Quienes allí se presentaron llegados de cada punto de la provincia fueron conscientes de la noche repentina, de entrar en otro tiempo y en otro espacio a medida que se adentraban en las calles atiborradas de hierros a los que el fuego había convertido en esculturas retorcidas, figuras de fango y carne quemada, acompañado de la música estruendosa de los alaridos, los llantos y el dolor. La misma visión del infierno se había apoderado del paisaje. Además de los muertos y los heridos se acumulaban los enseres en las calles, resguardados por sus dueños y los criados. Muebles de caoba, cuberterías, joyas, cristalerías, papeles, carpetas, títulos de propiedad se escabullían del fuego que se extendía hacia el interior de la ciudad. Lo hacía furioso, sin que nadie pudiera cortarlo más que a base de buena voluntad. Menos mal que de Torrelavega llegaron quince bomberos apresurados para empezar a dirigir las tareas con mayor frialdad, con más tino.
A las pocas horas, el paisaje era un hervidero de voluntarios que se arrimaban a quienes mejor sabían encarar la desgracia. Se mezclaban con mujeres, hombres y niños deambulantes que preguntaban por familiares, amigos y compañeros mientras intentaban adivinar entre el pitido de sus oídos qué había ocurrido… De vez en cuando gritaban el nombre de los suyos, formando un tristísimo coro atonal con el soniquete de todos los santos: era el recuento que pugnaba aquí en la Tierra por ganar almas al cielo y al infierno. Nadie perdía la esperanza aunque se mostraran abatidos, hundidos, perdidos, fuera del mundo ordenado que hasta ese día llegaron a conocer; ajenos a la felicidad y a la desgracia que en cada caso les acarreara sus propias vidas. Arrancados de cuajo, descarrilados a la fuerza de su propia existencia. Mucho había que superar hasta recuperar la normalidad. Una deseada, bendita normalidad.
Diego Martín Solórzano no se detenía a pensar si su familia se encontraba a salvo. Cuando finalmente lo hizo, en una pausa de su entrega concentrada al socorro urgente, cayó en la cuenta de que tanto Águeda como sus hijos podían estar, con toda lógica, preocupados por él. Se inquietó y tomó la decisión de acercarse un momento a su casa para calmar los ánimos. En un día así la ciudad necesitaba a toda su prole. Pero los hijos debían también notar la seguridad de sus padres y sobre todo el consuelo, según el ánimo de cada cual. Los suyos eran generalmente fuertes de carácter. Diego, el mayor, con sus diez años cumplidos, seguramente estaría apoyando a su madre en la complicada papeleta de hacer que Enrique, de ocho, y el pequeño Rafael, de seis, mucho más vulnerable que los otros dos, mantuvieran la calma.
No tuvo que dar demasiadas explicaciones a sus compañeros de tertulia para despedirse.
—Voy a acercarme a casa. —No mucho más alcanzó a decir. Apenas un pequeño plan de tiempos—.Veo a Águeda y a mis hijos y vuelvo a buscaros. Será un momento.
—Ya estás tardando, Diego —le urgió Blas Matallana.
—Yo en un momento debo retirarme también —apuntó Carlos el notario.
—Aquí nos va a quedar tarea muchos días. ¡Dios mío! ¡En mi vida pensé que pudiera ocurrirnos esto! Vete, anda. Ya nos encontramos después —insistió Matallana.
—¿Por aquí?
—No, por aquí no. En El Suizo, hacia las nueve, así no nos desperdigamos. Estemos donde estemos, procuremos reunirnos en la puerta de El Suizo. ¿Os parece bien a vosotros? ¿Carlos? ¿Felipe?…
—Sí, por mí bien —contestó Zúñiga.
—Anda Diego, larga ya, que tendrás preocupada a Águeda y a los niños. No te apures por nosotros.
Desde la Plaza de Velarde hasta su casa tardaría diez minutos andando a ritmo normal, pero apresuró el paso, un tanto impaciente por lo que podía encontrar. A medida que avanzaba encontraba restos de la tragedia esparcidos por todos lados. Era una pesadilla zurcida con la misma agonía, el idéntico dolor que le seguía enmudeciendo a él y que impresionó a sus amigos hasta el mismo momento en que se separaron. Las llamas del poderoso incendio deslumbraban la parte de la ciudad que se había salvado del fuego. Ésa era otra de sus inquietudes: poner a todos a salvo, lo más lejos posible. Evitar a los niños el pavor de un peligro próximo que podía acecharles a zancadas, aunque fuese improbable. No soplaba el viento en aquella dirección. Pero, ¿quién le aseguraba que en cualquier momento no cambiaría? La suya era una ciudad de vuelcos impredecibles, acostumbrada, prevenida ante los giros bruscos de un aire caprichoso y de las nubes, siempre a expensas del extraño humor que se gastaba el Cantábrico.
Cruzó el portal y subió las escaleras hasta el segundo piso. Abrió la puerta y preguntó por su mujer.
—¿Águeda?
Serafina acudió en su búsqueda. Le resultó extraño que a esas horas todavía siguiera en la casa. Por el gesto supo que algo no cuadraba…
—Señor…
La mujer bajó la cabeza. Diego la inquirió con los ojos desorbitados. Las horas de trabajo le habían dejado briznas de humo en el rostro, el pelo revuelto, la camisa embadurnada por salpicaduras de sangre ajena, el barro y las cenizas. Diego no parecía don Diego y en ese trance se hacía extremadamente duro reventarle más el ánimo con malas noticias.
—Serafina, por Dios, ¿dónde está Águeda? ¿Y los niños?
—Los niñucos están bien, señor. Toño y yo los llevamos a casa de su madre… Es la señora. No sabemos nada de ella. Tampoco teníamos idea de qué había podido pasar con usted. Gracias a Dios está bien.
Diego balbuceó, retiró la mirada al techo, se atusó la perilla y cerró un puño para contenerse. Necesitaba encontrar la pregunta justa, aquella que sólo diera lugar a una respuesta inequívoca. Pero ése era el día en que todas las certezas salieron volando por los aires. El día de la incertidumbre, el día en que todo podía derrumbarse sin remisión.
—¿Qué ha ocurrido? ¿Desde cuándo no sabéis nada de ella?
—Desde poco después que usted se fuera a su tertulia. Salió con Juanita y prometieron regresar pronto para preparar la merienda a los niños conmigo. Pero… no han vuelto.
—¿No han vuelto? ¿No han vuelto? ¿Sabes lo que significa en un día como hoy que no hayan vuelto?
—Ay, don Diego, ¿y qué podía hacer yo más que alertarlas? Pero aunque a Juanita la vi muy reacia a salir, la señora se empeñó en bajar a ver qué pasaba.
—¿No habrá ido a casa de mi madre a buscar a los niños? ¿No estará socorriendo a la gente como hemos hecho otros tantos?
—En casa de su madre no está, señor. No hace ni diez minutos que Benita bajó a interesarse por ustedes. La mandó aquí su señora madre y le dije que no sabíamos nada.
Diego tragó saliva. Trató de encontrar una primera solución rápida a la alarma que debía de estar viviendo su familia.
—Muy bien, calma. Tranquilicémonos. Acércate a casa de mi madre y dile que yo estoy bien pero que no encontramos a la señora. Cuéntaselo sin que te oigan los niños, hazme el favor. Yo vuelvo al muelle a ver si la veo por algún sitio. Debe de estar socorriendo a los heridos. Seguro que está bien, que se habrá despistado como yo en medio de este desastre. Ella es muy prudente, ya lo sabes.
—Claro, señor, ahora mismo voy. No se apure por nada y haga lo que tenga que hacer. ¿Dejo allí a los niños a dormir?
—Sí, sí, claro. Llévales algo de muda, pero no te entretengas mucho. Vete rápido, por Dios.
Diego regresó a la calle. En el escaso resquicio de razón que le permitía el pánico empezó a invadirle una sensación terrible. Aquella piedad que le inspiraban todos los desesperados con que se topó antes de llegar a su casa se convertía de repente en algo propio. Tomó conciencia de esa misma desesperación, de una devastadora sensación de pérdida. Pero era imposible, no podía hundirse: Águeda habría hecho lo mismo que él. También ella se acercaría en cualquier momento a casa para ver si estaban todos a salvo. Le consolaba saber que sus hijos se encontraban fuera de peligro, pero una vez seguro del estado de los niños nada podía aliviarle otra ansia principal: encontrar a su esposa.
Fue cruzándose con vecinos a los que preguntaba lo mismo.
—¿Águeda? ¿Alguien, por Dios bendito, alguien ha visto a Águeda?
Otros tantos le devolvían la pregunta con otro nombre. Todos perdidos, todos revueltos. Todos buscándose entre sí y sin querer encontrar a los muertos. Antes preferían acercarse a los hospitales que dar la vuelta a cada cuerpo sin vida en la calle por no toparse de cara con la fatalidad. Una curiosidad instintiva les llevaba a querer y no querer identificar zapatos, ropajes desperdigados, objetos reconocibles. Algunos se dieron de bruces con el brazo de su esposa o su esposo al reconocer un anillo, una pulsera. Pero aun así no desesperaban: si el cuerpo no andaba cerca cabía la posibilidad de que estuvieran vendados o inconscientes en algún hospital.
Se acercaba la hora pactada y Diego se apresuró a El Suizo. La zona andaba libre del fuego que en ese momento ya remontaba por detrás de Méndez Núñez, en plena Ruamayor, hacia las casas más antiguas de la ciudad, una zona peligrosa. Por allí podía remontar al cuartel de San Felipe, que de ser alcanzado dispararía todo el arsenal almacenado. Se duplicaría así entonces el zarpazo de muerte. En esa zona dirigían la operación los alcaldes de Torrelavega, Piélagos y Bárcena de Pie de Concha, que esperaban más refuerzos. Fueron llegando. Muchos eran pocos.
Diego llegó al punto de encuentro en torno a la hora pactada. Antes merodeó por la plaza de Pombo, un cuartel al aire libre poblado de heridos entre los que no reconoció a nadie. Fue el primero, tardó en encontrar a sus tres compadres. Se dio cuenta de lo necesario que era no sentirse solo, más solo. Cuando aún no le había vencido un ataque de impaciencia definitiva apareció Felipe Zúñiga, que llegaba tranquilo y hasta descansado respecto a cómo lo dejó. Pero su amigo, sin embargo, comprendió al verle que algo malo podía haber ocurrido.
—¿Estás bien, Diego?
—No. Nada, nada bien.
La siempre previsible serenidad que aquel caballero esbelto, moreno, de patilla discreta y elegancia ajena a la soberbia portaba todas las tardes consigo a la tertulia se había esfumado. No conoces bien a un hombre hasta que se derrumba.
—¿Qué pasa? Dime qué pasa, Diego.
—Águeda… No la encuentro por ninguna parte. No está en casa. Los niños sí, los niños están a salvo con mi madre. Pero Águeda salió. Águeda se fue con Juanita. No sé dónde está.
Felipe Zúñiga comprendió que en ese momento la tragedia podía adquirir un nombre: Águeda. Pero prefirió la esperanza e hizo todo lo posible por mantener la serenidad. Debía evitar por cualquier medio que su amigo desfalleciese.
—¿No se habrá quedado en la calle socorriendo heridos, como todo hijo de vecino? —preguntó Zúñiga para descartar una primera posibilidad lógica.
—Al parecer bajó a ver el incendio, me ha dicho Serafina. Es muy extraño, ella es precavida.
—Claro. También le puede haber sorprendido comprando algo, haciendo algún recado —apuntó Felipe.
—También… —se consolaba Diego Martín.
—¡Dios mío! ¡Es que ni metido en una tienda para un simple recado puede quedar nadie a salvo hoy!
Felipe sólo acertó a mirarle. Por nada del mundo le iba a dejar desbarrancarse en el pesimismo, aunque sabía que llevaba razón. Diego mantenía el mismo aspecto de antes de su despedida. Zúñiga se había enfundado nueva ropa de faena y llegaba más espabilado por efecto de algún enjuague.
—¿Alguna noticia que debamos tener presente?
—Todo y nada. Pero hasta que no encontremos a Águeda no creo que quepa preocuparse por ninguna cosa más.
Carlos Fuentecilla y Blas Matallana llegaron juntos en ese momento. Pasaban minutos de las nueve y encontraron a sus dos amigos separados por una especie de red de silencio. Diego Martín se recogía en cuclillas sobre sí mismo, mirando al suelo y ajeno a las carreras, los apuros, a la misma brisa cargada de retortijones humeantes con toda esa alarma y el dolor. Felipe Zúñiga lo contemplaba de pie, justo a su espalda entornada hacia delante, preocupado. Los dos amigos entendieron sólo mirando la imagen que algo no marchaba bien.
—¿Ocurre algo? —preguntó Carlos Fuentecilla mientras Blas Matallana, siempre más retraído, más precavido ante las malas noticias, esperaba con la misma impaciencia sus respuestas.
—Águeda… Diego no la encuentra. Tenemos que ponernos a buscarla ahora mismo —ordenó fríamente aunque con cierta vehemencia urgente Felipe Zúñiga.
Los recién llegados le lanzaron una mirada de demanda cómplice nada más escuchar lo que había ocurrido. Zúñiga torció el gesto, pendiente de no sacar a Diego de su propio ensimismamiento. El hombre parecía empezar a enredarse en un bucle peligroso. Se sentía ya perdido probablemente, almacenaba en su cabeza los peores augurios y se preparaba ante la presunta avalancha de una turbia desolación. Temía ya más por el dolor de sus hijos, por la impotencia de no saberles explicar, de no poderles consolar. Pero no quería rendirse. Se le revolvían al tiempo por dentro la mínima esperanza y una losa de fatalidad. Sólo le quedaba dejarse llevar por lo que dispusieran sus tres amigos. Debían ser ellos quienes la encontraran: viva o muerta.
De repente, Diego regresó.
—¿Estáis a salvo? ¿Todos andan bien en vuestras casas?
—Sí, Diego, todos bien, gracias a Dios. No tenemos noticias de pérdidas ni desgracias. Ahora verás como encontramos a Águeda —comentó Carlos, que contagió el ánimo a Blas y despejó la sombra de malas sospechas que comenzaban a inquietar a Felipe Zúñiga.
—Bueno, vamos a organizarnos. Preguntemos por ahí. Busquemos amigos comunes, rastreemos cerca de tu casa. Vamos a dividirnos: Blas y yo nos ocupamos de esta zona; Felipe y tú, Diego, llegaos más cerca de tu casa —propuso el notario.
—Sí…, no creo que se alejara mucho de esa parte de la ciudad —intentó terciar Matallana.
—Veámonos cada cierto tiempo en casa de Diego. Para que no nos dispersemos demasiado y estemos al tanto —propuso Carlos Fuentecilla.
Quedaron de acuerdo y comenzaron la búsqueda. Entre el monumento a Velarde y la catedral, Fuentecilla y Matallana llevaban la peor parte. Los incendios no se controlaban y muchas de las víctimas ya se consumían entre aquel calor de infierno sobrevenido. Las calles que de día asistían al trasiego de las descargas del puerto y al baile de marineros y comerciantes habían sido engullidas por una olla gigante de carne y almas en pena.
El almacén de tabacos fue uno de los primeros edificios prendidos. El fuego se multiplicaba sobre sus locales y dejaba un aroma de hoja abruptamente quemada junto a la Audiencia. Corría por todas esas calles el calor insufrible, crepitaban las maderas, los troncos, los tejidos. El hierro se consumía furiosamente contra sí mismo. El agua reflejaba un tono negro, pero también parecía una bañera de sangre; rezumaba humo. La tragedia había confundido todos los elementos: el líquido se evaporaba, el cemento se transformaba en una lava pastosa. Olía a brasa y a crematorio, a hoguera siniestra.