Cruzó los brazos. Como de costumbre, sólo llevaba puesto un sencillo chitón, un austero peto reforzado con metal, sandalias; como de costumbre, llevaba al cinto la espada de Ylán.
Aníbal advirtió que lo observaba y se llevó la mano a la espada.
—Tu más afilado y fiel regalo. Nunca me ha dejado en la estacada.
—Pero, ¿qué quieres hacer ahora, con o sin espada? Este mar…
Levantó la mano.
—Este mar, esta sal, este aire, este viento. Las montañas y bahías y hombres. Lo sé; se ha convertido casi en un mar interior romano. Pero a pesar de ello…¿Cómo anda todo en casa?
—Kart-Hadtha está progresando. Los errores del pasado no se pueden reparar, pero todavía florece el comercio, y tu nuevo orden ha echado raíces. Ya no hay tanta corrupción; los funcionarios importantes son elegidos, los cargos ya no son vitalicios. Pero…
—¿Pero qué?
—Masinissa.
Le referí el ataque númida que yo mismo había vivido, completando el relato con informes que había recibido de otros: comerciantes, viajeros, marineros. Masinissa tenía un sueño, el sueño de un gran imperio númida con Kart-Hadtha como capital. Las fronteras fijadas por los romanos eran poco concretas, y podían ser interpretadas a voluntad; al Senado y al pueblo de Roma no les interesaban ni un ápice las sangrientas fronteras de Karjedón y las constantes pérdidas de territorio. Además, Roma tenía otras muchas cosas de qué preocuparse. Guerra en Iberia, donde los jefes de los pueblos nativos habían comprendido hacia ya mucho tiempo que sus nuevos señores los estaban esclavizando; para Kart-Hadtha esos pueblos siempre habían sido aliados, con autonomía para practicar su propia política interna. Levantamientos de celtas e ilirios. Insatisfacción entre los itálicos aliados a Roma, protestas de los helenos, dificultades con los propios campesinos y esclavos de Roma.
—Si, claro, los númidas. —Aníbal volvió a cruzar los brazos. Un gesto duro y al mismo tiempo amargo se formó alrededor de su boca—. Como tú has dicho, los errores del pasado. Mi padre y Asdrúbal no lograron unificar campo y ciudad; el Consejo prefería tener esclavos. ¿Sabías que hace años discutí con Escipión una modificación del tratado? Por escrito.
Lo miré muy sorprendido.
—No.
—Ay, querido amigo, había tanto que hacer, y más tarde hubo tantas otras cosas importantes… —Se tocó el parche que le cubría el ojo derecho—. Sí, mantuvimos correspondencia. Le ofrecí que Kart-Hadtha fuera aliado de Roma. Para ello Roma debía reconocer a las viejas ciudades de Tabraq, Sikka y Thiouest como plazas fuertes de la frontera occidental del imperio púnico, que debía ser una línea trazada entre estas ciudades; y al este, Leptis.
—¿Te dio alguna respuesta?
—Quería abogar por ello en Roma. Y después…
No siguió hablando; no hacia falta. Después los altos cargos y grandes propietarios de Karjedón informaron a Roma que Aníbal estaba preparando una nueva guerra; los romanos exigieron que les fuera entregado y él tuvo que huir. Como yo. Como muchos otros.
—¿Qué piensas hacer ahora, además de contemplar el mar y respirar el aire?
Se echó a reír.
—Lo que sé hacer mejor: sembrar intranquilidad. Mañana zarpa la poderosa flota del gran rey Prusias dirigida por el nuevo almirante Aníbal, dispuesto a hundir las cáscaras de nuez de Pérgamo.
—¡No lo dirás en serio! Pérgamo tiene…
—Lo sé. La mejor y más grande flota después de Roma, Egipto y Rodas. No importa. Sé cómo hacerlo.
Me acerqué a él y puse las manos sobre sus hombros.
—¡Aníbal, vuelve en ti! Aunque lo consigas… ¡Eumenes es muy superior a los bitinios incluso sin su flota! Y es aliado de Roma.
—Lo sé. Pero hasta que Roma envíe un ejército y éste llegue aquí ya todo habrá terminado hace mucho tiempo. Sólo hay un punto débil.
—Te equivocas. Hay muchos. Pérgamo tiene dinero y armas, y un buen ejército. Prusias sólo dispone de algunos miles de hombres. No hablemos ya de la flota…
Aníbal pestañeó.
—Olvida la flota. Por lo que toca al ejército: para decidir rápidamente la guerra Eumenes tiene que atacar la costa del Ponto Euxino. Sólo así puede interponerse entre Bitinia y una posible ayuda armenia o refuerzos de Colquis. Al avanzar por la costa tiene que seguir unos caminos determinados. Yo conozco todos esos caminos, y sea cual fuere el que tome, éste lo llevará, por lo menos, a tres lugares en los que unos pocos miles de hombres pueden aniquilar a cualquier gran ejército.
Respiré hondo.
—Si tú lo dices… Pero, ¿cuál es el punto débil?
Aníbal escupió.
—Prusias. Igual que antes lo fue Antíoco.
—¿El rey victorioso que no quiere seguir las propuestas del gran general, para quedarse él con toda la gloria?
—Tú lo has dicho, amigo.
—¿Para qué todo esto, entonces?
No pude interpretar la expresión de su rostro; a la luz del crepúsculo parecía haberse convertido en una parte de aquella columna solitaria.
—Para nada. —Sin ninguna entonación, sin amargura ni sarcasmo.
—¿Para nada? Ya, pero…
Se separó de la columna y caminó hacia mí, se sentó sobre la basa caída.
—Este mar romano —dijo a media voz.
Lo comprendí, pero sólo por un instante. Aníbal no podía ir a ninguna parte por este mar. Iberia es romana; la costa noroccidental de Libia está siendo conquistada progresivamente por el imperio de Masinissa; Kart-Hadtha lo había desterrado, y tampoco las otras ciudades púnicas y libiofenicias se arriesgarían a acogerlo; Egipto oscilaba entre la autocontemplación y las escaramuzas con el imperio de los seléucidas, y cuidaría de no dar la bienvenida al proscrito contra la voluntad de Roma; el episodio de Aníbal con los seléucidas había terminado en Magnesia, si no antes, en las Termópilas, cuando el gran estratega tuvo que presenciar, impotente, cómo el gran ejército seléucida, muy superior en número pero dirigido por un rey vacilante, era aniquilado por las legiones romanas; todas las ciudades helénicas de Asia, excepto Bitinia, eran aliadas de Roma; lo mismo Massalia, en las Galias.
—Y los helenos son esclavos —dije; era más bien un pensamiento expresado en voz alta.
Aníbal refunfuñó.
—Siervos, no esclavos. Los esclavos no pueden hacer nada para liberarse, están subyugados. Atenas, Corinto, Esparta, Macedonia, se someten a ellos mismos con sus infantiles rencillas internas.
Coloqué la mano sobre su brazo y lo miré a los ojos tratando de persuadirlo.
—Ven conmigo. Estoy tramitando la liquidación de mis negocios. Una parte del dinero te pertenece. Alejandría es una ciudad más o menos libre; hasta que el próximo enviado de Roma exija tu extradición. Podrás quedarte allí unos días, por lo menos, hasta que yo termine la liquidación.
—¿Y después?
Levanté los brazos.
—La Costa del Incienso. También el Mar de las Indias es salado. O las antiguas ciudades púnicas del otro lado de las Columnas de Heracles: Liksch, Kart Hannón, las Islas Afortunadas. O la India…
Rió, un poco dolido.
—Dos ancianos jugando a retirarse, ¿eh? Bah, olvídalo, Tigo. Yo necesito hacer cosas, moverme, estar en acción. ¿Crees que después de más de sesenta años todavía puedo aprender a vivir sentado en un rincón, bebiendo vino y contemplando el mundo?
—¡Pero tu aventura bitinia carece completamente de sentido!
—No, no es así. Existe una posibilidad.
—¿Cuál? ¿Para qué?
—Si Prusias me escucha, si me deja actuar, podemos derrotar a Pérgamo. Este vacilante rincón del Bósforo puede asentarse sobre bases firmes.
Nicomedea, dijo, no era la ciudad adecuada, debido a su posición geográfica; más sensato seria fundar una nueva capital exactamente en el Bósforo, o ampliar una polis ya existente, o sea Bizancio, que por desgracia era aliada de Roma. Defender incansablemente, con una buena flota y un ejército ordenado, el estrecho que une Asia y Europa, convertirlo en un punto clave del comercio y la influencia política, situado entre las montañas, minas e interminables estepas del norte, los antiguos imperios de Oriente, los estados helenos, tierra y mar, rutas comerciales… Un nuevo centro helénico, lo bastante alejado de Roma para que no parezca al Senado una amenaza inmediata, pero sin embargo dentro de los limites de la Oikumene.
A pesar de mí mismo, tuve que aceptar que no se trataba de una posibilidad minúscula, sino de algo grandioso y deseable, de un proyecto colosal y convincente. Una metrópoli al este de Oikumene, centro y ombligo de todo entre Bactriana y la Hélade, las estepas escitas y Arabia.
—Y tarde o temprano —dijo—, incluso los belicosos pueblos helenos, como Atenas y Esparta, comprenderán que no existe otra elección. Roma pisotea todo lo que encuentra a su paso. Cuando estaban bajo dominio púnico, las ciudades de Sicilia conservaban y guardaban sus instituciones y costumbres; ahora allí todo está como Roma quiere que esté. Una lengua, una ley, una moral, una administración. Probablemente tarde o temprano también descubrirán un único Dios; es repugnante.
¿Una metrópoli para macedonios, escitas, tracios, armenios, persas, mesopotamios, árabes, helenos; centenares de lenguas y cientos de miles de costumbres unidas en una federación o un imperio, unidad en la multiplicidad, para hacer frente al monolito romano y su aniquilación de todo lo diferente? Los fragmentos del cuadro que Alejandro quiso dejar como herencia podrían volver a reunirse alrededor de un nuevo centro, sin violencia, para beneficio de todos; ninguno de esos fragmentos —la Hélade, Macedonia, Siria, Egipto, Pérgamo…— era capaz de conjurar a su alrededor a los demás; pronto las sandalias de los legionarios harían cisco todos los fragmentos, y el cisco se cocería en un violento horno para dar forma a los trocitos de un abandonado mosaico de la unidad. ¡Pero un nuevo centro, en el lugar en que se cruzan las rutas terrestres con las marítimas!
—A Prusias tienes que… —Dejé el final abierto.
Aníbal dio un suspiro.
—Olvidas seiscientos años de enemistad entre helenos y púnicos. Un general púnico cubierto de polvo y gloria, y además anciano, puede pasar. Pero, ¿un soberano púnico? Y los hijos de Prusias son imbéciles.
Mi mente volvía una y otra vez a su plan; la audacia y enormidad del proyecto casi no me permitían respirar. Y todo era tan evidente.., una ciudad grande y rica no tardaría en atraer y retener, sin ningún esfuerzo, a las principales rutas comerciales, que, además, ya pasaban cerca de allí. Y todo dependía únicamente de que un obeso reyezuelo dejara actuar durante un instante al estratega más grande de la historia.
—Pero Pérgamo es aliada de Roma —dije finalmente—. Si Eumenes pierde todo, vendrán las legiones romanas.
Aníbal apoyó la barbilla en el hueco de la mano.
—Eso no debe suceder. No voy a aniquilar Pérgamo, sólo voy a… ponerlo a raya. La oferta de cooperación está lista; ofreceré a Eumenes tantas ventajas que cuando sus tropas sean derrotadas no dudará en aceptarla. Y una legación enviada a Roma ofrecerá allí un tratado de amistad y colaboración en un proyecto muy ambicioso.
A la luz leonada del crepúsculo que el cielo aún derramaba sobre el viejo templo, Aníbal parecía haber adquirido de pronto una juventud intemporal; durante un momento pensé que se quitaría el parche y que le habría vuelto a crecer el ojo.
—¿A qué empresa te refieres ahora?
—La conquista y colonización conjunta de las regiones escitas, tracias, celtas y germánicas, hasta el Ister. Danubius lo llaman aquí, creo.
Guardamos silencio un largo rato; hasta que ya apenas si brillaba la luz del sol, y la luna, casi llena, empezaba a inundar todo de lechosos espíritus.
—Algunas cosas son demasiado grandiosas para un viejo comerciante —dije finalmente, enronquecido.
Aníbal parecía no haberme escuchado.
—Si aceptan y extienden manos y brazos hacia el norte, dejarán su vientre al descubierto en el sur. Y si se niegan, la oferta al menos los habrá tenido ocupados durante un buen tiempo, y no podrán echarse sobre nosotros de inmediato.
Murmuré algo sin sentido; Aníbal volvió a dirigirse a mí.
—Nunca he odiado a Roma —dijo a media voz, con un dejo de amargura—; tú lo sabes, Tigo. Roma o Siracusa o Petra o Atenas, todos tienen los mismos derechos. Yo lo único que quiero es que Roma reconozca esos derechos también a Kart-Hadtha. Pero Roma no se los reconoce a nadie, sólo a sí misma.
—¿Y si todo fracasa? ¿Si Prusias no te deja actuar con libertad?
Hizo un movimiento con los hombros.
—Entonces también se habrán perdido los últimos trozos de costa en los que aún se me permite detenerme.
Me quité lentamente la delgada cadena que colgaba de mi cuello.
—Un polvo indio —dije en voz baja—. Va mejor con agua o vino, pero en caso de urgencia también puede tragarse solo. Rápido y sin dolor. —Le alcancé la cadena y la botellita.
—Te lo agradezco, amigo.
Aníbal extendió la mano. Luego sufrió un sobresalto; a la luz de la luna vi que sus facciones perdían la compostura, la sangre fría, como barcos de una flota repentinamente dispersada por la tormenta y el oleaje.
—Elisa. —Apenas movía los labios, absorto en el retrato de la hermosa cartaginesa a la que había amado y que le había dado a su hijo.
—Quizá éste sea mi último regalo, Gracia de Baal.
Levantó los ojos del frasquito de veneno.
—Estará conmigo en mi último momento. —Sujetó la cadena a su cuello—. Tienes un humor muy negro, Tigo. También por eso te he querido siempre.
Muy de mañana zarparon los barcos de guerra de Bitinia. En el puerto reinaba un gran júbilo; Prusias tuvo la benevolencia de acudir para despedirse haciendo señas desde su silla de manos. La gente agitó sus pañuelos casi hasta que la miserable flota se hubo perdido de vista.
Bomílcar se puso a mi lado, colocó un pie sobre la borda inferior y echó un escupitajo al agua turbia del puerto.
—Esos que van a bordo son polillas antes que marineros. Prusias es un cerdo redomado.
Corina lo observaba interrogante. Yo había pasado el brazo derecha por encima de los hombros de la muchacha; después de ciertas noches, un anciano tiene el derecho de apoyarse en un mujer joven.
—Si Aníbal hace el milagro con esas barcas agujereadas —dijo el púnico—, Prusias podrá celebrar un triunfo. Y si, como es de suponer, Pérgamo gana el combate, Prusias se habrá deshecho de su huésped más incómodo y podrá argumentar que todo había sido idea de Aníbal.