Albert Speer (77 page)

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Authors: Memorias

Tags: #Biografía, Historia

BOOK: Albert Speer
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A fines de otoño de 1944, Hitler intervino inesperadamente en la producción de caretas antigás y nombró a un delegado especial, dependiente de él. Con toda urgencia se elaboró un programa que debía proteger a toda la población de los efectos de una guerra de gases. Si bien, por orden expresa de Hitler, a partir de octubre de 1944 se consiguió triplicar la producción, que llegó a 2.300.000 unidades, la protección de la población urbana no podría garantizarse hasta varios meses después, por lo que los órganos del Partido publicaron consejos para fabricarse protecciones rudimentarias hechas de papel.

Aunque por aquel entonces Hitler solía hablar del peligro de un ataque enemigo con gases venenosos contra las ciudades alemanas,
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mi amigo el doctor Karl Brandt, a quien él había encomendado las medidas de protección, contemplaba la posibilidad de que aquellos febriles preparativos estuvieran destinados a protegernos de una guerra de gases iniciada por nosotros. Entre nuestras «armas milagrosas» había un gas venenoso, llamado tabún, que penetraba a través de los filtros de todas las máscaras antigás conocidas y tenía efectos letales incluso en cantidades mínimas.

En otoño de 1944, Robert Ley, químico de profesión, me llevó de regreso en su coche-salón tras una reunión en Sonthofen. Como era habitual en él, nos sentamos junto a una botella de vino. La excitación acentuaba su tartamudeo.

—Pero ahora tenemos ese nuevo gas, he oído hablar de él. El
Führer
tiene que usarlo, es preciso, y tiene que ser ahora. ¿Cuándo, si no? ¡Es la última oportunidad! También usted debería decirle que no puede esperar más.

Me callé. Pero, al parecer, Ley ya había sostenido una conversación parecida con Goebbels, quien preguntó a nuestros colaboradores de la industria química por el veneno y sus efectos e intervino ante Hitler para que se empleara el nuevo gas. Aunque este siempre se había resistido a utilizarlo, ahora, durante una reunión estratégica celebrada en el cuartel general, insinuó que si se usara en el frente del Este se podría contener el avance de las tropas soviéticas. Con ello expresaba la vaga esperanza de que las potencias occidentales aceptarían una guerra de gases contra el Este, ya que en aquella fase los gobiernos de Inglaterra y Estados Unidos estarían interesados en detener el avance de los rusos. Como ninguno de los que asistíamos a la reunión reaccionó positivamente, Hitler no volvió a hablar del tema.

No hay duda de que el generalato temía las imprevisibles consecuencias de una decisión semejante. En cuanto a mí, el 11 de octubre de 1944 escribí a Keitel para comunicarle que, debido al colapso de la industria química, las materias primas cianuro y metanol se habían agotado.
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Por lo tanto, a partir del 1 de noviembre debería suspenderse la fabricación de tabún y reducirse a la cuarta parte la de gas mostaza. Aunque Keitel logró que Hitler diera la orden de no reducir la producción de gas venenoso bajo ningún concepto, esas órdenes ya no tenían nada que ver con la realidad. Sin darle ninguna respuesta, la asignación de las materias primas fundamentales para las industrias químicas se ajustó a mi propuesta.

• • •

El 11 de noviembre tuve que añadir un nuevo aviso de alarma a mi memoria sobre las carencias de la industria del carburante: hacía más de seis semanas que el territorio del Ruhr se encontraba prácticamente incomunicado. Escribí a Hitler que «dada la estructura económica general del Reich, resulta evidente que, a la larga, la pérdida de la zona industrial de Renania y Westfalia sería insoportable tanto para la economía alemana como para continuar con éxito la guerra. […] Varias fábricas de armamento de importancia capital se encuentran al borde de la paralización y en las presentes circunstancias no existe posibilidad de evitarla».

Añadí que, como el carbón ya no podía ser transportado al resto del territorio del Reich, las existencias con que contaban los ferrocarriles disminuían rápidamente, las fábricas de gas amenazaban detenerse, las de aceites y margarinas tampoco podrían seguir trabajando y hasta las entregas de coque a los hospitales eran insuficientes.
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En efecto, por todas partes se veía el final. Se advertían síntomas de una creciente anarquía. Los transportes de carbón no llegaban a su destino porque eran detenidos por el camino y requisados por los jefes regionales para satisfacer sus necesidades. Los edificios de Berlín estaban sin calefacción y los suministros de gas y electricidad sólo funcionaban algunas horas al día. Llegó una enfurecida queja de la Cancillería del Reich porque nuestra Central de Carbón le había denegado el suministro para el resto del invierno.

La situación ya no nos permitía llevar a cabo nuestros programas y sólo podíamos tratar de producir las piezas que faltaran. Cuando se agotara el resto de las existencias, el programa de armamentos quedaría cerrado. Sin embargo, subestimé —como también lo hicieron los estrategas de la aviación enemiga— la gran reserva de piezas sueltas que se había acumulado en las fábricas.
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Una investigación a fondo reveló que seguíamos pudiendo producir una buena cantidad de armamentos, aunque sólo durante unos meses. Hitler aceptó con una calma casi tétrica la necesidad de recurrir a un último Programa de Emergencia o de Complemento, como nosotros lo llamamos. No pronunció ni una palabra sobre sus consecuencias, si bien estas quedaban muy claras.

En aquel tiempo, durante una reunión estratégica, Hitler comentó, en presencia de todos los generales:

—Tenemos la suerte de contar con un verdadero genio en el suministro de armamentos. Me refiero a Saur. Es capaz de vencer cualquier dificultad.


Mein Führer
, el ministro Speer está aquí —le hizo notar el general Thomale.

—Ya lo sé —respondió él con sequedad, molesto por la interrupción—. Pero Saur es el genio que sabrá dominar la situación.

Por curioso que pueda parecer, tomé esta ofensa deliberada sin inmutarme, casi con indiferencia: ya estaba empezando a despedirme.

• • •

El 12 de octubre de 1944, cuando se había vuelto a consolidar la situación militar en el Oeste y se pudo volver a hablar de un frente y no sólo de hombres indefensos que retrocedían en oleadas, Hitler me llevó aparte después de una reunión estratégica. Me hizo prometer silencio y me dijo que pensaba reunir todos los efectivos disponibles en el Oeste para llevar a cabo una gran ofensiva:

—Es preciso que organice usted a los obreros de la construcción en un cuerpo que esté lo bastante motorizado para encargarse de levantar puentes de todas clases, aunque se interrumpan las comunicaciones ferroviarias. Aténgase para ello a las formas de organización que ya demostraron su eficacia en la campaña occidental de 1940.
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Yo objeté que apenas dispondríamos de camiones suficientes para semejante empresa.

—En un caso así, todo lo demás tiene que esperar —dijo en tono tajante—. No importan las consecuencias. Esta será la gran batalla y hay que ganarla a toda costa.

Hacia fines de noviembre, Hitler declaró una vez más que todo lo cifraba en aquella ofensiva y, como estaba seguro del triunfo, no le importaba reconocer que aquella iba a ser la última tentativa:

—Si fracasa, no veo otra posibilidad de ganar la guerra… Pero nos abriremos paso —añadió, perdiéndose de nuevo en unas quimeras cada vez más irreales—. ¡Una sola brecha en el frente del Oeste! ¡Ya lo verán! Eso provocará el pánico entre los americanos. Cruzaremos por el centro y tomaremos Amberes. Entonces habrán perdido su puerto de avituallamiento y se formará un cerco enorme alrededor del ejército británico; tomaremos cientos de miles de prisioneros. ¡Igual que hicimos en Rusia!

Cuando por aquellas mismas fechas me reuní con Albert Vögler para tratar de la desesperada situación que los bombardeos habían creado en el Ruhr, me preguntó sin ambages:

—¿Cuándo va a terminar esto?

Yo le insinué que Hitler quería concentrar todos los efectivos para hacer un último esfuerzo, pero Vögler insistió:

—Supongo que tiene claro que después de eso todo habrá acabado, ¿no? Estamos perdiendo demasiadas cosas sustanciales. ¿Cómo vamos a llevar a cabo la reconstrucción si continúan bombardeando las industrias, aunque esto sólo dure unos meses más?

—Yo creo que Hitler se dispone a jugar su última carta y que él lo sabe —respondí.

Vögler me miró con escepticismo.

—Desde luego, será su última carta, porque nuestra producción se está resquebrajando en todos los frentes. ¿La acción será contra el Este, para darnos un respiro por ese lado?

Le respondí con una evasiva.

—Seguro que será en el frente del Este —afirmó Vögler—. Nadie puede estar tan loco como para desprotegerlo e intentar contener al enemigo en el Oeste.

En las reuniones estratégicas celebradas a partir de noviembre, el capitán general Guderian, jefe del Alto Estado Mayor del Ejército de Tierra, no dejaba de llamar la atención de Hitler sobre la amenaza que representaba para la Alta Silesia la concentración de tropas en el frente oriental. Naturalmente, pretendía que las divisiones que se habían formado para lanzar la ofensiva en el Oeste fueran trasladadas al Este para evitar una catástrofe. Por cierto que en el proceso de Nuremberg varios acusados trataron de justificar la prolongación de la guerra más allá del invierno de 1944-1945 aduciendo que Hitler prosiguió la lucha con el fin de salvar la vida de los refugiados del Este y exponer al menor número posible de soldados alemanes a ser capturados por los rusos. Sin embargo, las decisiones que tomó en aquel tiempo demuestran precisamente lo contrario.

Yo defendía la opinión de que era necesario jugar la «última carta» de Hitler con la mayor eficacia posible. Por consiguiente, acordé con el comandante en jefe del Grupo de Ejércitos B, mariscal Model, que durante la ofensiva se le prestaría un apoyo armamentístico improvisado. El 16 de diciembre, fecha del ataque, me instalé en un pequeño cuartel habilitado en un pabellón de caza de los alrededores de Bonn. Ya durante el viaje nocturno hacia el Oeste, en un automotor de los ferrocarriles del Reich, pude ver las estaciones de maniobras del este de Alemania llenas a rebosar de trenes de mercancías; los suministros para la ofensiva se habían quedado atascados allí a consecuencia de los ataques aéreos.

El cuartel general de Model se hallaba en el fondo de un estrecho valle boscoso del Eifel, en el pabellón de caza de un rico industrial. Al igual que el Estado Mayor del Ejército, también Model había renunciado a construir ningún bunker allí, a fin de no llamar la atención de los servicios de espionaje enemigos sobre aquel lugar. Model estaba satisfecho, pues el ataque por sorpresa había sido un éxito y se había roto el frente; sus tropas avanzaban con rapidez. El tiempo era favorable, justo como lo había deseado Hitler antes de la ofensiva:

—Tiene que hacer mal tiempo; si no, la operación no resultará.

En mi calidad de merodeador de batallas, traté de acercarme al frente todo lo posible. Las tropas avanzaban satisfechas, pues las nubes bajas impedían que actuaran las fuerzas aéreas. Sin embargo, al segundo día la situación de los transportes era ya caótica. Los camiones pesados avanzaban metro a metro por la carretera de tres carriles. Para recorrer de tres a cuatro kilómetros, mi coche, rodeado por camiones de municiones, necesitaba un promedio de una hora. Temía que el tiempo pudiera aclarar.

Model encontró varias razones para explicar aquel desconcierto, entre otras la falta de disciplina de las nuevas unidades y el caos de la retaguardia. Sea como fuere, era evidente que el Ejército de Tierra había perdido su proverbial capacidad de organización, sin lugar a dudas a causa de los tres años de ser dirigido por Hitler.

El primer objetivo de nuestro trabajoso avance era un puente que había sido destruido y que se hallaba al norte de la posición ocupada por el VI Ejército Acorazado de las SS. En mi deseo de ayudar, había prometido a Model que trataría de hallar el medio de repararlo a la mayor brevedad. Los soldados reaccionaron con escepticismo al verme aparecer. Mi asistente oyó a uno de ellos explicar así el motivo de mi visita:

—El
Führer
le habrá calentado las orejas porque el puente aún no está listo. Ahora le habrá dado la orden de arreglárselas él sólito.

Efectivamente, la reparación de los puentes progresaba con gran lentitud, porque las unidades de ingenieros de la Organización Todt que con tanto esmero habíamos formado estaban atrapadas en el inmenso atasco de la orilla oriental del Rin, junto con la mayor parte del material. Por lo tanto, aunque no fuese más que por la falta de elementos para reconstruir los puentes, la ofensiva estaba condenada a acabar pronto.

También el deficiente suministro de carburante obstaculizaba la buena marcha de las operaciones. Las unidades acorazadas iniciaron el ataque con escasas reservas de combustible. Hitler había confiado ingenuamente en que los tanques podrían abastecerse en los depósitos que se conquistaran a los americanos. Cuando la ofensiva amenazó con atascarse, acudí en ayuda de Model y ordené por teléfono a las fábricas de benzol de la cercana cuenca del Ruhr que organizaran un convoy improvisado de camiones cisterna con destino al frente.

Pocos días después, las líneas de abastecimiento quedaron desarticuladas cuando las nubes se disiparon y el claro cielo se pobló de innumerables cazas y bombarderos enemigos. Viajar de día era un problema, incluso en un rápido utilitario; cada vez que la carretera penetraba en un bosque nos sentíamos aliviados. A partir de ese momento, los suministros tuvieron que transportarse de noche, avanzando casi a tientas.
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El 23 de diciembre, víspera de Nochebuena, Model me comunicó que la ofensiva había fracasado; sin embargo, Hítler ordenó continuar con ella.

Permanecí en el territorio de la ofensiva hasta fines de diciembre; visité varias divisiones, fui ametrallado por aviones y artillería y vi el espantoso efecto de un ataque alemán a una posición de ametralladoras: cientos de soldados acribillados yacían tirados en un campo. La última noche visité a Sepp Dietrich, simple cabo del antiguo ejército alemán y entonces comandante de un ejército acorazado de las SS, en su cuartel general, situado en las inmediaciones de la ciudad fronteriza belga de Houffalize. Era uno de los pocos que quedaban de la primera época del Partido y con el tiempo, a su sencilla manera, también se había distanciado de Hitler. Nuestra conversación no tardó en versar sobre las últimas órdenes; Hitler exigía con creciente energía que «a cualquier precio» se tomara la ciudad de Bastogne. Sepp Dietrich refunfuñó que Hitler no estaba dispuesto a entender que las divisiones de élite de las SS no pudieran arrollar sin el menor esfuerzo a los americanos. Era imposible convencerlo de que eran unos adversarios duros y del mismo fuste que sus hombres.

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