—De la fragata, posiblemente —Bolitho trató de imaginar qué habría supuesto eso para los enfermos y los heridos, que no sabían dónde estaban ni cómo sobrevivirían.
—Ha saltado la liebre —dijo—. El barco esperará algún tipo de rescate. Sería lo que yo haría.
Foley suspiró.
—Estoy de acuerdo. ¿Cómo actuaremos?
Bolitho no contestó directamente. Hizo una seña a Bethune, que repartía agua de su cantimplora entre los agotados exploradores.
—Regrese ahora mismo al barco. Mis respetos al señor Tyrrell. Dígale que se prepare para recibir al primer grupo en una hora. Quiero un retén de guardia en la orilla y todos los botes. Deben estar bien provistos y quiero a todos estos hombres instalados en el barco, aunque tengamos que arrojar por la borda parte de nuestras pertenencias para hacerlo.
Vio cómo el joven corría hasta el esquife; sus hombros brillaban como una fruta madura.
—Será un milagro si logramos embarcarlos a tiempo —dijo Foley silenciosamente.
Bolitho sonrió.
—Los milagros ocurren algunas veces, coronel.
Caminó hacia la yola olvidando su cansancio. Entonces se dio cuenta de que Foley no le había seguido, sino que permanecía junto a su explorador. El coronel le llamó.
—Parto tierra adentro —desvió la mirada— para encontrarme con mis hombres, o con lo que quede de ellos.
Su casaca escarlata se desvaneció entre los árboles y desapareció.
El general sir James Blundell se derrumbó en una de las sillas de Bolitho y estiró una pierna hacia su ayudante.
—¡Por el amor de Dios, quítame estas malditas botas! —elevó la mirada hasta la lámpara del techo y añadió—. Quiero saborear una copa de cualquier cosa. ¡Mi garganta está seca como la arena!
Maldijo a su ayudante y le golpeó en el hombro con la bota.
—¡Suave, imbécil!
Foley se volvió y miró a Bolitho junto a la puerta; sus ojos mostraban furia y vergüenza.
—¿Puede preparar algo para el general?
Bolitho asintió y vio cómo Fitch desaparecía en busca de vino. Todo parecía formar parte de un sueño, de una pesadilla.
Cuando los últimos rayos de sol comenzaban a desaparecer, los soldados que acompañaban al general habían llegado a la playa. Incluso los marineros del
Sparrow
, que momentos antes habían gastado bromas y charlaban mientras disfrutaban de su inusual libertad en tierra firme, callaron.
Heridos y harapientos, con las casacas rojas mugrientas por las marchas forzadas y por haber dormido donde podían, sobre el suelo, se habían alineado como animales obedientes. Los otros les habían seguido con las mulas de carga, tan extenuadas que era un milagro que hubieran sobrevivido.
Bolitho estaba en al playa con Dalkeith, explicándole las necesidades y los preparativos para la nueva carga de pasajeros, y había observado en silencio cómo Foley había permanecido en pie impertérrito mientras un solitario teniente se había acercado a él, con la bandera del regimiento sobre un hombro, y la espada bamboleándose desde su cintura en un rebenque. Foley no había podido hablar. Se había limitado a tocar el hombro del teniente y asentir. Señaló hacia los soldados de ojos tristes distribuidos a lo largo del borde de los árboles.
—Por el amor de Dios, haga lo que pueda por estos hombres —le dijo a Bolitho.
Agotaron sus últimas reservas mientras los marineros se apresuraban a ayudarles para que se acercaran a los botes que les esperaban. A lo largo de las líneas irregulares de casacas rojas los hombres cayeron como cadáveres, mientras otros se habían limitado a contemplar en silencio a los bronceados marineros, con los rostros ennegrecidos llenos de lágrimas y las manos tendidas como si vieran a los emisarios de su salvación.
Había sido lamentable y conmovedor observarles cuando habían partido en la yola y los esquifes. El teniente, que portaba los colores del regimiento, como debía de haber hecho durante toda la travesía hacia el sur desde Filadelfia, trató de demostrar el último signo de control, pero su rostro revelaba el engaño, la desesperación y la incredulidad.
Ahora, mientras permanecía en pie observando al general, le resultaba difícil relacionar las dos escenas entre sí. Blundell era un hombre de complexión poderosa y rotunda, y salvo por el polvo en sus botas, su uniforme parecía recién planchado. Su cabello gris como el acero estaba limpio y los rasgos pesados y rojizos debían de haber sido afeitados ese mismo día. Hasta el momento apenas había dedicado a Bolitho algo más que una mirada de recriminación, y se limitaba a expresar sus necesidades a través de Foley. Probó vino e hizo una mueca.
—Imagino que uno no puede hacerse demasiadas ilusiones en un barco de este tamaño, ¿no?
Foley miró de nuevo a Bolitho, y su expresión denotaba dolor físico. Sobre sus cabezas, y en todo el casco, las cuadernas transmitían crujidos de botas, ocasionales órdenes emitidas a gritos, y el chirriar de las poleas, que se imponía al de las botas.
—Debería haber puesto a estos hombres a trabajar, Foley —dijo el general—. No tiene sentido dejarles que se tumben como hacendados.
—Mi tripulación puede ocuparse de la carga, señor —dijo Bolitho.
—Humm —el general pareció tenerle en cuenta por primera vez—. Bien, asegúrese de que todas las mulas son revisadas adecuadamente. Algún estúpido avaricioso podría pensar en robar sus cargas. En esos fardos se guarda el rescate de un rey. Piense en ello cuando decida que estamos listos para zarpar.
Graves apareció en la puerta.
—Todos los soldados han subido a bordo, señor. Algunos de ellos se encuentran en muy mal estado.
Bolitho apartó sus ojos del general, que aún sorbía el vino.
—Haga que el cocinero encienda el fogón, señor Graves. La fragata francesa no intentará zarpar en la oscuridad, incluso si se levanta viento. Quiero que esos hombres coman algo caliente. Y algo de ron mientras esperan. Dígale al señor Lock que lo solucione.
Pensó en cómo se tambaleaban los hombres, en las casacas rojas caídas bajo los árboles. Y ese era el grupo de los que estaban mejor.
—¿Cuándo piensa levar anclas, capitán? —preguntó Foley en voz baja.
Bolitho vio la angustia en sus ojos, en el esfuerzo empleado en hacer la pregunta.
—La marea nos favorecerá una hora después de amanecer, como en toda la zona, según mis informes.
La copa del general se detuvo a medio camino, de modo que su ayudante dejó que el vino fluyera desde la jarra.
—¿De qué demonios habla? —se removió en la silla—. Parta ahora; he oído que sus hombres decían que era tan buen momento como cualquier otro.
Bolitho se enfrentó a él fríamente.
—Eso es verdad sólo hasta cierto punto, señor. Pero si he de esperar por los enfermos y por los heridos que llegarán a la ensenada debo prepararme para la próxima marea —endureció el tono—. He enviado a mi primer teniente y a cuarenta marineros para ayudarles en su camino hasta aquí. Rezo a Dios por que podamos evitarles más sufrimientos.
El general se puso en pie; sus ojos brillaban furiosos.
—Dígale a ese joven insolente, Foley, que hay un barco enemigo en el canal y que no podemos desperdiciar el tiempo. He sufrido demasiado en los últimos días, y le ordeno que…
—Mis órdenes dicen que estoy al mando del transporte en esta misión, señor —dijo Bolitho—. Eso no hace distinción entre lingotes de oro y hombres —hizo una pausa y sintió cómo la furia calentaba su estómago como si fuera brandy—, ni siquiera excluye a los demasiado débiles o enfermos para defenderse por sí mismos, ¿no es así, coronel?
Foley clavó su mirada en él, con los ojos nublados. Cuando habló su voz era diferente, ronca.
—Es verdad, comandante. Está al mando —se volvió y se enfrentó a su atónito superior—. Nosotros, sir James, no somos más que cargamento.
Bolitho les dio la espalda y salió de la cámara. En la cubierta el aire parecía más limpio y se mantuvo en pie, inmóvil junto a la barandilla, sobre el cañón del doce más cercano, durante varios minutos. Bajo él distinguía figuras que se movían en todas direcciones y captó el aroma de carne guisada que se elevaba desde el fogón. Incluso Lock se debió de sentir conmovido por los soldados hambrientos y andrajosos y no impuso límites al cocinero. Escuchó las botas de Foley tras él, pero no se volvió.
—Gracias comandante. De mi parte y de la de mis hombres, y de la de esos que le deberán la vida a su humanidad y a su coraje —tendió su mano cuando Bolitho se volvió para replicar—. Puede estar arriesgando su futuro al hacer esto, como usted sabe.
Bolitho se encogió de hombros.
—Mejor eso que vivir con mala conciencia.
Alguien llamó en la oscuridad, y un esquife cercano se dirigió a la costa.
—No dejaré atrás a esos hombres —caminó hacia la pasarela—; si es necesario, arrojaré antes el oro por la borda.
—Sí. Le creo, capitán.
Pero Foley hablaba a la oscuridad, y cuando alcanzó el costado vio que la yola regresaba ya a la playa, y que Bolitho se sentaba junto a Stockdale en la caña del timón. Echó una ojeada hacia la cubierta de artillería, ¿dónde acomodaría Bolitho a todos esos hombres? Escuchó el crujir de los remos cuando el primer bote avanzó desde la playa. Una cosa era segura. Encontraría espacio de alguna manera, aunque le costara el mando.
Bolitho abrió los ojos y contempló por unos instantes la jarra de café caliente que Stockdale le tendía desde un lado del coy. Luchó por levantarse, con la mente y la vista aún no habituada a los alrededores poco familiares, pero con el convencimiento súbito de que ya debía de haber amanecido. Estaba en el pequeño camarote de Tyrrell, separado por paneles del camarote de oficiales, y mientras se llevaba la jarra a los labios se dio cuenta de que no recordaba cómo había llegado allí.
—Lleva durmiendo una hora, señor —dijo Stockdale—. Lamento despertarle —se encogió de hombros—, pero sus últimas órdenes fueron que todos estuviéramos en pie al alba.
La aturdida mente de Bolitho se aclaró de pronto. Podía sentir el inquieto movimiento en torno a él, y el crujido de los estays y las drizas.
—¿El viento? ¿Cómo va? —estiró sus piernas sobre un lado del coy, y se sintió arrugado y sucio.
—Va a más, señor —Stockdale parecía infeliz—; sopla del este.
Bolitho le miró.
—¡Maldita sea!
Sosteniendo aún la jarra en la mano salió a toda prisa del camarote, casi cayó sobre una hilera de soldados que dormían. Pese a la necesidad de saber lo que ocurría, permaneció en pie, sin moverse, mirándoles. Recordaba la interminable noche, la riada de hombres enfermos y heridos que había visto llegar junto a sus marineros. Algunos no sobrevivirían un día más, otros parecían esqueletos, devorados por la fiebre o por la agonía de las heridas infectadas. Aún sentía la misma cólera fría y la vergüenza que le había invadido entonces, ante el convencimiento de que la mayor parte de los hombres podrían haber sido acarreados por las muías en lugar de haber permitido que se tambalearan, cada vez más atrás, a la retaguardia de sus camaradas, y del general. Pasó sobre las formas inertes y continuó hasta la toldilla.
Tyrrell le vio.
—¿Sabe lo del viento? —dijo.
Bolitho asintió y caminó hasta las redes; vio la bahía que se abría bajo la pálida luz temprana como acero al rojo, la inestable ventolina golpeando contra el casco, empujando suave pero insistentemente sobre los tensos cabos del ancla. Buckle se acercó a su lado, con el rostro gris de fatiga.
—No podemos soltar ni un trozo de vela, señor. Tenemos la costa a sotavento, y no podemos equivocarnos.
Bolitho contemplaba más allá de la pasarela de estribor, lejos, hacia la oscura franja de tierra que emergía de las sombras, hacia la punta, alrededor de la cual se extendía el río y el profundo canal.
—Tendremos que permanecer aquí —dijo Graves—, y esperemos que los gabachos decidan hacer lo mismo —sonaba poco convencido.
Bolitho sacudió la cabeza pensando en alto.
—No. Los franceses adivinarán que estamos aquí, incluso si no conocen nuestra fuerza exacta. De cualquier modo, levarán anclas pronto y partirán hacia el mar abierto. Si nos ven al pasar tendrán pocas dificultades en acertar con sus andanadas.
Echó un vistazo a las vergas, donde algunos gavieros eliminaban los restos del camuflaje de hojas. Sobre sus cabezas el gallardete del calcés se dirigía hacia la ensenada, y vio cómo la playa tomaba forma bajo la luz; allí se atisbaban las huellas de muchos pies, los pequeños promontorios que mostraban dónde habían sido enterrados algunos de los soldados que murieron cuando estaban a punto de ser rescatados. Rescatados. Se frotó la barbilla e intentó pensar con más lógica. Una vez fuera de la bahía, podrían largar velas y virar hacia la entrada y el mar abierto. Los franceses, por otro lado, ya tenían el viento a su favor. Incluso podrían anclar, si lo desearan y reducir el
Sparrow
a pedacitos mientras permanecía indefenso en la ensenada. Se hundiría, y la profundidad era tan poca que los mástiles asomarían por encima del agua: una imagen cruel.