Al Filo de las Sombras (4 page)

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Authors: Brent Weeks

BOOK: Al Filo de las Sombras
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Once hombres y una mujer compartían el Agujero con Logan de Gyre. Lo odiaban por su cuchillo, por su cuerpo poderoso y por su acento culto. Entre aquellos monstruos y tarados, se sentía diferente, aislado.

Logan estaba sentado con la espalda contra la pared. Una sola pared, porque el Agujero era circular. En el centro había un orificio de cinco pasos de diámetro que se abría a una sima. Los lados del abismo eran perfectamente verticales, de un vidrio volcánico liso por completo. Era imposible calcular su profundidad. Cuando los prisioneros lanzaban sus residuos por la abertura, no oían que tocaran fondo. Lo único que escapaba de aquel agujero era el intenso hedor de un infierno sulfuroso y el gemido intermitente del viento, o de los fantasmas, o de las almas torturadas de los muertos o de lo que fuera que profería aquel sonido que resquebrajaba la cordura de los condenados.

Al principio, Logan se había preguntado por qué sus compañeros defecaban contra la pared y solo después pateaban las heces hacia el orificio, si es que se molestaban en hacerlo. La primera vez que tuvo la necesidad, lo supo: había que estar loco para agacharse cerca de aquella abertura. En el Agujero, nunca había que quedar en una posición vulnerable. Cuando un recluso debía pasar por delante de otro, avanzaba con paso rápido y suspicaz, enseñando los dientes, siseando y renegando una retahíla de palabras ininteligibles. Empujar a otro preso a aquel agujero era la manera más fácil de matarlo.

Lo que empeoraba las cosas era que la repisa de piedra que rodeaba la abertura medía apenas tres pasos de ancho, y el suelo estaba inclinado hacia el orificio. Para los ojeteros, esa repisa era todo su mundo. Una corta y resbaladiza pendiente hacia la muerte. Logan no había dormido en los siete días transcurridos desde el golpe. Parpadeó. Siete días. Empezaba a sentirse débil. Hasta Fin, que consiguió la mayor parte de la última carne, llevaba cuatro días sin comer.

—Eres gafe, Trece —dijo Fin con una mirada de odio desde el otro lado de la sima—. No nos han echado de comer desde que llegaste.

Fin era el único que lo llamaba Trece. Los demás habían aceptado el nombre que Logan se atribuyó en un rapto de locura: Rey.

—¿Quieres decir desde que te comiste al último guardia? —preguntó Logan—. ¿No crees que eso pudo tener algo que ver?

Eso arrancó risillas a todos salvó al simplón de Chirríos, que esbozó una sonrisa bobalicona que dejaba ver sus dientes afilados y puntiagudos. Fin no dijo nada y siguió mascando y estirando la cuerda que tenía en las manos. Llevaba tantas lazadas enrolladas alrededor del cuerpo, tan nervudo como la propia soga, que casi lo ocultaban. Fin era el más temido de los reclusos. Logan no lo habría calificado de líder, porque eso implicaría algún tipo de orden social entre los presos. Aquellos hombres eran como bestias: greñudos y tan sucios que no podía adivinarse de qué color era su piel antes de su reclusión. Tenían una mirada salvaje, el oído atento al menor sonido y el sueño ligero. Se habían comido, ¡comido!, a dos hombres el día en que Logan había llegado.

«¿Llegado? Salté yo. Podría haber tenido una muerte limpia y rápida. Ahora me quedaré aquí para siempre, o al menos hasta que me coman. ¡Dioses, van a comerme!»

Un movimiento repentino al otro lado del Agujero lo distrajo de su creciente horror y desesperación. Era Lilly. La única que no se pegaba a la pared. No prestaba ninguna atención al orificio, no conocía el miedo. Un hombre estiró el brazo y la agarró del vestido.

—Ahora no, Jake —le dijo ella al tuerto.

Jake la sujetó durante un momento más pero, cuando Lilly lo miró y alzó una ceja, dejó caer la mano y soltó una maldición. Lilly se sentó junto a Logan. Era una mujer poco agraciada, de edad indeterminable. Podría rondar los cincuenta, pero el joven la suponía más cercana a la veintena porque todavía conservaba la mayoría de sus dientes.

No habló durante un buen rato. Después, cuando Logan ya había perdido el interés por saber qué la había impulsado a acercársele, se rascó la entrepierna con aire ausente y dijo:

—¿Qué piensas hacer? —Tenía la voz joven.

—Pienso salir y pienso recuperar mi país —contestó Logan.

—Sigues aferrado a esa mierda de ser el Rey —dijo ella—. Van a creer que estás loco. Te veo mirando a un lado y a otro como un niño perdido. Vives con animales. ¿Quieres seguir viviendo? Sé un monstruo. ¿Quieres aferrarte a algo? Entiérralo hondo dentro de ti. Luego haz lo que tengas que hacer. —Le dio una palmadita en la rodilla y se acercó a Jake.

Al cabo de un momento, Jake la estaba montando. A los animales no les importaba. Ni siquiera miraban.

La locura se estaba apoderando de él. Dorian se aguantaba sobre la silla de montar por puro instinto. El mundo exterior se le antojaba lejano, irrelevante, sepultado bajo la niebla, mientras que sus visiones eran próximas, vitales, vibrantes. La partida había empezado y las piezas se movían, y la capacidad de visión de Dorian se ampliaba como nunca antes. El Ángel de la Noche huiría a Caernarvon. Sus poderes estaban aumentando, aunque no los usaba.

«¿Qué haces, chico?» Dorian se concentró en esa vida y la siguió hacia atrás. Había hablado con Kylar una vez y había profetizado su muerte. Ahora sabía por qué no había augurado también que ese Ángel de la Noche moriría y no moriría. Durzo lo había confundido. Dorian había visto la vida de Durzo entrecruzada con otras. Había visto, pero no había entendido.

Sintió la tentación de remontar por las vidas de Durzo hasta la primera que tuvo, cuando había recibido el ka’kari que en ese momento llevaba Kylar. Sintió la tentación de probar a buscar la de Ezra el Loco, una vida que sin duda ardería con tal brillo que sería imposible pasarla por alto. A lo mejor desde allí podía seguir a Ezra, descubrir lo que él sabía y cómo lo había aprendido. Ezra había creado el ka’kari siete siglos atrás, y el ka’kari había hecho inmortal a Kylar. Dorian estaba a apenas tres pasos de uno de los magos más respetados y vilipendiados de la historia. ¡Tres pasos! Encontrar a alguien tan famoso y que llevaba muerto tanto tiempo... Resultaba tentador, pero requeriría tiempo. Meses, tal vez. Pero, ¡oh, las cosas que podría descubrir!

«Las cosas que podría descubrir sobre el pasado mientras el presente se desmorona. Concéntrate, Dorian. Concéntrate.»

Volvió a encaramarse a la vida de Kylar y la siguió hasta su juventud en las Madrigueras, su amistad con Elene y Jarl, la violación del segundo y la mutilación de la primera, el primer muerto de Kylar cuando tenía once años, el aprendizaje con Durzo, la instrucción de Mama K, la influencia sosegante del conde Drake, la amistad de Kylar con Logan, su reencuentro con Elene, el robo del ka’kari, el golpe en el castillo, el momento en que mató a su maestro y en que se encontró con Roth Ursuul.

«Mi hermano pequeño —pensó Dorian—, un monstruo tan grande como lo fui yo en un tiempo.

»Concéntrate, Dorian.»

Creyó oír algo, un chillido, algún movimiento en el mundo convencional, pero no se dejaría distraer otra vez. No cuando empezaba a llegar a alguna parte. ¡Allí! Vio que Kylar envenenaba a Mama K por justicia y que le daba el antídoto por piedad.

Podía saber qué decisiones tomaba un hombre pero, sin conocer sus motivos, no sería capaz de adivinar qué camino seguiría Kylar en el futuro. El chico ya había tomado sendas poco obvias, sendas imposibles. Ante la elección entre cobrarse la vida de su amada o la de su mentor, había optado por dar la suya propia. El toro le había dado a escoger entre los dos pitones, y Kylar había saltado por encima de su cabeza. Ese era el Kylar que importaba. En ese momento, Dorian vio el alma desnuda del chico. «Ya te tengo, Kylar. Ahora te conozco.»

Sintió un repentino dolor en el brazo pero, ahora que tenía bien sujeto a Kylar, no pensaba soltarlo. El muchacho ansiaba reconciliar la cruel realidad de la calle con los píos impulsos que el conde Drake, de algún modo, le había contagiado. ¿Contagiado? La palabra provenía de Kylar. Así pues, como Durzo, a veces el chico veía la piedad como debilidad.

«Vas a ser tremendamente difícil, ¿no es así?» Dorian se rió al presenciar los encontronazos de Kylar con el incompetente Sa’kagé de Caernarvon, al verlo recoger hierbas, pagar impuestos y pelearse con Elene, sus intentos por convertirse en un ser humano normal. Aun así, no le va bien; la presión se acumula. Kylar saca su ropa gris de ejecutor, sale por los tejados —«es curioso, eso lo hace con independencia de las decisiones que tome hasta ese punto»— y entonces, una noche, llaman a la puerta y aparece Jarl para desgarrar a Kylar con otro dilema entre la mujer a la que ama y la vida que odia y entre el amigo al que quiere y la vida que debería odiar y un deber y otro y el honor y la traición. Kylar es la Sombra en el Crepúsculo, un coloso cada vez más grande con un pie apoyado en el día y otro en la noche, pero una sombra es una bestia efímera y el crepúsculo debe oscurecerse hasta convertirse en noche o clarear hasta dar entrada al día. Kylar abre la puerta a Jarl, los futuros entrechocan...

—¡Maldita sea, Dorian!

Feir está abofeteándole. De pronto, Dorian fue consciente de que Feir debía de estar a punto de hacerlo varias veces, porque la mandíbula le había dolido a los dos lados. Algo muy malo le pasará a su brazo izquierdo. Mira, con la cabeza aturdida por un choque múltiple de confusiones, intentando encontrar la velocidad de tiempo adecuada.

Le sobresalía una flecha del brazo. Una flecha de montañés khalidorano pintada de negro. Envenenada.

Feir le dio otra bofetada.

—¡Para! ¡Para! —exclamó Dorian, moviendo las manos. Eso hizo que el brazo izquierdo le doliera horrores. Gimió y cerró los ojos con fuerza, pero había regresado. Aquello era la cordura—. ¿Qué ha pasado?

—Unos asaltantes —contestó Feir.

—Un hatajo de idiotas que intentaban llevarse a casa algo de lo que fanfarronear —añadió Solon. Ese algo, por supuesto, habrían sido las orejas de Solon, Feir y Dorian. Uno de los cuatro cadáveres ya llevaba dos orejas colgando de un collar. Parecían frescas.

—¿Están todos muertos? —preguntó Dorian. Iba siendo hora de hacer algo con esa flecha.

Solon asintió con expresión apenada y Dorian pudo leer la historia de la breve batalla que había tenido lugar alrededor de su campamento. El ataque había llegado mientras Feir y Dorian hacían los preparativos para pasar la noche. El sol se estaba hundiendo por una hendidura entre las montañas de Faltier y los atacantes se habían acercado a ellos desde los montes, creyendo que el sol los cegaría. Dos arqueros intentaron cubrir la maniobra de sus camaradas, pero la pendiente era muy escarpada y sus primeras flechas erraron el blanco.

Después de eso, el resultado había sido una conclusión anunciada. Solon no era manco con la espada y Feir (el inmenso, fortísimo y veloz Feir) era un maestro de armas del segundo grado. Solon le había dejado ocuparse de los espadachines. Había actuado demasiado tarde para impedir que Dorian se llevara un flechazo, pero había matado a ambos arqueros mediante magia. La escaramuza entera probablemente habría durado menos de dos minutos.

—La pena es que son del clan Churaq —dijo Solon, mientras movía con el pie a uno de los jóvenes marcados con tatuajes negros—. Habrían matado de mil amores a los mamones del clan Hraagl que vigilan la caravana de suministros khalidorana que estamos siguiendo.

—Creía que Aullavientos era inexpugnable —dijo Feir—. ¿Cómo han llegado los bandoleros a este lado de la frontera?

Solon meneó la cabeza. El gesto atrajo la atención de Dorian a su pelo, que era negro azabache salvo en las raíces. Desde que Solon había utilizado a Curoch para matar a cincuenta meisters, y a punto había estado de matarse él mismo con la inaudita cantidad de magia empleada para ello, el cabello le crecía blanco. No era el tono entrecano de los ancianos, sino un blanco níveo que marcaba un acusado contraste con la cara de un hombre en la flor de la vida, bello, con la tez olivácea de los sethíes y unos rasgos curtidos por una vida en la milicia. En un primer momento Solon se había quejado de verlo todo en colores chillones o en blanco y negro desde que había usado a Curoch, pero ese efecto parecía haber pasado.

—Inexpugnable, sí —aclaró Solon—. Infranqueable para un ejército pero, tan avanzado el verano, estos jóvenes pueden escalar las montañas. Muchos mueren durante el ascenso, a veces una tormenta que estalla sin previo aviso los barre de las rocas. Sin embargo, con un poco de fuerza y de suerte, no hay nada que los detenga. ¿Estás listo ya con esa flecha, Dorian?

Aunque los tres eran magos, a Solon y a Feir ni se les pasaría por la cabeza intentar ayudarle, no con lo que estaba haciendo. Dorian era un hoth’salar, un hermano de la Curación; la esperanza de remediar su propia y creciente locura lo había elevado hasta los escalafones más altos entre los sanadores.

De repente el brazo de Dorian se empapó de agua en torno a la punta de la flecha.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó Feir, que se había puesto verde.

—La humedad de la sangre que ya está envenenada. Debería pegarse toda a la flecha cuando la saques —explicó Dorian.

—¿Yo? —dijo Feir, con una expresión aprensiva que desentonaba con su enorme corpachón.

—Eres ridículo —dijo Solon.

Alargó el brazo y sacó la flecha de un tirón. Dorian ahogó un grito y Feir tuvo que sostenerlo para que no cayera. Solon estudió la flecha con atención. Dorian había aplanado las lengüetas contra el asta para que no desgarraran la carne al salir, pero la varilla estaba recubierta por una capa negra y cristalizada de sangre y veneno. La mezcla había engrosado el asta hasta el triple de su diámetro original.

Aún no había dejado Dorian de jadear cuando unos flujos de magia empezaron a danzar en el aire como diminutas luciérnagas, como un centenar de arañas que tejieran redes resplandecientes, tapices de luz. Esa era la parte que impresionaba a sus compañeros. En teoría, cualquier mago podía curarse a sí mismo pero, por algún motivo, no solo no funcionaba bien, sino que además resultaba muy doloroso si se intentaba sanar algo más grave que un rasguño. Se diría que el paciente debía sufrir todo el dolor, la irritación y el picor que le habría ocasionado la herida a lo largo de su convalecencia entera. Cuando un mago curaba a otra persona, podía insensibilizarla. Cuando se curaba a sí mismo, cualquier insensibilización podía provocar errores y la muerte. Las magas, en cambio, no tenían esos problemas. Se curaban solas como si tal cosa.

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