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Authors: Garth Stein

Tags: #Suspense

Alguien robó la luna (39 page)

BOOK: Alguien robó la luna
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Se levantó con brusquedad. Las patas de la silla chirriaron contra el suelo. Ira y frustración pugnaban en ella.

—No voy a olvidarme de él. Jamás lo olvidaré. Nunca.

Jenna le clavó la mirada a David por un largo rato. Él la miró a los ojos durante un instante; después, desvió la vista y asintió con la cabeza. Se sentó y se puso a juguetear con el mantel, entrelazando tres flecos de su borde. Jenna intuyó que no se lo estaba contando todo. Tendría que recurrir a su as en la maga. Necesitaba hacerlo hablar.

—Háblame de tu bebé —pidió.

Él alzó la vista de golpe, dándose cuenta de que Jenna lo había pillado. Había mordido el anzuelo y ya no podía disimular. Todos vieron su reacción. Sabían que había algo más.

—¿Cómo sabes eso? —preguntó.

—Me lo contó John Ferguson.

David bajó los ojos y movió la cabeza.

—Tienes que contármelo —dijo Jenna, tomando asiento e inclinándose hacia él por encima de la mesa—. Debes explicarme qué ocurrió.

Jenna y David se miraron a los ojos. Una comunicación silenciosa se estableció entre ambos. Compartían algo, y la conciencia de que así era tranquilizó e inquietó al mismo tiempo a Jenna. Sentía como si David pudiese leer sus pensamientos, como si estuviera abierta a él. Y la atemorizaba pensar qué vería. Además, sentía que David le tenía tanto miedo a ella como ella a él.

—Antes de que Bahía Thunder abriera, me llamaron para que expulsara a los malos espíritus —comenzó David. Carraspeó—. Reconozco que lo hice por dinero. En aquel tiempo, hacía muchas cosas por dinero. Querían que echara a los espíritus malignos. Para los tlingit no existen los espíritus malignos. Sólo son espíritus. Tienen cosas buenas y malas, pero ninguno de ellos es todo bueno o todo malo. Mira, si no, el caso de Cuervo. Puede decirse que es quien inventó el mundo. Nos dio las estrellas y la luna, el sol, el agua y la tierra. Y, ¿sabes cómo obtuvo esas cosas? Las robó. Cuervo robó la luna y nos la dio. ¿Eso significa que es malo?

David miró por la ventana. Volvía a llover. Tom tenía razón.

—La cuestión es que fui al centro turístico convencido de que no encontraría nada ahí. Hice mis rituales. Y para mi sorpresa, al cabo de un día de meditación, percibí la presencia de los espíritus. Eran kushtaka. Debí tener la sensatez de detenerme entonces, pero me creía poderoso y quise llevar las cosas más lejos. Quería contactarlos y decirles que no incomodaran a la gente del centro turístico. Bueno, acudieron a mí. Me llevaron a su morada. Y allí se divirtieron conmigo. Todos mis supuestos poderes de chamán no sirvieron de nada. Quedé paralizado, inerme. Me convirtieron en un animal peludo con garras y me achucharon y atormentaron. Me hicieron cosas inmundas, terribles…, deseé que me mataran y terminar con todo de una vez. Al fin, cuando estaba tumbado en el suelo, cubierto de excrementos y orina de nutria, el chamán kushtaka se me acercó y me dijo que me dejaría ir. Me permitía regresar al mundo para que informara de que el centro turístico no tenía que seguir adelante.

David se sentó en su silla y cerró los ojos, respirando pesadamente. El silencio reinó durante uno o dos minutos. Eddie y Tom estaban cautivados por la historia. Jenna se dio cuenta de que había algo más. Otra cosa. Algo que David no había contado.

—Y entonces te dejaron ir —sugirió Eddie, procurando romper el silencio.

—No, hubo algo más —respondió David. Abrió los ojos y miró a Jenna—. El chamán kushtaka me dijo que me castigaría tomando la vida de mi hijo por nacer. —Hizo una pausa—. Dos días después, mi mujer perdió a nuestro bebé.

Eso era. La historia había sido contada. David y Jenna se miraron. Comprendieron que sí, que compartían algo. Ambos habían sido despojados. Los dos habían perdido algo.

Por fin, Jenna habló.

—Tengo que salvar a mi hijo.

—No sé cómo hacerlo —dijo David—. Lo lamento, no puedo hacer nada. No sé cómo ayudarte.

No había nada más que decir. Jenna y Tom se pusieron sus vestimentas húmedas y, acompañados de Eddie y del ayudante espiritual, treparon por la cuesta fangosa. Se alejaron de la casa de David Livingstone y regresaron al mundo de los humanos, donde no hay cuatro postes de madera que den protección contra los espíritus que se ocultan entre las sombras y ponen a los hombres de rodillas.

33

J
oey se recostó contra la pared de la terminal aérea, tratando de que el alero lo cobijase del agua. La llovizna era ligera, pero el viento la hacía arremolinarse de tal modo que no parecía que viniese del cielo, sino de todas partes. Joey miró hacia las montañas, donde viera emerger un avión de entre las nubes antes de aterrizar. Tal como lo esperaba, no tardó en ver otra nave a reacción de Alaska Airlines surgir del cielo gris para quedar suspendida sobre las alturas. En la distancia, parecía pequeña y silenciosa, pero se fue agrandando y volviendo ruidosa, hasta que finalmente tocó tierra frente a él. Cuando se detuvo, y mientras los motores seguían gimiendo, dos hombres acercaron una escalera rodante a la puerta delantera. Cuatro personas descendieron del avión; la última era Robert.

Se dirigieron en taxi al pueblo. Ninguno de los dos hablaba. Robert había quedado un poco desorientado por el movido vuelo y además no estaba muy seguro de cómo tratar a Joey. ¿Era su par o un subordinado? ¿No tendría que haberle presentado algún tipo de informe escrito? En fin, en realidad, a Robert no le importaba. Su inminente confrontación con Jenna lo ponía muy nervioso, y no quería ponerse a pensar sobre cómo tratar a un tío al que le pagaba un montón de dinero. Cerró los ojos y se recostó en el asiento.

Tras un breve trayecto, el coche se detuvo frente al ayuntamiento. Joey le pagó al conductor y le pidió un recibo. Robert y él se apearon. Entraron al vestíbulo de un adocenado edificio gubernamental, con las correspondientes paredes color verde claro y alfombrado gris barato. A la derecha había una puerta encristalada con una estrella de alguacil pintada.

—¿Adónde vamos? —quiso saber Robert.

—A ver al alguacil.

—¿Por qué?

—Quieres encontrar a tu esposa, ¿no?

Joey abrió la puerta y entró. Robert se sentía confundido. Le habían dicho que su mujer estaba en ese pueblo. ¿Y ahora resultaba que no sabía dónde se encontraba? De mala gana, siguió los pasos de Joey.

Joey hablaba con una recepcionista, una mujer de edad mediana que escuchaba sus quejas. Se sujetaba la mano vendada como si le hiciera mucho daño, pero daba la impresión de estar fingiendo. En el taxi, no le había prestado ninguna atención.

—El perro me mordió y ahora no puedo dar con él ni con su ama. Me parece que se fueron del pueblo. Debo encontrarlos para hacer examinar al perro. Parece rabioso.

La mujer miró atentamente la mano vendada y meneó la cabeza con aire de escepticismo.

—¿La rabia no fue erradicada hace mucho?

—A mí me pareció rabioso. Con espuma en la boca, tan dispuesto a atacar. Sólo tendí la mano para acariciarlo y me mordió. —Joey se volvió hacia Robert—. Y éste es el marido de la señora. Le preocupa la posibilidad de que el perro se vuelva contra ella y la ataque. Creo que es muy importante que los encontremos.

La mujer frunció el ceño, pensativa. Después se excusó y se dirigió a una puerta que se abría detrás del mostrador y que tenía pintadas las palabras «Alguacil Larson». Llamó y entró.

Joey se dirigió a Robert.

—Sígueme el juego. Tú y ella estáis de vacaciones. Tu mujer llegó primero; tú viniste a reunirte con ella. Pero al llegar, te encontraste con que se había marchado y estás preocupado.

Robert asintió con la cabeza. Se oían voces amortiguadas al otro lado de la puerta. Al cabo de un momento, el alguacil Larson apareció en el vano.

—¿Era un pastor?

—Sí, señor —respondió Joey—. Parecía muy amistoso, pero casi me arranca de cuajo el pulgar.

—¿Fuiste al hospital?

Joey bajó la mirada con aire de embarazo.

—Sí, señor. Pero no tengo un seguro de salud y un médico del hospital me dijo que las inyecciones para la rabia cuestan mucho dinero; pero por veinticinco dólares, un veterinario puede examinar al perro para ver si está rabioso.

—¿Quién eres tú? —preguntó el alguacil, clavándole la mirada a Robert. Robert se asustó.

—El marido de Jenna.

—¿Quién es Jenna ?

—La dueña del perro —explicó Joey.

—¿La que se aloja en casa de Eddie Fleming?

—Sí, así se llama. Eddie. En efecto.

—No entiendo cuál es el problema. Ve y haz que examinen al perro —dijo el alguacil—. Tú pagas —añadió, dirigiéndose a Robert.

—Es que se marcharon.

—¿Se marcharon?

—Se fueron en avión ayer.

—¿Adónde?

—Ese el motivo por el que estamos aquí. No lo sabemos. Vi que se iban en el hidroavión de un viejo, que después regresó solo. Así que él tiene que saber dónde están. Pero se niega a decírmelo. Dice que es un secreto.

—Debe de ser Field —apuntó el alguacil.

—Pensamos que tal vez usted se lo podría preguntar. Ya sabe, explicarle que se trata de algo importante. A usted le hará caso. La mano me duele mucho y al amigo Robert le preocupa mucho que su esposa esté sola con ese perro rabioso.

El alguacil se pasó la mano por la cara y sofocó un bostezo. Se rascó la mejilla.

—Ese perro causa demasiados problemas —dijo.

—¿Le hablará a Field? —lo instó Joey.

—De acuerdo —respondió el alguacil, suspirando—. Lo haré.

***

Jenna se enfrentaba a problemas serios. Más serios que aquellos que pueden ser resueltos por un plato de macarrones con queso y trozos de salchicha. Eran problemas de base. Vinculados a la fe y las creencias. ¿Moisés separó las aguas del Mar Rojo? ¿Jesús curaba a los inválidos? ¿Puede existir más de una religión, o son todas la misma, pero las personas la interpretan de distintos modos? ¿Hay algún motivo para creer que espíritus-nutria roban almas? ¿Será porque existe la posibilidad de salvación? Y de ser así, ¿la salvación de quién?

Eddie comía sus macarrones con queso.

—¿Hasta qué punto crees? —le preguntó Jenna.

Eddie alzó la vista de su plato y se encogió de hombros. Jenna esperó que respondiera, pero no lo hizo.

—No crees nada, ¿verdad? —dijo ella. Eddie volvió a encogerse de hombros.

—No sé. ¿Tú cuánto crees?

—No creo nada. Estoy más allá de creer o no. Creer es una elección, y esto no es una elección para mí. Es real. No creo nada de todo esto. Lo sé.

Eddie asintió con la cabeza y siguió comiendo. Pero Jenna no estaba dispuesta a permitir que se escabullera sin responderle.

—Entonces, de todo lo que David nos contó… ¿crees algo?

—Venga, Jenna. Estamos hablando de una religión prácticamente extinguida. Si yo te dijera que Zeus robó el alma de tu hijo, ¿me creerías?

—Quizá. Si el contexto fuese el apropiado.

—Bueno, pues a eso me refiero —explicó Eddie—. Yo no lo creería. De modo que tú eres creyente y yo soy incrédulo. No hay problema. Se llama tolerancia religiosa. Es algo que practicamos en Estados Unidos.

—Muy bien chico listo, no crees y sólo estás ejerciendo tu tolerancia. Entonces ¿qué haces aquí?

Eddie sonrió y soltó su tenedor.

—¿No lo sabes?

—No, no lo sé.

Él la miró a los ojos.

—Bueno, piénsatelo y quizá lo descubras por ti misma.

Jenna lo contempló entornando los ojos. Era extraño. Le parecía tan familiar. Habría podido dibujar su retrato con los ojos cerrados. Pero no sabía nada de él. ¿En qué nivel funciona la atracción entre dos individuos? ¿Se trata del aspecto, de la personalidad, o de alguna otra cosa? De algo invisible. De una fuerza que no conocemos. De algún órgano de nuestro cuerpo que percibe los campos de energía que atraen mutuamente a la gente. Tal vez fuese el apéndice. O eso de las feromonas. Quizá funcionen de verdad.

—¿Quién eres? —le preguntó de pronto a Eddie.

—¿Yo? Un hombre, nada más.

—Quiero detalles. Antecedentes.

—Nacido y criado en Alaska. Tengo un hermano que vive en Tacoma. Me gano la vida pescando.

—¿Padres?

—Muertos.

—Lo siento.

—No lo sientas. No me caían muy bien.

A Jenna le sorprendió la frialdad de la respuesta de Eddie.

—No es un comentario muy simpático —dijo.

—No, quizá no —respondió él—. Pero en fin, si se hubiesen portado bien conmigo al menos una vez cuando vivían, es posible que yo hablara bien de ellos ahora que están muertos. La realidad es que no me dejaron buenos recuerdos, así que…

—¿Qué haces en tu tiempo libre?

—Nada. No tengo amigos, familia, pasatiempos… nada.

—Eres una cifra.

—¿Qué es eso?

—Una nulidad. Una página en blanco.

—Exacto. Eso soy.

—Qué aburrido.

—No, ser una cifra está bien —dijo él—. No hay compromisos ni obligaciones. No estoy obligado a sonreírle a la gente que no me cae bien. Me limito a existir.

—Como un monje.

—Tú lo has dicho. Como un monje. A veces, canto letanías. Pero aparte de eso, no soy más que una cifra.

Jenna lo miró a los ojos por un largo rato. Él se mantuvo impasible; pero sus ojos sonreían y Jenna se dio cuenta de que le estaba tomando el pelo.

—No te creo.

—¿Ah, no?

Eddie plegó su servilleta y la posó junto al plato de macarrones con queso.

—Bien —dijo—. ¿Cuál es nuestro próximo paso?

Jenna meneó la cabeza.

—Ni idea.

Miró por la ventana. Por detrás del cuadro del pescado azul con cuchillo y tenedor, vio a un indio viejo que avanzaba por la calle embarrada, con el cabello en la cara. Admiró su determinación. La forma en que caminaba, el modo en que sus ojos estudiaban el terreno que pisaba decían a las claras que tenía una meta. El viejo no se preguntaba adónde iba, sino cómo haría para llegar allí. Jenna hubiese querido sentir esa misma determinación. Creía haber encontrado lo que buscaba, que David Livingstone la guiaría a ello. Pero él la falló. Y ahora estaba otra vez en el punto de partida, atenazada por el temor de que su vida pasada estuviese tras sus pasos, a punto de atraparla. La semana anterior había consistido en una serie de avances y retrocesos, de picos y valles, un viaje que se hizo aún más difícil por su desconocimiento de cuál sería el destino final.

—Si regresamos esta noche, tendríamos que hacerlo antes de que comience a llover…, si es que llueve —dijo Eddie, interrumpiendo los pensamientos de Jenna.

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