Ahogada en llamas (7 page)

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Authors: Jesús Ruiz Mantilla

Tags: #Drama, Histórico

BOOK: Ahogada en llamas
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En el ayuntamiento continuaban dictando ordenanzas y el gobernador trataba, sobre todo, de calmar ánimos. La compañía Ibarra, más que nadie, se lavaba las manos e iba dejando los muertos de despacho en despacho, de casa en casa, con la dignidad ya absolutamente arrebatada en nombre de su propia avaricia, por obra y gracia de su descarnada y descomunal ambición.

Los periódicos clamaban. El caso había llegado a las cortes madrileñas, donde se debatía un día sí y otro también. Pero al gobierno de Sagasta apenas le alteraba. Los potentados presionaban, desde el marqués de Comillas hasta los nuevos empresarios de la burguesía mercantil, muy próspera y con gran futuro por delante. También las gentes del banco y, por supuesto, los enemigos de la naviera, que crecían día a día en todo el país. Ni así parecía tomar nadie decisiones convincentes. Por eso, quizás, sin olvidar la mella de la soberana memoria de su esposa y la dignidad de sus hijos, Diego Martín Solórzano decidió dar un paso al frente.

Estudió a fondo todos los pormenores, se metió a conciencia en los detalles. Abandonó poco a poco el caparazón aquel de alejamiento terrenal y empezó a hablar con sus amigos del asunto y con otros afectados. Volvió de pronto en sí. Se levantó, salió con decisión del sepulcro. Pidió reuniones, escribió cartas a los periódicos y así, acción a acción, fue recabando apoyos. Primero tímidos y hasta compasivos; después, a base de denuncias atinadas y reflexiones llenas de sentido común, la solidaridad hacia su causa se transformó en algo más que en un arrebato entusiasta. Fue conformando un liderazgo que no era buscado conscientemente como tal, pero que prendió inevitablemente. Sus amigos de la tertulia, a la que volvió sin más tardar, le alentaban. Tanto el bueno de Felipe Zúñiga como Fuentecilla y Matallana aplaudían su coraje porque sabían que así acabaría por rehacer su vida. Lo mismo que Serafina, que le ilustró a fondo con varios casos de los que prometió hacerse cargo como algo personal.

Dos cosas pedía principalmente: justicia y reparaciones urgentes para las víctimas y afectados más necesitados, además de una solución rápida para acabar con el barco. Temía el peligro casi inminente de más explosiones con toda la fuerza de una lógica nada disparatada: una lógica basada en largas conversaciones con expertos que le alertaban del peligro. Evitar más muertos era la premisa urgente; dignificar a quienes ya no estaban, lo fundamental. Pero eso llevaría más tiempo.

Sus hijos parecían mirarle con un renovado orgullo. Le preguntaban y le comentaban lo que les decían otros niños en el colegio. El espacio para sus escritos fue ganando peso en
El Atlántico
y
La Atalaya
, los periódicos que le prestaron sus páginas para todo aquello que quisiera puntualizar. Era la conciencia alzada, decidida y valiente que necesitaba la moral arrasada de la ciudad. Escribía de cada caso que iba cayendo en sus manos. Ponía cara y voz a cada afectado. También en
El Heraldo
de Madrid le permitieron amplificar las denuncias en la capital.

Los políticos empezaron a incomodarse con sus denuncias. Se les acababan los argumentos y las triquiñuelas ajenas a las reivindicaciones al cabo de la calle. Alguien empezaba a sacarles todos los colores que el propio sistema caciquil y clientelista de la Restauración era incapaz de mostrar. Tan pronto como algunas puertas se le abrían, al momento se le cerraban violentamente y sin explicaciones en la propia cara.

Pasaban los días marcando un absoluto desprecio que alentaba aún más el ánimo de Diego Martín Solórzano. Se acercaba la terrible Navidad, un periodo negro de ausencias y melancolía nada regocijante que la ciudad quiso ignorar. Fueron las fechas más frías que se recuerdan: ausentes de esperanza, plagadas de sermones inútiles y cargadas de demasiado sufrimiento como para brindar. Abrían todavía más las heridas que colgaban en carne viva.

Poco costó recuperar el nervio cotidiano después de una pequeña tregua de recogimiento obligado pero en absoluto deseado. Enero fue una especie de paréntesis callado y frío. Todo seguía igual. En tensión expectante, demasiado insoportable. Las mujeres que arreglaban redes en Puerto Chico daban puntadas sin más conversación que las desgracias conocidas. Más allá del tiempo, el estado de la mar, la comida que iban a preparar o el disgusto de alguno de sus hijos, todo giraba en torno a los ausentes o a los desamparados. Los improperios y los juramentos se les mezclaban con un lamento continuo hacia quienes habían perecido o quienes habían quedado lisiados e inútiles para ganarse el pan. Cada día repetían el mismo comentario, como para obrar un exorcismo.

—Ese barco sarnoso tiene el demonio metido en el cuerpo.

Los comercios vendían poco género, apenas más de lo necesario. El paseo vespertino ni siquiera celebraba los rayos de sol que de vez en cuando se abrían paso en ese invierno de la desolación. Las calles del centro, de San Francisco a Santa Clara, de la Alameda a la cuesta de Gibaja, con sus putas mal abrigadas y medio tísicas, soportaban el trasiego de comerciantes, viajeros, funcionarios y holgazanes en un silencio apenas roto por un vicio verdaderamente acuciante.

Los heridos fueron abandonando los hospitales, que sobrevivieron como pudieron a la avalancha de las primeras semanas. Muchos iban directamente a las iglesias para dar gracias por la suerte de haberse salvado; otros reencontraban a los suyos con diferente ánimo y las deudas saldadas. Los que se reincorporaban a sus trabajos agradecían el gesto de bienvenida de sus compañeros. Sabían que su presencia devolvía un poco de moral e ilusión a quienes les echaban de menos cerca. Algunos debían convalecer un tiempo más fuera de los internamientos y deambulaban por la ciudad entre vendas y muletas, respirando a fondo el aire teñido de cierta fetidez pero libre al fin y al cabo.

Muchos de los supervivientes regresaron al barrio de Maliaño para ver el abismal efecto de la catástrofe. Otros no se atrevían a volver sus miradas hacia aquella parte mutilada de la ciudad. Allí las ruinas lo presidían todo, formando inquietantes efigies puntiagudas y chamuscadas. Bajo las piedras todavía yacía la carne que los operarios iban apartando, sin verse aparentemente afectados, aunque el dolor es una bomba que va acoplándose en el fondo de cada alma y nunca sabes cuándo se le ocurre explotar. Ante el espanto, la mejor recomendación es el desapego de todo lo que hunde el ánimo. Y hasta el cinismo o el pillaje, si cabe. Así, con suerte, quien más quien menos recolectó todos esos objetos de valor que nadie iba a reclamar. Fueron numerosos los relojes, collares, pulseras, broches y sortijas que acabaron en las casas de empeños, donde los que trabajaban en la reconstrucción acudían con sus botines extras arrancados cuando no del suelo, de algún miembro amputado.

Los martillos y las demoliciones se dejaban sentir por todas las esquinas. Cada golpe, cada pequeño derrumbe sobresaltaba una inquietud para siempre instalada, muy difícil de extinguir. El viento y la calma aumentaban el ruido, según soplara o amainara. Unas veces se sentían más por la calle Alta, otras por Puerto Chico. Hasta los animales se desbocaban o intensificaban los ladridos, los maullidos o los rugidos con una fuerza variable. Dependía de la desconsolada intemperie en que se encontraran y también del sonido de las obras. Pero muchos todavía creyeron que así mostraban sencillamente su forma de llorar a los muertos.

CUATRO

Diego Martín Solórzano había recuperado el orgullo pero no logró perder el miedo. La muerte de Águeda le había enseñado algo fundamental, hasta entonces ajeno: la medida de su fragilidad. De la insignificancia que sintió para sí y los suyos después de aquel golpe no se libraba tampoco la ciudad. Al tiempo que ésta recuperaba su pulso, él también. Se fundían perfectamente en la reparación del sufrimiento mutuo. En su caso, disponía de razones poderosas para seguir adelante: el futuro de sus hijos, el ánimo discreto pero siempre presente de sus amigos y el aliento que le aportaba una nueva misión. Se sentía de nuevo con fuerzas ni más ni menos que para reparar con justicia todo aquello.

Las campañas fueron ganando adeptos y las autoridades parecieron reaccionar con más eficacia. Tuvo que ser el gobierno, por fin, quien tomara serias cartas en el asunto. Corría ya marzo y había que liquidar el barco, hundir aquel espectro asesino. Los expertos indicaron que podían quedar aún cuatro toneladas de nitroglicerina en las bodegas, lo que aumentó el pavor de la población. Era necesario destruir todos los restos. Pero tales cantidades suponían un riesgo insoportable.

La Junta de Expertos se había formado en Madrid y no podía tardar en actuar con determinación. En ella sobresalía la figura del capitán Joaquín Bustamante Quevedo, gran amigo de Diego Martín. Le inspiraba toda confianza. Proponían dos opciones a tener en cuenta: mover el casco sumergido a un lugar alejado del puerto o volarlo de manera controlada. Disolver la nitroglicerina era imposible; si acaso cabía realizar pequeñas explosiones partidas. Casi todo eran dudas. Aunque una cosa parecía cierta: había que actuar técnica y políticamente sobre el terreno, sorprender con un gesto rápido. Así que los miembros más destacados de la Junta se trasladaron a la ciudad.

Llegaron el 15 de marzo y fueron recibidos como auténticos héroes. Diego Martín había lanzado encendidas defensas de Bustamante en los periódicos y su palabra a esas alturas iba a misa. «Hoy es el primer día que podremos dormir tranquilos», escribió. Se reunieron multitudes en torno a la estación del Norte. La Rampa Sotileza estaba rebosante, igual que la plaza de las Navas de Tolosa y las calles de alrededor. El programa obligó a detener en gran parte la actividad diaria. Una auténtica manifestación los acompañó hasta el gobierno civil y de ahí hasta el embarcadero.

Cuando vieron los restos, la ubicación y los alrededores no pudieron disimular sus gestos de preocupación. La incomodidad, la duda se hacía evidente en el capitán Bustamante, pero también en el rostro de sus acompañantes: el inspector general del Cuerpo de Minas, Amalio Gil Maestre, y el subdirector de Obras Públicas, Antonio Sanz González. Miraban, remiraban, hablaban con los buzos, atendían las explicaciones de las autoridades locales. Se imponía tomar decisiones… rápido. Ya ese primer día de trabajo vieron que podían barajar tres supuestos: el primero, suspender el casco en el agua y trasladarlo a remolque lejos de la ciudad. También cabía la opción de esperar a los meses más calientes para que licuara la nitroglicerina y así extraerla con más facilidad. Por último, realizar explosiones parciales de pólvora negra en restos previamente desguazados.

Todos entrañaban más que serios riesgos. La duda sobre la cantidad de nitroglicerina era lo más acuciante. Los buzos habían informado de lo que vieron: entre otras cosas una enorme mancha de ocho metros de largo, medio de ancho y entre dos y tres centímetros de espesor que parecía toda una bomba cristalizada. La compañía Ibarra insinuaba que no podía haber tanta. Seguía escurriendo el bulto, negando informaciones cruciales. El caso es que los ingenieros pronto revelaron que faltaban unas cien cajas de dinamita por extraer, más o menos dos toneladas. El problema era el estado: al menor contacto todo podía salir por los aires. Aun así, se pusieron manos a la obra.

La ciudad andaba pendiente de sus nuevos héroes: los buzos. Aquellos personajes como salidos de otro mundo, con sus cascos dorados de rejilla y todo ese plomo encima, parecían osos ralentizados de los que enseguida se empezó a dar cuenta en los periódicos. Las páginas quedaban inundadas con sus técnicas de trabajo y sus historias personales. Los niños se acercaban al puerto para observar su parsimonioso proceder y su nada disimulado cansancio. Les trataban de animar en momentos de paz no ausentes de preocupación, con la mirada perdida y el casco apoyado sobre los costados. Muchos soñaban ser de mayores como ellos. Les llevaban regalos, dibujos, dulces, cartas que agradecían y reforzaban su moral.

Su acción era rápida y eficaz. Deshicieron nitroglicerina con vapor, inyectando agua caliente. Además, fueron desalojando otro tipo de carga. En un día, hasta dieciocho toneladas de acero, lata y metales fueron recuperadas con la generosa colaboración de una partida de herreros. Los mismos que se encargarían también de las tareas de desguace.

La jornada se dividía por las mareas. La bajamar era la propicia para aprovechar al máximo las horas, fueran de noche o de día. Así que el muelle de Maliaño no dormía. Debían empezar a respetarse rigurosamente los turnos de inmersión y descanso. El trabajo requería los cinco sentidos, no podía hacer mella el cansancio. Los reflejos debían quedar alerta al cien por cien. Todo el mundo en sus cabales.

La dinamita y la nitroglicerina seguían apareciendo. Diego Martín señalaba ya sin tapujos la irresponsabilidad ciega y miserable de la naviera. La ciudad entera era incapaz de entender cómo los causantes se habían escondido y, aún más, despreocupado de la situación. Si no se había producido ya otra explosión era porque el ánimo de la fortuna resultó propicio. O porque algo debió de calmar la sed del cielo y del infierno; quizás la intercesión de todos los muertos multiplicó la piedad de Dios Padre. Pero, ¿quién sería capaz de hacer aflorar la del demonio cuando todo el mundo sabe que carece de ella? Más en un miércoles de ceniza… Polvo eres y en polvo te convertirás.

Aquella noche de mitad de Semana Santa, la Junta había decidido suspender los trabajos. Demasiada tensión. La confusión ahogaba a muchos de los técnicos: no era posible que siguiera apareciendo tanto explosivo. ¿No fue suficiente el que se había extinguido estallando y llevándose más de quinientas almas? El recogimiento de Semana Santa era la ocasión perfecta para dar un descanso sobre el terreno; nadie lo iba a poner en duda. Convenía más que nunca rezar, rogar que no se desencadenaran más desgracias.

Pero alguien debía bajar para hacer el último reconocimiento antes del parón, que se presentaba largo. Eran ya las ocho y los hermanos Villarrenaga, buzos ambos, celebraron aquella noticia del descanso que les esperaba los días siguientes. Se encontraban literalmente exhaustos. Un reconocimiento más y a casa. Esteban y Jesús se lo echaron a suertes con su colega Antonio Fonseca. Le tocó a Esteban bajar mientras los otros dos quedaban sobre la cubierta pendientes del cabo de guía y la manguera de aire.

Esteban entró por la escotilla de popa. Debía verificar los sollados, las partes inferiores del buque donde estaban las literas de la tripulación. Lo hizo con una lámpara de cien bujías, nuevecita, que facilitaba muchísimo la tarea de los buzos por la noche. Hacia las nueve, la ciudad reposaba ya de las primeras procesiones y había abandonado casi todas las misas de tarde. Se instalaba tranquila en el previo silencio del sueño, acurrucada en torno a las mesas para ir cenando, abandonando las tabernas en las que apenas se escuchaba a esas horas el irritante silbido de las escobas limpiando el suelo.

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