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Authors: Enrique Vila-Matas

Tags: #Relato

Aire de Dylan (20 page)

BOOK: Aire de Dylan
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—Hamlet.

Siguió una frase ininteligible, dicha con voz pastosa. ¿Había entrado en una etapa en la que ya todos los mensajes iban a llegarle convertidos en ovillos? No era para preocuparse, pues a fin de cuentas había luchado para rechazar sus infiltraciones, sus desesperados intentos de legarle memoria y experiencia, pero daba pena oír esas transmisiones ya tan patéticas, transmisiones de difunto ya medio sordo en medio de una batalla totalmente perdida.

—Hamlet.

Insistente lo era. Parecía que hubiera acabado por convertirse en profesional de la venganza. ¿Podía ser saludable una eternidad alimentando tanto rencor? Lo más probable era que en el infinito la salud careciera del menor sentido.

VI

1

Dispongo de información digamos que confidencial sobre una noche que me parece la más tierna de la que tuve noticia nunca. Y digamos también que acabo de escribir esta frase porque en los momentos de desánimo como éste no hay nada que ame más insinuar que la presencia de la ternura en una noche sobre la que me contaron lo suficiente para que ahora pueda reconstruirla, contarla desde mi propio Hades, ese reino de los muertos privado que hay en cada uno de nosotros.

Aunque sin la misma intensidad con la que Lancastre mezclaba voces y recuerdos, trataré de acercarme, desde mi reino también poblado de sombras, al tono y la atmósfera que fue creando Vilnius cuando quiso comunicarme la complejidad del tejido sonámbulo de aquellas horas.

Noche que comenzó su andadura cuando, al salir de la Bernat, decidieron no ir a la Filmoteca, pues la tensión de su
Teatro de ratonera
les había dejado con necesidad de comentar lo que había ocurrido y las consecuencias que podía generar. A la salida de la Bernat, ligeramente asustados por lo que habían hecho, optaron por refugiarse en su cuarto de hotel. Bastaba cruzar la calle, ir de la Bernat al Littré, para escaparse del mundo. Además, el argumento de
Suave es la noche
, la película que proyectaban en la Filmoteca, se parecía demasiado peligrosamente a la historia de amor de Débora con el padre de Vilnius.

En el hall del Littré se encontraron con un Shekhar más dispuesto a conversar que nunca. Pero Débora y Vilnius tenían prisa. Deseaban retirarse cuanto antes a su cuarto. El hindú, implacable, empezó a retenerles diciéndoles que le atenazaba una incómoda melancolía. Se le había parado el reloj de pulsera, decía, y tendría que esperar al día siguiente para que le cambiaran la pila en Tempus Fugit, el taller de relojería de la calle Villarroel, a cuatro pasos del Littré. Nunca en la vida, decía Shekhar, se le había parado el reloj y quería convertir tan raro suceso en objeto de reflexión seria.

—¡No, por Dios! ¡Reflexión seria! Somos artistas jóvenes, no hay que maltratarnos —imploró Débora.

Vilnius oyó por primera vez a Débora hablar de artistas jóvenes. y le gustó mucho. ¿No era lo que, en efecto, ellos dos eran? En honor a la verdad, eran también artistas de la desgana, sin olvidar que eran, además, jóvenes con ligeros y siempre pasajeros problemas mentales, problemas que se hacían presentes, tanto en él como en ella, en forma de ráfagas. En Débora eran breves pero agudas crisis nerviosas que surgían en el momento más imprevisto. En Vilnius, infiltraciones mentales paternas ya en descenso, pero que venían dándose desde que se inaugurara el tiempo de duelo. Pero a esos problemas los sabían exprimir creativamente, e incluso vivir de ellos, de las huellas interesantes que dejaban a veces en sus mentes.

Aparte de jóvenes artistas de la indolencia, tal vez eran también o habían empezado a ser una especie de sociedad incipiente. Una sociedad artística de dos, pero que no les extrañaría que abriera caminos y no tardara en crecer. Recordaban vagamente a Marcel Duchamp, que a lo largo de su vida no hizo muchas cosas, pero de vez en cuando hizo alguna. En cierta ocasión, construyó una gota de cristal con aire de París y se la regaló a unos amigos de Nueva York.

Aire de París
, la llamó.

«Como mis amigos tenían prácticamente de todo, les llevé cincuenta centímetros cúbicos de
Aire de París
», comentaría años después Duchamp.

Vilnius y Débora habían empezado a ser una sociedad que no se dedicaba a nada en concreto, quizás porque deseaba evitar cualquier posibilidad de fracaso y quizás porque, además, era una sociedad que se sentía atraída por lo infraleve, por todas esas cosas —pensemos en un jabón que resbala, por ejemplo— que son, por un lado, tan indeterminadas y, por otro, tan específicas; son todo al mismo tiempo, como la vida misma.

Lo infraleve era, para ellos, el roce de unos pantalones al caminar, un dibujo al vapor de agua, un vaho sobre el cristal de una ventana. Mientras Shekhar intentaba reflexionar sobre la desproporcionada tragedia y misterio de su reloj parado, a Vilnius le pareció que Débora y él, después de su paso por la Bernat, no sólo podían empezar a considerarse una sociedad infraleve, sino que, en homenaje a Duchamp, esa sociedad podía llamarse
Aire de Dylan
, lo que les permitiría imaginarse a sí mismos como una gota de cristal que contendría la esencia de su época, el aire de su tiempo, del nuestro, de un tiempo ligado en arte al mundo de Bob Dylan, creador escurridizo y hombre de tantos personajes y personalidades.

No faltarían en los días sucesivos aquellos que les preguntarían seguramente si es que no hacían nada y se pasaban el día con los brazos cruzados. Cuando les preguntaran, contestarían en plan infraleve, como Duchamp: «
Mais que voulez-vous?, je n’ai plus d’idées
» (¿Qué quiere?, ya no tengo ideas). Sólo que ellos lo dirían en plural y con energía propia:

—¿Y qué quiere usted que le digamos? No tenemos ideas.

—¿Ninguna?

—¡Oh, monsieur! Tenemos una al día. Es suficiente para nosotros, que somos infraleves, aire del tiempo, leve pasión grande, Aire de Dylan.

2

¿Tan importante es que se te haya parado el maldito reloj?, preguntó Vilnius a Shekhar. Trataron de driblar y dejar atrás al hombre del reloj parado, pero éste en lugar de apartarse se les fue echando cada vez más encima, al parecer una costumbre muy hindú. Nunca antes Débora había visto a Shekhar adosarse a ellos de aquella forma, quizás porque lo había tratado hasta entonces muy poco. Vilnius, en cambio, sabía perfectamente de qué iba todo aquello, sabía que Shekhar era peligroso si se veía alcanzado por una fuerte melancolía por la patria lejana y perdida; melancolía encima activada aquel día por el hecho de que le pareciera tan extraño que se le hubiera parado el reloj.

¿Pero tan anómalo te parece un reloj parado?, le decía Vilnius cada vez más irritado. En realidad, era peor hablarle, porque si se le decía algo Shekhar se echaba cada vez más encima de ellos. Mezclaba su aliento con el de Débora o con el de Vilnius y parecía que nunca creyera estar lo bastante cerca. Si a uno de los dos se le ocurría hablar, él se acercaba más todavía. Era horrible. Vilnius llegó a empujarle, todo fuera por calmar a Débora, y le exigió que no se acercara más, que dijera lo que tuviera que decir sobre su melancolía y el reloj de la patria parado, pero que no se arrimara de aquella forma por favor, que no se acercara por muy nostálgico y preocupado que estuviera.

¡Por Dios, apártate!, le gritó Débora. El hindú retrocedió por primera vez, por fin amedrentado. Dos pasos atrás y uno adelante. A los pocos segundos, su rostro había recuperado el aire melancólico y eso parecía haberle dado fuerzas para de nuevo adosarse a ellos, lo que llevó a Vilnius a actuar ya de forma contundente y coger por el brazo a Débora y marchar directo hacia el ascensor, pues no le cabía ninguna duda ya de que era más importante cualquier milésima parte de su flamante novia que toda la tristeza de su apátrida —por culpa del reloj inmóvil— amigo hindú.

En el ascensor, Vilnius estuvo a punto de comentar algo sobre la estupidez de relacionar reloj y patria y también comentar algo acerca de la lengua tamil, la que hablaba Shekhar en su país de origen: una lengua compuesta de palabras con un promedio de seis sílabas; muchas tenían catorce. Menos de cuatro sílabas no era palabra, sino un residuo. Las lenguas occidentales le parecían a Shekhar todas en ruinas; una vez se lo había comentado al propio Vilnius; se pasaba el día, le dijo, hablando lenguas arruinadas, pero vivía de esto, era hotelero de los occidentales que vivían en esas ruinas, qué remedio…

Finalmente, nada le contó a Débora de la lengua tamil. Se inclinó por evitar cualquier referencia al tema y, en cambio, besarla apasionadamente en el ascensor. Una hora después, en la penumbra del cuarto, ella le comentaría que era tan mal amante como su padre y él, al no ser la primera vez que se lo oía, se contuvo, no protestó como había hecho en ocasiones anteriores. Y no protestó porque había empezado a tener la sospecha de que ella, tan inestable en su cordura, le amaba en gran parte porque él era una continuidad del difunto.

¿Y ella, por su parte, era la continuidad de qué? Débora era la continuidad de la enferma y peligrosa rubia de ojos azules que durante meses había sido la amante de Lancastre y que, tal como se había encargado ella misma de contarle o de advertirle a Vilnius, había hecho zozobrar plenamente la vida del escritor. ¿Y cómo había conseguido semejante despropósito? Con sus breves pero al parecer duras crisis nerviosas que hacían que se tambaleara todo. Había que presenciar una para comprender qué era el verdadero horror. Eso le decía la propia Débora a Vilnius, y éste llevaba ya días a la espera de la primera crisis, que —no sabía por qué— no llegaba nunca.

3

¿Cómo decirlo? Débora era inteligente, habitualmente un ser muy lúcido, despierto. Era joven, pero contaba ya con cierta experiencia como periodista. Se sabía que escribía bien, aunque también que no escribía nunca. Entonces, si no escribía ¿cómo podía saberse que era tan buena en aquello que se suponía que hacía? Porque había escrito mucho en sus días de periodista debutante —becaria que logró quedarse en una redacción de periódico—, hasta que tuvo el primer ataque, la primera crisis nerviosa, fugaz pero muy intensa (intentó nada menos que matar al director del rotativo en el que trabajaba), y ese trance indeseado, aparte de dejarla en la calle, dejó en su vida una estela de exilio y desgracia por mucho tiempo.

Débora estaba segura de que esos ataques minimales no le venían de la nada, se habían originado en la mallorquina Campos, su pequeña ciudad natal, en los días de su más extrema juventud, días trágicos en los que murieron sus padres en un accidente de tráfico y en los que tomó drogas fuertes, cuyos efectos regresaban con el tiempo, era como si tuvieran capacidad de regenerarse; estaba segura de esto, a fin de cuentas se lo habían advertido la primera vez que decidió tomar aquella dosis de ergolina procedente directamente —le dijeron— del gabinete del doctor Petrella. Tanto si la droga venía de un laboratorio como de otro, lo cierto era que con el tiempo aquel funesto experimento fallido con ergolina la había dejado a merced de imprevistas ráfagas nerviosas que, al parecer, contenían siempre cierto instinto asesino.

No hay desgracia que por bien no venga. Tanto si la droga venía de un laboratorio como de otro, lo cierto era que ella se había vuelto más artista gracias a aquellas dosis creadas por el doctor Petrella, muerto joven y en circunstancias misteriosas. Se había vuelto más artista, lo que no era objetivamente ni bueno ni malo pero, eso sí, no evitaba que la amenaza siempre de una inminente posible crisis nerviosa la alejara de muchas actividades, sin ir más lejos de la acción de escribir, por mucho que hubiera dicho que iba a hacerse cargo de la autobiografía de Lancastre. Y es que la propia amenaza a veces la dejaba inmóvil y muy feliz de estar quieta sabiendo que así no fracasaba en nada. En cualquier caso, los ataques breves que padecía nada tenían que ver con las arremetidas esquizoides que insinuara Max el día en que le habló a Vilnius de Débora. Ella no era esquizofrénica. Sus crisis eran de otro orden.

Pero sus crisis eran muy duras y nada parecía tan indudable como lo peligrosa que podía llegar a resultar Débora si era víctima de una de ellas. Para Vilnius, lo peor era que él no había tenido ocasión nunca de comprobar cómo eran exactamente esas crisis, lo que hacía que fantaseara en exceso y viera cómo iba aumentando su terror ante la posibilidad de una repentina aparición de una de esas ráfagas nerviosas en las que, al parecer, brotaba en ella un instinto asesino.

Ataques y miedo a lo desconocido aparte, Débora se comportaba de forma muy normal en la vida corriente —le complacía en grado máximo la perversión de hacerse pasar por un ser corriente, tirando incluso a vulgar, sabiendo que no lo era—, encantadora a veces, intratable en momentos muy puntuales. Cuando se volvía insociable, parecía que se hallara de golpe al inicio de uno de sus peligrosos ataques, pero no, Vilnius acababa comprobando siempre que ella, en aquel momento, estaba simplemente intratable. Así las cosas, él ya casi estaba deseando que tuviera en algún momento una de sus crisis agudas para por fin poder saber si eran tan temibles como se decía. Y también para tener una visión más completa de la personalidad de su novia, aunque sabía que no saberlo todo de ella, es decir, que tuviera aquel carácter tan inapresable, era por el momento lo que más le fascinaba de Débora. Seguro que al principio de la relación con ella, su padre pudo experimentar un hechizo parecido.

Hay cosas que se heredan de forma natural, sin infiltraciones mentales ni otros esfuerzos. Y al pobre Vilnius, en cuestión de amores, no le sucedía nada que antes no le hubiera ya ocurrido a su padre: sentía una pasión tan grande por aquella mujer artista y enferma que no le preocupaba que le pudiera arruinar la vida. Aun así, Vilnius confiaba en que esa vida no se la destrozaría entera, aunque tenía motivos para pensar que eso también podía ocurrir, y más cuando ella misma se había encargado de hacérselo saber: en los dos últimos años, sin quererlo, había hundido la vida de su padre, sobre todo cuando él intentó curarla como si fuera un psiquiatra (se empeñó en meterse de lleno en esa tarea) y lo único que logró fue que todo empeorara del lado menos pensado, del lado del propio sanador o improvisado enfermero, que, aunque trató de ocultarlo de puertas afuera, acabó desestabilizado, perdiendo incluso en ocasiones el control de sus nervios y teniendo que ser ella, al final, quien le hiciera a él de psiquiatra y le recomendara, por ejemplo, que bebiera con mesura, pero que bebiera, para alejar así la siempre molesta lente de la lucidez…

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