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Authors: León Tolstói

Tags: #Narrativa, Clásico

Ana Karenina (58 page)

BOOK: Ana Karenina
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—¡No digas nada! —exclamó Lievin, cogiendo a su hermano por el brazo y cubriéndole el rostro con la piel de su abrigo.

«Una muchacha encantadora», pensó Lievin. ¡Qué palabras tan frívolas eran estas en su concepto!

Serguiéi Ivánovich soltó una carcajada, lo cual no le sucedía a menudo.

—¿Podré decir, al menos —repuso—, que me alegro infinito?

—Mañana, pero ni una palabra más hoy; nada, nada. Te quiero mucho… ¿De qué se tratará hoy en la reunión?

Poco después llegaron a la reunión. Durante la sesión, Lievin oyó al secretario tartamudear largo tiempo, sin comprender lo que decía; mas le pareció que aquel individuo era muy amable y simpático. Después comenzaron los discursos: se trataba de la reducción de varios presupuestos y de introducir no sé qué tuberías. Serguiéi Ivánovich combatió a dos individuos de la comisión, pronunciando contra ellos un discurso triunfante; y después otro orador contestó en pocas palabras, muy bien dichas, pero llenas de hiel. Sviyazhski se expresó también con nobleza y elocuencia. Lievin los escuchaba y veía claramente, que en realidad no existían ni gastos, ni tuberías, que no era más que un pretexto para reunir a varias personas estupendas y amables, las cuales se entendían perfectamente, no se enfadaban ni molestaban entre ellos, y todo fue encantador y agradable. Llegó a creer, gracias a ciertos indicios en que antes no había fijado su atención, que le era dado penetrar en el pensamiento de cada uno de los concurrentes y comprender que eran todos personas de muy buen carácter. Le pareció también que para él se tenían muchas deferencias, y hasta que lo miraban con cariño los que no lo conocían.

—¿Estás contento? —le preguntó Serguiéi Ivánovich.

—Mucho —contestó Lievin—; nunca hubiera creído que esto podía ser tan interesante.

Sviyazhski se acercó a los dos hermanos, e invitó a Lievin a ir a tomar una taza de té en su casa. Lievin intentaba recordar y no comprendía qué era lo que lo molestaba en Sviyazhski, qué estaba buscando en el. Ahora solo veía a un hombre inteligente y extremadamente buena persona.

—Con mucho gusto —replicó Konstantín.

Y olvidando sus antiguas prevenciones, preguntó al punto cómo estaban la señora Sviyázhskaia y su hermana. Por una extraña asociación de ideas, como la cuñada de Sviyazhski le había hecho pensar en el matrimonio, dedujo que nadie escucharía con tanto placer como ella y su hermana la narración de los incidentes que se referían a su felicidad, y, por tanto, le asaltó la idea de ir a ver a dichas señoras.

Sviyazhski lo interrogó sobre sus asuntos, rehusando siempre creer que se pudiera descubrir alguna cosa que no se hubiera encontrado ya en Europa; pero su tesis no contrarió esta vez a Lievin, quien admitió la delicadeza con que su interlocutor evitaba probárselo claramente.

Las damas se mostraron muy amables. A Lievin le pareció adivinar que lo sabían todo y que participaban de su alegría, pero que por discreción no hablaban sobre el particular. Durante tres horas estuvo hablando de diversos asuntos, refiriéndose siempre a lo que llenaba su alma, sin observar que aburría a sus oyentes, haciéndolas dormir. Al fin, Sviyazhski condujo a su amigo hasta el recibidor, no sin bostezar repetidas veces.

Lievin entró en la fonda a la una o las dos de la madrugada y le espantó la idea de pasar diez horas solo, poseído de su impaciencia. El criado de servicio, que velaba en el corredor, encendió sus bujías, e iba a retirarse, cuando Lievin lo detuvo; se llamaba Yegor, y hasta entonces no se había fijado en él; pero de pronto echó de ver que era un hombre inteligente y servicial.

—Dime, Yegor —le preguntó—, ¿no te parece muy duro pasar la noche en blanco?

—¡Qué hemos de hacer! ¡Es nuestro oficio! La vida es más dulce en las casas particulares, pero no hay tantas ventajas.

Yegor resultó ser padre de familia con cuatro hijos, tres muchachos y una joven, que pensaba casar al año siguiente.

Con este motivo, Lievin manifestó a Yegor sus ideas sobre el amor en el matrimonio, haciéndole observar que aquel que ama es siempre feliz, porque la dicha está en nosotros mismos. Yegor escuchó con atención, comprendiendo evidentemente el pensamiento de Lievin; pero le confirmó con una reflexión inesperada: dijo que cuando había servido a buenos amos, quedó siempre contento de ellos, y que entonces lo estaba también, aunque se hallaba en casa de un francés.

«¡Qué excelente hombre!», pensó Lievin.

—Y dime, Yegor, ¿amabas a tu mujer cuando te casaste?

—¡Cómo no había de amarla! —contestó el criado.

Y ya se disponía a contar su vida, pues el entusiasmo de Lievin se le comunicaba poco a poco, cuando de repente sonó una campanilla, lo cual obligó a Yegor a dejar solo al huésped.

Lievin, aunque apenas había comido, ni cenado tampoco, en casa de Sviyazhski no tenía el menor apetito, y después de una noche de insomnio, no pensaba en dormir; le parecía que se ahogaba en su habitación, y, a pesar del frío, abrió una ventana y se sentó frente a ella. Sobre los tejados cubiertos de nieve se destacaba la cruz cincelada de una iglesia; y aspirando el aire que penetraba en el aposento, miraba sucesivamente la cruz y las estrellas, elevándose como en un sueño entre las imágenes y los recuerdos evocados por su imaginación.

A eso de las cuatro de la madrugada resonaron pasos en el pasillo; Lievin entreabrió su puerta y vio que era un jugador que volvía del club; aquel hombre se llamaba Miaskin, y lo conocía de vista; en aquel momento tosía con fuerza, y su aspecto era sombrío. «¡Pobre infeliz!», pensó Lievin, cuyos ojos se llenaron de lágrimas y de compasión. Y quiso detener a Miaskin para hablarle y consolarlo; pero al recordar que estaba en camisa, volvió a sentarse para aspirar de nuevo el aire helado y contemplar entre el silencio nocturno aquella cruz de forma extraña, y por encima de ella el radiante lucero que avanzaba por el horizonte.

A eso de las siete se comenzó a oír el murmullo de los barrenderos, algunas campanas tocaron a misa; y Lievin, sintiendo que el frío se apoderaba de él, cerró la ventana, se vistió y salió.

XV

L
AS
calles estaban desiertas aún cuando Lievin se encontró delante de la casa de Scherbatski; toda la gente dormía y la puerta principal estaba cerrada, por lo cual volvió al hotel para tomar café. El criado que le sirvió no era Yegor. Lievin intentó trabar conversación con él, mas, por desgracia, lo llamaron y salió; después quiso tomar su café, pero no pudo; y poniéndose de nuevo el paletó, volvió a casa de los Scherbatski. Apenas comenzaban a levantarse los habitantes de la casa; el cocinero salía para hacer la compra; y de grado o por fuerza, fue preciso resignarse a esperar un par de horas más. Lievin había vivido toda la noche y la mañana en un estado del todo inconsciente, sobreponiéndose a las condiciones materiales de la existencia; no había dormido ni comido y a pesar de haberse expuesto al frío durante unas horas, casi desnudo, se hallaba en las mejores disposiciones; se sentía lleno de fuerza y capaz de los actos más extraordinarios, como volar por los aires o derribar las paredes de la casa. Para matar el tiempo que aún debía esperar, comenzó a recorrer las calles, consultando a cada momento su reloj; y lo que vio aquel día no volvió a verlo nunca más; le llamaron sobre todo la atención unos niños que iban a la escuela, y unas palomas que volaban desde los tejados a la calle, así como también las
saikas
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espolvoreados de harina que una mano invisible colocaba en un escaparate. Todos estos objetos eran un prodigio para Lievin; los niños sonriendo corrieron hacia una de las palomas; estas emprendieron el vuelo, sacudiendo las alas, que brillaban a la luz del sol; y un apetitoso aroma se exhaló del escaparate donde colocaban las
saikas
. Todo esto produjo en Lievin una impresión tan viva que comenzó a reír y llorar de alegría. Después de dar una larga vuelta por el callejón Gazetni y la calle Kislovka, volvió al hotel, se sentó, puso su reloj delante, y esperó a que la aguja señalase la hora del mediodía. Cuando salió del hotel, varios cocheros lo rodearon, manifestando en sus rostros la alegría, y disputándose para ofrecerle sus servicios. Evidentemente lo sabían todo: Lievin escogió uno, y para no resentir a los demás, prometió utilizarlos otra vez, dando después orden para que se le condujera a casa de los Scherbatski. El cochero tenía buena presencia y llevaba la camisa muy blanca; su trineo, bastante cómodo, era más alto que los demás, y de él tiraba un caballo de buen aspecto, que hacía lo posible por correr, pero que no avanzaba. Como el cochero conocía la casa de Scherbatski, se detuvo delante de la puerta y se volvió hacia Lievin respetuosamente. El portero de los Scherbatski lo sabía todo seguramente; era fácil reconocerlo en su mirada y en la manera con que dijo:

—Hace mucho tiempo que no ha venido usted, Konstantín Dmítrich.

No solamente lo sabía todo, sino que rebosaba de alegría, y se esforzaba para ocultarla. Lievin comenzó a descubrir las facetas nuevas y desconocidas de su felicidad al ver las cariñosas miradas del anciano.

—¿Están ya levantados? —preguntó.

—Sírvase usted entrar, déjelo aquí —dijo, sonriente, cuando Lievin quiso entrar con su gorra en las manos.

En concepto de Lievin, esto debía tener alguna significación.

—¿A quién anunciaré su llegada, caballero? —preguntó un lacayo.

El criado, aunque joven y nuevo en la casa, parecía una persona muy buena y amable, y también debía de haberlo comprendido todo.

—A la princesa, al príncipe y a su hija —contestó Lievin.

La primera persona a quien encontró fue a
mademoiselle Linón
. Estaba atravesando la sala con su rostro y sus ricitos —todo lo tenía radiante y feliz. Apenas le hubo dirigido algunas palabras, se oyó el roce de un vestido junto a la puerta; la señora Linon desapareció de sus ojos, y se sintió dominado por el terror que le infundía aquella próxima felicidad. Cuando la anciana institutriz hubo salido, Lievin percibió un paso ligero y rápido, y comprendió que se acercaba lo que era para él su felicidad, su vida, él mismo, no, algo mejor que él, algo, que estaba buscando y deseando desde hace mucho tiempo. Ella no caminaba, volaba hacía Lievin, parecía que alguna fuerza invisible la arrastraba hacía él. Después vio dos ojos serenos y límpidos, cuya expresión revelaba la misma alegría de que él estaba poseído, y cuyo brillo casi lo deslumbraba. Kiti apoyó suavemente las manos en los hombros de Konstantín…; ella hizo todo lo que podía: había corrido hacía Lievin para entregarse plenamente a él, temblorosa y feliz. Él la estrechó entre sus brazos y besó aquellos labios, que estaban buscando su beso.

También Kiti había pasado la noche sin dormir, esperándolo toda la mañana. Sus padres, por supuesto, le habían dado su consentimiento, y estaban felices al verla feliz. Había acechado la llegada de su prometido, queriendo ser la primera en anunciarle su felicidad; pero vergonzosa y confusa, no sabía cómo realizar su proyecto; y así es que al oír los pasos de Lievin y su voz, se ocultó detrás de la puerta para esperar a que la señora Linon saliese. Entonces, sin vacilar, corrió hacía Lievin e hizo lo que hizo.

—Vamos a buscar a mamá —dijo, ofreciéndole la mano.

Durante largo rato no pudo Lievin proferir una palabra, no porque temiese comprometer en nada su felicidad, sino porque las lágrimas lo ahogaban; cogió la mano de Kiti y la besó.

—¿Es verdad? —preguntó al fin con voz ahogada—. ¡No puedo creer que me ames!

Kiti sonrió al oír aquel tú, y al ver el temor con que la miraba.

—Sí —contestó lentamente, recalcando la palabra—. ¡Soy tan feliz!

Sin dejar su mano, Kiti entró con su prometido en el salón; la princesa, muy sofocada, comenzó a llorar al verlos, y después a reír; luego, de pronto corrió hacia Lievin con una viveza inesperada, y cogiendo su cabeza entre las manos, la humedeció con sus lágrimas.

—¡Ya está todo hecho y me alegro mucho! ¡Ámala! ¡Soy muy feliz, Kiti!

—Pronto habéis arreglado las cosas —dijo el anciano príncipe, procurando parecer sereno; pero Lievin vio sus ojos llenos de lágrimas—. Lo he deseado largo tiempo —añadió, atrayendo a Lievin hacia sí—; y cuando esa loca pensaba…

—¡Papá! —exclamó Kiti, cerrándole la boca con sus manos.

—¡Está bien, está bien! No diré nada; soy muy feliz… ¡Dios mío, qué tonto soy!…

Y cogiendo a Kiti entre sus brazos, la besó repetidas veces, e hizo sobre ella la señal de la cruz para bendecirla.

Lievin experimentó desde aquel instante un nuevo sentimiento de cariño por el anciano príncipe, hasta entonces un hombre extraño para él, cuando vio con que ternura durante un rato largo besaba Kiti su mano.

XVI

L
A
princesa fue a sentarse en un sofá, silenciosa y risueña; el príncipe se colocó a su lado, y Kiti permaneció en pie junto a su padre sin soltar su mano; todos guardaban silencio.

La princesa fue la primera en llamar las cosas por su nombre y transformó los sentimientos y pensamientos de todos en las cuestiones cotidianas; y en el primer instante, cada cual se sintió dominado por una impresión extraña y penosa.

—¿Cuándo se efectuará la boda? —preguntó—. Será necesario bendecirles y anunciar el enlace. ¿Qué te parece, Alexandr?

—Ahí tienes el personaje principal, a quien corresponde resolver —replicó el príncipe, señalando a Lievin.

—¿Cuándo? —replicó este, sonrojándose—. Mañana mismo. Si quieren saber mi opinión, hoy hacemos la bendición y mañana la boda.

—Vamos,
mon cher
, no hagamos locuras.

—Pues bien, de aquí a ocho días.

—No parece sino que te vuelves loco.

—¿Y por qué no ha de ser así?

—¿Y el ajuar? —preguntó la madre, muy contenta con aquella impaciencia.

«¿Tan indispensables son los ajuares de boda y los desposorios? —pensó Lievin, con espanto—. Por lo demás, ni una cosa ni otra disminuirán en nada mi dicha —y como observase que Kiti parecía estar conforme, se dijo—: Seguramente será necesario.»

Después, añadió:

—Reconozco que no entiendo nada de esto, me he limitado a expresar mi opinión.

—Déjanoslo a nosotros… —contestaron los padres—; por lo pronto, se efectuará la bendición y después anunciaremos vuestra unión.

La princesa se acercó a su esposo, le dio un beso y quiso retirarse, pero él la detuvo, sonriendo, para besarla varias veces, como un joven enamorado; todo se revolvió en sus cabezas por un momento y ya no sabían distinguir si se habían vuelto a enamorar ellos mismos o solo se trataba de su hija. Cuando salieron de la habitación, Lievin se acercó a su prometida y le ofreció la mano; se había recobrado ya y podía hablar, pero tenía tantas cosas que decir, que no acertó a expresar lo que deseaba.

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