresaltó al percibir su agitada respiración.
Desenvainó la espada mientras ascendía al segundo piso. Era la misma ala del castillo en la que su padre había vivido tantos años atrás, aunque tenía un aspecto diferente. Las cortinas estaban hechas jirones; el largo vestíbulo permanecía oscuro, sin antorchas que iluminaran el camino, y había un aparador volcado sobre un costado, con la madera combada por el moho.
Junto a ella, vio una puerta entreabierta y un inquietante resplandor que salía de la estancia. Blancanieves se volvió y accedió al salón del trono de la reina. Contra la pared había un sillón con piedras incrustadas, sobre él colgaban espadas pulidas y en un baúl de madera descansaban coronas ornamentales y enormes rubíes. Blancanieves mantenía la espada en alto, mientras lo observaba todo. Tras otra puerta, frente a un inmenso espejo de bronce, se encontraba Ravenna. Blancanieves se topó con sus ojos en el reflejo deformado.
—Esto es el fin —dijo la muchacha, acercándose a ella—. He venido en tu busca.
La reina se volvió, con una ligera mueca de satisfacción en los labios.
—Así que mi rosa ha regresado —dijo riendo. Luego miró la espada de Blancanieves—. Y con una espina. Vamos, venga al padre que fue demasiado débil para alzar su espada —sacó de la túnica su daga cubierta de piedras preciosas y la volteó entre los dedos.
Blancanieves ascendió unos pequeños escalones y se colocó frente a Ravenna sin dejar de mirar sus penetrantes ojos azules. La ira le invadió el pecho. ¿Cómo se atrevía a hablar de su padre, el hombre al que había asesinado?
—Por mi padre —dijo, alzando la espada—, por el reino y por mí —y arremetió contra Ravenna, pero la reina esquivó el golpe y se escabulló, colocándose a la espalda de la muchacha. Blancanieves se volvió y lanzó un nuevo ataque, sin embargo la reina se movía demasiado deprisa y escapó al extremo opuesto de la estancia.
Se oyeron pisadas en el pasillo de piedra. Blancanieves se volvió y vio a Eric y a William en la puerta del salón del trono. Ravenna levantó el brazo y, con solo un rápido movimiento de su dedo, el techo se hizo añicos sobre ellos. Cayeron fragmentos de cristal y los trozos se convirtieron en hadas oscuras que se arremolinaron en torno a los dos hombres y los alejaron de Blancanieves.
Cuando Ravenna estuvo segura de que nadie las molestaría, se volvió hacia la muchacha y la contempló con sus ojos azules. Aquella niña —a la que había salvado tantos años atrás— había regresado para matarla. La ironía era casi increíble. Ravenna no había querido que ella muriese, pero no existía otra opción. Así se lo había confirmado el espejo: era su vida o la de Blancanieves. Y ya había dilatado aquella contienda demasiado tiempo.
Blancanieves cargó contra ella, con la espada en alto, y cuando estaba a un paso de distancia, Ravenna se volvió y le puso la zancadilla. La muchacha cayó boca abajo y su espada se deslizó por el suelo hasta el extremo más alejado de la habitación del espejo. Ravenna se cernió sobre ella, con los ojos fijos en el esternón de Blancanieves. Su corazón estaba tan próximo: en unos minutos lo tendría en su mano. Esta vez, nadie la detendría.
—Esto es todo lo que la vida ofrece —susurró. Miró los inmensos ojos marrones de Blancanieves y casi sintió algo de pena por ella—. El tiempo pasa. La esperanza muere. Pero no todo está perdido. Ahora, al menos, una de las dos vivirá para siempre… —alzó la daga igual que había hecho diez años atrás, la noche de su boda. Sería tan sencillo como entonces. Dejó escapar un suspiro y descargó el cuchillo contra el pecho de Blancanieves, pero la muchacha bloqueó el ataque con el antebrazo y giró la muñeca. Ravenna sintió un dolor que le invadía el pecho y dejó escapar un grito, temblando por el impacto.
Bajó los ojos hacia el espacio donde sus costillas se unían entre sí. La muchacha le había clavado un cuchillo; uno pequeño, corto y poco afilado. Ravenna jadeaba, pero notaba cómo la sangre le inundaba los pulmones. Tenía la sensación de estar ahogándose. Le resultaba imposible tomar aire.
La reina se desplomó en el suelo, con el frío suelo de piedra contra la espalda.
—La esperanza nunca muere —susurró Blancanieves, se arrodilló junto a la reina y sostuvo su cabeza entre las manos, mientras Ravenna trataba desesperadamente de respirar. Era imposible. La sangre fluía de su pecho y se encharcaba sobre el suelo. Se le nubló la vista. Aquello no era lo que se suponía que debía suceder, aunque una pequeña parte de su ser sabía que era simplemente justo; Blancanieves estaba haciendo lo mismo que ella años atrás: vengar a su familia.
Desde el lugar donde yacía, vio cómo desaparecían las hadas oscuras del salón del trono. Cuando se convirtieron en diminutas nubes de humo, supo que todo había terminado. Se estaba muriendo y sus últimos poderes mágicos se acababan de desvanecer.
Cuando Ravenna expiró, Blancanieves retiró las manos de su cuerpo aún caliente. Pasó junto a William y el cazador, descendió por el pasillo y salió al balcón. Los guerreros de sombras se habían disipado. Había cadáveres esparcidos por todo el patio y se veían espadas y escudos desperdigados, salpicados de sangre. Los soldados yacían amontonados. Algunos heridos se tambaleaban hacia el rastrillo para pedir ayuda. La destrucción era enorme, pero Blancanieves miró a lo lejos y distinguió una mancha de luz en el jardín.
Aunque era primavera, las ramas estaban marchitas y no tenían ni una sola flor. Durante la batalla, una negra sombra había oscurecido todo alrededor del castillo, pero en aquel momento se iba levantando, muy lentamente. Los colores del reino aparecieron más vividos de lo que Blancanieves los había visto en años. De las ramas de los árboles brotaron hojas. Una bandada de urracas pasó volando y sus alas azuladas atraparon la luz del sol. A su alrededor se percibían signos de nueva vida. El duque apareció por un pasillo inferior, seguido de una hermosa muchacha.
La chica alzó los ojos y cruzó la mirada con Blancanieves. Estaba más radiante que antes y su rostro pálido y redondeado aparecía de nuevo joven. Rosa la saludó con la mano y su sonrisa tranquilizó el inquieto corazón de Blancanieves, que le devolvió el saludo y se limpió las lágrimas de los ojos.
Al día siguiente, se presentó ante su pueblo en la misma catedral a la que había acudido diez años atrás. Miró hacia los bancos repletos y vio a los enanos, apretujados unos junto a otros en una misma fila. Estaban recién afeitados y tenían el pelo peinado hacia atrás y con raya al lado. El duque Hammond había ordenado que les confeccionaran unos trajes adecuados para la ocasión. Blancanieves sintió ganas de reír al verlos agitarse en sus asientos, obviamente incómodos con aquel atuendo tan formal.
—¿Estáis lista, mi reina? —preguntó William. Se hallaban de pie el uno junto al otro, con los hombros casi rozándose. Él agarró su mano y la apretó con suavidad.
Ella le miró de reojo y sonrió, sabiendo que resultaría más sencillo si sintiera por él lo que todo el reino esperaba. Adoraban a aquel joven, el líder rebelde, el hijo del duque Hammond. Pero en su mente seguía siendo el muchacho con el que había crecido, el que se había burlado de ella en el manzano. Era William, para siempre su buen amigo.
El duque Hammond colocó la corona sobre la cabeza de Blancanieves. Los rubíes y zafiros la hacían más pesada de lo que ella había imaginado. Anna y Lily estaban en la segunda fila, aplaudiendo con las manos en alto. La estancia se llenó con una ovación.
Sin embargo, de todos los rostros, ahora familiares, del gran salón, Blancanieves seguía regresando a uno. El cazador se hallaba de pie junto a la entrada trasera. Vestía un atuendo similar al que llevaba el día que se conocieron, pero con la camisa de hilo perfectamente planchada y los pantalones sin manchas de grog, y tenía la enmarañada cabellera sujeta detrás de las orejas. Si no le conociera bien, habría asegurado que era atractivo.
El cazador le había dicho que se marchaba, que no había lugar para él en el castillo, entre la realeza. La
realeza
—siempre pronunciaba aquella palabra con desdén—. No se podía discutir con él cuando se ponía de aquel modo, ni tampoco decirle lo que debía hacer y por qué. Tal vez fuera su reina, pero Eric seguía viviendo según sus propias reglas. Y cuanto más le conocía, más se preguntaba si alguna vez olvidaría su principal norma. ¿
Estaría siempre solo
?
El cazador se llevó la mano a la frente, inclinó la cabeza y se marchó. Ella le contempló mientras se alejaba. Había visto caer un reino y morir a demasiados hombres. Las explosiones y el fuego la habían rodeado. Se había enfrentado a la muerte y había regresado. ¿Por qué, entonces, sentía aquella pena, aquella enorme tristeza que le llenaba los ojos de lágrimas? Era solo un hombre.
Blancanieves se sintió aliviada cuando, rompiendo el silencio de la catedral, Beith gritó:
—¡Larga vida a la reina!
Los demás se unieron al grito y sus voces se alzaron alrededor de ella.
Ya no estaba sola. Blancanieves se volvió y se encontró en la primera fila con el cabello castaño y los ojos luminosos de William. El sonrió e inclinó la cabeza.
—¡Larga vida a la reina!
Fin