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Authors: Bernard Minier

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Thriller

Bajo el hielo (16 page)

BOOK: Bajo el hielo
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—¿Y no le causa escrúpulos? —preguntó Ziegler.

Lombard enarcó una ceja.

—Hacer negocios con dictadores —precisó ella.

Lombard volvió a sonreír con aire indulgente… pero aquella sonrisa era la del monarca que dudaría entre reírse de la impertinencia de uno de sus súbditos o mandarlo decapitar en el acto.

—No creo que respondiendo a esa pregunta les ayude en su investigación —contestó—. Sepa también que no soy el único que tiene las riendas, contrariamente a las apariencias. En muchos sectores tenemos socios, entre los cuales se halla el Estado francés. A veces hay aspectos «políticos» que yo no controlo.

Directo, pero capaz de utilizar el lenguaje diplomático cuando convenía, pensó Servaz.

—Hay algo que me gustaría poder entender, y es cómo es posible que nadie escuchara ni viera nada, ni en el centro ecuestre ni en la central. No es tan fácil cargar con un caballo muerto así, en plena noche —prosiguió con el interrogatorio.

—Tiene razón —admitió Lombard con expresión sombría—. Es una pregunta que también me he planteado yo. Tiene que haber alguien que miente. Y me gustaría mucho saber quién es —agregó con un tono impregnado de amenaza.

Dejó la taza en la mesa con tanta violencia que les produjo un sobresalto.

—He convocado a todo el mundo, incluido el personal de la central de los turnos de día y de noche y los empleados de las caballerizas. Los he interrogado uno por uno en cuanto he llegado. Me ha llevado cuatro horas, y deben creerme si les digo que he aplicado sobre ellos toda la presión de que soy capaz. Nadie oyó nada esa noche. Es imposible, por supuesto. No tengo la menor duda acerca de la sinceridad de Marchand y de Héctor; ellos jamás habrían hecho daño a los caballos y están al servicio de la familia desde hace mucho. Son personas rectas, competentes, con las que siempre he mantenido excelentes relaciones. Forman en cierto modo parte de la familia. Pueden descartarlos de la lista. Y lo mismo ocurre con Hermine. Es una chica estupenda, que adoraba a
Freedom
. Este asunto la ha dejado por los suelos.

—¿Está enterado de la desaparición de los vigilantes? —preguntó Servaz.

—Sí. Son los únicos a los que no he interrogado.

—Son dos y se necesitaron al menos dos personas para colgar ese caballo allá arriba. Además, tienen antecedentes judiciales.

—Dos sospechosos ideales —comentó Lombard con aire dubitativo.

—No parece muy convencido.

—No sé. ¿Para qué iban a colgar esos dos tipos a
Freedom
en el mismo sitio donde trabajaban? Era la mejor manera de atraer las sospechas sobre ellos, ¿no?

Servaz inclinó la cabeza a modo de aprobación.

—De todas maneras se han fugado —objetó.

—Póngase en su lugar; con sus antecedentes… No se lo tome como una ofensa, pero saben perfectamente que cuando la policía encuentra un culpable, raras veces va más allá.

—¿Quién los contrató? —preguntó Ziegler—. ¿Qué sabe de ellos? Apuesto a que se ha informado al respecto desde ayer.

—Exacto. Fue Marc Morane, el director de la central, quien los contrató. Fue en el marco de un programa de reinserción de antiguos reclusos de la cárcel de Lannemezan.

—¿Se han visto implicados en algún incidente en el seno de la central?

—Morane me ha asegurado que no.

—¿Ha habido despidos de personal en la central o en esta propiedad estos últimos años?

Lombard los miró alternativamente. El cabello, la barba y los ojos azules le conferían realmente el aspecto de un atractivo lobo de mar. Se parecía a sus fotos.

—Yo no me ocupo de esos detalles. La gestión de los empleados no entra dentro de mi campo de actuación, como tampoco entra, claro está, la de pequeñas estructuras como la central. De todas maneras, podrán tener acceso a todos los archivos de personal y mis colaboradores están a su disposición. Todos han recibido órdenes al respecto. Mi secretaria les enviará una lista de nombres y de números de teléfono; no duden en hacer uso de ella. Si alguien les pone reparos, llámenme. Les reitero que, para mí, este asunto es de suma importancia y que yo mismo estoy a su disposición las veinticuatro horas del día. —Sacó una tarjeta de visita, que tendió a Ziegler—. Por otra parte, ya han visto la central hidroeléctrica: es vetusta y poco rentable. La conservamos solo por razones vinculadas a la historia del grupo y de la familia. A Marc Morane, su director actual, lo conozco desde niño. Fuimos juntos a la escuela primaria. Aunque no lo había visto desde hacía años.

Servaz comprendió que aquella última precisión estaba destinada a matizar un orden jerárquico. Para el heredero del imperio, el director de la central no pasaba de ser un empleado más, situado en la parte inferior de la escala, en el mismo nivel o casi que sus obreros.

—¿Cuántos días al año pasa usted aquí, señor Lombard? —preguntó la gendarme.

—Es difícil contestar. Déjeme pensar… digamos que entre seis y ocho semanas. Como máximo. Paso mucho más tiempo en mi piso de París que en esta vieja mansión, por supuesto. También paso bastante tiempo en Nueva York. A decir verdad, la mitad del tiempo estoy de viajes de negocios. De todas maneras me encanta venir aquí, sobre todo durante la temporada de esquí y en verano, para disfrutar de mis caballos. Tengo otras caballerizas, como quizá ya sepan, pero aquí viví buena parte de mi infancia y adolescencia, antes de que mi padre me mandara a estudiar al extranjero. Aunque pueda parecerles siniestra, en esta residencia me siento como en mi casa. He vivido muchas cosas en ella, buenas y malas. Con el tiempo, no obstante, hasta las malas acaban pareciendo buenas, gracias al trabajo de la memoria…

La voz se le había velado un poco al final. Servaz se tensó, con todos los sentidos alerta, aguardando una continuación que no llegó.

—¿Qué quiere decir con lo de «cosas buenas y malas»? —preguntó quedamente Ziegler a su lado.

Lombard descartó la cuestión con un manotazo.

—Eso carece de importancia. Es algo que queda muy lejos… No guarda relación alguna con la muerte de mi caballo.

—Eso nos corresponde determinarlo a nosotros —replicó Ziegler.

Lombard titubeó un instante.

—Digamos que se podría pensar que la vida de un niño como yo en un lugar como este era idílica, pero no era ni mucho menos así…

—¿De veras? —inquirió la gendarme.

Servaz reparó en la prudente mirada que le dedicó el hombre de negocios.

—Oiga, no creo que…

—¿Qué?

—Dejémoslo. Carece del menor interés.

Servaz oyó el suspiro que Ziegler emitió a su lado.

—Señor Lombard —señaló ella—, usted nos ha presionado diciendo que si tratábamos este caso a la ligera, lo íbamos a lamentar. Usted mismo nos ha animado a no descartar ninguna pista, incluso la más descabellada. Nosotros somos investigadores, no faquires ni adivinos. Necesitamos saber lo máximo posible del contexto de esta investigación. ¿Quién sabe si el origen de esta carnicería no está vinculado con el pasado?

—Nuestro trabajo consiste en encontrar conexiones y móviles —apoyó Servaz.

Mientras Lombard los observaba, adivinaron que estaba sopesando los pros y los contras. Ni Ziegler ni él efectuaron el menor movimiento. El hombre de negocios se mantuvo un momento en la duda y al final se encogió de hombros.

—Les voy a hablar de Henri y de Édouard Lombard, mi padre y mi abuelo —anunció de improviso—. Es una historia bastante edificante. Les diré quién era realmente Henri Lombard: un hombre frío como el hielo, duro como una piedra, de una rigidez absoluta. Violento y egoísta también, y un fanático del orden, como lo fue antes su padre.

La estupefacción afloró a la cara de Ziegler; Servaz, por su parte, contuvo la respiración. Lombard volvió a callar y de nuevo los observó. Los dos investigadores aguardaron en silencio, un silencio que se hizo eterno.

—Como probablemente saben, la empresa Lombard comenzó a despegar realmente durante la Segunda Guerra Mundial. Hay que decir que mi padre y mi abuelo no vieron con malos ojos la llegada de los alemanes. Mi padre tenía entonces apenas veinte años y era mi abuelo quien dirigía la empresa, aquí y en París. Fue uno de los periodos más prósperos de su historia… hizo muy buenos negocios con sus clientes nazis.

Se inclinó hacia delante. Su gesto quedó reproducido inversamente por el espejo que tenía a la espalda… como si la copia se desentendiera de lo que iba a decir el original.

—Cuando llegó la Liberación, mi abuelo fue juzgado por colaboracionista y condenado a muerte, pero al final lo indultaron. Lo detuvieron en Clairvaux donde, dicho sea de paso, tuvo como vecino a Rebatet. Después lo liberaron en 1952, y murió un año más tarde de un ataque cardiaco. Entre tanto, su hijo Henri había asumido las riendas. Se propuso ampliar el negocio familiar, diversificarlo y modernizarlo. Al contrario de su padre, el mío, a pesar de su juventud, o quizás a causa de ella, había percibido ya en el año 43 el cambio de rumbo de los tiempos y, sin que lo supiera mi abuelo, había emprendido un acercamiento a la Resistencia y al gaullismo. No lo hizo por ideal, no, sino por puro oportunismo. Era un hombre brillante, clarividente incluso. A partir de Estalingrado, comprendió que los días del Tercer Reich estaban contados y jugó con dos barajas: los alemanes por un lado y la Resistencia por el otro. Fue mi padre quien forjó el grupo Lombard tal como es, en los años cincuenta, sesenta y setenta. Después de la guerra supo tejer una red de relaciones decisiva entre los barones del gaullismo y los antiguos resistentes nombrados en cargos clave. Era un gran capitán de industria, un constructor de imperio, un visionario… pero en casa era un tirano, un padre y un esposo brutal, insensible y distante. Físicamente imponía: alto, delgado, siempre vestido de negro. La gente de Saint-Martin lo respetaba o bien lo detestaba, pero todos le temían. Sentía un inmenso amor hacia sí mismo y no le quedaba más para darlo a los otros, ni siquiera a su mujer o a sus hijos…

Éric Lombard se levantó. Servaz y Ziegler lo vieron dirigirse a un aparador. Cogió una foto enmarcada y la tendió a Servaz. Una ropa oscura, una camisa de una blancura inmaculada, un hombre alto de rostro severo, con destellantes ojos de rapaz, nariz larga llena de vigor y el pelo blanco. Henri Lombard no se parecía en nada a su hijo. Tenía más bien el aire de un clérigo o de un predicador fanático. Servaz pensó involuntariamente en su propio padre, hombre delgado y distinguido cuya cara se negaba a fijarse en la placa fotográfica de su memoria.

—Tanto en casa como en sus empresas, mi padre hacía reinar el terror. Ejercía una auténtica violencia psicológica e incluso física sobre sus empleados, sobre su mujer y sus hijos. —Servaz captó una resquebrajadura en la voz de Lombard. El aventurero de los tiempos modernos, el icono de las revistas, había cedido el paso a otra persona—. Mi madre murió de un cáncer a los cuarenta y nueve años. Era su tercera mujer. Durante los diecinueve años en que estuvo casada con mi padre sufrió de continuo su tiranía, sus ataques de cólera, sus sarcasmos… y sus golpes. También despidió a numerosos trabajadores domésticos y empleados. Yo formo parte de un medio en que la dureza se considera una cualidad, pero la de mi padre iba más allá de lo aceptable. Su cerebro estaba devorado por las sombras.

Servaz y Ziegler cambiaron una mirada. Tanto el uno como el otro eran conscientes de que el heredero del imperio les estaban sirviendo una historia increíble que habría hecho las delicias de cualquier periodista del corazón. Éric Lombard había decidido, al parecer, confiar en ellos. ¿Por qué? Servaz lo comprendió de pronto. En el curso de las últimas veinticuatro horas, aquel hombre de negocios había efectuado probablemente gran cantidad de llamadas telefónicas. Servaz recordó una vez más las vertiginosas cifras mencionadas en Internet y sintió un desagradable hormigueo a lo largo de su columna vertebral. De repente, el policía se preguntó si no había abierto una investigación paralela, una pesquisa volcada no solo en la muerte del caballo, sino en la indagación de los pormenores concernientes a los investigadores oficiales. Era evidente. Éric Lombard sabía sin duda sobre ellos tanto como ellos sabían de él.

—Es una información importante —opinó por fin Ziegler—. Ha hecho bien en comunicárnosla.

—¿Usted cree? Yo lo dudo. Todas estas historias están enterradas desde hace mucho. Por supuesto, lo que acabo de contarles es estrictamente confidencial.

—Si lo que dice es exacto, tenemos un móvil —señaló Servaz—: el odio, la venganza. De parte de un antiguo empleado, por ejemplo, de un antiguo amigo, de un viejo enemigo de su padre.

Lombard sacudió la cabeza con escepticismo.

—En ese caso, ¿por qué obrar tan tarde? Hace once años que murió mi padre.

Estaba a punto de añadir algo cuando sonó el móvil de Irène Ziegler.

—Discúlpenme —dijo, tras comprobar el número. Se alejó hasta un rincón de la habitación.

—Su padre nació en 1920 si no me equivoco —prosiguió Servaz—, y usted en 1972. De eso se desprende que lo tuvo ya de mayor. ¿Tuvo otros hijos?

—Mi hermana Maud, nacida en 1976, cuatro años después de mí. Los dos nacimos de su tercer y último matrimonio. No tuvo hijos antes de nosotros, ignoro por qué. Oficialmente, había conocido a mi madre en París, en un teatro donde trabajaba como actriz…

Pareció que Lombard volvía a plantearse hasta dónde le convenía llegar en sus confidencias. Tras sondear a Servaz con la mirada, acabó por decidirse.

—Mi madre era efectivamente una actriz bastante buena, pero nunca puso los pies en un escenario ni en un teatro, como no fuera en el patio de butacas… y tampoco actuó en un plató de cine. Su talento consistía en realizar una representación para una sola persona a la vez: los hombres maduros y adinerados que le pagaban muy bien su compañía. Parece que tuvo una fiel clientela de ricos hombres de negocios. Estaba muy solicitada. Mi padre era uno de los más asiduos, y la situación debió de suscitar pronto sus celos. La quería para él solo. Como en todo lo demás, tenía que ser el primero y deshacerse de sus rivales de una manera u otra. Por eso se casó con ella. O más bien, según la óptica que tenía él, la «compró», a su manera. Nunca dejó de considerarla como una puta, incluso después de su boda. Cuando se casaron, mi padre tenía cincuenta y un años, y ella treinta. Mi madre, por su parte, debió de considerar que su «carrera» tocaba a su fin y que era hora de pensar en una reconversión. No sabía, sin embargo, que el hombre con que se casaba era violento. Lo pasó muy mal.

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