A la entrada de la aldea, me crucé con el cartero que se preparaba para sonar su corneta.
—Una carta, mi amo —dijo alcanzándome un sobre azul.
Sentí gratísima emoción al reconocer la fina escritura. Pasé de prisa por la aldea, salí a un olivar, abrí la carta con impaciencia. Era breve y concisa; la leí de un tirón:
Llegados a las fronteras de Georgia, nos vemos a salvo de los kurdos, todo va bien, querido maestro. Al fin sé qué es la dicha, pues sólo ahora revestí de carne y sangre la antiquísima sentencia: la dicha reside en cumplir con el deber. Y cuanto más difícil fuere el deber, mayor será la dicha.
Dentro de pocos días, estas criaturas perseguidas y desfallecientes se hallarán en Batum, de donde recibí un telegrama: "Primeros barcos a la vista."
Estos millares de griegos inteligentes y laboriosos, con sus mujeres de amplias caderas y sus hijos de ojos llameantes, se verán transplantados en Macedonia y en Tracia. Haremos una transfusión de sangre nueva y rica en las viejas venas de Grecia.
Algo me fatigué; pero no importa. Hemos combatido, maestro, hemos vencido: me siento hondamente feliz.
Guardé la carta, apresuré el paso. También yo me sentía feliz. Seguí el escarpado sendero de la montaña estrujando entre los dedos una ramita de tomillo en flor. Poco faltaba para el mediodía; la sombra se estrechaba a mis plantas; un gavilán se deslizaba muy alto, con tan rápido movimiento de alas que parecía inmóvil. Oyendo el rumor de mis pasos, salió de entre la maleza una perdiz y su vuelo metálico rasgó el aire.
Estaba muy contento; me hubiera echado a cantar, de haberlo podido, pero sólo salían de la garganta gritos inarticulados.
"¿Qué te ocurre? —decía entre mí, mofándome de mí mismo—. ¿Tan patriota eras, sin saberlo? ¿O es el gran cariño que sientes por tu amigo? ¡Hombre! ¿No te sonrojas? ¡Domínate, recobra la calma!"
En tanto, con ánimo jubiloso, hallaba, chillando, el áspero sendero de la montaña. Un campanilleo me anunció la presencia de un hato de cabras, negras, pardas, grises, entre las peñas, bañadas de sol. Adelante avanzaba el macho, enhiesta la cerviz, apestando el aire con su hedor.
—¡Eh, compadre! ¿A dónde vas? ¿Qué buscas?
Un pastor, subido a una roca, silbando con los dedos entre los labios, me llamaba.
—¡Llevo prisa! —contesté, y seguí escalando la ladera.
—¡Detente y ven a refrescarte con un trago de leche! —exclamó el pastor brincando de peña en peña.
—¡Llevo prisa! —repetí; no quería interrumpir con la charla la expansión de mi júbilo interior.
—¡Hola, compadre, conque desdeñas la leche que te brindo! —dijo ofendido el pastor—. ¡Vete, pues, y que tengas buen viaje!
Con los dedos en la boca silbó para juntar el rebaño y todos, cabras, perros y pastor desaparecieron detrás de las rocas.
Pronto hube llegado a la cima. Al instante, como si aquella fuera la meta de mi marcha, me sentí calmado. Me tendí a la sombra de un peñasco y contemplé la llanura y el mar que se extendían a la distancia. Respiré hondamente; el aire olía a salvia y a tomillo.
Me levanté, cogí una brazada de salvia, la coloqué a guisa de almohada y me tendí de nuevo. Estaba fatigado; cerré los ojos.
Por un momento voló mi espíritu muy lejos, hacia los altiplanos cubiertos de nieve, esforzándose por evocar un rebaño de hombres, mujeres, niños y bueyes que se encaminaban hacia el norte, guiados por mi amigo como el hato por el macho cabrío. Pero al instante se me oscureció el cerebro, dominado por intenso deseo de dormir.
Quise resistirme, no permitir que me engullera el sueño y abrí los ojos. Posado frente a mí en la saliente de la roca se hallaba un cuervo, cuyas plumas de color negro azulado brillaban al sol; yo veía con nitidez la curva del gran pico amarillo. Me disgustó su presencia, pues lo tuve a mal agüero; tomé una piedra y se la arrojé: el cuervo, tranquilamente, con lentitud, desplegó las alas.
Cerré de nuevo los ojos, vencido, y de golpe caí en sueño profundo.
No debía de haber dormido más de unos segundos, cuando me incorporé lanzando un grito. El cuervo pasaba en ese momento sobre mi cabeza. Tembloroso me acodé a la roca. Una visión violenta había cruzado mi sueño como un tajo de sable.
Veíame en Atenas, caminando solo por la calle de Hermes. Ardía el sol; la calle se mostraba desierta; las tiendas cerradas; la soledad absoluta. Al pasar por frente a la iglesia de Kapnikarea, vi que desde la plaza de la Constitución venía mi amigo, pálido y sofocado; iba detrás de un hombre muy alto, muy delgado, que a pasos de gigante regresaba a su casa. Mi amigo llevaba el uniforme de gala de los diplomáticos; al advertir mi presencia me gritó desde lejos, jadeante.
—¡Hola, maestro! ¿Qué es de ti? Hace un siglo que no te veo; ven esta tarde y conversaremos.
—¿A dónde? —grité también muy fuerte, como si mi amigo estuviera muy lejos y hubiera yo de alzar al extremo mi voz para que me oyera.
—En la plaza de la Concordia, esta tarde, a las seis. En el café "La Fuente del Paraíso".
—Bien —respondí— iré.
—Lo dices —agregó con tono de reproche—, lo dices, pero no irás.
—¡Iré, por cierto! ¡Dame la mano! —grité.
—Tengo prisa.
—¿Por qué tanta prisa? Dame la mano.
Tendió el brazo hacia mí y, de repente, el brazo se le desprendió del hombro y cruzando el espacio vino a cogerme de la mano.
Me espantó el helado contacto, di un grito y desperté sobresaltado.
El cuervo volaba por sobre mi cabeza. De mis labios manaba veneno.
Volvíme hacia el este, posando la mirada en el horizonte, cual si quisiera horadar con ella la distancia y ver... Mi amigo estaba en peligro, no me quedaba duda. Tres veces grité su nombre:
—¡Stavridaki! ¡Stavridaki! ¡Stavridaki! —como para darle ánimo; pero mi voz se perdió a las pocas brazas, en el aire.
Emprendí el camino del descenso. Rodaba por la ladera, tratando de que la fatiga desalojara al dolor. La mente intentaba en vano recoger los misteriosos mensajes que a veces logran abrirse paso por los cuerpos y llegar al alma. En lo íntimo de mi ser, la certidumbre inexplicable, más honda que la razón, enteramente animal, me embargaba de terror. La misma certidumbre que mueve a ciertos animales, ovejas, ratas, antes que se desencadene un terremoto. En mí despertaba el alma de los hombres primitivos, tal como era antes que se apartaran enteramente de la vida universal, cuando percibían aún directamente, sin las deformaciones de la razón, la verdad.
—¡Se halla en peligro! Se halla en peligro... —murmuraba—. Quizás él no lo sepa todavía. Yo lo sé, estoy seguro de ello...
Bajé corriendo por la montaña; tropezaba en montones de piedras y rodaba arrastrando en la caída cantidad de guijarros. Me levantaba, sangrantes manos y piernas, desollado por todas partes.
—¡Se muere, se muere! —decíame, y se me anudaba la garganta.
El hombre, eterno miedoso, alzó en torno de su mísera existencia una fortaleza que supone inexpugnable; refúgiase en ella y trata de darle cierto orden y alguna seguridad. Un poco de dicha. Todo ha de seguir los caminos trillados, la sacrosanta rutina, obedecer a leyes sencillas y firmes. En ese claustro fortificado, al abrigo de las violentas incursiones del misterio, se arrastran, todopoderosas, las pequeñas certezas de mil patas. Sólo existe un enemigo formidable, temido y odiado a muerte: la gran certidumbre. Ahora bien, precisamente esa gran certidumbre, tras asaltar las murallas, se arrojaba con incontenible ímpetu sobre mi alma.
Cuando llegué a la playa, respiré un momento.
"Todos esos mensajes —pensé—, nacen de nuestra propia intranquilidad y durante el sueño toman las vestiduras del símbolo. Pero nosotros mismos les damos vida; no vienen de afuera." Y tal pensamiento apaciguóme un tanto. La razón restauraba el orden en mi corazón, le cortaba las alas al extraño murciélago, lo tajaba, lo cercenaba, hasta dejarlo convertido en ratoncillo doméstico.
Al entrar en la cabaña, sonreía ante mi ingenuidad; me avergonzaba de haber permitido que el pánico me dominara de tal modo. Volví a caer en rutinaria realidad; sentía hambre, sed, escocíanme las desolladuras. Se me calmaba el corazón: el terrible enemigo que salvara las murallas exteriores se veía contenido en la segunda línea fortificada de mi alma.
A
QUELLO
había terminado, Zorba juntó herramientas, cable, vagonetas, hierro viejo, maderos, y fue apilándolos en la playa, de donde los llevaría un caique poco después.
—Todo eso es tuyo, Zorba; yo te lo doy. ¡Buena suerte!
Zorba se llevó la mano al cuello, como para ahogar un sollozo.
—¿Nos separamos? —murmuró—. ¿A dónde piensas irte, patrón?
—Iré a países extranjeros, Zorba. Todavía le quedan muchos papeluchos por roer a la cabra que alienta en mí.
—¿No te has enmendado, patrón?
—Sí, Zorba, gracias a ti; pero quiero hacer con los libros lo que tú con las cerezas; darme tal atracón que me provoque vómitos y me quite las ganas.
—¿Y qué será de mí cuando te vayas, patrón?
—No te aflijas, Zorba, volveremos a encontrarnos, y ¡quién sabe!, tan fuerte es la voluntad del hombre que, sin duda, un día realizaremos nuestro grandioso proyecto: edificaremos un monasterio propio, sin dios ni diablo, sólo para hombres libres; y en él tú guardarás la puerta, Zorba; de tu cintura penderán las grandes llaves que lo abran y lo cierren, como las de san Pedro...
Sentado en el suelo, Zorba, apoyada la espalda a la barraca, llenaba vaso tras vaso y bebía sin decir palabra.
Había caído la noche; terminada nuestra cena conversábamos por última vez, echando tragos. Al día siguiente, muy temprano, habríamos de separarnos.
—Sí, sí... —decía Zorba, mientras se tironeaba del bigote y bebía—. Sí, sí...
El cielo colmado de estrellas; la noche bañada de azul; el corazón, tratando de cicatrizarse, se contenía.
"Despídete de él para siempre —pensaba yo—, ¡nunca ya, nunca jamás volverán tus ojos a verlo!"
A punto estuve de echarme contra el curtido pecho y dar rienda suelta a las lágrimas; pero me avergoncé de tal impulso y reí para disimular la emoción que me embargaba. No lo conseguí; se me había cerrado la garganta.
Miré cómo tendía Zorba el cuello de ave rapaz mientras bebía callado. Lo miraba y se me empañaban los ojos. ¿Qué misterio atroz es el de la vida? Los hombres se unen y se separan como las hojas que arrastra el viento; en vano quiere la retina guardar una imagen del rostro, del cuerpo, de los gestos del ser querido: a los pocos años no recordaréis ya si eran azules o negros sus ojos.
"¡De bronce habría de ser, de acero templado, el alma humana —exclamaba yo dentro de mí—, y no de viento!"
Zorba bebía, inmóvil, con la cabeza erguida. Pensárase que escuchaba rumor de pasos que se aproximaban en la noche, o que se alejaban en las profundas intimidades de su ser.
—¿En qué piensas, Zorba?
—¿En qué había de pensar, patrón? En nada. En nada. ¡Te digo que no pienso en nada!
Al cabo de un instante, alzando el vaso lleno de nuevo:
—¡Por ti, patrón!
Brindamos. Comprendíamos ambos que tal áspera tristeza no podía durar indefinidamente. O estallábamos en sollozos, o nos embriagábamos, o nos entregábamos a una danza frenética.
—Toca algo, Zorba.
—El
santuri
, ya lo sabes, patrón, exige corazón contento. Dentro de un mes tocaré; de dos meses, de dos años ¡qué sé yo! Cantaré, entonces, la separación, para siempre jamás, de dos seres.
—¡Para siempre! —exclamé acongojado. En mi interior pronunciaba, sí, las palabras irreparables; pero el alma se sorprendió al oírlas de otros labios. Me espantaron.
—¡Para siempre! —repitió Zorba, tragando saliva con dificultad—. Sí, para siempre. Pues eso que me dices de que volveremos a encontrarnos, de que formaremos un monasterio, son paliativos indignos y no los acepto. ¡No los quiero! ¿Somos, acaso, unas mujercillas, que tengamos necesidad de consuelo? No tenemos necesidad de consuelos. ¡Y es para siempre!
—Quizás me quede aquí contigo, Zorba... —dije, alarmado por el desesperado enternecimiento de Zorba—. Quizás vuelva aquí contigo. ¡Tengo entera libertad de mis actos!
Zorba meneó la cabeza.
—No, patrón, no la tienes. La cuerda que te sujeta es un tanto más larga que la de los demás. No hay otra cosa. Tu cuerda, patrón, es larga; vas y vienes, crees que libremente; pero no cortas la cuerda. Y mientras no se la haya cortado...
—¡La cortaré algún día! —dije desafiante, pues las palabras de Zorba herían en mí una llaga abierta y me escocían.
—Difícil es, patrón, muy difícil. Para ello es menester una pizca de locura, de locura ¿oyes? ¡Y arriesgarlo todo! En cambio, tú tienes muy sano el cerebro y él podrá más que tú. El cerebro es buen tendero que lleva correcto registro de gastos, de entradas, de beneficios logrados y de pérdidas. Es un prudente tenderillo que no arriesga todo, sino que aparta reservas para las contingencias inesperadas. No corta la cuerda; al contrario, la tiene bien sujeta en la mano, el muy pillo; porque si se le escapa está perdido. ¡Perdido sin remedio! Pero, dime tú: si no cortas la cuerda, ¿qué sabor tiene la vida? ¡A infusión de manzanilla, a insípida infusión de manzanilla, no a ron que te permite ver el mundo del revés!
Calló y llenó otro vaso; pero lo dejó sin beberlo.
—Tienes que disculparme, patrón —dijo—, yo sólo soy un necio. Las palabras se me pegan a los dientes como el barro a los pies. No logro trenzar bonitas frases y gastar cumplidos. No puedo. Pero tú me entiendes.
Vació el vaso y me miró.
—¡Tú entiendes! —exclamó como si de pronto lo dominara la ira—. ¡Tú entiendes y por eso no hallarás nunca paz! Si no entendieras serías dichoso. ¿Qué te falta? Eres joven, tienes dinero, gozas de buena salud, eres inteligente, de buena índole. ¡Nada te falta, rayos! A no ser una cosilla única: un grano de locura. Y cuando eso falta, patrón...
Meneó la cabezota y calló de nuevo.
Por poco me echo a llorar, pues cuanto decía Zorba era exacto. De niño sentía yo impulsos desatinados, deseos por sobre lo factible; el mundo no bastaba para contener mis ansias.
Con el correr del tiempo, poco a poco, fui asentando el juicio. Trazaba límites, establecía separación entre lo posible y lo imposible; entre lo humano y lo divino; sujetaba con fuerza mi cometa para que no se me fuera.