MacQueen juntó las cejas.
—Creo que pasó una vez el encargado —dijo—. Venía de la parte del coche comedor. Una mujer cruzó también en dirección opuesta.
—¿Qué mujer?
—No lo sé. Realmente no me fijé. Estaba discutiendo en aquel momento con Arbuthnot. Solamente recuerdo como un destello de una bata escarlata que pasaba por delante de la puerta. No miré; de todos modos no habría visto el rostro de la persona. Ya sabe usted que mi cabina está frente al coche comedor, al final del tren; de manera que la mujer que atravesó el pasillo en aquella dirección tendría que encontrarse de espaldas a mí en el momento de pasar.
Poirot hizo un gesto de conformidad.
—Supongo que iría al lavabo.
—Es de suponer.
—¿Y la vio regresar?
—No me di cuenta, pero supongo que regresaría.
—Otra pregunta. ¿Fuma usted en pipa, míster MacQueen?
—No, señor, nunca.
Poirot hizo una pausa.
—Nada más por el momento. Voy a interrogar al criado de míster Ratchett. A propósito, ¿él y usted viajan siempre en coche de segunda clase?
—Él, sí. Yo generalmente viajo en primera… y si es posible en el compartimento contiguo al de míster Ratchett. De este modo hacía poner la mayor parte de su equipaje en mi compartimento, para tenerlo a él y a mí a su alcance, pero en esta ocasión todas las cabinas de primera estaban tomadas, excepto la que ocupó.
—Comprendido. Muchas gracias, míster MacQueen.
S
IGUIÓ al norteamericano el pálido inglés de rostro inexpresivo a quien Poirot había visto el día antes. Se mantuvo en pie correctamente. Poirot le hizo una seña para que tomase asiento.
—¿Es usted, según tengo entendido, el criado de míster Ratchett?
—Sí, señor.
—¿Su nombre?
—Edward Henry Masterman.
—¿Edad?
—Treinta y nueve años.
—¿Domicilio?
—Veinticinco, Friar Street, Clerkenwell.
—¿Está usted enterado de que su amo ha sido asesinado?
—Sí, señor. Aún no me he repuesto de la impresión.
—¿A qué hora vio usted por última vez a míster Ratchett?
El criado trató de recordar.
—Debió de ser a eso de las nueve de la pasada noche. Quizás un poco después.
—Dígame exactamente lo que sucedió.
—Entré en la cabina de míster Ratchett, como de costumbre, y le atendí en lo que necesitó.
—¿Cuáles eran sus obligaciones, concretamente?
—Doblar y colgar sus ropas, poner en agua su dentadura y cuidar de que tuviese a su alcance todo lo que pudiera necesitar durante la noche.
—¿Observó usted en su señor el humor de costumbre?
El criado reflexionó un momento.
—Me pareció que estaba un poco nervioso.
—¿Por qué causa?
—Por una carta que había estado leyendo. Me preguntó si había sido yo quien la había puesto en su mesa. Le contesté que no, pero él me amenazó y empezó a encontrar defectos a todo lo que hice.
—¿Era eso desacostumbrado?
—¡Oh, no, señor! Se alteraba fácilmente… Su humor dependía de cualquier detalle.
—¿Tomaba alguna vez drogas para dormirse?
El doctor Constantine se inclinó hacia delante con avidez.
—Siempre que viajábamos en tren. Decía no poder dormir de otro modo.
—¿Sabe usted la droga que tenía costumbre de tomar?
—No estoy seguro, señor. El frasco no tenía marca. Decía solamente así: «Somnífero para tomar al tiempo de acostarse».
—¿Lo tomó la pasada noche?
—Sí, señor. Yo lo eché en un vaso y se lo puse sobre la mesilla para que lo tomase.
—Pero ¿se lo vio usted beber?
—No, señor.
—¿Qué sucedió después?
—Le pregunté si deseaba algo más y a qué hora debía despertarle por la mañana, y contestó que no le molestase hasta que llamase él.
—¿Era eso normal?
—Completamente, señor. Acostumbraba a tocar el timbre llamando al encargado, y luego le enviaba a buscarme cuando iba a levantarse.
—¿Tenía costumbre de levantarse temprano o tarde?
—Eso dependía de su humor, señor. A veces se levantaba a desayunar, otras no abandonaba la cama hasta la hora de comer.
—¿Así que usted no se alarmó cuando vio que avanzaba la mañana y no llamaba su amo?
—No, señor.
—¿Sabía usted que su amo tenía enemigos?
—Sí, señor.
El hombre hablaba sin revelar la menor emoción.
—¿Cómo lo sabía usted?
—Le oí hablar de ciertas cartas con míster MacQueen.
—¿Sentía usted afecto por su amo, Masterman?
El rostro de Masterman se volvió más inexpresivo, si es posible, que de ordinario.
—No me gusta hablar de eso, señor. Era un amo muy generoso.
—Pero usted no le quería.
—Pongamos que no me agradan mucho los norteamericanos, señor.
—¿Ha estado alguna vez en Estados Unidos?
—No, señor.
—¿Recuerda haber leído en los periódicos el caso del secuestro de Armstrong?
Las mejillas del criado se colorearon ligeramente.
—Sí, señor. Secuestraron una niñita, ¿verdad? Fue un caso sensacional.
—¿Sabía usted que su patrón, míster Ratchett, era el principal instigador de aquel suceso?
—Naturalmente que no, señor —el tono del criado se hizo por primera vez más cálido y apasionado—. Apenas puedo creerlo.
—No obstante es cierto. Pasemos ahora a sus movimientos de la última noche. Es cuestión de rutina, como usted comprenderá. ¿Qué hizo usted después de dejar a su amo acostado?
—Fui a avisar a míster MacQueen de que el señor le necesitaba. Luego entré en mi compartimento y me puse a leer.
—¿Su compartimento es…?
—El último de la segunda clase, señor. El que está junto al coche comedor.
Poirot consultó su plano.
—Sí, ya veo. ¿Y qué litera tiene usted?
—La de abajo, señor.
—¿La número cuatro?
—Sí, señor.
—¿Hay alguien más con usted?
—Sí, señor. Un individuo italiano.
—¿Habla inglés?
—Bueno, cierta clase de inglés —el tono del criado se hizo despectivo—. Ha estado en Estados Unidos…, en Chicago, según tengo entendido.
—¿Habla usted mucho con él?
—No, señor. Prefiero leer.
Poirot sonrió. Se imaginaba la escena entre el corpulento italiano y el remilgado criado.
—¿Puedo preguntarle lo que está usted leyendo?
—En la actualidad leo
La cautiva del amor
, de mistress Rebecca Richardson.
—¿Una bonita novela?
—Yo la encuentro admirable.
—Bien, continuemos. Regresó usted a su compartimento y se puso a leer
La cautiva del amor
. ¿Hasta qué hora?
—Hasta las diez y media, señor. El italiano quería acostarse. Entró el encargado y nos hizo las camas.
—Y entonces, ¿se acostó usted y se durmió?
—Me acosté, señor, pero no me dormí.
—¿Por qué no se durmió?
—Tenía dolor de muelas, señor.
—
Oh, là, là
… Eso hace sufrir mucho.
—Muchísimo, señor.
—¿Hizo usted algo para calmarlo?
—Me apliqué un poco de aceite de clavo y se me alivió el dolor, pero sin embargo no pude conciliar el sueño. Entonces encendí la luz de la cabecera y continué leyendo para distraer la imaginación, por decirlo así.
—¿Y no logró usted dormir nada en absoluto?
—Sí, señor. A eso de las cuatro de la madrugada me quedé dormido.
—¿Y su compañero?
—¿El italiano? ¡Oh! ¡Ése roncó a placer!
—¿No abandonó el compartimento durante la noche?
—No, señor.
—¿Y usted?
—Tampoco.
—¿Oyó usted algo durante la noche?
—Nada en absoluto. Al menos nada desacostumbrado. Como el tren estaba parado, todo estaba en silencio.
Poirot reflexionó unos momentos y añadió:
—Bien, poco más tenemos que hablar. ¿No puede usted arrojar alguna luz sobre la tragedia?
—Me temo que no. Lo siento, señor.
—¿No sabe usted si había alguna mala inteligencia entre su amo y míster MacQueen?
—¡Oh, no, señor! míster MacQueen es un caballero muy amable.
—¿Dónde prestó usted sus servicios antes de entrar al de míster Ratchett?
—Con sir Henry Tomlison, en Grosvenor Square.
—¿Por qué le abandonó usted?
—Se marchó al África Oriental y no necesitaba mis servicios. Pero estoy seguro de que informará bien de mí, señor. Estuve con él algunos años.
—¿Y con míster Ratchett?
—Poco más de nueve meses.
—Gracias, Masterman. Una última pregunta. ¿Fuma usted en pipa?
—No, señor. Sólo cigarrillos… y de los fuertes.
—Gracias. Nada más por ahora.
Poirot le despidió con un gesto. El criado titubeó un momento.
—Usted me disculpará, señor, pero la dama norteamericana se encuentra en un estado de nervios terrible. Anda diciendo que sabe todo lo relacionado con el asesinato.
—En ese caso —dijo Poirot sonriendo— tendremos que recibirla enseguida.
—¿Quiere que la llame, señor? No hace más que preguntar por alguien que tenga autoridad aquí. El encargado está tratando de calmarla.
—Envíenosla, amigo mío —dijo Poirot—. Escucharemos su historia.
M
ISTRESS Hubbard entró en el coche comedor en tal estado de excitación que apenas era capaz de articular palabra.
—Contésteme, por favor. ¿Quién tiene autoridad aquí? Tengo que declarar cosas importantes, muy importantes, y no encuentro nadie que ostente alguna autoridad. Si ustedes, caballeros…
Su errante mirada fluctuó entre los tres hombres. Poirot se inclinó hacia delante.
—Dígamelo a mí, señora. Pero antes tenga la bondad de sentarse.
Mistress Hubbard se dejó caer pesadamente en el asiento frente al de Poirot.
—Lo que tengo que decir es exactamente esto: anoche hubo un asesinato en el tren, y el asesino
estuvo en mi mismo compartimento
.
Hizo una pausa para dar un énfasis dramático a sus palabras.
—¿Está usted segura de eso, señora?
—¡Claro que estoy segura! ¡Qué pregunta! Sé lo que digo. Escuchen cómo sucedió. Me había metido en la cama y empezaba a quedarme dormida, cuando me desperté de pronto, rodeada de tinieblas, y me di cuenta de que había un hombre en mi cabina. Fue tal mi espanto que ni siquiera pude gritar. Quedé inmóvil, pensando: «Dios mío, me van a matar». No puedo describirles lo que sentí en aquellos momentos. Pasaron por mi imaginación todos los crímenes que se han cometido en los trenes y me dije: «Bueno, de todos modos, no me robarán mis joyas, porque las he escondido en una media y he metido ésta bajo la almohada. Que sea lo que Dios quiera». ¿Qué es lo que iba diciendo?
—Que se dio cuenta usted de que había un hombre en su cabina.
—¡Ah, sí! Estaba tendida en la cama con los ojos cerrados y pensaba: «Bueno, tengo que dar gracias a Dios de que mi hija no esté enterada del peligro en que me encuentro». Y de pronto me sentí serena, extendí a tientas la mano y oprimí el timbre para llamar al encargado. Lo oprimí una y otra vez, pero nadie acudió, y crean ustedes que pensé que se me paralizaba el corazón. «Quizá —me dije yo—, hayan asesinado a todos los que van en este tren». Éste estaba parado y flotaba en el aire un extraño silencio. Pero yo seguí tocando el timbre y, ¡oh, qué alivio cuando sentí unos pasos apresurados por el pasillo y que alguien llamaba a mi puerta! «¡Entre!», grité, y di la luz al mismo tiempo. Y les asombrará a ustedes, pero no había un alma allí.
Esto le pareció a mistress Hubbard el clímax del dramatismo y esperó para ver el efecto causado.
—¿Y qué sucedió después, señora? —preguntó tranquilamente Poirot.
—Conté al encargado lo sucedido y él no pareció creerme. Por lo visto se imaginaba que lo había soñado. Le hice mirar bajo los asientos, aunque él decía que allí no cabía una persona. Estaba claro que el hombre había huido, ¡pero hubo un hombre allí y me puso frenética la manera que tuvo el encargado de tratar de tranquilizarme! Yo no invento las cosas, señor… ¿Verdad que no sé su nombre?
—Poirot, señora, y aquí monsieur Bouc, un director de la Compañía, y el doctor Constantine.
—Encantada de conocerles —murmuró mistress Hubbard, dirigiéndose de una manera abstracta a los tres, y a continuación volvió a entregarse a su relato.
—No quiero jactarme de clarividente, pero siempre me pareció sospechoso el individuo de la puerta de al lado… el infeliz a quien acaban de matar. Dije al encargado que mirase la puerta que pone en comunicación los dos compartimentos y resultó que no estaba cerrada. El hombre la cerró, pero en cuanto se marchó yo arrimé un baúl para sentirme más segura.
—¿A qué hora fue eso, mistress Hubbard?
—No lo sé exactamente. No me preocupé de mirar el reloj. Estaba tan nerviosa…
—¿Cuál es su opinión sobre el crimen?
—Lo que he dicho no puede estar más claro. El asesino es el hombre que estuvo en mi cabina. ¿Quién si no él podía ser?
—¿Y cree usted que volvió al compartimento contiguo?
—¿Cómo voy a saber dónde fue? Tenía mis ojos bien cerrados.
—Tuvo que salir por la puerta del pasillo.
—No lo sé tampoco. Como les digo, tenía bien cerrados los ojos.
Mistress Hubbard suspiró convulsivamente.
—¡Dios mío, qué susto pasé! Si mi hija llega a enterarse…
—¿No cree usted, madame, que lo que oyó fue el ruido de alguien que se movía al otro lado de la puerta… en el compartimento del hombre asesinado?
—No, monsieur… ¿cómo se llama…? Monsieur Poirot.
El hombre estaba allí, en el mismo compartimento que yo
. Y, lo que es más, tengo pruebas de ello.
Puso triunfalmente a la vista un gran bolso y empezó a rebuscar en su interior.
Fueron apareciendo dos pañuelos blancos, un par de gafas de concha, un tubo de aspirinas, un paquete de sales Glauber, un par de tijeras, un talonario de cheques American Express, una foto de una chiquilla, algunas cartas y un pequeño objeto metálico…, un botón.
—¿Ven ustedes ese botón? Bien, pues no me pertenece. No formaba parte de ninguna de mis prendas. Lo encontré esta mañana al levantarme.
Al colocarlo sobre la mesa, monsieur Bouc se inclinó hacia delante y lanzó una exclamación.