Baila, baila, baila (58 page)

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Authors: Haruki Murakami

Tags: #Fantástico, #Drama

BOOK: Baila, baila, baila
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«La estrangulé como si matase mi propia sombra. Mientras la estrangulaba creía que era mi sombra», había dicho Gotanda. «Si mato mi sombra, todo saldrá bien», pensaba.

—Pero ¿por qué todo el mundo llora por mí?

No me respondió. Se levantó pausadamente y vino hasta mí, con su taconeo. Luego se hincó de rodillas en el suelo, estiró la mano y me tocó los labios con las yemas de los dedos. Tenía unos dedos finos y tersos. Después me acarició la sien.

—Lloramos por todo lo que tú no puedes llorar —dijo Kiki serena, y despacio, como si quisiera convencerme—. Derramamos nuestras lágrimas por todas las cosas por las que tú no puedes derramarlas, al llorar alzamos la voz por todo aquello por lo que tú no puedes alzarla.

—¿Tus orejas siguen siendo como antes? —le pregunté.

—Mis orejas… —dijo, y esbozó una amplia sonrisa—. Siguen siendo las de siempre.

—¿No podrías enseñármelas una vez más? —le pedí—. Quiero experimentar esa sensación de nuevo. Esa especie de renacer del universo que sentí cuando me las enseñaste la primera vez. No he dejado de pensar en eso durante todo este tiempo.

Dijo que no con la cabeza.

—En otro momento —añadió—. Ahora no. Sólo se pueden ver en el momento adecuado. Aquél lo era. Algún día volveré a enseñártelas. Cuando realmente lo necesites.

Volvió a levantarse y se adentró en uno de los pilares de luz que caían desde la claraboya, donde se detuvo. Tuve la sensación de que su cuerpo se disgregaría y se desvanecería en cualquier momento entre las intensas partículas de luz.

—Dime, Kiki, ¿estás muerta? —le pregunté.

Ella se volvió hacia mí en medio de la luz.

—¿Estás hablando de Gotanda?

—Sí —contesté.

—Gotanda creía que me mató —dijo Kiki.

—Sí, y yo también pensaba lo mismo.

—Quizá me haya matado. Para él es así. Para él, él me mató. Era necesario. Matándome consiguió recomponerse a sí mismo. Necesitaba hacerlo. Si no, no habría llegado a ninguna parte. Pobre hombre… —dijo Kiki—. Pero yo no estoy muerta. Sólo he desaparecido. Desaparezco. Me traslado a otro mundo. Como si me hubiera subido en un tren que corre paralelo. Eso es lo que significa desaparecer. ¿Lo entiendes?

Le contesté que no.

—Es muy fácil. Observa.

Dicho eso, Kiki cruzó la estancia en dirección a la pared. Pese a que ya estaba muy cerca de ella, no aflojó el paso. Entonces la pared se la tragó y desapareció. El taconeo también se apagó.

Yo permanecí con la vista clavada en la zona de la pared que se la había tragado. Era sólo una pared. La habitación quedó en silencio. Sólo el polvo de luz seguía flotando lentamente en el aire. Todavía me dolían las sienes. Me las masajeé con los dedos sin apartar la vista de la pared. Se la ha tragado igual que ocurrió aquella vez, en Honolulu, pensé.

—¿Ves qué fácil? —dijo la voz de Kiki—. ¿Por qué no lo intentas?

—¿Yo también puedo?

—¿No te acabo de decir que es fácil? ¡Prueba! Sólo tienes que caminar recto y podrás venir hasta aquí. No tengas miedo.

Cogí el teléfono, me levanté del sofá y, arrastrando el cable, caminé hacia la pared que se la había tragado. Al acercarme, me acobardé un poco, pero avancé sin aflojar el paso. Cuando mi cuerpo chocó con la pared, no se produjo ningún impacto. Fue como si me hubiera introducido en una capa opaca de aire. Tan sólo sentí que la calidad del aire había cambiado un poco. Atravesé esa capa con el teléfono en la mano y me vi de regreso a la cama de mi habitación. Me senté en la cama y coloqué el teléfono sobre mis rodillas.

Es fácil, me dije. Muy fácil.

Me pegué el teléfono al oído, pero la llamada se había terminado.

¿Habrá sido un sueño?, me pregunté.

Quizá lo había sido.

Pero ¿quién sabe?

43

Cuando llegué al Hotel Delfín, había tres chicas en recepción. Salieron a recibirme sonrientes con el impecable uniforme de siempre y la blusa de un blanco inmaculado. Yumiyoshi no estaba entre ellas. Me llevé un chasco. Aunque la palabra desesperación seguramente describe mejor lo que sentí. Estaba firmemente convencido de que nada más llegar allí me la encontraría. Que no estuviera me dejó sin habla. Ni siquiera pude pronunciar correctamente mi nombre y, al final, la sonrisa de la chica que me atendió acabó atiesándose un poco, como si hubiera perdido fuelle. Tras mirar recelosa mi tarjeta de crédito, introdujo los datos en el ordenador y comprobó que no era robada.

Me dieron una habitación en la decimoséptima planta. Subí, dejé el equipaje, me lavé la cara en el lavabo y bajé al vestíbulo. Luego me senté en uno de los mullidos sofás y, mientras fingía leer una revista, observaba de soslayo la zona de recepción. A lo mejor Yumiyoshi estaba tomándose un descanso. No obstante, pasados cuarenta minutos, Yumiyoshi seguía sin aparecer. Las tres chicas, indiscernibles con el mismo peinado, seguían trabajando. Una hora después desistí: Yumiyoshi no estaba descansando.

Salí a la calle y compré un periódico. Después entré en una cafetería y mientras me tomaba un café me lo leí de cabo a rabo con la esperanza de encontrar algún artículo que me interesase.

Pero nada. Ni una sola noticia relacionada con Gotanda o Mei. Sólo se hablaba de otros asesinatos y otros suicidios. Mientras leía, me imaginé que al volver al hotel me encontraría a Yumiyoshi en recepción. Tenía que ser así.

Cuando regresé, una hora después, Yumiyoshi no estaba allí.

Me pregunté si habría desaparecido del mundo repentinamente. Como si se la hubiera tragado la pared, por ejemplo. Sentí una tremenda desazón. Probé a llamar a su piso. Nadie atendió al teléfono. Llamé a recepción y pregunté por Yumiyoshi. «Desde ayer está de vacaciones», me informó otra chica. Se reincorporaría al trabajo dos días después. ¿Por qué no la avisé antes?, me recriminé. ¿Cómo no se me ocurrió llamarla por teléfono?

En Tokio, sólo pensaba en subirme a un avión y volar a Sapporo. Se me había metido en la cabeza que, simplemente yendo a Sapporo, me encontraría con ella. Ridículo. ¿Cuándo había sido la última vez que la había llamado? Desde la muerte de Gotanda no lo había hecho ni una sola vez. Incluso desde mucho antes, pensé. No la llamé desde que Yuki vomitó en la playa y me dijo que Gotanda había matado a Kiki. Demasiado tiempo. La había desatendido durante muchos días. Ignoraba si en el ínterin le habría ocurrido algo. Podría haberle sucedido muchas cosas.

Si la hubiera llamado, no habría sabido qué contarle. No podía hablarle de nada. Yuki me había dicho que Gotanda había asesinado a Kiki. Y después Gotanda se había arrojado al mar. Yo le había dicho a Yuki: «Tranquila, no es culpa tuya». Kiki me había revelado que no era más que mi sombra. ¿Cómo iba a contarle todo eso por teléfono? Imposible. Lo primero que quería hacer era mirarle a la cara. Luego ya pensaría en qué debía decirle. Por teléfono no podía contarle nada.

Estaba intranquilo. ¿Se la habría tragado una pared y ya nunca podría volver a verla? Eran seis esqueletos. Ya sabía a quiénes pertenecían cinco de ellos. Pero faltaba uno. ¿Quién sería? Una vez que caí en la cuenta, ya no pude estarme quieto. El pecho me palpitaba con tal fuerza que me costaba respirar. El corazón se me hinchó de tal forma que parecía que iba a romperme las costillas. Era la primera vez en mi vida que me sentía así. ¿Estaría enamorado de Yumiyoshi? No lo sabía. Sin tenerla delante y ver su cara, no podía pensar en nada. Probé a llamarla a su piso tantas veces que me acabaron doliendo los dedos. Pero nadie respondió.

Me costó dormirme. Y cuando lo hice, la intranquilidad me perturbó el sueño una y otra vez. Me despertaba sudando, encendía la luz y miraba el reloj. Eran las dos, las tres y cuarto, las cuatro y veinte. A las cuatro y veinte ya no pude volver a conciliar el sueño. Me senté junto a la ventana y observé cómo se iba iluminando la ciudad mientras escuchaba mis propios latidos.

Yumiyoshi, no me dejes más solo de lo que estoy, le rogué. Te necesito. No quiero seguir solo. Sin ti, siento que una fuerza centrífuga me va a arrojar hacia la otra punta del cosmos. Te lo pido por favor: déjame ver tu cara, sujétame. Quiero que me sujetes al mundo real. No quiero unirme al Club de los Fantasmas. Soy un tipo de treinta y cuatro años como cualquier otro.
Te necesito
.

Desde las seis de la mañana estuve marcando su número de teléfono. Cada media hora me sentaba delante del aparato y giraba el disco. Pero nadie respondía. Junio es una estación fantástica en Sapporo. El deshielo había terminado hacía tiempo, y la tierra dura y helada de unos meses atrás, ahora negruzca, desprendía el tierno aliento de la nueva vida. Una suave y limpia brisa mecía las hojas verdes que colmaban los árboles. En el cielo alto y transparente se dibujaba nítidamente el perfil de las nubes. Aquel paisaje me tocaba el corazón. Pero me pasé todo el tiempo encerrado en la habitación del hotel llamándola por teléfono. Mañana ya estará de vuelta; sólo tengo que esperarla, me decía cada diez minutos. Sin embargo, no podía esperar al día siguiente. ¿Quién me garantizaba que volvería a amanecer? Me sentaba frente al aparato y volvía a marcar el número. Cuando no llamaba, me acostaba y dormitaba o contemplaba absurdamente el techo.

Hubo un tiempo en el que éste era el Hotel Delfín, pensaba. Un hotel espantoso. Pero clientes desconocidos se alojaban en él. Arrellanado en la silla, con los pies sobre la mesa, cerré los ojos y recordé el antiguo Hotel Delfín. Desde la forma de la puerta de la entrada, hasta las alfombras gastadas, sin olvidar las llaves de latón oxidadas y los marcos de las ventanas llenos de polvo. Yo había caminado por sus pasillos, había abierto sus puertas, entrado en sus habitaciones.

El Hotel Delfín había desaparecido. Pero todavía quedaban su sombra y su presencia. Podía percibirlo. El Hotel Delfín latía dentro del nuevo e inmenso Dolphin Hotel. Si cerraba los ojos, era capaz de entrar en él. Podía oír el temblor del ascensor,
ron, ron, ron, ron
, semejante a la tos de un perro viejo. Estaba aquí. Nadie lo sabía, pero estaba aquí. Era el nudo que me ataba. Tranquilo, este lugar es para ti, me dije. Ella volverá. Sólo tienes que esperarla pacientemente.

Pedí la cena al servicio de habitaciones, saqué una cerveza de la nevera y me la bebí. A las ocho volví a llamar a Yumiyoshi. Nadie contestó.

Encendí la tele y vi la transmisión en directo de un partido de béisbol hasta las nueve. Sólo miraba la pantalla, con el sonido apagado. El partido era aburrido y tampoco me apetecía ver béisbol. Pero sí quería ver a personas de carne y hueso moviéndose y dando vueltas. Me daba igual que fuese un partido de bádminton o de waterpolo. Sólo miraba a los jugadores lanzar, golpear la pelota y correr, sin seguir realmente el partido. Como un pedazo de la vida de alguien que estaba muy lejos de mí y no tenía ninguna relación conmigo. Igual que si contemplara nubes altas cruzando el cielo.

A las nueve volví a llamar. Esta vez descolgó al primer tono. Al principio, no me podía creer que hubiera atendido la llamada. Sentí que la cuerda que me sujetaba al mundo había sido cercenada de un enorme y repentino tajo. Mi cuerpo perdió todas sus fuerzas y un fragmento de aire sólido me subió hasta la garganta. Yumiyoshi estaba al otro lado del hilo.

—Acabo de volver de viaje —me dijo en un tono muy sereno—. Me tomé unas vacaciones y fui a Tokio, a casa de unos familiares. Te llamé dos veces a casa, pero nadie contestó.

—Yo vine hace dos días a Sapporo y te he estado llamando todo este tiempo.

—Nos hemos cruzado —dijo ella.

—Sí, nos hemos cruzado —dije y, sujetando con fuerza el auricular, clavé la mirada en la pantalla sin sonido de la tele. No me salían las palabras. Me sentía muy confuso. ¿Qué podía decirle?

—Eh, ¿qué pasa? ¿Estás ahí?

—Sí que estoy.

—Tu voz suena rara.

—Es que estoy nervioso —le expliqué—. No soy capaz de hablar sin verte en persona. Llevo un tiempo nervioso y por teléfono no consigo relajarme.

—Podemos quedar mañana por la noche —dijo ella tras pensárselo un instante. Me imaginé que seguramente estaría subiéndose el puente de las gafas.

Con el auricular pegado al oído, me senté en el suelo y me apoyé contra la pared.

—Escucha, tengo la sensación de que mañana será demasiado tarde. He de verte ahora mismo.

Ella emitió un sonido. No llegaba a ser voz, pero transmitía un aire negativo.

—Estoy muy cansada. Reventada. ¿No te he dicho que acabo de volver de viaje? No puede ser, de verdad. Mañana tengo que estar temprano en el trabajo y ahora mismo sólo quiero dormir. Mañana podemos vernos después del trabajo. ¿Te parece bien? ¿O mañana ya no estarás ahí?

—Sí, me voy a quedar un tiempo. Sé que estás cansada, pero, para serte franco, hay algo que me preocupa: creo que mañana podrías haber desaparecido ya.

—¿Desaparecer?

—Desaparecer de este mundo. Desvanecerte.

Yumiyoshi se rió.

—Yo no desaparezco así como así. Estate tranquilo.

—No, no me refiero a eso. Tú no lo entiendes. Nos movemos permanentemente. Y debido a ese movimiento nuestro, las cosas que nos rodean desaparecen. Es inevitable. Nada permanece. Tan sólo se quedan en nuestra conciencia. Pero desaparecen del mundo real. Eso es lo que me preocupa. Escúchame, Yumiyoshi, yo te deseo. Te necesito. Y te deseo
de verdad
. Es la primera vez en mi vida que siento algo así. Por eso no quiero que desaparezcas.

Yumiyoshi reflexionó.

—Mira que eres raro —dijo—. Te prometo que no voy a desaparecer. Mañana nos vemos. Ten un poco de paciencia hasta entonces.

—De acuerdo —contesté. Y me di por vencido. No podía seguir insistiendo. Me dije que me contentaba con saber que todavía no había desaparecido.

—Buenas noches —dijo ella. Y colgó.

Di vueltas por la habitación durante un rato. Después me fui al bar del vigésimo sexto y me tomé un vodka con soda. Era el bar donde había visto a Yuki por primera vez. Estaba lleno. Dos chicas estaban tomándose una copa en la barra. Las dos vestían con elegancia y buen gusto. Una de ellas tenía unas piernas preciosas. Me acomodé en una mesa y me bebí la copa mientras las observaba, sin ninguna intención en particular. Luego contemplé las vistas nocturnas. Me oprimí la sien con un dedo. No me dolía. Luego palpé la forma de mi calavera bajo la piel. Mi calavera. Mientras lo hacía, intenté imaginarme los esqueletos de las dos chicas sentadas frente a la barra. El cráneo, las vértebras, las costillas, la pelvis, los brazos y las piernas, las articulaciones. Hermosos huesos blancos dentro de aquellas preciosas piernas. Huesos limpios, inexpresivos, blancos como la nieve. La chica de las piernas bonitas me miró de reojo. Seguramente había notado que la observaba. Quise darle explicaciones. Decirle que no miraba su cuerpo, sino que sólo me imaginaba la forma de sus huesos. Naturalmente, no lo hice. Después de tres vodkas con soda, volví a mi habitación y me acosté. Dormí como un tronco, seguramente porque sabía que Yumiyoshi seguía ahí.

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