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Authors: León Tolstói

Tags: #Narrativa, Clásico

Ana Karenina (62 page)

BOOK: Ana Karenina
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Iba a decir «morir», pero su hermano no la dejó acabar.

—Estás enferma y nerviosa, y seguramente lo ves todo exagerado. En eso no hay nada tan terrible.

Ante semejante desesperación, Stepán Arkádich sonreía, pero con una bondad y dulzura casi femenina, que, lejos de ofender, calmaba y enternecía; sus palabras producían el efecto de una loción de aceite de almendras dulces. Anna lo reconoció muy pronto.

—No, Stepán —repuso—; estoy perdida, más que perdida, porque no puedo decir aún que todo esté concluido; presiento todo lo ocurrido, y me comparo con una cuerda demasiado tirante que se ha de romper necesariamente. Aún no ha llegado el fin, pero será terrible.

—No, no; la cuerda se puede aflojar con suavidad. No hay situación que no tenga alguna salida.

—Lo he pensado mucho, y no veo más que una… —Stepán Arkádich comprendió por la mirada de espanto de su hermana que se refería a la muerte; y volvió a interrumpirla.

—No —repuso—, escúchame; tú no puedes juzgar de tu posición como yo, y, por tanto, déjame manifestarte francamente mi parecer —al decir esto sonrió de nuevo bondadosamente—. Voy a tomar las cosas desde el principio: tú te casaste con un hombre que tenía veinte años más que tú, y te casaste sin amor, o por lo menos sin conocerlo. Convengo en que esto fue un error.

—¡Un error terrible! —dijo Anna.

—Pero advierto que este es un hecho consumado. Tuviste después la desgracia de amar a otro hombre; era en verdad una desgracia, pero también es un hecho consumado. Tu esposo lo supo y te perdonó —Stepán Arkádich se detenía a cada frase, cual si quisiese dar tiempo para contestar, pero Anna se callaba—. Ahora podemos plantear la cuestión así: ¿te es posible seguir viviendo con tu esposo? ¿Lo deseas tú y lo desea él?

—No sé nada, absolutamente nada.

—¿No acabas de decir tú misma que no podías sufrirlo?

—No, no lo he dicho; lo niego, no sé ni comprendo nada.

—Pero permíteme…

—Tú no sabrás comprenderme; me he precipitado de cabeza en un abismo, y no debo salvarme, ni tampoco puedo.

—Ya verás cómo te impedimos caer y estrellarte. Te comprendo, y me persuado de que no eres capaz de expresar tus sentimientos y deseos.

—Yo no deseo nada más que una cosa, y es que concluya todo esto.

—¿Crees tú que no lo conoce él y que no sufre también? ¿Qué puede resultar de tales tormentos? El divorcio, por el contrario, lo resolvería todo.

Stepán Arkádich dijo esto trabajosamente; y anunciada su idea principal, miró a su hermana para observar el efecto.

Anna movió la cabeza negativamente sin contestar, pero su rostro expresó un momento de alegría; y Stepán Arkádich dedujo que si no expresaba su deseo, era porque la realización le parecía demasiado seductora.

—Me causa mucho pesar —dijo Stepán Arkádich, sonriendo con más confianza—. ¡Cuánto me alegraría de poder arreglar este asunto! No contestes nada. ¡Si Dios me permitiera expresar todo lo que siento! Voy a buscarlo.

Anna fijó en su hermano su mirada pensativa y brillante y no dijo nada.

XXII

S
TEPÁN
Arkádich entró en la habitación de su cuñado con la expresión solemne que procuraba tomar cuando presidía una sesión de su consejo. Karenin, con los brazos por detrás, paseaba de un lado a otro de la habitación, reflexionando sobre las mismas cuestiones de que acababan de tratar su esposa y su cuñado.

—¿Te molesto? —preguntó Stepán Arkádich, turbado de pronto al ver a Karenin.

Y para disimular su impresión, sacó del bolsillo una petaca que acababa de comprar y tomó un cigarrillo.

—No. ¿Necesitas alguna cosa? —preguntó Alexiéi Alexándrovich en tono forzado.

—Sí…, deseaba…, quería…, sí, quería hablar contigo —contestó Stepán Arkádich, admirado de su timidez.

Este resentimiento le pareció tan extraño e imprevisto que no pudo creer que fuera la voz de su conciencia, que lo aconsejaba no cometer una mala acción; y dominando este sentimiento, dijo sonrojándose:

—Espero que creas sinceramente en mi cariño hacia mi hermana y en el respeto que siento hacia ti.

Alexiéi Alexándrovich se paró sin objetar nada y Stepán Arkádich quedó sorprendido al observar el aspecto de víctima resignada que tenía Karenin.

—Me proponía hablarte de mi hermana y de vuestra respectiva situación.

Alexiéi Alexándrovich sonrió con tristeza, miró a su cuñado, se acercó a la mesa sin contestarle, cogió una carta comenzada y se la entregó.

—No dejo de pensar en eso —dijo—; he aquí lo que me proponía manifestarle por escrito, pues creo que así me expresaré mejor, sin contar que mi presencia basta para irritar a Anna.

Stepán Arkádich tomó el papel, observando con asombro los ojos apagados de Karenin, que lo miraban fijamente.

Ya sé —decía la carta— hasta qué punto le es enojosa mi presencia; por penoso que sea persuadirme de ello, lo reconozco, y comprendo que no podría ser de otro modo. A Dios pongo por testigo de que durante la enfermedad de usted he resuelto olvidar el pasado y comenzar una nueva vida; y no me arrepiento, ni me arrepentiré jamás, de lo que entonces hice. Yo deseaba la salvación de usted y la de su alma; mas no he podido conseguir mi objeto. Dígame usted lo que considera necesario para su tranquilidad y su dicha, y desde luego me someteré a su voluntad y su sentimiento de justicia.

Oblonski devolvió la carta a su cuñado, y siguió mirando perplejo, sin hallar nada que decir. Aquel silencio era tan penoso que los labios de Stepán Arkádich temblaban convulsivamente mientras contemplaba a Karenin.

—He aquí lo que deseaba decirle —dijo Alexiéi Alexándrovich y apartó la mirada.

—Sí…, sí —dijo Stepán Arkádich incapaz de responder, intentando dominar las lágrimas—. Ya comprendo —balbució al fin.

—Yo desearía saber qué es lo que quiere —dijo Karenin.

—Temo que ni ella misma lo sepa —replicó Stepán Arkádich, procurando recobrarse—; no puede ser juez en la cuestión; está anonadada por tu grandeza de alma, y si lee tu carta aún inclinará más la cabeza, sin serle posible contestarte.

—¿Qué hemos de hacer? ¿Cómo explicarse y conocer sus deseos?

—Si me permites manifestarte mi parecer, a ti corresponderá indicar claramente las medidas que creas necesarias para poner término a esta situación.

—Entonces, ¿crees que es preciso acabar de una vez? —interrumpió Karenin—. Pero ¿cómo se hará?— añadió, pasándose las manos por los ojos con un ademán que no le era habitual—. Yo no veo salida posible.

—Toda situación, por penosa que sea, tiene alguna —replicó Oblonski, animándose poco a poco—. Tú me hablaste una vez del divorcio… Si estás convencido de que no hay ya felicidad posible entre vosotros…

—La felicidad se puede comprender de distintos modos; admitamos que consiento en todo. ¿Cómo saldremos del paso?

—Si quieres saber mi opinión —dijo Stepán Arkádich, con la misma sonrisa melosa que tuvo para su hermana, y tan persuasiva que Karenin, dejándose dominar de su debilidad, se sintió inclinado a creer en su interlocutor—, comenzaré por decirte que ella no dirá jamás lo que desea; pero hay una cosa que ella podría anhelar, y es romper lazos que despiertan en tu esposa crueles recuerdos. A mi modo de ver, es indispensable determinar bien vuestras relaciones, y para esto se hace preciso que cada cual de vosotros recobre su libertad.

—¡El divorcio! —interrumpió Alexiéi Alexándrovich con expresión de disgusto.

—Sí, el divorcio —repitió Stepán Arkádich, sonrojándose—. Desde cualquier punto de vista es el partido más sensato cuando dos esposos se hallan en vuestra situación. ¿Qué hacer cuando la vida en común es ya intolerable, cosa que puede suceder a menudo?

Alexiéi Alexándrovich suspiró profundamente, tapándose los ojos.

—Solo se ha de tomar una cosa en consideración —continuó Stepán Arkádich, cada vez más sereno—, y es saber si uno de los dos esposos trata de casarse otra vez; de lo contrario, la cuestión es muy sencilla.

Alexiéi Alexándrovich, con el rostro descompuesto por la emoción, murmuró algunas palabras ininteligibles. Lo que a Oblonski le parecía tan sencillo, él lo había pensado y repensado, juzgándolo siempre imposible. Ahora que le eran conocidas las condiciones de divorcio, su dignidad personal, tanto como el respeto a la religión, le prohibían fingir, proclamándose culpable de un supuesto adulterio que no había cometido, y mas aún, reconociendo públicamente el adulterio de Anna, deshonrar a una mujer amada, a quien había perdonado. El divorcio le parecía imposible también por otras razones, todavía más importantes.

¿Qué sería de su hijo? Dejarlo con la madre era imposible, porque la mujer divorciada tendría una familia ilegal, en la que la posición del niño sería intolerable. ¿Qué educación recibiría? Conservarlo a su lado sería un acto vengativo que le repugnaba; y además, lo que principalmente hacía inadmisible el divorcio, a su modo de ver, era la idea de que al consentir contribuiría a perder a su esposa. Tenía presentes las palabras que Dolli le dijo en Moscú: «Al divorciarse solo piensa usted en sí mismo y no se da cuenta que con ello va a destruir a Anna». Ahora que había perdonado, encariñándose con los niños, esas palabras tenían para él una significación particular. Devolver la libertad a Anna significaría quitarle ese lazo afectuoso, que lo unía con la vida de los niños, a los que quería mucho; y para ella sería tanto como privarla del último apoyo en la senda del bien, empujándola hacia el abismo, pues sabía muy bien que una vez divorciada se uniría a Vronski por un lazo culpable e ilegal, porque el matrimonio no se rompe, según la Iglesia, sino por la muerte.

«¡Y quién sabe —pensó Karenin— si al cabo de un año o dos la abandonará Vronski y contraerá nuevas relaciones! En este caso, yo sería el único responsable de su caída. No, el divorcio no era cosa tan sencilla como su cuñado pensaba.»

No admitía, pues, ni una palabra de lo que Stepán Arkádich decía, le sobrabran argumentos para refutar sus razones, y, sin embargo, lo escuchaba, comprendiendo que sus palabras eran la manifestación de esa fuerza irresistible que dominaba su existencia, y a la cual acabaría por someterse.

—Falta saber —dijo Oblonski— con qué condiciones consentirás en el divorcio, porque ella no se atreverá a pedirte nada, dejándolo todo a tu generosidad.

«¿Para qué todo eso, Dios mío?», pensó Alexiéi Alexándrovich, cubriéndose el rostro con ambas manos de vergüenza, como lo había hecho Vronski, al recordar los detalles del divorcio en el caso en que el marido se hace responsable del adulterio.

—Estás conmovido —dijo Oblonski—, y lo comprendo, pero si reflexionases…

«Y si te dan un bofetón en la mejilla izquierda —se dijo Alexiéi Alexándrovich—, presenta la derecha; y si te roban la capa da también el vestido.»

—¡Sí, sí! —añadió en voz alta—. Recaiga la vergüenza sobre mí; hasta renunciaré a mi hijo… Pero ¿no sería mejor dejar todo eso? En fin, haz lo que quieras.

Y separándose de Oblonski, para que este no viera su agitación, fue a sentarse junto a la ventana, triste y avergonzado, aunque satisfecho de haberse hecho moralmente superior a toda humillación.

Stepán Arkádich estaba conmovido y guardaba silencio.

Alexiéi Alexándrovich —dijo al fin, creo que ella apreciará tu generosidad. Tal era sin duda la voluntad de Dios —añadió; pero comprendiendo al punto que decía un disparate, reprimió una sonrisa.

Alexiéi Alexándrovich quiso contestar, pero las lágrimas se lo impidieron.

—Es una desgracia fatal y hay que aceptarla —dijo Oblonski—. Yo la acepto como un hecho irreversible y quiero ayudaros a ti y a ella.

Cuando Oblonski salió del gabinete de su cuñado, estaba sinceramente conmovido, lo cual no disminuía su satisfacción por haber arreglado el asunto con éxito; estaba convencido de que Alexiéi Alexándrovich no desistiría sus palabras. Le sonreía además la idea de componer un acertijo para su esposa y amigos íntimos, para cuando el asunto quedase resuelto. «¿Qué diferencia hay entre el emperador y yo? El emperador firma el divorcio, y nadie se siente ni mejor, ni peor. Y yo organizo uno, y por lo menos tres personas estarán más felices. O mejor así: ¿Qué semejanza hay entre el emperador y yo? Cuando… Bueno, ya se me ocurrirá algo mejor», se dijo a sí mismo con su habitual sonrisa.

XXIII

L
A
herida de Vronski era peligrosa, aunque la bala no hubiese tocado el corazón; y así es que durante varios días estuvo entre la vida y la muerte. Cuando por primera vez se halló en disposición de hablar, su cuñada Varia estaba en la estancia.

—Varia —le dijo, mirándola con grave expresión—, me he herido involuntariamente; dilo así a todo el mundo, pues de lo contrario esto sería demasiado ridículo.

Varia se inclinó sobre Vronski y observó su rostro con satisfacción; los ojos del herido no indicaban ya fiebre, pero tenían una expresión severa.

—A Dios gracias —dijo Varia—, ¿No te duele?

—Me duele un poco este lado —contestó Vronski, señalando el pecho.

—Permíteme entonces cambiar el apósito.

—Ya sabes —dijo Vronski cuando hubo terminado— que no me acosa el delirio; ahora te ruego que procures que no se diga que he tratado de suicidarme.

—Nadie lo dice; pero confío que renunciarás a dispararte un tiro accidentalmente —dijo Varia, con una sonrisa interrogadora.

—Es probable; pero más hubiera valido…

Y sonrió con expresión sombría.

A pesar de estas palabras, cuando Vronski estuvo fuera de peligro, comprendió que se había librado de una parte de sus padecimientos. En cierto modo pensaba haber lavado con su sangre la vergüenza y la humillación, y en lo sucesivo podía pensar con calma en Alexiéi Alexándrovich, reconociendo su generosidad sin que su recuerdo le provocara humillación. Además, podría continuar su acostumbrada existencia, mirar a las personas de frente y atenerse de nuevo a los principios que siempre se impuso como guía de su conducta. Lo que no conseguía, a pesar de todos sus esfuerzos, era arrancarse del corazón el sentimiento de haber perdido a Anna para siempre, aunque estaba firmemente resuelto, ya que había redimido su falta para con Karenin, a no volver a interponerse entre la esposa arrepentida y su marido. Sin embargo, el sentimiento no se podía borrar, ni tampoco el recuerdo de los momentos felices, muy poco apreciados en otro tiempo, y cuyo encanto se le representaba sin cesar. Serpujovskói imaginó influir para que le confiaran una misión en Tashkent, y Vronski aceptó la proposición sin vacilar; pero cuanto más se acercaba el momento de la marcha, más cruel le parecía el sacrificio que hacía en aras del deber.

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