Albert Speer (76 page)

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Authors: Memorias

Tags: #Biografía, Historia

BOOK: Albert Speer
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Hacía ya tiempo que las reacciones de Hitler eran imprevisibles. Yo estaba preparado para una explosión de rabia impotente, pero aceptó con calma el contenido de mi informe, no sacó consecuencias de él y, pese a los consejos de Jodl, demoró el comienzo de la retirada hasta mediados de octubre. Es probable que, dada la situación militar del momento, tales previsiones lo dejaran indiferente. Una vez rotos los frentes del Este y del Oeste, aquella fecha del 1 de enero de 1946 tenía que parecerle utópica incluso a Hitler.

Por el momento, lo más acuciante era la escasez de combustible. En julio había comunicado a Hitler que todos los movimientos tácticos tendrían que cesar en septiembre de 1944 por falta de carburante; ahora se confirmaba la previsión. A fines de septiembre le escribí: «Una agrupación de cazas, estacionada cerca de Krefeld, que dispone de 37 aviones en perfecto estado, se ha visto forzada a permanecer inactiva durante dos días a pesar del buen tiempo; al tercer día ha conseguido veinte toneladas de carburante y ha podido hacer una corta incursión hasta Aquisgrán, aunque sólo con veinte aviones». Cuando, al cabo de poco, aterricé en un campo de aviación situado al este de Berlín, en Werneuchen, el comandante del centro de adiestramiento me dijo que los aprendices de vuelo sólo podían entrenarse una hora a la semana, puesto que aquella unidad no recibía más que una parte del carburante que necesitaba.

También el Ejército de Tierra estaba casi paralizado por falta de combustible. A fines de octubre informé a Hitler de mi visita nocturna al X Ejército, que se encontraba al sur del Po. Encontré allí «una columna de 150 camiones tirados cada uno por cuatro bueyes; otros eran remolcados por tanques y tractores». A principios de diciembre me preocupaba que «la formación de los pilotos de tanques dejara mucho que desear», debido a «la falta de carburante para los ejercicios».
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Naturalmente, el capitán general Jodl conocía mejor que yo lo precario de la situación. Para conseguir las 17.500 toneladas de carburante necesarias para la ofensiva de las Ardenas, que anteriormente habrían supuesto dos días y medio de producción, el 10 de noviembre de 1944 tuvo que suspender el suministro a otros grupos de ejércitos.
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Entretanto, los efectos del bombardeo de las fábricas de hidrogenación habían empezado a notarse en toda la industria química. Tuve que informar a Hitler de que «para poder llenar las cápsulas disponibles, había que alargar el explosivo mezclándolo con sal, llegando al límite de lo asumible». Efectivamente, desde octubre de 1944 los explosivos contenían un 20% de sal mineral, lo cual disminuía su eficacia en la misma proporción.
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• • •

En aquella desesperada situación, Hitler ni siquiera supo jugar su último triunfo estratégico. Por grotesco que pueda parecer, precisamente en aquellos meses fabricábamos cada vez más cazas; durante la última fase de la guerra, en sólo seis meses se entregaron 12.720 cazas a las tropas, que en 1939 disponían sólo de 771 aparatos.
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A fines de julio, Hitler accedió por segunda vez a que se diera un entrenamiento especial a dos mil pilotos, pues todavía creíamos que con ataques masivos podríamos infligir grandes pérdidas a la aviación americana y obligarla a suspender los bombardeos, aprovechando que, en el vuelo de ida y en el de vuelta, sus escuadrillas de bombarderos ofrecían, por término medio, un flanco de más de mil kilómetros de longitud.

El general de los pilotos de caza Adolf Galland y yo calculamos que se perdería un caza alemán por cada bombardero derribado en nuestro territorio, pero que la proporción de pérdidas materiales de uno y otro lado sería de uno a seis y la de bajas de pilotos, de uno a dos. Teniendo en cuenta que la mitad de los pilotos alemanes derribados podría salvarse arrojándose en paracaídas, mientras que las tripulaciones de los aviones adversarios que cayeran en suelo alemán serían hechas prisioneras, en esta lucha todas las ventajas estaban de nuestra parte, incluso a pesar de la superioridad del enemigo en cuanto a hombres, material y entrenamiento.
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Hacia el 10 de agosto, Galland, muy excitado, me pidió que volara enseguida con él al cuartel general: tomando una de sus arbitrarias decisiones, Hitler había dado la orden de que la flota aérea «Reich», compuesta por 2.000 cazas y próxima a formarse, fuera destinada al frente occidental, donde, a juzgar por nuestra experiencia, sería destruida en poco tiempo. Desde luego, Hitler ya se figuraba por qué íbamos a verle. Sabía que había roto la promesa que me hizo en julio de proteger con los cazas las fábricas de hidrogenación. Con todo, evitó un enfrentamiento durante la reunión estratégica y determinó que nos recibiría después, a solas.

Empecé cautelosamente por poner en duda la eficacia de aquella orden y, a pesar de mi excitación, le expuse con relativa calma la catastrófica situación de los armamentos, le di algunas cifras y le describí las consecuencias de un bombardeo continuado. Sólo con hablarle de esto, Hitler empezó a dar muestras de nerviosismo e impaciencia. Aunque me escuchaba en silencio, pude percibir en sus facciones, en el rápido movimiento de sus manos y en su forma de mordisquearse las uñas que se sentía cada vez más tenso. Cuando terminé y creí haberle demostrado que era preciso destinar a luchar contra los bombarderos hasta el último caza del Reich, Hitler ya no era dueño de sí. Su cara había enrojecido violentamente y su mirada se había vuelto fija e inanimada. Entonces rompió a gritar sin contenerse:

—¡Las operaciones militares son asunto mío! ¡Usted haga el favor de ocuparse de sus armamentos! ¡Esto no es asunto suyo!

Tal vez habría aceptado mejor mis recomendaciones si hubiéramos estado solos. La presencia de Galland le hacía imposible rectificar. Puso fin bruscamente a la entrevista, atajando así cualquier argumentación:

—No tengo más tiempo para ustedes.

Perplejo, me fui con Galland a mi barracón de trabajo.

Al día siguiente, cuando ya nos disponíamos a regresar a Berlín sin haber cumplido nuestro propósito, Schaub nos comunicó que debíamos volver a ver a Hitler. En un tono mucho más brusco y atropellado que el de la víspera, nos gritó:

—No quiero que se fabriquen más aviones. Vamos a renunciar a los cazas. ¡Detenga inmediatamente la producción de aviones! ¡Inmediatamente! ¿Entendido? ¿No se queja usted siempre de que falta mano de obra especializada? Pues pásela a la fabricación de artillería antiaérea. ¡Todos los obreros a los antiaéreos! ¡Y el material también! ¡Es una orden! ¡Haga venir enseguida a Saur al cuartel general! Hay que establecer un programa de fabricación de artillería antiaérea. Dígaselo. Un programa diez veces más amplio… Cientos de miles de obreros pasarán a la producción de antiaéreos. En la prensa extranjera leo todos los días lo peligrosa que es la artillería antiaérea. Esto aún les causa respeto, pero nuestros cazas ya no.

Galland trató de replicar que los cazas podrían derribar más aviones que los antiaéreos si los utilizábamos sobre suelo alemán, pero no pudo terminar ni una frase. Volvió a despedirnos bruscamente; en realidad, nos echó de su despacho.

Lo primero que hice al llegar a la cantina fue servirme un vermut de la botella que había allí preparada para estos casos; la escena me había afectado los nervios. Galland, de ordinario tan sereno y reposado, parecía trastornado por primera vez desde que lo conocía. No lograba asimilar que el arma que estaba bajo su mando fuera a ser disuelta por cobardía ante el enemigo. A mí, por el contrario, ya no me sorprendían aquellos exabruptos de Hitler y sabía que en la mayoría de los casos, con una táctica adecuada, se podía conseguir que rectificara. Tranquilicé a Galland: con las industrias de los cazas no se podían fabricar cañones. Además, no eran cañones antiaéreos lo que escaseaba, sino municiones, sobre todo por la falta de explosivos.

Saur coincidía conmigo en el temor de que Hitler hubiera planteado exigencias imposibles de cumplir. Al día siguiente le expuso en privado que el aumento en la producción de cañones antiaéreos dependía del suministro de unas máquinas-herramienta especiales para el vaciado de tubos largos.

Poco después me dirigí de nuevo con Saur al cuartel general para discutir los detalles de aquella orden, que Hitler, encima, nos había cursado también por escrito. Después de mucho bregar, su pretensión inicial de quintuplicar la producción quedó reducida a un incremento de dos veces y media. Para cumplir el programa nos dio un plazo que expiraba en diciembre de 1945 y, además, exigió que se duplicara la producción de los proyectiles correspondientes.
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Pudimos discutir tranquilamente con él más de veintiocho puntos del orden del día, pero cuando quise llamar de nuevo su atención sobre la necesidad de que los cazas fueran utilizados en el territorio nacional, volvió a interrumpirme enfurecido, repitió la orden de aumentar la producción de cañones antiaéreos y disminuir la de los cazas y levantó la sesión.

Fue la primera orden de Hitler que Saur y yo desobedecimos. Actuando por mi cuenta y riesgo, al día siguiente manifesté a los directivos de la industria de armamentos que era preciso «mantener a toda costa la producción de cazas al máximo». Tres días después reuní a los representantes de la industria aeronáutica y, en presencia de Galland, les expliqué la importancia de su misión, que, «mediante el aumento de la producción de cazas», consistía en «conjurar el mayor de los peligros que nos amenazaban: la destrucción de la industria de armamentos en Alemania».
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Entretanto, Hitler se había calmado y hasta me concedió repentinamente autorización para dar máxima prioridad a un programa —limitado, eso sí— de cazas. Había pasado la tormenta.

• • •

A la vez que nos veíamos obligados a limitar la producción y hasta a suspender el desarrollo de nuevas armas, en sus conversaciones con los mandos militares y políticos Hitler empezó a hacer insinuaciones cada vez más inequívocas sobre la próxima utilización de unas armas nuevas que iban a decidir la guerra. Cuando visitaba a las divisiones, se me preguntaba con frecuencia, con una sonrisita irónica, cuándo llegarían esas armas milagrosas. Aquellas ilusiones me resultaban desagradables; algún día tenía que producirse el desengaño, por lo que a mediados de septiembre, cuando las V2 ya habían entrado en servicio, dirigí a Hitler estas líneas: «Se halla muy extendida entre las tropas la creencia de que en breve vamos a utilizar una nueva arma decisiva para la guerra. Esperan que entre en servicio dentro de unos días. Incluso algunos oficiales de alta graduación comparten seriamente esta idea. No creo que en momentos tan difíciles como los que atravesamos sea aconsejable alentar unas esperanzas que en ningún caso podrán verse realizadas en tan breve plazo, lo que provocará una decepción que forzosamente afectará a la moral de los soldados. Puesto que también la población civil espera día tras día el arma milagrosa y está empezando a dudar de que sepamos que está acercándose la hora crítica, y opina que una nueva demora en el empleo de estas armas, que supone que tenemos almacenadas, resulta intolerable, cabe preguntar si este tipo de propaganda resulta aconsejable».
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En una entrevista que mantuvimos a solas, Hitler reconoció que yo tenía razón; sin embargo —como no tardé en comprobar—, no renunció a hacer alusiones a las armas milagrosas. Por lo tanto, el 2 de noviembre de 1944 escribí a Goebbels que me parecía «desacertado dar a la opinión pública unas esperanzas cuya realización no puede garantizarse en un futuro previsible… Por consiguiente, le ruego que tome las medidas oportunas para que en la prensa diaria y en las revistas técnicas se eviten en lo sucesivo las alusiones a futuros éxitos de nuestra industria de guerra».

En efecto, a partir de aquel momento Goebbels dejó de dar informaciones sobre nuevas armas. Sin embargo, paradójicamente, los rumores se hicieron más insistentes. Mucho después, durante el proceso de Nuremberg, me enteré por Fritzsche, uno de los principales colaboradores del ministro de Propaganda, de que Goebbels había montado un dispositivo especial para difundir estos rumores, que se ajustaban bastante a lo que se esperaba que sucediera en el futuro. ¡Cuántas veces, al terminar la sesión de trabajo de la Junta de Armamentos, nos habíamos reunido por la noche para comentar los últimos avances de la técnica! Incluso hablábamos de la posibilidad de fabricar una bomba atómica. Muchas veces asistieron a nuestras reuniones unos reporteros próximos a Goebbels que también participaban en las informales veladas nocturnas.
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En aquellos tiempos de ansiedad, en los que todos deseaban conservar la esperanza, estos rumores encontraban campo abonado. Por otra parte, hacía ya tiempo que nadie daba crédito a lo que decían los periódicos. Sin embargo, durante los últimos meses de la guerra, las secciones dedicadas a la astrología constituyeron una excepción para un número creciente de desesperados. Como tales secciones dependían, por múltiples motivos, del Ministerio de Propaganda, según me dijo Fritzsche en Nuremberg, se emplearon como medio para influir en la opinión pública. Los horóscopos manipulados hablaban de profundos valles que debían cruzarse, vaticinaban giros sorprendentes para un futuro inmediato y se extendían en prometedoras especulaciones. El régimen sólo seguía teniendo futuro en las páginas astrológicas.

CAPÍTULO XXVIII

LA CAÍDA

A fines de otoño de 1944, el servicio de armamentos que había estado concentrado en mi Ministerio desde la primavera estaba empezando a disolverse. No era sólo que la fabricación de los grandes cohetes, considerada decisiva, hubiera pasado a las SS, sino que algunos jefes regionales habían logrado imponer su autonomía para organizar la producción de armamentos en sus respectivas demarcaciones. Hitler apoyaba estas iniciativas. Por ejemplo, dio su consentimiento para que Sauckel construyera en su región de Turingia una gran fábrica subterránea para producir en serie un caza monomotor a reacción al que Hitler dio el nombre de «caza popular». No obstante, como ya nos encontrábamos al principio de la agonía económica, la disgregación no llegó a consumarse.

Simultáneamente surgían, indicando un creciente desconcierto, ciertas esperanzas de que incluso mediante el uso de armas primitivas podríamos alcanzar éxitos que compensaran nuestra situación de emergencia en la cuestión del armamento. La eficacia técnica de las armas debía ser sustituida por el valor del hombre. En abril de 1944 Dönitz nombró al ingenioso vicealmirante Heye delegado para la construcción de submarinos monoplaza y otras naves de combate. Sin embargo, la producción no pudo ser muy elevada hasta el mes de agosto, cuando la invasión ya se había producido y, por lo tanto, era demasiado tarde. Himmler, por su parte, insistía en crear un «Comando de la Muerte» constituido por aviones-cohete tripulados que debían destruir los bombarderos enemigos lanzándose contra ellos. Otro medio de combate primitivo era el llamado «puño de tanque», un pequeño cohete lanzado a mano que debía sustituir a la inexistente artillería antitanque.
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