—Estoy segura de que los habían asesinado —dijo Nova—. No pueden haber muerto así. Es imposible.
Continuó explicando lo que había ocurrido, las manchas de sangre, la huella de la mano y, al final, el descubrimiento en la cama.
—Ya dije yo que era mejor que Arvid fuera quien entrara en la casa —se quejó Eddie.
—No hubiera habido menos muertos por eso —replicó Nova en un tono un poco más punzante que antes.
—No, pero por lo menos tú no lo habrías visto —constató Arvid.
A Nova no le apetecía argumentar en contra de su necesidad de cuidarla. Normalmente solía sentir mucha irritación, pero en aquellos momentos le iba bien. Los acontecimientos de la noche eran el punto culminante del peor mes en la vida de Nova.
—Tenemos que llamar a la policía —constató Eddie toqueteando el borde de la mesa. Parecía un cachorro perdido que necesitaba ayuda.
A pesar de que estaba completamente fuera de sí, a Nova le asaltó el impulso de consolar a Eddie y decirle que todo se arreglaría.
—No podemos hacerlo —repuso Arvid representando una escena con un teléfono que no existía en la oreja—. «Hola, somos los que nos metimos en casa del presidente de Vattenfall y lo hemos encontrado muerto junto a su mujer...»
—Pero no podemos dejar que sigan allí —protestó Nova.
—Imagina si la policía cree que lo hemos hecho nosotros —respondió Arvid.
—Quieres decir que... —empezó a decir Nova.
Sus pensamientos la llevaron al allanamiento de morada y las palabras que había pintado con
spray
. Sin duda sospecharían de ella.
Un tenso silencio se hizo en la habitación. Nova no acabó la frase.
Los tres amigos abandonaron el local treinta minutos más tarde. Nova llevaba su ordenador portátil bajo el brazo. Últimamente había tomado por costumbre estropearse de vez en cuando, pero esperaba que funcionara hasta que el proyecto de aquella noche estuviera realizado. Subieron por la calle Höken, cuya parte inferior estaba cubierta de un asfalto irregular. Cuando el trío se acercaba a Mosebacken, los adoquines por debajo del asfalto ya eran visibles. Se notaba claramente que la calle era un resto del Estocolmo medieval. De lejos se oían gritos y quejas de unos clientes que habían sido echados de algún bar aquella noche del lunes.
Era poco más de la una. El e-mail ya estaba escrito, pero aún no lo había enviado. Cuando llegaron arriba, a Mosebacken, Nova se sentó en uno de los bancos. Las estrellas y la blanca estatua se reflejaban en el agua del estanque cuyo nivel era anormalmente bajo. Nova tenía a su espalda el espléndido portal palaciego gris y amarillo que era la entrada a la terraza de Mosebacken. Ciento treinta años antes, Strindberg había pasado por él para sentarse a escribir el primer capítulo de su novela
La habitación roja
.
Nova abrió el ordenador.
—La red
Carlitos
¿suena bien? —preguntó a los demás.
Los dos asintieron. Era suficientemente anónimo. Nova envió el e-mail a la policía vía una de las miles de redes sin encriptar y sin cables de Estocolmo. Nadie podría rastrear que la información de los asesinatos salía de allí.
El regulador de velocidad estaba configurado para mantener setenta kilómetros por hora. El Chrysler sabía de memoria el camino hasta el local de reunión donde George McAlley daría dentro de poco su conferencia de prensa. Tenía tiempo de sobra. El riesgo de llegar tarde a la reunión con la prensa internacional era mínimo. Incluso tendría tiempo de cambiar una rueda si pinchaba en el camino. Además de divulgar la noticia de que el arca existía, tenía otro objetivo con la reunión: conseguir eliminar el último impedimento que quedaba.
La parte del monte Ararat donde se encontraba el arca estaba declarada por Turquía como zona militar. Probablemente, una buena forma de presionar para poder llegar hasta allí sería despertar el interés de los medios de comunicación. Si se conseguía, nada podría detenerlo. George McAlley tenía el dinero, los conocimientos y el empuje. Por no hablar de la fe. Suspiró hondo, satisfecho.
Justo antes de que el Chrysler girara hacia el mar, George McAlley vio un coche en el arcén. Una rubia de unos cuarenta años miraba preocupada el motor debajo del capó abierto. Parecía la escena de una película encuadrada por las altas montañas del fondo y las palmeras con su nítido color verde. La mujer miró hacia arriba y empezó a gesticular con la mano cuando George McAlley se acercaba. Aunque no le iba bien, no podía dejar a una mujer en la estacada, en especial si era bonita, blanca y de aspecto respetable. Aminoró la marcha del coche y se paró.
La mujer sonrió contenta.
Pero de pronto cambió la expresión de su cara.
Su actitud se volvió tensa y fría.
Sacó una pistola del bolso y le apuntó a la cara.
—Sal del coche y pon las manos sobre el techo —dijo con un acento que George McAlley no pudo ubicar.
Lo cacheó, le vació los bolsillos y dejó que el contenido cayera en el suelo. El móvil, un recibo y un clip roto acabaron en la cuneta. George McAlley se empezó a inquietar por si no llegaba a tiempo a la conferencia de prensa y aventuró:
—Tengo prisa. Si dejas que me vaya puedo sacar tres mil dólares de un automático. Es todo lo que tengo en la cuenta.
La mujer sonrió y abrió la puerta del pasajero sin apartar los ojos de George McAlley. Sacó el portafolios, lo puso sobre el capó y lo abrió. Allí estaban, muy ordenados, los mapas y la información que iba a ser repartida en la conferencia de prensa. Después de echarle un vistazo rápido al material, cerró el maletín y se lo puso debajo del brazo.
En ese momento George McAlley cometió el error más grave de su vida.
Dio un paso hacia la mujer y levantó la mano para quitarle el arma; al fin y al cabo, ella era una mujer y él un militar veterano con el físico intacto. Aquella mujer no iba a estropearle el momento más importante de su vida.
No llegó más lejos.
En lugar de dispararle, ella le golpeó la cara con la culata, con una fuerza que George McAlley no podía haber previsto. El golpe le resonó en la cabeza y perdió el equilibrio.
Se tambaleó.
Se desplomó en el suelo.
Tenía una herida en la mejilla. Se le veía la carne a los lados del corte. Empezó a salirle sangre que le caía por la oreja coloreando su blanco cabello de rojo. Los pensamientos se mezclaban unos con olios. La carretera delante de George McAlley parecía hacer olas. Entre ellas, había un par de botas separadas. La mujer miró hacia abajo y ladeó la cabeza como para tenerla en la misma posición que él.
Se encontró con la mirada de ella.
Muerto de miedo.
Aquello no era un robo normal y corriente. Aquélla no era una situación de la que pudiera salirse hablando. Pero lo intentó.
—¿Quién eres, realmente? —masculló.
Como respuesta oyó una palabra. Pero era suficiente. «Oh, Dios mío, no, no», le dio tiempo de pensar.
Se inclinó hacia él.
Intentó arrastrarse para irse de allí.
Lejos, lejos.
Poner distancia entre él y aquel ser.
Pero los pies y las manos no querían colaborar.
Lo cogió fuerte de un hombro.
Y le disparó entre los ojos.
La cabeza de George McAlley cayó sobre el suelo. El cuerpo se quedó quieto. Del discreto agujero en la frente salió un pequeño chorro de sangre que corrió hasta llegar al asfalto, donde se mezcló con los restos de la nuca.
Una ejecución, constataría la policía unas horas después, cuando lo encontraran en la cuneta detrás de su coche. Y tendrían razón.
Finalmente, Nova tuvo que separarse de sus amigos. Tras horas de discusión tomando café frío y con los nervios a flor de piel, estaban hechos una piltrafa. Tanto Arvid como Eddie se habían ofrecido a dormir en su casa, pero ella los había rechazado. No porque no quisiera, sino porque tenía miedo de romper la frágil dinámica de su relación. Los dos hombres sentían por ella un interés superior a la amistad y no quería acabar en una situación en que ésta se viera afectada.
Le gustaba su constante cercanía y aprecio y se sentía a gusto con su admiración pero, sobre todo, quería que siguieran siendo sus dos mejores amigos, por lo menos en esos momentos, ahora que todo andaba tan mal. Eran la red que la protegía en la caída. Para ella eran la familia que nunca tuvo. Siempre estaban dispuestos cuando los llamaba pidiendo ayuda y, aunque en su interior sabía que su frágil trinidad no podría mantenerse, eligió no pensar en ello entonces. Justo en aquel momento los necesitaba demasiado.
Nova se acercaba a la calle Präst. «Bienvenidos al infierno», solía decirles a los pocos amigos que llevaba a su casa. La expresión tenía doble sentido. Por una parte porque la calle durante el medievo se llamaba pasaje del Infierno, y por otra como un comentario que no estaba muy lejos de la realidad de su infancia. Nova tomó la pequeña cuesta de Storkyrka desde la calle Stora Ny y vio uno de los hastiales de la catedral y el palacio marrón del rey al fondo. A la luz del amanecer, en el escaparate de una tienda de cosas curiosas, se reflejaban cazuelas, jarritas de té y moldes de pan de cobre.
Nova continuó por la calle Präst y pasó por la tienda Modern Dog, donde se vendía todo lo que ningún perro necesitaba. En el escaparate había una caja con cuatro zapatos mínimos de piel amarilla, una chaqueta de punto y una cama para perro hecha de franela con almohada, techo y un lazo.
La puerta de la casa de Nova era de color verde y tenía un marco y una base sólidos. El resto de la casa estaba pintada de marrón claro. En alguna que otra parte se veían los ladrillos utilizados en su construcción. Descuidada, dirían algunos, pintoresca, decía la madre de Nova. En la puerta había una placa con un solo nombre con letras marcadas al ácido: «Abogada Elisabeth Barakel.» A Nova no se le había pasado por la cabeza cambiar la placa. Había estado siempre allí y no estaba preparada para quitarla todavía. En esos momentos no le apetecía hacer nada.
Nova abrió la puerta, que se resistía haciendo que chirriaran los goznes. En el vestíbulo los cuatro cuadros repelentes miraban hacia ella. Cerró la puerta e intentó ignorarlos como había hecho toda su vida, pero no podía. Los cuadros de William Hogarth que representaban los cuatro pasos de la crueldad le recordaban demasiado lo que había visto aquella noche: intestinos, ojos vaciados, perros y huesos. Habían sido maltratados y la mirada de los muertos le quemaba en la nuca.
De las entrañas le subió algo parecido a la furia.
Se dio la vuelta y gritó.
Los cuadros colgaban de la pared de una manera significativa, mostrando la crueldad del hombre y su incapacidad. Nova ya no soportaba verlos. Cogió el cuarto cuadro de la colección, el que representaba la disección de un asesino. Con todas las fuerzas que le quedaban en el cuerpo, lo descolgó de un tirón y lo arrojó con las dos manos al suelo. El cristal se rompió en mil pedazos. El cadáver seguía mirándola con los ojos vacíos. Nova se echó sobre el lienzo y lo destrozó. Se hizo un corte en la palma de la mano con un trozo de cristal pero no notó cómo le salía la sangre del corte. El recibidor se llenó de marcos y cristales rotos y trozos de lo que habían sido cuadros de uno de los más conocidos pintores satíricos de Inglaterra.
Nova se paró sin aliento y se apoyó contra la pared.
Fue entonces cuando vio que la sangre le goteaba de la mano. Miró su palma enrojecida como si no se diera cuenta de que era suya y después se presionó con la otra mano para cortar la hemorragia. Sabía que pararía y cicatrizaría pronto. Su madre siempre le había dicho que había heredado una buena encarnadura; a esas heridas no había que darles importancia.
Cuando Nova se tranquilizó, vio sorprendida toda la destrucción que había ocasionado. En su interior la ira se había convertido en vacío y tranquilidad. No se arrepentía de nada. Cuando era pequeña aquellos cuadros siempre le habían dado miedo y soñaba con ellos por la noche. Incluso había llegado a hacerse pis encima, ya que no se atrevía a salir de su habitación y encontrarse con ellos.
Al crecer, aprendió a odiarlos y a odiar lo que representaban. Se dio cuenta de que ahora ya no quedaba nadie que le impidiera vivir como ella quería. Nadie que la pudiera criticar u obligar a ser alguien que no era. Los cuadros eran sólo el principio.
Nova era libre.
Si no hubiera sido por los acontecimientos de aquella noche que la ataban de pies y manos. Las imágenes en su cabeza eran igual de claras y detalladas que los cuadros que había destruido. Dentro de poco la policía encontraría huellas de Nova en la vivienda, pero ¿la encontrarían a ella?
Subió la escalera hasta su dormitorio con pasos pesados. Dejó intacto el caos del vestíbulo. El sol de la mañana quería entrar a través del oscuro pasaje e iluminaba indeciso la casa. Nova se echó en la cama sin ver cómo la luz se hacía paso entre las sombras y se quedó dormida de inmediato.
Amanda era conocida como la inspectora que hacía entrenamientos de tiro con zapatos de tacón. Pero en esos momentos su imagen distaba mucho de la que había conseguido construir a lo largo de sus quince años en la policía. Apoyada en el lavabo, vomitaba el desayuno en un aseo público. Las gachas de avena y compota de manzana junto con el jugo gástrico salían como en una fuente, salpicando todos los bordes de la cerámica blanca. Como aquella mañana no quedaba leche descremada, por lo menos se había librado del sabor ácido de los lácteos.
Vio una grieta en la parte superior de la taza. Las paredes estaban cubiertas por un papel moteado sin color y en la que había encima del lavabo alguien había grabado:
«Fuck the police.»
Eran las ocho y media y lo único que Amanda quería era acostarse. No había más alternativa.
—Mierda de gripe, mierda de trabajo, mierda de todo —recitaba para sí misma mientras se lavaba la cara con agua fría.
Se sintió mejor cuando se le disipó el mareo, pero constató que se encontraba como si hubiera pasado siete años enferma: ojos enrojecidos, palidez y el pelo castaño desgreñado y sin vida. Debería estar en el coche hacía rato, pero no podía ponerse a vomitar en la entrada de la comisaría. ¿Qué habrían pensado?
El agua fría en la cara se llevó consigo el malestar y también todo el maquillaje. Amanda no sabía si su aspecto había cambiado para mejor o para peor, pero creía verse con fuerzas para salir del baño sin tener que volver corriendo. Se secó las manos en los tejanos, después se arregló la americana clara que llevaba, respiró hondo y salió.