Alcazaba (41 page)

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Authors: Jesús Sánchez Adalid

Tags: #Novela histórica

BOOK: Alcazaba
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Confusos, los jefes de la ciudad se miraron unos a otros. Alguien de entre ellos comentó:

—Debe de ser la avanzadilla. El grueso del ejército ha de venir detrás.

Pero, repentinamente, uno de los vigías que era famoso por su larga vista empezó a gritar desde la torre:

—¡Cruces! ¡Cruces! ¡Las insignias llevan cruces bordadas! ¡Hay cristianos en esa hueste!

Se formó un gran alboroto. Todo el mundo aguzaba los ojos y se ponía la mano en la frente para ver si era verdad lo que avisaba el centinela. Y enseguida, aquí y allá, atestiguaron otras voces:

—¡Es cierto! ¡Son cruces! ¡Los estandartes y pendones llevan signos cristianos!

Solo un momento después, todo Mérida pudo confirmarlo desde las murallas y los tejados. Aquellos guerreros no pertenecían al ejército del emir y la sorpresa inicial pronto se transformó en una pregunta: ¿quiénes eran, pues, esos soldados?

Corrió por toda la ciudad un murmullo de desconcierto. El valí miraba a su alrededor esperando que alguien le explicara lo que estaba sucediendo; pero todos los jefes se hallaban sumidos en la misma incertidumbre.

—¡Es muy raro! —exclamaban—. ¡¿Quién es esa gente?! ¿De dónde vendrán?…

Por su parte, el duc Claudio, que como los demás observaba muy atento aquel ejército, sintió que su corazón latía con fuerza, la cara se le había puesto roja y los ojos le brillaban de alegría; fuera de sí, empezó a proclamar a voces:

—¡Son los lábaros del rey cristiano! ¡Mirad, hermanos! ¡Es la santa cruz del reino del Norte! ¡Lo que prometieron lo han cumplido! ¡Es la gente de Galaecia!

Todos se le quedaron mirando perplejos. El valí fue hacia él y le preguntó:

—¿Qué es eso que dices? ¿De qué hablas? ¿Qué rey es ese?…

Pero Claudio parecía haber enloquecido de contento y corría escaleras abajo en dirección a la puerta sin dejar de gritar:

—¡Es el lábaro santo cristiano! ¡Abridme! ¡Abrid esa puerta, que he de salir a recibirlos!…

La noticia se propagó de repente por todas partes y en el barrio dimmí se alzó un clamor impresionante. La gente cristiana parecía estar asistiendo a la realización de un milagro; unos lloraban, otros reían y se empezaron a elevar cantos y plegarias en acción de gracias.

Los musulmanes, en cambio, se quedaron atónitos y miraban boquiabiertos hacia aquel contingente de soldados desconocidos, que avanzaban despacio, con sus estandartes de seda azul con cruces bordadas en oro y sus largas lanzas que apuntaban al cielo; sus armaduras, sus cascos, los petos de sus caballos…, todo en ellos resultaba extraño y de origen lejano.

El valí estaba con aire confuso, frunciendo todavía el ceño. La entusiasta reacción del duc no parecía haberle agradado lo más mínimo y fue hacia donde estaba el cadí Sulaymán para preguntarle:

—¿Qué sabes tú de esto? ¿Qué suerte de maniobra es esta?

El cadí de los muladíes sacudió la cabeza y respondió secamente:

—Lo mismo que tú sé… ¡Nada!

Claudio estaba ya abajo montado en su caballo, esperando a que le abrieran la puerta y seguía con sus voces cargadas de exaltación e impaciencia:

—¿A qué esperáis? ¡Vamos, abridme de una vez! ¡Debo salir a recibirlos!

Los guardias miraban hacia el valí, atravesados los rostros por un gran estupor. Y Mahmud, que estaba contrariado por toda aquella precipitación y por tan repentino cambio en el curso de los acontecimientos, rugió alzando la mano con autoridad:

—¡Ni hablar! ¡No dejaré entrar a toda esa gente armada en la ciudad!

Las rubias cejas de Claudio se levantaron en un gesto de sorpresa y permaneció un momento en silencio lanzando chispas por los ojos. Luego desenvainó su espada y gritó con gesto amenazante:

—¡Si no mandas abrir esta puerta ahora mismo, atente a las consecuencias! ¡Mi gente está armada! ¡Nada tenemos que perder! ¡Lucharemos contra vosotros aquí dentro y abriremos la puerta! ¡Piénsalo bien, valí!

Se hizo un gran silencio y una terrible tensión se interpuso entre unos y otros. Después hubo ruido metálico de armas que se aprestaban a la lucha y algunas voces contenidas.

Mahmud, encendido de cólera, apretó los puños y, elevándolos por encima de su cabeza, exclamó:

—¡Raza de demonios! ¡De manera que este era vuestro plan!

Todos los nobles cristianos habían sacado ya sus espadas y avanzaban hacia la puerta en actitud agresiva. También muchos de los arqueros, que eran dimmíes, se volvían apuntando ahora con sus flechas hacia el interior de la ciudad. Y los musulmanes, a su vez, se disponían para hacerles frente. Unos y otros se miraban con odio y sus espíritus rebosaban propósitos asesinos.

Entonces Sulaymán se temió lo peor y, en un arranque de cordura, cruzó de unas cuantas zancadas la torre y se puso frente al valí, gritando a voz en cuello:

—¡Por Dios bendito, qué locura vais a hacer! ¡Deteneos!

Se hizo un gran silencio. Nadie se movía y todas las miradas estaban ahora pendientes del cadí, en un estado límite de tensión y preocupación. Y Sulaymán, consciente de ello, encontró a todos bien dispuestos para escucharle, unos por respeto hacia él, otros por desesperación, y les dirigió estas palabras:

—¡Hicimos un juramento! Todos los que aquí estamos nos comprometimos mediante un pacto a defender esta ciudad y librarla de los abusos de Córdoba. Porque, aunque no todos descendemos de los mismos antepasados, vivimos dentro de las mismas murallas y sentíamos de la misma manera que habíamos perdido nuestros legítimos derechos y que nos estábamos revolcando en el fango de la miseria y la inmundicia, sometidos a jefes que nos extorsionaban. Por eso vimos llegado el límite y nos pusimos en pie contra el tirano… ¿Vamos a pelearnos ahora entre nosotros?

Mahmud, con la cara aún más sombría, masculló una respuesta inaudible mientras se daba la vuelta para ver la reacción de su Consejo. Y con el valor que le infundía saberse respaldado por los suyos, dijo:

—No me convencerás de que le abra las puertas a los infieles. Si no rendiré la ciudad al emir, mucho menos a los dimmíes.

—De acuerdo —asintió Sulaymán—. Pero averigüemos primero quiénes son esos cristianos y con qué fin han venido.

El duc Claudio, que seguía frente a la puerta al pie de la torre, descabalgó y subió con pasos rápidos y violentos, hasta detenerse en el extremo de la escalera. Tenía el rostro acalorado a causa de su estado anímico de excitación, y la vitalidad de la juventud corría por su cuerpo fuerte, esbelto, y asomaba en el semblante de bellas facciones, en el que destacaba la nariz recta y los ojos grises grandes e inteligentes.

Se hizo un silencio que duró breves instantes. El sol intenso de mayo acrecentaba aquel ambiente cargado de sangrantes intenciones.

A pesar de los esfuerzos de Mahmud por controlar su temor y su ira, la voz le traicionó:

—¡No des un paso más!

Sulaymán comprendió entonces que había llegado el momento fatal y, con acento de desesperación, fue hacia Claudio diciendo:

—Seamos sensatos… ¡En el nombre del único Dios!

El duc bajó la cabeza confuso, miró de reojo a los suyos, meditó y, con gesto sumiso, arrojó la espada a los pies del valí diciendo con tranquilidad:

—El cadí de los muladíes tiene razón; hablemos como hijos de Dios, sin dejar que lo hagan por nosotros las armas.

Mahmud, que se había preparado para lo peor, no podía dar crédito a lo que oía, y se quedó mirándole con el pasmo reflejado en sus ojillos oscuros. En ese momento, Sulaymán, que se había apartado a un lado, volvió al medio de la torre y exclamó, esbozando una sonrisa de satisfacción:

—¡Alabado sea Dios! ¡Una pelea entre nosotros habría sido el final de esta ciudad!

Se desvaneció la sorpresa en el rostro del valí y, retornando a su hierática expresión, se volvió hacia su gente y les ordenó:

—¡Al suelo las armas!

Espadas, lanzas y flechas cayeron sonoramente sobre las piedras. Acto seguido, en la parte de los cristianos también se elevó idéntico estrépito. Y cuando todos estaban desarmados, Mahmud le preguntó a Claudio:

—Por el Dios de la verdad, te conmino a que nos digas quiénes son esos soldados y a qué han venido.

El joven duc, feliz de que le dirigiera la palabra con tanta cordialidad después de lo sucedido, se disculpó:

—Dios me perdone, pues los nervios y la emoción me traicionaron. De ninguna manera pretendí romper nuestro juramento ni transgredir los términos de nuestro pacto. ¡Juro que ha sido el ímpetu! Si te he faltado en algo, te ruego que me comprendas.

Mahmud sonrió al fin.

—Estás perdonado. Y ahora, dime de una vez quién es esa gente cristiana y cuáles son sus propósitos.

A lo que Claudio respondió vivamente:

—Solo sé por sus insignias que vienen del Norte. Hombres del rey de Galaecia son. Pero nada más puedo decirte. Por eso te ruego que me permitas ir a su encuentro para enterarme de lo demás.

El valí se quedó mirándole fijamente unos instantes y, después de pensarlo, respondió:

—Ve, pero hazlo solo.

Y volviéndose hacia sus hombres, les ordenó:

—¡Abridle la puerta!

Montó el joven duc en su caballo y salió al galope en dirección al norte, por la calzada que discurría al pie del acueducto. Recorrió un tramo bajo el azul del cielo y, al momento, varios jinetes salieron a su encuentro descendiendo por la pendiente de un cerro. Claudio descabalgó a cincuenta pasos y ellos hicieron lo mismo, respetando los antiguos usos de la guerra que mandaban parlamentar pie a tierra. Se aproximaron caminando y, cuando estaban a suficiente distancia para verse las caras, el duc exclamó:

—¡Aquila!

—¡Claudio! —contestó uno de los hombres que venían hacia él.

La gente vio desde las murallas cómo ambos se saludaban con un abrazo y se elevó un denso murmullo de voces sorprendidas. Mahmud miró a Sulaymán y preguntó con ironía:

—¿No decía que no los conocía?

El cadí comentó:

—Tengamos paciencia. Hemos decidido confiar en él.

Observaron en silencio cómo Claudio y Aquila hablaban durante un largo rato y cómo después volvían a montar en sus caballos y venían al trote hacia la ciudad.

—¡Dejadles entrar! —ordenó el valí a la guardia.

En medio de una gran expectación, los dos jóvenes cruzaron el puente y entraron por la puerta de Toledo. En la torre, todos estaban intrigados e impacientes.

Nada más llegar arriba, Claudio anunció:

—Este cristiano es el príncipe Aquila, hijo del clarísimo varón Pinario. Viene del Norte, del reino del rey Alfonso de Asturias, para darnos importantes noticias.

Y se hizo a un lado para dejar paso al recién llegado, que entró en la torre sin armas, vestido con un largo blusón azul, bajo el cual asomaba la cota de malla. El rostro atezado de Aquila tenía una expresión serena y sonriente; los ojos claros y el cabello castaño alborotado le daban un aire de inocencia que infundía confianza. Con cortesía, se dirigió al conjunto de los jefes y dijo:

—Imploro la paz de Dios para esta ciudad. Os saludo y os traigo el respeto y los mejores deseos de parte de mi señor Alfonso, rey de Galaecia.

Todos estaban pendientes de su voz, de la que se desprendía cierto acento afectuoso, haciendo que asomara la curiosidad en los rostros. Mahmud avanzó unos pasos hacia él y, con tono autoritario, le preguntó:

—¿A qué habéis venido desde tan lejos?

—Traemos un mensaje que os interesa mucho.

Todos clavaron en él sus ojos, sorprendidos, y el valí dijo secamente:

—Espero que lo que tienes que anunciar sea algo bueno.

Aquila empezó a hablar en tono triunfalista:

—Aunque somos del reino de Galaecia, no venimos directamente de allí. Venimos de Toledo y hemos cabalgado deprisa por delante del emir de Córdoba, para llegar a Mérida antes que él… Porque hemos sido testigos de la gran revuelta que ha habido en Toledo. Abderramán no ha podido sofocarla y vuelve a Córdoba derrotado…

Se escucharon exclamaciones de asombro y todos se miraron con ojos de incredulidad. Mahmud dijo irónico:

—Sin duda bromeas.

—No bromeo en absoluto. Lo que os digo no es ni más ni menos que la pura verdad. Los toledanos se alzaron en armas y resistieron durante meses el asedio del ejército de Córdoba, y este, agotado por el invierno y la falta de víveres, tuvo que deponer el sitio y volverse. Los cordobeses vienen detrás de nosotros hacia aquí. Les hemos adelantado dando un rodeo y hemos galopado para unirnos a vosotros. En nuestra hueste vienen hombres de Asturias, de Galicia y del Imperio de los francos, romanos, germanos y gente del Norte que se han unido para luchar contra Abderramán. Aquí, entre todos, podemos alcanzar la victoria final y acabar con la tiranía de Abderramán.

Claudio intervino con entusiasmo:

—¡Por la gloria y la grandeza de Dios! ¡Esto es mucho más de lo que podíamos esperar!

Al valí se le nubló el rostro de confusión y se puso a gritar:

—¡Es una locura! ¡Cómo vamos a creernos tal fantasía! ¡Nadie puede vencer a Córdoba!

Sulaymán, tratando de apaciguarle, le dijo con toda suavidad:

—No perdemos nada intentando averiguar si es verdad lo que nos dice. Esperábamos que un día u otro el emir pasase de vuelta por aquí. De todas formas, tenemos decidido enfrentarnos a él y cerrarle nuestra ciudad y nuestro puente. ¡Nada ha cambiado! Tú mismo me juraste que le plantaríamos cara. No podemos sino dar gracias a Allah por estas noticias.

El valí insistió, en tono circunspecto:

—Es una locura, lo que dice es difícil de creer…

Claudio intervino:

—¡Es nuestra gran oportunidad! ¡Es nuestra última esperanza! El rey cristiano nos prometió ayuda y viene a cumplir su promesa. Yo mismo le visité en su reino y me aseguró que en primavera enviaría socorro a Toledo y después a Mérida.

Mahmud, malhumorado, respondió:

—¡No puedo fiarme de infieles! ¿Cómo voy a consentir que salgamos del dominio del emir para caer en manos de rumíes cristianos?

Aquila volvió a hablar entonces:

—El rey de Galaecia no busca dominaros, sino hacer una alianza en términos de igualdad.

Todos los que le oyeron decir esto, sorprendidos, alargaron el cuello hacia delante. Sulaymán preguntó:

—¿Y qué pide el rey cristiano a cambio?

Claudio se apresuró a corregirle:

—¿No has oído que no pide nada a cambio? ¡Se trata de una alianza contra Abderramán!

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