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Authors: Horacio Quiroga

Tags: #Clásico, Cuento, Drama, Fantástico, Romántico, Terror

Anaconda y otros cuentos (21 page)

BOOK: Anaconda y otros cuentos
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Fui allá por fin. Pero entonces la muchacha tenía realmente novio, un españolito con gran cinto y pañuelo criollos, con quien me había encontrado ya alguna vez en casa de ella.

Los cascarudos

Hasta el día fatal en que intervino el naturalista, la quinta de monsieur Robin era un prodigio de corrección. Había allí plantaciones de yerba mate que, si bien de edad temprana aún, admiraban al discreto visitante con la promesa de magníficas rentas. Luego, viveros de cafetos —costoso ensayo en la región—, de chirimoyas y heveas.

Pero lo admirable de la quinta era su bananal. Monsieur Robin, con arreglo al sistema de cultivo practicado en Cuba, no permitía más de tres vástagos a cada banano pues sabido es que esta planta, abandonada a sí misma se torna en un macizo de diez, quince y más pies. De ahí empobrecimiento de la tierra, exceso de sombra, y lógica degeneración del fruto. Mas los nativos del país jamás han aclarado sus macizos de bananos, considerando que si la planta tiende a rodearse de hijos, hay para ello causas muy superiores a las de su agronomía. Monsieur Robin entendía lo mismo y aún más sumisamente, puesto que apenas la planta original echaba de su pie dos vástagos, aprontaba pozos para los nuevos bananitos a venir que, tronchados del pie madre, crearían a su vez nueva familia.

De este modo, mientras el bananal de los indígenas, a semejanza de las madres muy fecundas cuya descendencia es al final raquítica, producía mezquinas vainas sin jugo, las cortas y bien nutridas familias de monsieur Robin se doblaban al peso de magníficos cachos.

Pero tal glorioso estado de cosas no se obtiene sino a expensas de mucho sudor y de muchas limas gastadas en afilar palas y azadas.

Monsieur Robin, habiendo llegado a inculcar a cinco peones del país la necesidad de todo esto, creyó haber hecho obra de bien, aparte de los tres o cuatro mil cachos que desde noviembre a mayo bajaban a Posadas.

Así, el destino de monsieur Robin, de sus bananos y sus cinco peones parecía asegurado, cuando llegó a Misiones el sabio naturalista Fritz Franke, entomólogo distinguidísimo, y adjunto al Museo de Historia Natural de París. Era un muchacho rubio, muy alto, muy flaco, con lentes de miope allá arriba, y enormes botines en los pies. Llevaba pantalón corto, lo acompañaban su esposa y una setter con collar de plata.

Venía el joven sabio efusivamente recomendado a monsieur Robin, y éste puso a su completa disposición la quinta del Yabebirí, con lo cual Fritz Franke pudo fácilmente completar en cuatro o cinco meses sus colecciones sudamericanas. Por lo demás, el capataz recibió de monsieur Robin especial recomendación de ayudar al distinguido huésped en cuanto fuere posible. Fue así como lo tuvimos entre nosotros. En un principio, los peones habían hallado ridículo sobre toda ponderación a aquel bebé de interminables pantorrillas que se pasaba las horas en cuclillas revolviendo yuyos. Alguna vez se detuvieron con la azada en la mano a contemplar aquella zoncísima manera de perder el tiempo. Veían al naturalista coger un bicharraco, darle vueltas en todo sentido, para hundirlo, después de maduro examen, en el estuche de metal. Cuando el sabio se iba, los peones se acercaban, cogían un insecto semejante, y después de observarlo detenidamente a su vez, se miraban estupefactos.

Así, a los pocos días, uno de ellos se atrevió a ofrecer al naturalista un cascarudito que había hallado. El peón llevaba muchísima más sorna que cascarudito; pero el coleóptero resultó ser de una especie nueva, y herr Franke, contento, gratificó al peón con cinco cartuchos 16. El peón se retiró, para volver al rato con sus compañeros.

—Entonces, che patrón…, ¿te gustan los bichitos? —interrogó.

—¡Oh, sí! Tráiganme todos… Después, regalo.

—No, patrón; te lo vamos a hacer de balde. Don Robin nos dijo que te ayudáramos.

Éste fue el principio de la catástrofe. Durante dos meses enteros, sin perder diez segundos en quitar el barro a una azada, los cinco peones se dedicaron a cazar bichitos. Mariposas, hormigas, larvas, escarabajos estercoleros, cantáridas de frutales, guitarreros de palos podridos, cuanto insecto vieron sus ojos, fue llevado al naturalista. Fue aquello un ir y venir constante de la quinta al rancho. Franke, loco de gozo ante el ardor de aquellos entusiastas neófitos, prometía escopetas de uno, dos y tres tiros.

Pero los peones no necesitaban estímulo. No quedaba en la quinta tronco sin remover ni piedra que no dejara al descubierto el húmedo hueco de su encaje. Aquello era, evidentemente, más divertido que carpir. Las cajas del naturalista prosperaron así de un modo asombroso, tanto que a fines de enero dio el sabio por concluida su colección y regresó a Posadas.

—¿Y los peones? —le preguntó monsieur Robin—. ¿No tuvo quejas de ellos?

—¡Oh, no! Muy buenos todos… Usted tiene muy buenos peones.

Monsieur Robin creyó entonces deber ir hasta el Yabebirí a constatar aquella bondad. Halló a los peones como enloquecidos, en pleno furor de cazar bichitos. Pero lo que era antes glorioso vivero de cafetos y chirimoyas, desaparecía ahora entre el monstruoso yuyo de un verano entero. Las plantitas, ahogadas por el vaho quemante de una sombra demasiado baja, habían perdido o la vida o todo un año de avance. El bananal estaba convertido en un plantío salvaje, sucio de pajas, lianas y rebrotes de monte, dentro del cual los bananos asfixiados se agotaban en hijuelos raquíticos. Los cachos, sin fuerza para una plena fructificación, pendían con miserables bananitas, negruzcas. Esto era lo que quedaba a monsieur Robin de su quinta, casi experimental tres meses antes. Fastidiado hasta el infinito de la ciencia de su ilustre huésped que había enloquecido al personal, despidió a todos los peones. Pero la mala semilla estaba ya sembrada. A uno de nosotros tocole en suerte, tiempo después, tomar dos peones que habían sido de la quinta de monsieur Robin. Encargóseles el arreglo urgente de un alambrado, partiendo los mozos con taladros, mechas, llave inglesa y demás. Pero a la media hora estaba uno de vuelta, poseedor de un cascarudito que había hallado. Se le agradeció el obsequio, y retornó a su alambre. Al cuarto de hora volvía el otro peón con otro cascarudito.

A pesar de la orden terminante de no prestar más atención a los insectos, por maravillosos que fueran, regresaron los dos media hora antes de lo debido, a mostrar a su patrón un bichito que jamás habían visto en Santa Ana.

Por espacio de muchos meses la aventura se repitió en diversas granjas. Los peones aquellos, poseídos de verdadero frenesí entomológico, contagiaron a algún otro; y, aún hoy un patrón que se estime debe acordarse siempre al tomar un nuevo peón:

—Sobre todo, les prohíbo terminantemente que miren ningún bichito.

Pero lo más horrible de todo es que los peones habían visto ellos mismos más de una vez comer alacranes al naturalista. Los sacaba de un tarro y los comía por las patitas…

El divino

Jamás en el confín aquel se había tenido idea de un teodolito. Por esto cuando se vio a Howard asentar el sospechoso aparato en el suelo, mirar por los tubitos y correr tornillos, la gente tuvo por él, sus cintas métricas, niveles y banderitas, un respeto casi diabólico.

Howard había ido al fondo de Misiones, sobre la frontera del Brasil, a medir cierta propiedad que su dueño quería vender con urgencia. El terreno no era grande, pero el trabajo era rudo por tratarse de bosque inextricable y quebradas a prueba de nivel. Howard desempeñose del mejor de los modos posibles, y se hallaba en plena tarea cuando le acaeció su singular aventura.

El agrimensor habíase instalado en un claro del bosque, y sus trabajos marcharon a maravilla durante el resto del invierno que pudo aprovechar, pero llegó el verano, y con tan húmedo y sofocante principio que el bosque entero zumbó de mosquitos y barigüís, a tal punto que a Howard le faltó valor para afrontarlos. No siendo, por lo demás, urgente su trabajo, dispúsose a descansar quince días.

El rancho de Howard ocupaba la cúspide de una loma que descendía al oeste hasta la vera del bosque. Cuando el sol caía, la loma se doraba y el ambiente cobraba tal transparente frescura que un atardecer, en los treinta y ocho años de Howard revivieron agudas sus grandes glorias de la infancia. ¡Una pandorga! ¡Una cometa! ¿Qué cosa más bella que remontar a esa hora el cabeceador barrilete, la bomba ondulante o el inmóvil lucero? A esa hora, cuando el sol desaparece y el viento cae con él, la pandorga se aquieta. La cola pende entonces inmóvil y el hilo forma una honda curva. Y allá arriba, muy alto, fija en vaguísima tremulación, la pandorga en equilibrio constela triunfalmente el cielo de nuestra industriosa infancia.

Ahora recordaba con sorprendente viveza toda la técnica infantil que jamás desde entonces tornara a subir a su memoria. Y cuando en compañía de su ayudante cortó las tacuaras, tuvo buen cuidado de afinarlas suficientemente en los extremos, y muy poco en el medio: «Una pandorga que se quiebra por el centro, deshonra para siempre a su ingeniero», meditaba el recelo infantil de Howard.

Y fue hecha. Dispusieron primero los dos cuadros que yuxtapuestos en cruz forman la estrella. Un pliego de seda roja que Howard tenía en su archivo revistió el armazón, y como cola, a falta del clásico orillo de casimir, el agrimensor transformó la pierna de un pantalón suyo en científica cola de pandorga. Y por último los roncadores.

Al día siguiente la ensayaron. Era un sencillo prodigio de estabilidad, tiro y ascensión. El sol traspasaba la seda punzó en escarlata vivo, y al remontarla Howard, la vibrante estrella ascendía tirante aureolada de trémulo ronquido.

Fue al otro día, y en pleno remonte de la cometa, cuando oyeron el redoble del tambor. En verdad, más que redoble, aquello era un acompañamiento de comparsa: tan-tan-tan… ratatán… tan-tan…

—¿Qué es eso?

—No sé —repuso el ayudante mirando a todos lados—. Me parece que se acerca…

—Sí, allá veo una comparsa —afirmó Howard.

En efecto, por el sendero que ascendía a la loma, una comitiva con estandarte al frente avanzaba.

—Viene aquí… ¿Qué puede ser eso? —se preguntó Howard, que vivía aislado del mundo.

Un momento después lo supo. Aquello llegó hasta su rancho, y el agrimensor pudo examinarlo detenidamente.

Primero que todo, el hombre del tambor, un indio descalzo y con un pañuelo en bandolera; luego una negra gordísima con un mulatillo erizado en brazos, que venía levantando un estandarte. Era un verdadero estandarte de satiné punzó y empenachado de cintas flotantes. En la cúspide, un rosetón de papel calado. Luego seguían en fila: una vieja con un terrible cigarro; un hombre con el saco al hombro; una muchachita; otro hombre en calzoncillos y tirador de arpillera; otra mujer con un chico de pecho; otro hombre; otra mujer con cigarro, y un negro canoso.

Ésta era la comitiva. Pero su significado resultó más grave, según fue enterado Howard. Aquello era El Divino, como podía verse por la palomita de cera forrada de trapo, atada en el extremo del estandarte. El Divino recorría la comarca en ciertas épocas curando los males. Si se daba dinero en recompensa, tanto mayor eficacia.

—¿Y el tambor? —preguntó Howard.

—Es su música —le respondieron.

Aunque Howard y su ayudante gozaban de excelente salud, aceptaron de buen grado la intervención paliativa del Espíritu Santo. De este modo, fue menester que Howard sostuviera de pie al Divino, mientras el tambor comenzaba su piruetesco acompañamiento, y la comitiva cantaba:

Aquí está el Divino

que te viene a visitar.

Dios te dé la salud

que te van a cantar.

El Divino que está ahí

te va a curar

y el señor reciba

mucha felicidad.

Santo alabado sea

el señor y la señora.

Que el Divino les dé felicidad.

……………………………

Y así por el estilo. Claro es que, aunque Howard estaba exento de toda señora, la canción no variaba.

Pero a pesar de la unción medicinal de que estaban poseídos los acólitos, Howard vio muy claramente que éstos no pensaban sino en la pandorga que sostenía el ayudante. La devoraban con los ojos, de modo que sus loas al igual de sus bocas abiertas estaban rectamente dirigidas a la estrella.

Jamás habían visto eso; cosa no extraña en aquellas tenebrosidades, pues mucho más al sur se desconoce también esa industria. Al final fue menester que Howard recogiera la estrella y que la remontara de nuevo. La comparsa no cabía en sí de gozo y lírico asombro. Se fueron por fin con un par de pesos que la portaestandarte ató al cuello del pájaro.

Con lo cual las cosas hubieran proseguido su marcha de costumbre, si al caer del segundo día, y mientras Howard remontaba su estrella, no hubiera llegado de nuevo la procesión.

Howard se asustó, pues casualmente ese día estaba un poco indispuesto. Pensaba ya en echarlos, cuando los sujetos expusieron su pedido: querían la cometa para hacer un Divino; le atarían la paloma en la punta. Y el ruido de los roncadores.

La comparsa sonreía estúpidamente de anticipado deleite. Morirían sin duda si no obtenían aquello.

¡Su pandorga, convertida en Espíritu Santo! Howard halló la circunstancia profundamente casuística. ¿Tendría él, aunque agrimensor y fabricante de su cometa, derecho de impedir aquella como transubstanciación? Como no creyó tenerlo, entregó el ser sagrado, y en un momento la comitiva ató la paloma a la estrella, enarboló ésta en una tacuara, y presto la comparsa se fue, a gran acompañamiento de tambor, llevando triunfalmente en lo alto de una tacuara la cometa de Howard y sus roncadores vibrantes, transformada en Dios.

Aquello fue evidentemente el más grande éxito registrado en cien leguas a la redonda: aquel brillante Divino con ruido y cola, y que volaba, o más bien que había volado, pues nadie se atrevió a restituirle su antiguo proceder.

Howard vio pasar así muchas veces, siempre triunfante y otorgadora de bienes, a su pandorga celestial que echaba melancólicamente de menos. No se atrevía a hacer otra por algo de mística precaución.

Mas pese a esto, un día un viejo del lugar, algo leguleyo por haber vivido un tiempo en países más civilizados, se quejó vagamente a Howard de que éste se hubiera burlado de aquella pobre gente dándoles la cometa.

—De ningún modo —se disculpó Howard.

—Sí, de ningún modo… sí, sí —repitió pensativo el viejo, tratando de recordar qué querría decir
de ningún modo
. Pero no pudo conseguirlo, y Howard pudo concluir su mensura sin que el viejo ni nadie se atreviera a afrontar su sabiduría.

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