Al Filo de las Sombras (61 page)

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Authors: Brent Weeks

BOOK: Al Filo de las Sombras
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—¡Jamás!

—¿Lo ves?
Yushai
.

—Vete al infierno —dijo Jenine.

—Eres una mujer maldita, ¿no es así? La mía es la tercera familia real a la que perteneces, y las dos primeras no acabaron muy bien, ¿verdad? Tu marido duró... ¿qué? ¿Una hora?

—Por el Único y los Cien —dijo ella—, que tu alma se hunda en la sima. Que cualquier fruto a tu alcance se convierta en gusanos y podredumbre. Que tus hijos te traicionen...

La abofeteó. Por un momento, Jenine movió la mandíbula, parpadeando para contener las lágrimas. Después continuó:

—Que...

Garoth volvió a abofetearla, más fuerte, y sintió un peligroso acceso de placer que le llegó a la entrepierna. Maldita Khali.

Jenine estaba a punto de escupirle cuando él la estranguló con el vir.

—Nunca tientes a un hombre más allá de lo que puede soportar. ¿Lo entiendes? —preguntó.

Jenine asintió, con los ojos desorbitados ante el espectáculo del vir que le corría por los brazos.

El vir la soltó. Garoth Ursuul suspiró decepcionado, ¡al diablo los Extraños! Jenine parecía aterrorizada.

«Bien. A ver si eso le enseña a tener cuidado.» Cuando Neph se sacó de la manga a la princesa como regalo y disculpa por el desastre en que había degenerado la campaña de Cenaria, Garoth quedó encandilado al instante. Su primer impulso había sido mandar a la princesa de Gunder a Khaliras con la caravana de suministros que transportaba los mejores frutos del saqueo, pero no había podido quitársela de la cabeza. Había ordenado que la trajeran de vuelta. Era un riesgo demencial. Si los cenarianos descubrían que estaba viva y la salvaban, tendrían una gobernante legítima. Y aquella chica gobernaría, si tenía la oportunidad y un poco de suerte. No conocía el miedo.

—Volvamos a mi pregunta, Jenine. ¿Crees en el mal? —preguntó el rey dios. Más le valía mantener su mente ocupada, si no quería que la entrevista acabase en lágrimas para ella y un asco saciado para él—. Algunos ven el mal cuando mis hombres llaman a una puerta en plena noche, le preguntan a un hombre dónde está su hermano y el hombre, aterrorizado, se lo dice. O cuando una mujer ve una bolsa llena tirada en el camino y se la queda. No te pregunto si crees en la debilidad o la ignorancia que perjudica a otros. Te pregunto si crees en un mal que se regodea en la destrucción, en la perversión. Un mal que miraría al bien a la cara y le escupiría.

»Verás, cuando mato a una de mis semillas, no es un acto de maldad. Cuando arranco el corazón palpitante del pecho de ese niño, sé que no estoy solo matándolo. Estoy inspirando tal pavor en todos los demás que me convierte en algo más que un hombre. Me hace incuestionable, insondable, un dios. Eso asegura mi reinado y mi reino. Cuando quiero tomar una ciudad, reúno a los habitantes de los pueblos circundantes delante de mi ejército. Si la ciudad quiere usar máquinas de guerra contra mis hombres, antes tiene que matar a sus amigos y vecinos. Brutal, sí, pero ¿malvado? Podría decirse que salva vidas, porque las ciudades suelen rendirse. O lo hacen cuando empiezo a lanzar con catapultas a los vivos sobre la ciudad. Te sorprendería lo que puede hacer a los soldados el simple sonido de un grito cambiando de tono y terminando en un golpe seco cuando se repite cada treinta minutos. No pueden hacer otra cosa que esperar, no pueden sino preguntarse: ¿reconozco esa voz?

»Pero estoy divagando. Verás, yo no llamo mal a nada de todo eso. Nuestra sociedad se basa en el poder del rey dios. Si el rey dios no ejerce un poder absoluto, todo se viene abajo. Llega el caos, la guerra, el hambre y las plagas que no discriminan entre inocentes y culpables. Todo lo que hago conjura ese peligro. Un poco de brutalidad nos preserva, como el bisturí de un cirujano preserva la vida. Mi pregunta es: ¿crees en un mal poseído por su propia pureza? ¿O todo acto tiene como fin algún bien?

—¿Por qué me lo preguntáis? —inquirió Jenine. Se había puesto blanca como la pared. La habría hecho parecer khalidorana si no hubiese tenido un matiz verdoso.

—Siempre hablo con mis esposas —respondió el rey dios—. Primero, porque solo los locos hablan solos por costumbre. Segundo, porque existe la remota posibilidad de que una mujer tenga una idea original.

La estaba aguijoneando, y tuvo su recompensa cuando Jenine recuperó parte de su
yushai
. Le recordaba a la madre de Dorian, y a la de Moburu.

—Creo que el mal tiene agentes —dijo ella—. Creo que nosotros permitimos que el mal nos use. No le importa si sabemos que lo que hacemos es malo o no. Cuando hemos cumplido su voluntad, si nos sentimos culpables, puede usar ese sentimiento para condenarnos a nuestros propios ojos. Si nos sentimos bien, puede usarnos de inmediato para su próximo objetivo.

—Eres una niña curiosa —comentó Garoth—. Nunca había oído una idea parecida. —A Garoth no le gustaba. Lo rebajaba a una mera herramienta, ignorante o consciente, pero siempre cómplice—. Fíjate, estuve a punto de dejar este trono. Casi rechacé todo lo que supone pertenecer al linaje de los dioses.

—¿De verdad?

—Sí, dos veces. La primera cuando era un príncipe heredero, y después cuando fui padre. La fuerza me hizo volver, en ambas ocasiones.
Non takuulam
. «No seré un sirviente.» Verás, tuve un hijo llamado Dorian. Me recordaba a mí mismo. Lo vi alejarse del camino de la divinidad, como casi hiciera yo. —Se detuvo por un momento—. ¿Has estado alguna vez a mucha altura y pensado: «Podría saltar»?

—Sí —dijo Jenine.

—Le pasa a todo el mundo —dijo Garoth—. ¿Has estado alguna vez con otra persona y pensado: «Podría empujarle»?

Jenine negó con la cabeza, horrorizada.

—No te creo. En cualquier caso, así fue con Dorian. Pensé: «Podría empujarle». Y eso hice. No porque me beneficiase, sino solo porque podía. Deposité en él mi confianza y estuvo a punto de apartarme de mi condición divina, de modo que lo traicioné del modo más profundo que pude imaginar. Fue lo más que me he acercado a un momento de pura maldad.

»Verás, a mi entender el mundo contiene solo dos misterios. El mal es el primero, y el amor es el segundo. He visto el amor utilizado, exagerado hasta ser una burla de sí mismo, pervertido, fingido y traicionado. El amor es algo frágil y corruptible. Y aun así lo he visto evidenciar una curiosa fuerza. Escapa a mi comprensión. El amor es una debilidad que muy de vez en cuando triunfa sobre la fuerza. Desconcertante. ¿Qué opinas, Jenine?

La cara de la princesa era una máscara de piedra.

—No sé nada del amor.

El rey dios bufó.

—No te preocupes. Un pensamiento interesante es más de lo que saco de la mayoría de mis esposas. El poder es una puta. Cuando por fin la tienes para ti, descubres que coquetea con todos los hombres que tiene a la vista.

—¿Cuál es el propósito de todo vuestro poder? —preguntó Jenine.

Garoth arrugó la frente.

—¿Qué pregunta es esa?

—Yo diría que ahí mismo tenéis vuestro problema.

—Ahora hablas con la perspicacia que esperaba de una mujer. O sea, ninguna.

—Gracias por aclararlo.

Ajá, conque era tan lista como decían. Ya lo había intuido al enterarse de que estaba pidiendo libros. Mejor no dejar leer a las mujeres.

—De nada. Y bien, ¿por dónde iba?

Jenine respondió, pero no la oyó. Algo acababa de pasarle al ferali de Tenser. Lo sentía a través de las redes de magia que había tendido por todo el castillo. Fuera quien fuese el responsable, era más poderoso de lo que había esperado.

—Veo que no eres feliz aquí, de modo que te enviaré a Khaliras —dijo, mientras se dirigía a la puerta—. Si mandas cualquier mensaje o intentas huir, reuniré a todos tus amigos y a cien inocentes y los mataré.

Cruzó la habitación con paso decidido y la besó con pasión. Los labios de la joven estaban fríos y no correspondieron en modo alguno.

—Adiós, princesa mía —dijo.

Hizo una pausa al otro lado de la puerta hasta que oyó que prorrumpía en llanto, el roce de las sábanas cuando se postró sobre la cama y lo que le pareció el nombre de Logan. Tendría que dar órdenes al respecto. Si Jenine descubría que Logan estaba vivo, jamás se plegaría a la voluntad de Garoth. Aquella tensión en la red mágica tiraba de él, pero aun así permaneció quieto. Por lo general, el llanto de una mujer no significaba nada para él, pero ese día... Dio vueltas al sentimiento como si fuese una piedra de color extraño. ¿Era eso culpa? ¿Remordimientos? ¿Por qué sentía el demencial deseo de disculparse?

Qué curioso. Tendría que pensar en ello más tarde. Cuando Jenine estuviera a una distancia segura.

Ordenó a seis enormes montañeses de la Guardia del Rey Dios que se la llevasen a Khalidor de inmediato, y después bajó por la escalera.

Capítulo 64

Feir buscó a Solon y a Dorian entre el ejército cenariano al anochecer. No pudo encontrar a ninguno de los dos. Cuando preguntó por qué no estaba allí la guarnición de Aullavientos, un conde llamado Rimbold Drake le contó la matanza y compartió con él una preocupación: si Khali había masacrado a unos veteranos, ¿qué pasaría si la llevaban allí?

Desesperado, Feir siguió cabalgando. Llevaba consigo lo único que podía salvar a aquel ejército que ignoraba lo que le esperaba. Para empeorar las cosas, no era vidente, por lo menos en el sentido útil. Distinguía las tramas de magia que estaban cerca como si las viera a través de un cristal de aumento ladeshiano, pero un hombre poderoso como Solon podía pasarle a cincuenta pasos y no percibiría la menor vibración.

Tras frenéticas pesquisas, encontró a dos magos: marido y mujer, ninguno de los dos muy poderoso, pero ambos sanadores. Decían que no habían visto ningún gran Talento en el ejército entero. Sin embargo, en el mismo momento de decirlo, Tevor Nile había mirado en derredor con gesto desesperanzado, y se había quedado inmóvil.

—Drissa —dijo.

La mujer se acercó y le cogió la mano. Los dos fijaron su atención en una colina situada a unos centenares de pasos del ejército.

—Préstanos tu poder y nosotros te prestaremos nuestra vista —dijo Drissa a Feir.

La obedeció, a pesar de sentirse raro por entregarse cuando llevaba a Curoch. Entonces la colina se iluminó como una antorcha.

Los hombres estaban demasiado lejos para que Feir distinguiese las caras e iban con cuidado de que sus siluetas no se recortaran contra el cielo, pero el Talento de cada uno de ellos llameaba, tan propio y característico como los patrones de sus iris. Feir conocía a aquellos hombres, se había codeado y enzarzado con ellos en muchas ocasiones. Eran seis de los magos más poderosos de Sho’cendi, y él sabía lo que habían venido a buscar.

Sin duda los muy cabrones se creían que Curoch les pertenecía. Pero ellos podían blandir la espada; él no. Si les llevaba Curoch y juraba entregarla con condiciones, cualquiera de aquellos hombres podía incinerar al ejército khalidorano entero. Feir no tenía el pico de oro de Solon pero, con Curoch en la mano, su boca de plomo podía servir perfectamente.

De modo que, sin pensarlo más, partió a galope tendido hacia los hermanos, a lomos de un caballo que pidió prestado a los Nile, rezando por llegar hasta ellos antes de que los ejércitos trabasen batalla. Si los alcanzaba a tiempo, Cenaria podría ganar sin perder un solo hombre.

El camino lo condujo a un desfiladero que quedaba oculto a los magos, y allí había topado con unos exploradores khalidoranos. Un arquero mató a su caballo, y después los lanceros cargaron contra él, desdeñando las flechas por la diversión que suponía matar a un hombre a pie.

Ahora tres de ellos estaban muertos, y Feir afrontaba peores problemas. Detrás de los khalidoranos, por increíble que pareciese, acababan de surgir una tropa de sa’ceurai.

De modo que, mientras luchaba contra el último jinete, intentó ponerse a la vista de los magos. ¡Dioses! Se encontraban a apenas cien pasos de distancia. Si veían a Feir, ni mil sa’ceurai podrían interponerse entre aquellos seis magos y Curoch.

Los sa’ceurai no permitirían que Feir rompiese su formación, eran demasiado disciplinados. Lo que harían sería juzgarlo por su manera de pelear, y los sa’ceurai tenían unas ideas muy particulares sobre cómo debía lucharse.

El Camino de la Espada imponía una conducta muy específica. Un guerrero debía asumir que moriría durante el combate, y que no importaba morir mientras fuese de manera honorable. El modo ideal de golpear a un enemigo era alcanzarlo en la fracción de segundo previa a que asestara un golpe mortal.

Para Feir, se trataba de un concepto bonito y práctico cuando los márgenes eran estrechos, como ocurría entre los mejores espadachines. Si uno se preocupaba demasiado de que lo hiriesen, nunca afrontaría los daños que debería encajar para matar a los mejores. Eso lo haría vacilar. Quien vacilaba moría y, lo que era peor para la mentalidad ceurí, perdía.

Matar a tres jinetes no era moco de pavo. Un jinete veterano valía por diez infantes. Sin embargo, un mago a pie no era un infante cualquiera, y Feir no se había privado de ayudarse de la magia al matar a los tres primeros. Sabía que podía matar al último khalidorano que arremetía contra él, pero no acababa de decidir cómo. ¿Qué impresión quería causarles a aquellos señores de las espadas? Para un ceurí, el combate era comunicación. Un hombre podía engañar con sus palabras, pero su cuerpo siempre decía la verdad.

Feir envainó a Curoch (otro problema en el que pensaría más adelante), y corrió hacia el jinete por el lado de la lanza. En batalla, el hombre se conformaría con dejar que su poni de montaña arrollase a Feir pero, en esas circunstancias, Feir estaba seguro de que intentaría matarlo en persona. Y... ¡allí estaba!

El hombre se inclinó hacia el lado y aprestó su lanza de fresno de tres metros. Feir saltó en el aire. No fue un gran salto, pero su enemigo montaba un poni de montaña de doce palmos en lugar de un enorme corcel de guerra alitaerano de dieciocho. El pie de Feir pasó por encima de la lanza y se estampó contra la cara del khalidorano.

Feir descubrió dos cosas en el momento del impacto: en primer lugar, los aldeanos ceuríes que habían ideado una patada para desmontar a los jinetes probablemente no la usaban cuando el caballo iba al galope. En segundo lugar, algo crujió, y no fue el cuello de su adversario.

Cayó al suelo de mala manera. Cuando se puso en pie, sintió un dolor atroz en el tobillo y los ojos le hicieron chiribitas. Aunque no era el momento de mostrar debilidad, no delante de los sa’ceurai que, mientras él se ponía en pie, cerraron el círculo. Uno fue a ver cómo estaba el khalidorano, con un cuchillo presto para rematarlo, pero ya estaba muerto.

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