Read Antología de novelas de anticipación III Online
Authors: Edmund Cooper & John Wyndham & John Christopher & Harry Harrison & Peter Phillips & Philip E. High & Richard Wilson & Judith Merril & Winston P. Sanders & J.T. McIntosh & Colin Kapp & John Benyon
Tags: #Ciencia Ficción, Relato
Floyd Geringer pensó con toda la rapidez que le fue posible. Permanecer en un mundo en guerra, con la responsabilidad de un niño, no era una perspectiva agradable. Ser lanzado al espacio no resultaba demasiado atractivo, tampoco. Pero, obligado a elegir, tenía que optar por la segunda solución.
—Iremos —le dijo al sargento—. Embarcaremos en el
Magellan
.
—De acuerdo —dijo el sargento—. Ya lo han oído, muchachos. Preparados para el lanzamiento.
Se volvió hacia Floyd.
—Encontrará usted un manual de instrucciones a bordo. Ahora no podemos perder tiempo aleccionándole a usted. Tome al niño y sígame.
De este modo, Floyd Geringer y su hijo Víctor, que no había cumplido los dos años, fueron lanzados de acuerdo con el
Proyecto Magellan
, mientras la Tierra se agitaba en las convulsiones de la III Guerra Mundial.
* * *
En el
Magellan
había mucho espacio. Los diseñadores del satélite habían incluido un dormitorio para cada ocupante; una habitación funcional con departamentos para la preparación de las comidas, aseo y archivo; un salón de recreo con libros, radio, tocadiscos, aparatos de grabar y cómodas butacas; y un cuarto de navegación.
Floyd convirtió el cuarto de navegación en su madriguera. Vic, excluido de ella desde el primer momento, tenía su propia habitación desde que cumplió los cuatro años. Floyd fabricó juguetes para él aprovechando los envases de plástico de las provisiones consumidas.
No estaba proyectado que los astronautas que debían tripular el
Magellan
estuvieran en el espacio durante treinta años, pero los técnicos habían previsto aquella posibilidad, en caso de algún fallo o avería. Esto explicaba la existencia de aquella enorme cantidad de comestibles. No había ningún sintetizador de alimentos, pero sí un regenerador de agua. Consistía en un sistema de circuito cerrado que no permitía que se perdiese ni una sola gota de agua.
También había un regenerador de aire, y Floyd estudió su funcionamiento en el manual hasta aprendérselo de memoria. Se había dicho que si el regenerador de agua tenía algún fallo, dispondría de un par de días para arreglarlo, en tanto que el aire era algo inmediato y vital.
* * *
Otra semana; otro programa.
—Es la hora, Vic.
—Voy, papá.
«... ¡La Marcha del Mundo! ¡Grandes noticias de Katmandú, en el remoto Nepal! Después de muchos años de inútiles tentativas, el hombre ha conquistado la cumbre más alta de la Tierra. La noticia fue transmitida (paradójicamente, en esta época moderna), por un correo indígena, luego por teléfono, y finalmente a través de los servicios telegráficos de prensa de todo el mundo. Dos hombres ascendieron a aquella altura inaccesible, el Monte Everest, a 29.002 pies sobre el nivel del mar. Uno de ellos fue Edmund Hillary, apicultor de Nueva Zelanda. El otro, un humilde
sherpa
, o porteador, Tenzing. La bandera inglesa fue izada en la parte más alta de la cumbre, en honor de la recién coronada reina. Han empezado a afluir mensajes de felicitación de todo el mundo: del Presidente Roosevelt, del Presidente de Gaulle, desde los cuatro puntos cardinales...
»Casi al mismo tiempo, el mundo se enteró de otra gran hazaña: el submarino atómico
Nautilus
ha completado el primer viaje submarino por debajo de los hielos del Polo Norte. El Presidente Roosevelt, en su calidad de Comandante en Jefe, ha anunciado la noticia desde la Casa Blanca...»
Al oír esto, Vic había abierto los ojos, con gran satisfacción de su padre. El muchacho le estaba mirando con una leve sonrisa en los labios.
—Un gran día para los exploradores, ¿verdad, hijo mío?
Vic asintió. Su sonrisa se desvaneció, se reclinó contra el respaldo de la butaca y volvió a cerrar los ojos hasta el final del programa. Floyd creyó notar una lágrima debajo de los cerrados párpados, pero no dijo nada.
* * *
Una noche, cuando la orquesta del programa estaba interpretando una suave melodía, el locutor, hablando sobre un fondo musical, dijo:
«Y, ahora, al acercarse la medianoche, un mensaje especial. A usted, Floyd Geringer, si desde el remoto espacio puede oír mi voz, le deseo un feliz año nuevo. Y también a su hijo, Vic, que debe haberse convertido ya en un hombrecito. Desde la Tierra, a usted, Floyd, y a ti, Vic, feliz año nuevo. Nuestros pensamientos están con ustedes esta noche, como siempre.»
La música subió de tono, mezclándose con las risas de la gente y las lentas campanadas de un reloj.
Esta vez fueron los ojos de Floyd los que se llenaron de lágrimas.
—Han sido muy amables al acordarse de nosotros, ¿verdad, Vic?
Vic, que tenía los ojos secos, respondió:
—Sí, papá. ¿Conocías a ese hombre?
—No, hijo. Pero él nos conoce a nosotros, como nos conocen todos los habitantes de la Tierra. Feliz año Nuevo, Vic, si es posible deseártelo.
—Soy feliz, papá. Pero, ¿no podrían llegar hasta nosotros de algún modo? ¿No lo intentan?
La música se interrumpió y, en el repentino silencio, Floyd se inclinó hacia adelante y desconecto el aparato.
—Claro que lo intentan. O lo intentaron, durante mucho tiempo. Pero no resulta fácil localizar una mota de polvo en la inmensidad del espacio. Estoy seguro del hecho que están haciendo planes para una nueva tentativa, aleccionados por la experiencia anterior y con mejores elementos. No debes perder la esperanza, hijo.
—Estoy perfectamente —dijo Vic—. Me siento como si fuera el hijo de Robinson Crusoe. Robinson Crusoe debió sentirse triste más de una vez, como tú, pero su hijo era feliz porque había llegado a la isla siendo muy pequeño y, por tanto, allí estaba su verdadero hogar.
Los ojos de Floyd seguían húmedos. Apoyó una mano en el hombro de Vic y lo oprimió cariñosamente.
—Ése es un modo muy inteligente de ver las cosas, hijo.
* * *
Otra noche, después de un programa en el cual Roger Bannister rebajó la marca de la milla a menos de cuatro minutos, Man O'War ganó el Preakness y los Senadores de Washington aplastaron a los
Yankees
de Nueva York por 14 a 1. Floyd Geringer encontró a su hijo consultando un ejemplar del Almanaque Mundial.
Floyd había permanecido en su madriguera y creyó que el muchacho se había ido a la cama. Le encontró en el salón de recreo con el Almanaque. Floyd había olvidado que estaba a bordo.
Vic alzó los ojos del libro cuando entró su padre y señaló el punto con un dedo.
Floyd dijo, en tono indiferente:
—Un libro voluminoso, ¿verdad?
—Sí. Terriblemente. Creo que contiene todo lo que cualquiera desee saber.
—Desde el punto de vista estadístico, supongo que sí... —Floyd dudó un momento. Luego añadió—: ¿Te importaría decirme lo que estabas mirando?
—Las poblaciones —respondió rápidamente Vic.
Volvió a abrir el libro. Su dedo señalaba la densidad de la población de Australia, que, al parecer, era la más baja del mundo.
—¿Sí? —dijo su padre. No tenía ningún motivo para dudar de la palabra de su hijo. Atribuyó la curiosidad del muchacho a un morboso interés, ya que la mayor población que había visto era de dos personas, una de las cuales era él mismo—. Me gustaría echarle un vistazo al Almanaque cuando hayas terminado con él, Vic. Hay algo que deseo consultar.
Vic cerró el libro y se lo entregó:
—Puedes mirarlo ahora. Ya he terminado. Creo que voy a acostarme.
—Buena idea. Buenas noches, Vic.
Floyd se dirigió apresuradamente a su madriguera con el Almanaque. No tenía necesidad de consultarlo para saber que Bannister y Man O'War no habían sido contemporáneos, que Roosevelt estaba muerto cuando fue conquistado el Everest, o que el
Nautilus
había efectuado su viaje durante el mandato de Eisenhower.
Ocultó el Almanaque detrás de un montón de herramientas y se sentó enfrente del magnetofón.
—¡Impostor! —murmuró, hablando consigo mismo más que con el aparato.
Sacó la cinta en la cual había grabado el último programa. Por un instante se sintió profundamente avergonzado de sí mismo por haber engañado a Vic de aquel modo. Pero luego, al pensar en la inmensidad y la soledad del espacio que se extendía más allá del cohete, recordó los motivos que le habían impulsado a grabar aquel programa semanal.
Aquellos motivos seguían siendo válidos; no le habían ocasionado daño alguno. Había estado poblando su pequeño mundo con grandes momentos de aquel otro mundo que había muerto. Él, el penúltimo hombre, había estado almacenando recuerdos que el último hombre —ahora todavía un muchacho— se llevaría con él en la órbita final.
Los libros eran una cosa; las palabras vivas, sinceras, eran más auténticas, más reales.
Pero Floyd tenía que admitir que aquellas palabras no eran sinceras. En el cohete había unas cintas auténticas que Floyd había descubierto ocultas en el cuarto de navegación años después de haber sido lanzado. Al parecer, los proyectistas del
Magellan
habían tenido en cuenta la posibilidad que ocurriera lo peor y que los astronautas no pudieran regresar nunca..., en cuyo caso su tumba sería una cápsula. Pero había también las cintas que Floyd había falseado...
* * *
Las había falseado y había engañado a su hijo. Pero su intención había sido buena. Algún día podría explicárselo a Vic. Todavía no, puesto que Vic no sospechaba nada, al parecer, a pesar del descubrimiento del Almanaque, sino más tarde, cuando el padre tuviera la creencia que sus días estaban contados y que Vic iba a quedarse solo. Hasta entonces sería preferible —sí, e incluso obligado— dejar que Vic creyera que la Tierra todavía existía como mundo viviente y que desde allí podía llegarles el rescate.
Floyd Geringer, sabiendo que aquel rescate no se produciría, pensó en lo que había hecho. En su soledad había recreado la Tierra que él conocía..., o, por lo menos, la Tierra que él recordaba a través de un borroso filtro de nostalgia. Las manipulaciones de Floyd con las cintas habían producido lo que para él era El Mejor Mundo Posible. Un mundo en el cual Franklin Delano Roosevelt era Presidente, donde los
yankees
de Nueva York seguían teniendo en sus filas a Babe Ruth, a Lou Gehring y a Murderer's Row, donde Joe Louis era el campeón del mundo de los pesos pesados y Fred Allen estaba en la radio, y Carole Lombard seguía haciendo películas, y Albert Einstein continuaba en su estudio de Princeton trazando grandes y proféticas ecuaciones en su pizarra. Un mundo donde ninguna persona buena había muerto, una Tierra cuya perfección provocaba el llanto de su creador ante su pérdida.
* * *
Floyd sospechaba que al preparar las cintas de aquel modo había actuado tanto en favor de su nostálgico placer como para evitar que Vic se enterase del hecho que ellos eran las dos últimas personas vivas. ¿Y por qué no? No necesitaba disculparse por haber desvirtuado la realidad en los programas. Por haber dejado que Vic creyera que el mundo había sido bueno..., como en realidad lo había sido, al menos en parte.
No había necesidad inmediata que el muchacho se enterara de otros aspectos del planeta donde había nacido: las guerras, la degradación de millones de seres sumidos en la pobreza, la crueldad de algunos hombres para con otros hombres... Todo eso estaba registrado en los libros de Historia que Floyd había ocultado hacía muchos años para que no cayeran en manos de su hijo.
Más animado, Floyd colocó una cinta nueva en el magnetofón, dispuesto a preparar el programa de la semana siguiente. Hubo una época en que creyó que podría preparar un programa para cada noche, pero la realidad del trabajo le hizo comprender que sería una tarea imposible. Ahora, con el programa semanal, se pasaba hasta dos días para llenar la cinta. Éste era el motivo por el que le hubiera mentido a su hijo diciéndole que las baterías no le permitían escuchar la radio con más frecuencia. Las baterías solares, desde luego, durarían tanto como el propio cohete. Pero a partir de aquel momento tendría que obrar con mucho cuidado. La historia que recreaba tenía que resultar verosímil.
Incapaz en aquel instante de pensar en cuáles serían los acontecimientos que encajarían mejor con la nueva línea que acaba de trazarse, se quedó dormitando sobre el magnetofón. Esto le relajaba y a veces le inspiraba.
* * *
En la semana siguiente no fue Floyd quien avisó a su hijo a la hora del programa. Vic Geringer abrió la puerta del salón de recreo cuando faltaban dos minutos para las ocho y lo encontró vacío. No podía recordar que el hecho se hubiera producido en alguna ocasión anterior. Vic llamó a la puerta de la habitación de su padre.
—¡Papá!, es la hora del programa.
La voz que respondió sonó vieja y cansada.
—Creo que esta noche no voy a escucharlo. No estoy de humor.
—¿Estás enfermo, papá? —preguntó Vic a través de la puerta—. ¿Te ocurre algo?
Floyd abrió la puerta, pero no se dirigió hacia su butaca.
—Estoy bien, Vic. Un poco deprimido quizá. Creo que me acostaré temprano si no te importa.
—Desde luego que no. Pero, ¿crees que puedo escuchar el programa?
Floyd esperaba que su hijo no le haría aquella pregunta, pero estaba preparado para ella.
—Claro que sí. ¿Por qué no conectas el aparato tú mismo?
—¿Puedo?
Vic no había tenido nunca aquel privilegio.
Su padre asintió y Vic esperó a que la saeta del segundero iniciara la vuelta al último minuto anterior a las ocho. Entonces hizo girar el mando.
—Mientras esté aquí debo escuchar también —dijo el padre.
Se instaló en la gastada butaca y su dedo meñique hurgó nerviosamente en el agujerito que el cigarrillo había dejado en el rojo tapizado del brazo.
A las ocho en punto la voz del locutor dijo:
«La International Broadcasting Corporation, que habitualmente presenta a esta hora La Marcha del Mundo, comunica a sus oyentes que, debido a la falta de acontecimientos de interés mundial, su acostumbrado programa será sustituido por una emisión de música sinfónica.»
Vic miró a su padre con expresión de sorpresa. Floyd se encogió de hombros.
—Por lo visto, hoy no ha sucedido nada —dijo—. Suele ocurrir a veces para desesperación de los editores de periódicos.
—
Algo
tiene que haber sucedido en alguna parte —dijo Vic.