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Authors: Horacio Quiroga

Tags: #Clásico, Cuento, Drama, Fantástico, Romántico, Terror

Anaconda y otros cuentos (17 page)

BOOK: Anaconda y otros cuentos
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—¿A qué vino?

—A verla.

—¿Exclusivamente?

—Exclusivamente.

—¿Está contento?

—Sí.

Pero mi voz era bastante sorda.

—¿Aun después de lo que le he dicho?

No contesté.

—¿No me responde? —insistió—. Usted, que es tan amigo de jurar, ¿puede jurarme que está contento?

Entonces, de una ojeada, abarqué el paisaje crepuscular, cuyo costado ocupaba el automóvil esperándonos.

—Estamos haciendo un film —le dije—. Continuémoslo.

Y poniéndole la mano derecha en el hombro:

—Míreme bien en los ojos… Dígame ahora: ¿Cree usted que tengo cara de odiarla cuando la miro?

Ella me miró, me miró…

—Vamos —se arrancó pestañeando.

Pero yo había sentido, a mi vez, al tener sus ojos en los míos, lo que nadie es capaz de sentir sin romperse los dedos de impotente felicidad.

—Cuando usted vuelva —dijo por fin en el auto— va a tener otra idea de mí.

—Nunca.

—Ya verá. Usted no debía haber venido…

—¿Por usted o por mí?

—Por los dos… ¡A casa, Harry!

Y a mí:

—¿Quiere que lo deje en alguna parte?

—No; la acompaño hasta su casa.

Pero antes de bajar me dijo con voz clara y grave:

—Grant… respóndame con toda franqueza… ¿Usted tiene fortuna?

En el espacio de un décimo de segundo reviví desde el principio toda esta historia, y vi la sima, abierta por mí mismo, en la que me precipitaba.

—Sí —respondí.

—¿Muy grande? ¿Comprende por qué se lo pregunto?

—Sí —reafirmé.

Sus inmensos ojos se iluminaron, y me tendió la mano.

—¡Hasta pronto, entonces!
¡Ciao!

Caminé los primeros pasos con los ojos cerrados. Otra voz y otro
¡ciao!
, que era ahora una bofetada, me llegaban desde el fondo de quince días lejanísimos, cuando al verla y soñar en su conquista me olvidé un instante de que yo no era sino un vulgar pillete.

Nada más que esto; he aquí a lo que he llegado, y lo que busqué con todas mis psicologías. ¿No descubrí allá abajo que las estrellas son difíciles de obtener
porque sí
, y que se requiere una gran fortuna para adquirirlas? Allí estaba, pues, la confirmación. ¿No levanté un edificio cínico para comprar una sola mirada de amor de Dorothy Phillips? No podía quejarme.

¿De qué, pues, me quejo?

Surgen nítidas las palabras de mi amigo: «De negocios los sudamericanos no entienden ni el abecé».

¡Ni de faldas, señor Burns! Porque si me faltó dignidad para vestirme ante ella de pavo real, siento que me sobra vergüenza para continuar recibiendo por más tiempo una sonrisa que está aspirando sobre mi cara trigueña la inmensa pampa alfalfada. Conté con muchas cosas; pero con lo que no conté nunca es con este rubor tardío que me impide robar —aun tratándose de faldas— un beso, un roce de vestido, una simple mirada que no conquisté pobre.

He aquí a lo que he llegado.

Duerme, corazón, ¡para siempre!

Imposible. Cada día la quiero más, y ella… Precisamente por esto debo concluir. Si fuera ella a esta regia aventura matrimonial con indiferencia hacia mí, acaso hallara fuerzas para llegar al fin. Negocio contra negocio. Pero cuando muy cerca a su lado encuentro su mirada, y el tiempo se detiene sobre nosotros, soñando él a su vez, entonces mi amor a ella me oprime la mano como a un viejo criminal y vuelvo en mí.

¡Amor mío! Una vez canté
¡ciao!
porque tenía todos los triunfos en mi juego. Los rindo ahora, mano sobre mano, ante una última trampa más fuerte que yo: sacrificarte.

Llevo la vida de siempre, en constante sociedad con Dorothy Phillips, Burns, Stowell, Chaney —del cual he obtenido todos los informes apetecidos sobre las víboras de cascabel y su manera de morder.

Aunque el calor aumenta, no hay modo de evitar el bar a la salida del taller. Cierto es que el hielo lo congela aquí todo, desde el chicle a los ananás.

Rara vez como solo. De noche, con la Phillips. Y de mañana, con Burns y Stowell, por lo menos. Sé por mi amigo que el divorcio de la Phillips es cosa definitiva —
miss
, por lo tanto.

—Como usted lo meditó antes de adivinarlo —me ha dicho Burns—. ¿Matrimonio, Grant? No es malo. Dolly vale lo que usted, y otro tanto.

—¿Pero ella me quiere realmente? —he dejado caer.

—Grant: usted haría un buen film; pero no poniéndome a mí de director de escena. Cásese con su estrella y gaste dos millones en una empresa. Yo se la administro. Hasta aquí Burns. ¿Qué le parece
La gran pasión
?

—Muy buena. El autor no es tonto. Salvo un poco de amaneramiento de Stowell, ese tipo de carácter le sale. Dolly tiene pasajes como hace tiempo no hallaba.

—Perfecto. No llegue tarde a la comida.

—¿Hoy? Creía que era el lunes.

—No. El lunes es el banquete oficial, con damas de mundo, y además. La consagración. A propósito: ¿usted tiene la cabeza fuerte?

—Ya se lo probé la primera noche.

—No basta. Hoy habrá concierto de
rom
al final.

—Pierda cuidado.

Magnífico. Para mi situación actual, una orquesta es lo que me conviene.

Concluido todo. Sólo me resta hacer los preparativos y abandonar Los Ángeles. ¿Qué dejo, en suma? Un mal negocillo imaginativo, frustrado. Y más abajo, hecho trizas, mi corazón.

El incidente de anoche pudo haberme costado, según Burns, a quien acabo de dejar en la estación, rojo de calor.

—¿Qué mosquitos tienen ustedes allá? —me ha dicho—. No haga tonterías, Grant. Cuando uno no es dueño de sí, se queda en Buenos Aires. ¿Lo ha visto ya? Bueno, hasta luego.

Se refiere a lo siguiente:

Anoche, después del banquete, cuando quedamos solos los hombres, hubo concierto general, en mangas de camisa. Yo no sé hasta dónde puede llegar la bonachona tolerancia de esta gente para el alcohol. Cierto es que son de origen inglés.

Pero yo soy sudamericano. El alcohol es conmigo menos benevolente, y no tengo además motivo alguno de felicidad. El
rom
interminable me ponía constantemente por delante a Stowell, con su pelo movedizo y su alta nariz de cerco. Es en el fondo un buen muchacho con suerte, nada más. ¿Y por qué me mira? ¿Cree que le voy a envidiar algo, sus bufonadas amorosas con cualquier cómica, para compadecerme así? ¡Infeliz!

—¡A su salud, Stowell! —brindé—. ¡Al gran Stowell!

—¡A la salud de Grant!

—Y a la de todos ustedes… ¡Pobres diablos!

El ruido cesó bruscamente; todas las miradas estaban sobre mí.

—¿Qué pasa, Grant? —articuló Burns.

—Nada, queridos amigos… sino que brindo por ustedes.

Y me puse de pie.

—Brindo a la salud de ustedes, porque son los grandes ases del cinematógrafo: empresa Universal, grupo Blue Bird, Lon Chaney, William S. Stowell y… ¡todos! Intérpretes del impulso, ¿eh, Chaney? Y del amor… ¡todos! ¡Y del amor, nosotros, William S. Stowell! Intérpretes y negociantes del arte, ¿no es esto? ¡Brindo por la gran fortuna del arte, amigos únicos! ¡Y por la de alguno de nosotros! ¡Y por el amor artístico a esa fortuna, William S. Stowell, compañero!

Vi las caras contraídas de disgusto. Un resto de lucidez me permitió apreciar hasta el fondo las heces de mi actitud, y el mismo resto de dominio de mí me contuvo. Me retiré, saludando ampliamente.

—¡Buenas noches, señores! Y si alguno de los presentes, o Stowell o quienquiera que sea, quiere seguir hablando mañana conmigo, estoy a sus órdenes.
¡Ciao!

Se comprende bien que lo primero que he hecho esta mañana al levantarme ha sido ir a buscar a Stowell.

—Perdóneme —le he dicho—. Ustedes son aquí de otra pasta. Allá, el alcohol nos pone agresivos e idiotas.

—Hay algo de esto —me ha apretado la mano sonriendo—. Vamos al bar; allá encontraremos la soda y el hielo necesarios.

Pero en el camino me ha observado:

—Lo que me extraña un poco en usted es que no creo tenga motivos para estar disgustado de nadie. ¿No es cierto? —Me ha mirado con intención.

—Más o menos —he cortado.

—Bien.

La soda y el hielo son pobres recursos cuando lo que se busca es sólo un poco de satisfacción de sí mismo.

«Concluyó todo», anoté este mediodía. Sí, concluyó.

A las siete, cuando comenzaba a poner orden en la valija, el teléfono me llamó.

—¿Grant?

—Sí.

—Dolly. ¿No va a venir, Grant? Estoy un poco triste.

—Yo más. Voy enseguida.

Y fui, con el estado de ánimo de Régulo cuando volvía a Cartago a sacrificar su vida por insignificancias de honor.

¡Dolly! ¡Dorothy Phillips! ¡Ni la ilusión de haberte gustado un día me queda!

Estaba en traje de calle.

—Sí; hace un momento pensaba salir. Pero le telefoneé. ¿No tenía nada que hacer?

—Nada.

—¿Ni aun deseos de verme?

Pero al mirarme de cerca me puso lentamente los dedos en el brazo.

—¡Grant! ¿Qué tiene usted hoy?

Vi sus ojos angustiados por mi dolor huraño.

—¿Qué es eso, Grant?

Y su mano izquierda me tomó del otro brazo. Entonces fijé mis ojos en los de ella y la miré larga y claramente.

—¡Dolly! —le dije—. ¿Qué idea tiene usted de mí?

—¿Qué?

—¿Qué idea tiene usted de mí? No, no responda… ya sé; que soy esto y aquello… ¡Dolly! Se lo quería decir, y desde hace mucho tiempo… Desde hace mucho tiempo no soy más que un simple miserable. ¡Y si siquiera fuese esto…! Usted no sabe nada. ¿Sabe lo que soy? Un pillete, nada más. Un ladronzuelo vulgar, menos que esto… Esto es lo que soy. ¡Dolly! ¿Usted cree que tengo fortuna, no es cierto?

Sus manos cayeron; como estaba cayendo su última ilusión de amor por
un hombre
; como había caído yo…

—¡Respóndame! ¿Usted lo creía?

—Usted mismo me lo dijo —murmuró.

—¡Exactamente! Yo mismo se lo dije, y lo dejé decir a todo el mundo. Que tenía una gran fortuna, millones… Esto le dije. ¿Se da bien cuenta ahora de lo que soy? ¡No tengo nada, ni un millón, ni nada! Menos que un miserable, ya se lo dije; ¡un pillete vulgar! Esto soy, Dolly.

Y me callé. Pudo haberse oído durante un rato el vuelo de una mosca. Y mucho más la lenta voz, si no lejana, terriblemente distante de mí:

—¿Por qué me engañó, Grant…?

—¿Engañar? —salté entonces volviéndome bruscamente a ella—. ¡Ah, no! ¡No la he engañado! Esto no… Por lo menos… ¡No, no la engañé, porque acabo de hacer lo que no sé si todos harían! Es lo único que me levanta aún ante mí mismo. ¡No, no! Engaño, antes, puede ser; pero en lo demás… ¿Usted se acuerda de lo que le dije la primera tarde? Quince días decía usted. ¡Eran dos años! ¡Y aun sin conocerla! Nadie en el mundo la ha valorado ni ha visto lo que era usted como mujer, como yo. ¡Ni nadie la querrá jamás todo cuanto la quiero! ¿Me oye? ¡Nadie, nadie!

Caminé tres pasos; pero me senté en un taburete y apoyé los codos en las rodillas, postura cómoda cuando el firmamento se desploma sobre nosotros.

—Ahora ya está… —murmuré—. Me voy mañana… Por eso se lo he dicho…

Y más lento:

—Yo le hablé una vez de sus ojos cuando la persona a quien usted amaba no se daba cuenta…

Y callé otra vez, porque en la situación mía aquella evocación radiante era demasiado cruel. Y en aquel nuevo silencio de amargura desesperada —y final— oí, pero como en sueños, su voz.

—¡Zonzote!

¿Pero era posible? Levanté la cabeza y la vi a mi lado, ¡a ella! ¡Y vi sus ojos inmensos, húmedos de entregado amor! ¡Y el mohín de sus labios, hinchados de ternura consoladora, como la soñaba en ese instante! ¡Como siempre la vi conmigo!

—¡Dolly! —salté.

Y ella, entre mis brazos:

—¡Zonzo…! ¡Crees que no lo sabía!

—¿Qué…? ¿Sabías que era pobre?

—¡Y sí!

—¡Mi vida! ¡Mi estrella! ¡Mi Dolly!

—Mi sudamericano…

—¡Ah, mujer siempre…! ¿Por qué me torturaste así?

—Quería saber bien… Ahora soy toda tuya.

—¡Toda, toda! No sabes lo que he sufrido… ¡Soy un canalla, Dolly!

—Canalla mío…

—¿Y tú?

—Tuya.

—¡Farsante, eso eres! ¿Cómo pudiste tenerme en ese taburete media hora, si sabías ya? Y con ese aire: «¿Por qué me engañó, Grant…?»

—¿No te encantaba yo como intérprete?

—¡Mi amor adorado! ¡Todo me encanta! Hasta el film que hemos hecho. ¡Contigo, por fin, Dorothy Phillips!

—¿Verdad que es un film?

—Ya lo creo. Y tú ¿qué eres?

—Tu estrella.

—¿Y yo?

—Mi sol.

—¡Pst! Soy hombre. ¿Qué soy?

Y con su arrullo:

—Mi sudamericano…

He volado en el auto a buscar a Burns.

—Me caso con ella —le he dicho—. Burns: usted es el más grande hombre de este país, incluso el Arizona. Otra buena noticia: no tengo un centavo.

—Ni uno. Esto lo sabe todo Los Ángeles.

He quedado aturdido.

—No se aflija —me ha respondido—. ¿Usted cree que no ha habido antes que usted mozalbetes con mejor fortuna que la suya alrededor de Dolly? Cuando pretenda otra vez ser millonario —para divorciarse de Dolly, por ejemplo—, suprima las informaciones telegráficas. Mal negociante, Grant.

Pero una sola cosa me ha inquietado.

—¿Por qué dice que me voy a divorciar de Dolly?

—¿Usted? Jamás. Ella vale dos o tres Grant, y usted tiene más suerte ante los ojos de ella de la que se merece. Aproveche.

—¡Deme un abrazo, Burns!

—Gracias. ¿Y usted qué hace ahora, sin un centavo? Dolly no le va a copiar sus informes del ministerio.

Me he quedado mirándolo.

—Si usted fuera otro, le aconsejaría que se contratara con Stowell y Chaney. Con menos carácter y menos ojos que los suyos, otros han ido lejos. Pero usted no sirve.

—¿Entonces?

—Ponga en orden el film que ha hecho con Dolly; tal cual, reforzando la escena del bar. El final ya lo tienen pronto. Le daré la sugestión de otras escenas, y propóngaselo a la Blue Bird. ¿El pago? No sé; pero le alcanzará para un paseo por Buenos Aires con Dolly, siempre que jure devolvérnosla para la próxima temporada. O’Hara lo mataría.

—¿Quién?

—El director. Ahora déjeme bañar. ¿Cuándo se casa?

—Enseguida.

—Bien hecho. Hasta luego.

Y mientras yo salía apurado:

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