El heleno despidió a los guías y pasó la noche solo, con los asnos, a dos horas de camino de Cannae. Ni romanos ni púnicos patrullaban por la región; Antígono supuso que la batalla, en la que se utilizarían todas las fuerzas disponibles, estaba a punto de realizarse.
Sosilos lo saludó con prisas y nostálgica cordialidad y casi lo arrastró a la semiderruida fortaleza de Cannae. La altísima torre se levantaba sobre una colina; desde allí el heleno tenía una magnífica vista panorámica del desastre, que ya se dibujaba formado en filas.
—Nos pasarán por encima —dijo Sosilos en tono sombrío—. No he dormido en toda la noche, Tigo; y a pesar de ello no he terminado la elegía por el estratega muerto. Si…
Antígono lo interrumpió.
—Todo este campamento, a ambos lados del río. ¿Para qué?
Sosilos suspiró.
—Ir de aquí para allá y de allá para aquí, hoy así y mañana de otra forma. Nuestro campamento en la orilla sur —señaló un bloque de edificios abandonados al oeste de la fortaleza— era muy bueno para recorrer los alrededores y, eh, cosechar. Los romanos montaron su campamento al otro lado.
Antígono vio al nordeste el vago perfil de unas fortificaciones.
—Después cruzaron el río y levantaron un pequeño campamento en esta orilla. Para que nosotros no pudiéramos cabalgar y saquear la zona libremente. Entonces Aníbal trasladó nuestro campamento a la orilla norte, para irritar a los romanos.
El nuevo campamento, al otro lado del río, había sido construido casi frente al anterior. Los romanos, explicó Sosilos, jugaban a un juego especialmente interesante: los continuos cambios del mando supremo. El patricio Emilio Paulo era vacilante y partidario de esperar, como el ex dictador Fabio; el plebeyo Terencio Varrón quería atacar.
—Hoy le toca el mando a Terencio. Dispensa, mira. —Sosilos señaló a los ejércitos, que avanzaban el uno hacia el otro por la orilla sur del Aufido. Los soldados de armamento ligero ya habían empezado a luchar. El ruido llegaba sofocado, lejano. La formación púnica se extendía desde el punto situado casi exactamente frente al lado derecho de la fortaleza, hasta muy al sudeste; en el ala izquierda, la más cercana, Antígono vio tropas de jinetes celtas y catafractas íberos. Estaban a casi siete estadios de la torre, casi silenciosos, reconocibles únicamente por los estandartes.
—Nunca el atardecer y la noche han sido como ayer —dijo Sosilos—. Todos sabían que hoy entrarían en batalla. Nadie, ni los soldados rasos ni los oficiales, ha pensado ni por un instante en la sombra de una posibilidad de victoria. Y, sin embargo, ninguno duda de que hoy el ejército romano será aniquilado. Porque Aníbal lo dice. Nadie sabe cómo se realizará el milagro, pero todos están convencidos de que sucederá. Cuando cruzaron el río para formar filas lo hicieron riendo y cantando. —El espartano sacudió la cabeza; tenía los ojos humedecidos.
—¿Cómo están distribuidas las tropas? ¿Quién las manda? —Antígono aguzó la vista. Nubes de polvo; el sol estaba al sudeste y dentro de menos de media hora cegaría a los romanos. Si para entonces las formaciones continuaban como hasta ahora. A través de la fina cortina de polvo se podían ver las sólidas y escalonadas filas de soldados de a pie romanos y latinos. Es decir, no se les distinguía, sólo se veía una falange inmensa e increíblemente sólida.
—Aquí, a la izquierda —Sosilos señaló a los jinetes del ala— están los catafractas íberos, en torno a los dos mil, y unos cinco mil celtas, la mayoría insubros. Están bajo el mando de Asdrúbal el Cano, quien tiene a Monómaco y Bonqart como segundos.
—¿Asdrúbal con los jinetes?
Sosilos asintió encogiéndose de hombros.
—Yo tampoco lo entiendo. Ni él ni Monómaco han estado jamás con los jinetes. En el ala opuesta están los númidas restantes, alrededor de tres mil. Hannón, con Maharbal y Cartalón. Arremeterán contra los aliados; Asdrúbal lo hará contra la caballería romana.
Antígono abanicaba con las manos, como queriendo alejar el polvo, que se hacia cada vez más compacto. No se dio por vencido hasta que oyó que Sosilos soltaba una risita. La falange romana seguía avanzando; los escaramuzadores del ejército púnico fueron rechazados. Daba la impresión de que baleares y ligures no se retirarían a la retaguardia, como era usual que hicieran los soldados ligeros después de abrir la batalla. Antígono no estaba seguro, pero le parecía ver a través del polvo que pequeñas tropas corrían hacia la derecha, hacia el ala donde esperaban los númidas.
—¡Ah! Allí.
El heleno no necesitaba seguir el dedo del cronista. Los catafractas íberos y los jinetes celtas de Asdrúbal cargaron de pronto. Entonces ocurrió algo extraño.
—Pero… ¡qué están haciendo! —Sosilos casi gritaba, inclinado sobre el borde de la torre—. Eso… ¿qué es eso?
Un instante después de su choque con la caballería romana, íberos y celtas saltaron de sus caballos, que fueron reunidos por unos cuantos jinetes. Los catafractas se habían convertido de pronto en hoplitas. Antígono cerró los ojos un momento.
Jinetes acorazados contra jinetes acorazados a pie… entre los romanos debía estar surgiendo una gran confusión. Íberos y celtas, seguros sobre sus piernas derribarían con lanza o espada a los romanos, sentados sobre las mantas y agarrados a las crines de sus caballos. Y golpearían las patas y panzas desprotegidas de los caballos. Una grandiosa ocurrencia, pero, no obstante: ¿por qué? La caballería púnica ya era superior en número y fuerza a la romana. ¿Para qué esta transformación de los jinetes en soldados de a pie? ¿Para acelerar la lucha a caballo?
—Aníbal está en el centro —dijo Sosilos. Su voz sonó ronca y desconcertada—. Con Magón; y también Himilcón, Muttines y Adérbal; pero, ¿qué…? —Interrumpió la explicación y se mesó los cabellos.
Más adelante Antígono escuchó al cronista las cantidades y disposición de las tropas. Junto al ala izquierda había un bloque de alrededor de cinco mil hoplitas libios, bajo el mando de Muttines; junto a éstos, tres mil íberos de a pie. Luego, en el centro, bajo el mando directo de Aníbal, diez mil insubros y boios; otros tres mil íberos, los cinco mil libios restantes. Y después los númidas. Pero el heleno sólo veía un movimiento completamente absurdo, una carga del centro contra la falange romana. Sólo el centro; los íberos y libios de la izquierda y la derecha no avanzaron. Las filas de batalla púnicas, hasta entonces en línea recta, mostraron de repente una curvatura dirigida hacia los romanos.
Luego todo empezó a retumbar, a pesar de la distancia y el ligero viento del suroeste que debía haber alejado el ruido de la fortaleza. El viento llevaba el polvo levantado por el avance de los romanos hacia los ojos de éstos, ya medio cegados por el sol. Pero no era lo bastante fuerte como para apagar los gritos, las señales de trompeta, el fragor de las armas de cien mil soldados, los relinchos de caballos, los rugidos de los oficiales, los gritos de heridos. Ninguna de estas cosas podía escucharse con claridad, todo se mezclaba en un estruendo al mismo tiempo sordo y estridente. En el ala izquierda, la batalla entre jinetes y hoplitas ya estaba terminando. Mientras más se extendía el campo de batalla, más penetraban los celtas, íberos y romanos en el talud, por partes lodoso y por partes arenoso, de la orilla del Aufido, y más evidente se hacia la superioridad de la caballería desmontada de Asdrúbal sobre los jinetes de Roma, cuyas cabalgaduras resbalaban, tropezaban o simplemente se quedaban inmóviles en aquel terreno. Los romanos que no fueron derribados o capturados dieron media vuelta y huyeron. La mayor parte de los catafractas corrieron de nuevo a sus caballos, montaron y salieron tras los fugitivos. Los demás, casi exclusivamente celtas, galoparon hacia la retaguardia del centro de las filas púnicas, saltaron de sus caballos y se prepararon para seguir luchando.
Lenta, muy lentamente, la monstruosa masa de legionarios romanos hizo retroceder al centro púnico hasta que éste volvió a estar en la misma línea que ambas alas, y luego aún más atrás; ahora era en la retaguardia púnica donde se había formado una curvatura, y ésta parecía a punto de romperse. Los jinetes celtas, desmontados, cerraron las brechas.
Al sudeste, en el ala derecha, no había habido mucho movimiento hasta entonces; los númidas ligeros y los jinetes acorazados de los aliados de Roma, bajo el mando directo de Cayo Terencio Varrón, se habían limitado a cabalgar los unos en torno y a través de los otros. Hannón y Maharbal habían evitado presentar una verdadera batalla, y habían alejado a la caballería latina de la falange. Entre el ala izquierda romana y la masa de legionarios se abrió una brecha que no tardó en agrandarse. Los tres mil baleares, gatúlicos y ligures arremetieron por ese espacio vacío y, arrojando sus piedras y lanzas, alejaron aún más a los jinetes latinos. Entretanto, el avance de la aplastante falange romana había hecho que los soldados ligeros de Aníbal perdieran casi todo contacto con sus propias filas, y que ahora se encontraran casi detrás de los romanos.
Algo, quizá los chillidos del cronista lacedemonio, devolvió a Antígono a la torre. No sabia dónde había estado; roto en un millar de fragmentos e instantes que ahora se reencontraban de nuevo. Sosilos estaba dando saltitos y gritando sin cesar «oh oh oh» o bien «ah ah ah» o «ay ay ay»; algo que sonó como «ulalaleia» debía ser su versión del grito de guerra macedonio. El espartano estaba pálido; tenía los ojos saltones, los labios metidos, la lengua le colgaba fuera de la boca. Antígono le dio una sacudida.
—¿Qué?, ¿qué?, ¿qué?
—¡Vuelve en ti, hombre!
—Ah, Tigo.
—¡Ah, Sosilos! ¿Por qué gritabas así?
El cronista respiró profundo. Los ojos volvieron a sus cavidades.
—¿Gritar? ¿Yo? ¿Qué hora…?
Sólo ahora advertía el heleno cuánto había avanzado el sol hacia el sur. Debía haber pasado una hora desde su última percepción consciente del entorno.
Sosilos dirigió la mirada hacia el sol y luego otra vez hacia el campo de batalla, deslizando una mano derecha a lo largo del borde del muro.
—Ay, ¿qué pasa? En cualquier momento se echará a perder todo, allí en frente. Después empezará la matanza. —Sonaba como si fuera a ponerse a llorar.
Antígono sacudió ligeramente la cabeza; se sentía casi borracho.
—¡Pobre y ciego loco! —Señaló la curvatura de la formación púnica, que entretanto se había convertido casi en un semicírculo. Las filas celtas todavía se mantenían firmes, no había ninguna brecha.
—¿Por qué, loco?
—¿Acaso no lo ves? Sosilos, ¿no lo ves? La mayor victoria del estratega más grande que ha habido jamás.
—¡Eres tú el que está loco!
Antígono no contestó. Tenía la mirada fija en las filas y grupos, en los compactos bloques de íberos y libios que se mantenían a la espera junto a las filas curvadas de los celtas, sin atacar. La falange romana empezaba a asfixiarse en su propia masa. Ochenta mil soldados, formados en largas columnas, y casi ninguno podía intervenir en la lucha. El mayor ejército que jamás había pisado suelo itálico había hecho retroceder al semicírculo de quizá diez mil celtas, lo había llevado hasta sus líneas y luego más atrás. La enorme formación escalonada de los romanos provocaba una terrible presión, pero sólo los hombres de las primeras filas podían luchar.
Nuevas señales de trompeta. Ahora, por fin, después de dos horas de espera, íberos y libios atacaron, girando hacia el centro. El avance romano había permitido que íberos y libios se encontraran a la altura de los flancos enemigos; ahora cerraron la tenaza. Poco a poco también se fue haciendo evidente qué había ocurrido en el ala de los númidas. Los catafractas de Asdrúbal no habían perseguido durante mucho tiempo a los jinetes romanos dados a la fuga; montados sobre sus caballos frescos, aún no debilitados por el combate, los catafractas habían cabalgado hacia la retaguardia de la caballería latina de Terencio Varrón, para, junto a los númidas y soldados de armamento ligero, eliminar el ala izquierda romana en cuestión de minutos.
Los númidas se abrieron en abanico y galoparon por las riberas del Aufido persiguiendo a los fugitivos; los soldados ligeros se unieron a los íberos y libios que avanzaban hacia el centro desde la derecha, alargando los brazos de la tenaza. Los catafractas de Asdrúbal retrocedieron, dieron media vuelta y unieron los dos extremos de la tenaza púnica, cerrando el cerco.
Por la tarde alrededor de dos mil romanos huyeron hacia la fortaleza de Cannae, que no estaba defendida; estaban demasiado cansados y asustados como para hacer algo con los asnos cargados de oro de Antígono, o incluso para advertir que el heleno y Sosilos estaban sentados en lo alto de la torre. Aquello no duró mucho; los catafractas de Asdrúbal cargaron contra la fortaleza y los romanos que habían conseguido escapar del arco se entregaron casi sin oponer resistencia. Los desarmaron; poco después apareció el púnico Budún con soldados de armamento ligero para encargarse de vigilar a los prisioneros.
Al atardecer, el cielo de verano se cubrió de nubes, pero no llovió. Antígono arreó sus asnos hacia el campamento púnico, al otro lado del Aufido, con ayuda de Sosilos y unos cuantos íberos. La puesta del sol hurtó de las miradas al campo sangriento y oscuro. Pequeñas tropas de soldados de a pie y prisioneros romanos —Magón y Aníbal Monómaco estaban a cargo de esta tarea— se encontraban desde la tarde entre los otros cerros de cadáveres. Contar, separar, desnudar, reunir armas y joyas, llevar a un lugar seguro a los heridos leves y matar a los heridos graves. La parte más importante y repugnante del repugnante trabajo la realizaron los prisioneros romanos, casi faltos de voluntad propia, aturdidos por la inimaginable catástrofe. También era tarea de ellos señalar los cadáveres de los hombres más ilustres y reunirlos en un lugar aparte. Otros grupos de soldados seguían persiguiendo fugitivos; otras tropas cercaron los dos campamentos romanos, en los que se habían atrincherado algunos supervivientes.
Millares de pequeñas hogueras ardían en la llanura, bajo un cielo nublado que poco a poco se fue ennegreciendo. Asdrúbal el Cano, quien había entregado el mando de los jinetes a Maharbal y Muttines para ocuparse del campamento, cogió de pronto el brazo del heleno y señaló hacia arriba, y después hacia las hogueras.
—¿Lo ves, Tigo? Ahora nos calentamos junto a las estrellas que Aníbal nos ha bajado del cielo.
—Tú tampoco creías que fuese posible, ¿o sí?